ray Jerónimo siempre había pensado, y con frecuencia había manifestado a gritos, que fray Pablo ejercía una autoridad excesivamente laxa sobre sus jóvenes pupilos, tanto los novicios como los niños. Fray Pablo procuraba que la supervisión de la jornada de sus alumnos fuera lo más discreta posible, excepto cuando daba clase, aunque estaba dispuesto a presentarse en cualquier momento en que alguno de ellos le necesitara o quisiera hablar con él. Las cuestiones rutinarias tales como las abluciones, el ordenado comportamiento durante las comidas y las horas de retirarse a dormir por la noche y de levantarse por la mañana las dejaba a su conciencia y a las sanas costumbres de limpieza y puntualidad que se les habían inculcado. Fray Jerónimo estaba convencido de que no se podía confiar en que ningún niño de menos de dieciséis años cumpliera las normas y que incluso aquéllos que ya habían superado dicha edad aún conservaban en sí más rasgos del demonio que de los ángeles. Él hubiera vigilado, perseguido y corregido todos sus movimientos, si hubiera sido su maestro, y hubiera hecho un uso de los castigos mucho más amplio del que solía hacer Pablo. Para él constituía un placer poder decir en verdad que siempre había profetizado desastres como consecuencia de tan laxa disciplina.
Tres escolares y nueve novicios con edades comprendidas entre los nueve y los diecisiete años son lo bastante activos como para satisfacer una distraída mirada a la hora del desayuno a no ser que alguien tenga motivo para contarlos y descubra que falta uno. Probablemente Jerónimo los hubiera contado en todas las ocasiones en la certeza de que, más tarde o más temprano, habría algún transgresor. Fray Pablo no los contaba. Y, como lo necesitaban en el capítulo y más tarde tendría que atender unos asuntos relacionados con su tarea, aquel día le había encomendado impartir las lecciones al más responsable de los novicios, otra medida que Jerónimo deploraba por considerarla gravemente perjudicial para la disciplina. En la iglesia los pequeños ocupaban un lugar tan insignificante que uno de más o de menos no se notaba. Por consiguiente, sólo a última hora de la tarde en que Pablo reunió a su rebaño en el aula y separó a los novicios de los escolares, se puso finalmente de manifiesto la ausencia de Ricardo.
Al principio, Pablo no se alarmó ni se inquietó. El niño estaría haraganeando en alguna parte, se habría olvidado de la hora y aparecería corriendo de un momento a otro. Pero el tiempo pasaba y Ricardo no venía. Interrogados, los tres niños que quedaban restregaron nerviosamente los pies sobre el suelo, se juntaron hombro con hombro para tranquilizarse mutuamente, sacudieron en silencio las cabezas y evitaron mirar a fray Pablo a la cara. El más pequeño, en particular, no parecía estar muy contento, pero ninguno de ellos dijo nada, lo cual sirvió para convencer a Pablo de que Ricardo había hecho deliberadamente novillos y los demás lo sabían y se lo reprochaban, pero, aun así, no querían traicionarlo. El hecho de que se abstuviera de amenazarles con peores castigos por tan obstinado silencio sólo hubiera servido para que Jerónimo se ratificara en su siniestro reproche de semejante actitud.
Jerónimo alentaba a los acusicas. Pablo, en cambio, sentía una secreta simpatía por la pecaminosa solidaridad capaz de incurrir en castigos generales antes que traicionar a un compañero. Por esta razón se limitó a decir que Ricardo tendría que rendir cuentas más tarde de su conducta y recibir el castigo por su locura, y siguió adelante con la lección. Sin embargo, fue consciente de la distracción e inquietud de sus alumnos y de las culpables miradas de soslayo que se dirigían unos a otros sobre las letras. Al terminar la clase, tuvo la impresión de que el menor por lo menos estaba a punto de soltar lo que sabía. Su visible congoja permitía adivinar que detrás de aquella deserción había algo más que la caprichosa voluntad de saltarse una clase.
Cuando los alumnos ya se retiraban, medio aliviados y medio asustados, Pablo llamó al niño.
—¡Edwin, ven aquí conmigo!
Los otros dos huyeron en la certeza de que el cielo les iba a caer encima, tratando de evitar el primer sobresalto con independencia de lo que pudiera ocurrir después. Edwin se detuvo, se volvió y lentamente cruzó de nuevo la sala, bajando los ojos sobre los piececitos que estaba arrastrando a regañadientes sobre la tarima del suelo. Temblando, permaneció de pie ante fray Pablo. Llevaba una rodilla todavía vendada y la venda le había resbalado parcialmente y estaba torcida. Sin pensarlo, Pablo la retiró y se la volvió a colocar.
—Edwin, ¿qué es lo que tú sabes de Ricardo? ¿Dónde está?
—¡No sé nada! —exclamó el niño con absoluta convicción, rompiendo inmediatamente a llorar.
Pablo se le acercó un poco más y le permitió hundir la nariz en el hueco de su hombro.
—¡Dímelo! ¿Cuándo le viste por última vez? ¿Cuándo se fue?
Edwin pronunció entre sollozos palabras inconexas contra los pliegues de lana hasta que Pablo lo sujetó por los hombros y estudió su doliente rostro tiznado.
—¡Vamos! Dime todo lo que sabes.
Le salió todo de golpe, entre resoplidos y sollozos.
—Fue ayer, después de vísperas. Yo le vi, montó en su jaca y se alejó por la barbacana. Pensé que volvería, pero no lo hizo y tuvimos miedo… No queríamos que se supiera, de lo contrario, hubiera habido un terrible problema… No queríamos decirlo, pensamos que volvería y que nadie se enteraría…
—¿Me estás diciendo —preguntó Pablo consternado y hablando por primera vez en tono amenazador— que anoche no durmió aquí en su cama? ¿Que lleva ausente desde ayer y nadie ha dicho una palabra?
Un nuevo estallido de lágrimas de desesperación contrajo el redondo y arrebolado rostro de Edwin mientras su cabeza asentía enérgicamente, confesando la acusación.
—¿Y todos vosotros lo sabíais? ¿Los tres? ¿No se os ocurrió pensar que podía estar herido en algún sitio o correr un grave peligro? ¿Acaso crees que hubiera permanecido voluntariamente fuera toda la noche? Oh, hijo mío, ¿por qué no me lo dijiste? ¡Mira cuánto tiempo hemos perdido! —el niño ya estaba tan asustado que no se podía hacer nada por él como no fuera consolarlo y tranquilizarlo en unos momentos en que la tranquilidad y el consuelo eran más bien escasos—. Ahora dime… dices que le viste salir a caballo. ¿Después de vísperas? ¿Y no dijo qué se proponía?
Temblando de miedo, Edwin reunió el poco sentido común que le quedaba y confesó todo lo demás.
—Llegó demasiado tarde para vísperas. Estábamos en el Gaye junto al río y no quería irse. Cuando corrió para alcanzarnos, ya era demasiado tarde. Creo que esperó para mezclarse entre nosotros cuando saliéramos de la iglesia, pero fray Jerónimo estaba allí, hablando con aquel hombre, el que…
El niño rompió nuevamente a llorar, recordando lo que había visto y no hubiera tenido que ver, a los portadores de las parihuelas entrando por la caseta de vigilancia, el cuerpo inmóvil, el rostro cubierto.
—Esperé junto a la puerta de la escuela y vi a Ricardo salir corriendo y bajar a los establos. Después le vi salir otra vez con la jaca y alejarse a toda prisa. Es todo lo que sé. Pensé que volvería en seguida —gimoteó con desamparo Edwin—. No queríamos que se metiera en dificultades…
Con su conducta, le habían dado tiempo suficiente para que se metiera en unas dificultades mucho mayores que las que hubiera podido tener si ellos le hubieran traicionado. Fray Pablo acarició con resignación a su penitente y consiguió serenarle un poco.
—Has obrado muy mal y has sido un insensato; si ahora pasas penas, te lo tienes merecido. Pero respóndeme ahora con toda sinceridad y encontraremos a Ricardo sano y salvo. Ahora vete en seguida con los otros dos y esperad los tres hasta que os llamen.
Pablo se retiró a toda prisa para comunicarle la mala noticia primero al prior Ricardo y después al abad y después para comprobar que la jaca que doña Dionisia le había enviado a su nieto como señuelo hubiera desaparecido efectivamente de las cuadras. Hubo un gran revuelo y clamor, removiendo de arriba abajo la granja, los patios, los graneros y la hospedería por si el transgresor no hubiera abandonado finalmente el recinto de la abadía o, por razones de sentido común, hubiera regresado furtivamente a él, tratando de ocultar el hecho de que lo hubiera abandonado. Los desventurados escolares, reprendidos ásperamente por el prior Roberto y amenazados con cosas peores cuando alguien tuviera tiempo de llevarlas a cabo, temblaban acobardados y casi al borde de las lágrimas por la enormidad de lo que para ellos había sido una buena intención y, tras haber sobrevivido a la primera tormenta de recriminaciones, se dispusieron a resistir estoicamente todo lo demás, condenados a no cenar y convertidos en unos proscritos. Ni siquiera fray Pablo tuvo tiempo de dedicarles unas palabras tranquilizadoras, pues estaba demasiado ocupado buscando en los más recónditos escondrijos del molino y las más cercanas callejas de la barbacana.
En medio de todo aquel frenesí de alarma y actividad, Cadfael regresó a lomos de su montura en el temprano anochecer, tras despedirse de Hugo en la entrada. Aquella misma noche, varios sargentos saldrían a rastrear los bosques desde Eyton hacia el oeste en busca de un fugitivo que tal vez no fuera Brand, pero al que había que capturar a toda costa. Hugo era tan poco amigo como Cadfael de las cazas humanas, por lo que más de un siervo de la gleba maltratado escapaba al final y se pasaba al bando de los facinerosos, pero un asesinato era un asesinato y la ley no podía pasarlo por alto. Culpable o inocente, el joven Jacinto tendría que ser apresado. Cadfael desmontó en la caseta de vigilancia pensando en el muchacho desaparecido y se encontró con el espectáculo de los alterados monjes corriendo de acá para allá entre todos los edificios monásticos en busca de un segundo desaparecido. Mientras lo contemplaba boquiabierto de asombro, fray Pablo se le acercó sin resuello y con rostro levemente esperanzado.
—Cadfael, vos habéis estado en el bosque. No le habréis visto por casualidad el pelo a Ricardo, ¿verdad? Estoy empezando a pensar que, a lo mejor, ha huido a su casa…
—Es el último lugar al que probablemente iría, pues las intenciones de su abuela le inspiran un gran recelo —dijo juiciosamente Cadfael—. ¿Por qué? ¿Me vais a decir que habéis perdido a este bribonzuelo?
—Se ha ido… se fue anoche, pero lo hemos sabido hace apenas una hora —Pablo refirió la triste historia, dominado por la culpa, el remordimiento y la inquietud—. ¡Yo soy el culpable! No he cumplido con mi deber, he sido demasiado indulgente, he confiado demasiado en ellos… Pero ¿por qué se debió escapar? Aquí era feliz. Jamás dio la menor muestra de…
—Indudablemente ha tenido sus razones —dijo Cadfael, rascándose con aire pensativo la chata y morena nariz—. Pero ¿regresar junto a la dama? ¡Lo dudo! No, si se fue con tantas prisas, debió de ser algo nuevo y urgente. ¿Decís que fue anoche después de vísperas?
—Edwin me ha contado que Ricardo se entretuvo en el río y llegó demasiado tarde para el rezo de vísperas, por lo que debió de esconderse en el claustro con la intención de mezclarse con los demás niños cuando salieran de la iglesia. Pero no pudo hacerlo porque Jerónimo se detuvo junto a la arcada, esperando para hablar con Bosiet, el cual había participado en el oficio junto con otros huéspedes. Cuando Edwin se volvió a mirar, vio a Ricardo corriendo hacia los establos y saliendo a toda prisa por la caseta de vigilancia.
—¡Conque hizo eso! —exclamó Cadfael como si hubiera comprendido algo de repente—. ¿Y dónde estaban Jerónimo y Bosiet para que el niño pudiera salir sin que le vieran? —no esperó la respuesta—. No, no es necesario adivinarlo. Ya sabemos de qué hablaron esos dos… una pequeña cuestión privada. Jerónimo no quería que nadie lo oyera, pero, al parecer, lo oyó alguien sin que él lo supiera. Pablo, debo dejaros con vuestra búsqueda y regresar junto a Hugo Berengario. Como ya está buscando a un desaparecido, le dará igual buscar a dos y rastrear los bosques una sola vez.
Hugo, a quien Cadfael alcanzó bajo el arco de la puerta de la ciudad, refrenó bruscamente su montura al oír la noticia y se volvió para mirar con expresión pensativa a su amigo.
—¡O sea que vos creéis que es eso lo que ha ocurrido! —dijo, soltando un silbido—. ¿Por qué iba a preocuparse por un muchacho al que apenas conoce y con quien nunca ha hablado? ¿Y qué os induce a suponer que los dos tramaron algo?
—No, nada en concreto. La coincidencia del tiempo parece relacionarlos estrechamente. No cabe duda de que Ricardo oyó lo que decían y tampoco cabe ninguna de que eso le obligó a salir urgentemente. Y, antes de que Bosiet llegue a la ermita, Jacinto desaparece.
—¡Y Ricardo también! —Hugo juntó las negras cejas, pensando en las repercusiones—. ¿Me estáis diciendo que, si encuentro al uno, los habré encontrado a los dos?
—No, eso lo dudo mucho. Seguramente el niño quería regresar al redil con toda inocencia antes de que llegara la hora de irse a dormir. No es tonto y no tiene ningún motivo para dejarnos. Razón de más para que ahora estemos preocupados por él. No cabe duda de que hubiera regresado si algo no se lo hubiera impedido. A lo mejor, la jaca lo derribó en alguna parte y está herido o se extravió o… Se preguntan si ha huido a su casa de Eaton, pero eso es de todo punto imposible. Jamás hubiera hecho tal cosa.
Hugo había captado la implícita sugerencia que Cadfael apenas había tenido tiempo de considerar.
—¡No, pero a lo mejor, lo retienen allí a la fuerza! ¡Voto al cielo que eso es muy posible! Si algunos hombres de Dionisia se cruzaron con él en el bosque, ya supieron lo que tenían que hacer para complacer a su señora. Sé muy bien que los servidores de aquella casa pertenecen a Ricardo y no a su abuela, pero siempre hay alguien que aprovecha la ocasión para hacer favores. Cadfael, mi viejo amigo —dijo Hugo reconfortado—, regresad a vuestro huerto y dejadme Eaton a mí. En cuanto haya enviado a mis hombres a rastrear los bosques en busca de los dos, yo mismo iré a Eaton a ver qué me dice la dama. Si se resiste a que registre la mansión en busca de uno de los chicos, sabré que tiene al otro escondido en alguna parte y podré obligarla. Si Ricardo está allí, mañana mismo regresará a los brazos de fray Pablo, os lo prometo —dijo Hugo muy animado—. Aunque eso le cueste al diablillo unos azotes, puede que lo prefiera antes que casarse con quien su abuela le mande —añadió con una comprensiva sonrisa—. Por lo menos, el escozor no dura tanto.
Lo cual era una perversa blasfemia contra el matrimonio, pensó y dijo Cadfael, proferida nada menos que por alguien con excelentes razones para considerarse afortunado con su esposa y para enorgullecerse de su hijo. Hugo ya había dado media vuelta con su caballo para subir por la empinada cuesta del Wyle, pero miró a su amigo con una risueña sonrisa por encima del hombro.
—Acompañadme a mi casa y quejaos de mí ante Aline. Hacedle compañía mientras yo me voy al castillo a disponer el inicio de la caza.
La perspectiva de permanecer sentado una hora en compañía de Aline y jugando con su ahijado Gil ya próximo a cumplir los tres años, era muy tentadora, pero Cadfael sacudió la cabeza con aire renuentemente resignado.
—No, será mejor que regrese a la abadía. Estaremos ocupados buscando en todos los posibles escondrijos y preguntando en la barbacana hasta que oscurezca. No se sabe dónde puede estar y no podemos dejar ningún rincón sin registrar. Que Dios os ayude en vuestra búsqueda, Hugo, pues en ella tendréis más probabilidades de alcanzar el éxito que nosotros en la nuestra.
Cruzó nuevamente el puente con su caballo para regresar a la abadía y, de pronto, se percató de que había cabalgado bastante para aquel día y experimentaba la necesidad del silencio y la paz espiritual del santo oficio y el vasto y seguro refugio de la iglesia. El rastreo de los bosques correspondía a Hugo y a sus oficiales. No merecía la pena siquiera perder el tiempo, preocupándose y preguntándose dónde pasaría la noche el niño, aunque no estaría de más rezar una oración por él. Y mañana, pensó Cadfael, iré a visitar a Eilmundo, le llevaré las muletas y mantendré los ojos bien abiertos por el camino. Se han perdido dos chicos a los que hay que encontrar. Si se encuentra al uno, ¿se habrá encontrado a los dos? No, eso era esperar demasiado. Pero, si consiguiera encontrar a uno, habría dado un buen paso para encontrar el otro.
Al pie de los peldaños de la entrada de la hospedería, un huésped recién llegado estaba contemplando con comedido interés el ajetreo de la búsqueda que ahora había perdido el inicial frenesí y se había trocado en una metódica inspección de todos los rincones de la abadía, aparte los grupos que habían salido a preguntar por la barbacana. La obsesiva actividad que reinaba a su alrededor hacía que su inmovilidad resultara todavía más llamativa, por más que su aspecto fuera de todo punto normal. Su figura era pulcra y compacta, su porte modesto y sus gastadas, pero bien cuidadas botas, los oscuros calzones y la sencilla, pero excelente chaqueta que le llegaba justo por debajo de la rodilla, eran el atuendo habitual de todos los que viajaban a caballo por los caminos. Hubiera podido ser el arrendatario de un barón, cumpliendo algún encargo de su señor, un próspero mercader o un representante de la pequeña nobleza. Cadfael se fijó en él en cuanto desmontó en la caseta de vigilancia. El portero salió de su garita para sentarse con un profundo suspiro en el banco de piedra que había fuera, hinchando los rubicundos carrillos con expresión levemente exasperada.
—Entonces, ¿no hay ni rastro del niño? —le preguntó Cadfael, pese a constarle que no.
—No, ni es probable que lo haya aquí dentro puesto que se fue con la jaca. Pero ellos dicen que primero hay que registrarlo todo aquí dentro. Hasta han hablado de rastrear el estanque del molino. ¡Qué locura! Qué iba a hacer en el estanque si se fue al trote por la barbacana… eso es lo que sabemos. Además, no hubiera podido ahogarse porque nada como un pez. No, se ha ido lejos de nuestro alcance y cualquiera sabe en qué berenjenal se habrá metido. Pero ellos se empeñan en remover toda la paja de los heniles y en revolver las camas de los animales del establo. Será mejor que corráis a vigilar vuestra cabaña, de lo contrario, os la van a revolver de arriba abajo.
Cadfael estaba contemplando la oscura e inmóvil figura de la hospedería.
—¿Quién es el recién llegado?
—Un tal Rafe de Coventry. Halconero del conde de Warwick. Mantiene tratos con Gwynedd para la compra de sus pájaros, eso me ha dicho fray Dionisio. Llegó hace apenas un cuarto de hora.
—Al principio, pensé que sería el hijo de Bosiet —dijo Cadfael—, pero veo que es demasiado mayor… está más próximo a la generación del padre.
—Yo también pensé que era el hijo. Lo estoy esperando porque alguien tendrá que decirle lo que le aguarda aquí y preferiría que de eso se encargara el prior Roberto y no yo.
—Me encanta ver a un hombre capaz de permanecer inmóvil como una roca en medio del ajetreo de otras personas y sin hacer preguntas —dijo Cadfael con admiración—. En fin, será mejor que desensille a este mozo y lo lleve a la cuadra; hoy ha hecho mucho ejercicio con tantas idas y venidas. Y yo también.
Y mañana, pensó, cruzando despaciosamente el gran patio con el caballo para dirigirse a las cuadras, tendré que volver a salir. Puede que me equivoque, pero, por lo menos, lo intentaré.
Pasó cerca del lugar donde se encontraba Rafe de Coventry, pasivamente interesado en aquel alboroto sobre el cual no había pedido ninguna explicación y enfrascado en sus propias meditaciones. Al oír el rumor de los cascos sobre los adoquines, el huésped volvió la cabeza y, mientras sus ojos se cruzaban por casualidad con los de Cadfael, esbozó una leve sonrisa e inclinó brevemente la cabeza a modo de saludo. Su rostro era recio, pero poco comunicativo, de despejada frente y grandes ojos castaños rodeados por unas finas arrugas en los ángulos como si estuviera acostumbrado a vivir al aire libre y a mirar con los ojos perdidos en la lejanía.
—¿Vais a las cuadras, hermano? Guiadme hasta allí. No es que no me fíe de los mozos, pero prefiero cuidar yo mismo de mi caballo.
—Yo también —dijo cordialmente Cadfael, deteniéndose para que el forastero se situara a su lado—, es una costumbre de toda la vida. Si la adquieres de joven, ya no la dejas.
Ambos caminaban muy igualados, pues eran más o menos de la misma modesta estatura. En el patio de los establos un mozo de la abadía estaba almohazando un alto caballo zaino con una blanca estrella en la frente, silbando suavemente mientras trabajaba.
—¿Es vuestro? —preguntó Cadfael, contemplando la bestia con admiración.
—Es mío —contestó lacónicamente Rafe de Coventry, tomando el trapo que el mozo sostenía en la mano—. ¡Gracias, amigo! Yo mismo lo haré. ¿En qué cuadra lo puedo dejar? —examinó la casilla que el mozo le mostraba, mirando a su alrededor y asintiendo con expresión satisfecha—. Veo que tenéis unas cuadras muy bien cuidadas, hermano. No os toméis a mal que prefiera cuidar yo mismo de mi montura. Los viajeros no siempre van tan bien provistos y, tal como vos habéis dicho, es una costumbre.
—¿Viajáis solo? —preguntó Cadfael, desensillando su caballo sin apartar los ojos del forastero.
El cinto que rodeaba las caderas de Rafe estaba hecho para llevar espada y daga. Sin duda el huésped se habría desprendido de ambas cosas en la hospedería, junto con la capa y demás. Un halconero no encajaba fácilmente en ninguna categoría. Un mercader hubiera llevado por lo menos un criado para protegerse, y probablemente más. Un soldado hubiera sido tan autosuficiente como aquel hombre y hubiera llevado consigo los medios para protegerse.
—Viajo muy rápido —dijo Rafe—. La gente me aburre. Cuando un hombre depende sólo de sí mismo, nadie le puede hacer caer.
—¿Venís de muy lejos?
—De Warwick.
El halconero del conde era hombre de pocas palabras y de nula curiosidad. ¿O acaso esto último no era cierto? A propósito de la búsqueda del niño perdido, no había mostrado la menor inclinación a hacer preguntas, pero, en cambio, parecía muy interesado en las cuadras y en los caballos que allí había. Incluso tras haber terminado de atender a su bestia, siguió estudiando a los demás caballos con experto ojo de entendido. Pasó de largo por delante de las mulas y los caballos de tiro, pero se detuvo delante del pálido roano que había pertenecido a Drogo Bosiet.
Era comprensible que así fuera, tratándose de un amante de los caballos, pues el roano era un animal precioso y de excelente raza.
—¿Puede vuestra casa permitirse el lujo de tener un pura sangre semejante? —preguntó, acariciando el sedoso pelaje y las enhiestas orejas—. ¿O acaso pertenece a algún huésped?
—Pertenecía —contestó Cadfael, midiendo las palabras.
—¿Pertenecía? ¿Cómo es eso? —preguntó Rafe, volviéndose a mirarlo con interés a pesar de su inexpresivo semblante.
—El hombre que era su dueño ha muerto. Yace en estos momentos en nuestra capilla mortuoria.
El anciano monje había sido enterrado en el cementerio aquella misma mañana y Drogo disfrutaba de la capilla en exclusiva.
—¿Qué suerte de hombre era? ¿Y cómo murió?
Sacado bruscamente de su indiferencia y desapego, el forastero tenía muchas preguntas que hacer.
—Lo encontramos muerto en el bosque a escasa distancia de aquí, con una herida de puñal en la espalda. Tras haber sufrido un robo.
Cadfael no comprendió por qué razón se volvió reticente al llegar a aquel punto ni por qué, por ejemplo, se abstuvo de mencionar el nombre del muerto. Si el forastero hubiera insistido, tal como hubiera sido natural que hiciera, le hubiera respondido. Pero allí terminaron todas las preguntas.
Rafe se encogió de hombros al pensar en los peligros implícitos que entrañaba el hecho de viajar solo por los bosques de los condados fronterizos y cerró la casilla en la que había dejado a su satisfecho caballo.
—Lo tendré en cuenta. Yo siempre digo que hay que ir bien armado o, de lo contrario, viajar por los caminos reales —dijo, sacudiéndose el polvo de las manos y volviéndose hacia la entrada del patio—. Bueno, voy a prepararme para la, cena.
Tras lo cual, se alejó con paso decidido, aunque no directamente hacia la hospedería. En su lugar, cruzó la arcada del claustro y entró. Cadfael intuyó algo tan significativo en aquel avance tan directo como una flecha hacia la iglesia, que decidió seguir al forastero, picado ingenuamente por la curiosidad y en un servicial afán de ayudarlo, y al ver a Rafe de Coventry indecisamente de pie junto al altar parroquial contemplando las múltiples capillas contenidas en los transeptos y el ábside, le indicó con brusca simplicidad la que estaba buscando.
—Por allí. El arco es bajo, pero, como tenéis aproximadamente mi estatura, no será necesario que agachéis la cabeza.
Rafe no hizo el menor intento de disimular su propósito o de rechazar la compañía de Cadfael. Le dirigió una serena mirada, asintió con la cabeza para darle las gracias y le siguió. En la pétrea frialdad y en medio de la débil luz de la capilla, se acercó inmediatamente al catafalco donde yacía el cuerpo de Drogo Bosiet reverentemente cubierto y con cirios encendidos en la cabecera y los pies, y levantó el lienzo que cubría el rostro del difunto.
Estudió brevemente las pálidas facciones y las volvió a tapar. Cuando colocó de nuevo el lienzo, los movimientos de sus manos habían perdido la urgencia y la tensión. Incluso tuvo tiempo para poner de manifiesto la habitual consternación humana en presencia de la muerte.
—¿Lo conocéis por casualidad? —preguntó Cadfael.
—No, jamás lo había visto. ¡Dios le conceda el descanso!
Rafe enderezó la espalda que había inclinado sobre el catafalco y lanzó un suspiro de alivio. El posible interés que pudiera sentir por aquel cuerpo ya se había disipado.
—Un hombre rico llamado Drogo Bosiet, del condado de Northampton. Se espera la llegada de su hijo cualquier día de éstos.
—¿De veras? Será una triste llegada —pero las palabras le brotaban ahora de la superficie de la mente y las respuestas apenas le interesaban—. ¿Tenéis muchos huéspedes en esta época del año? ¿De mi edad y condición tal vez? Me encantaría jugar una partida de ajedrez por la noche si encontrara un contrincante.
Si había perdido el interés por Drogo Bosiet, parecía que no lo había perdido por otros viajeros que pudieran encontrarse allí. ¡Y de su misma edad y condición!
—Fray Dionisio podría jugar una partida con vos —contestó Cadfael, mostrándose deliberadamente lerdo—. No, es una época muy tranquila aquí. Encontraréis la hospedería medio vacía.
Se estaban acercando a los peldaños de la entrada de la hospedería, caminando tranquilamente el uno al lado del otro mientras la serena y brumosa luz del atardecer ya empezaba a adquirir el color gris paloma del crepúsculo.
—Este hombre que fue abatido en el bosque —dijo Rafe de Coventry—. Vuestro gobernador ya habrá soltado a sus sabuesos, habiendo un forajido tan cerca de la ciudad. ¿Se sospecha de alguien que haya podido cometer esta acción?
—Pues, sí —contestó Cadfael—, pero no hay certeza. Un recién llegado a estas tierras que se fugó del servicio a su amo coincidiendo con el ataque. Un joven de unos veinte años —añadió sondeando inocentemente sin que lo pareciera.
¡No era de la edad y condición de Rafe, eso no! Y no pareció interesar al halconero, pues éste se limitó a asentir con la cabeza y, a juzgar por la indiferencia de su rostro, a rechazar de inmediato la información.
—¡Bueno, pues, que Dios les ayude en la búsqueda! —dijo Rafe sin preocuparse por la culpabilidad o la inocencia de Jacinto, la cual no estaba, al parecer relacionada con el asunto que él guardaba en su bien protegida mente.
Al llegar a los pies de los peldaños de la hospedería, se detuvo y miró, sin duda buscando, pensó Cadfael, a alguien de su edad que entrara para cenar. ¿Buscando a alguien en particular? ¿Alguien cuyo nombre, puesto que no había preguntado por ninguno, no le serviría de nada por ser falso? ¡En cualquier caso sería indudablemente alguien que no era Drogo Bosiet del condado de Northampton!