una hora tan tardía de la noche, no había apenas posibilidad de recabar ayuda ni en la abadía ni en el castillo y tanto menos de averiguar algo sobre lo ocurrido dada la creciente oscuridad que reinaba en el bosque. Lo único que podía hacer Cadfael era arrodillarse al lado del silencioso cuerpo, buscarle los latidos del corazón o el pulso y tratar de percibir alguna leve señal de respiración. Sin embargo, aunque la carne de Drogo estaba caliente y cedía flexiblemente al tacto, no se advertía el menor resto de respiración y el corazón de su poderoso pecho, apuñalado casi con toda certeza por detrás, estaba pétreamente inmóvil. No debía de llevar muerto mucho rato, pero la sangre que había empezado a brotar al retirarse la hoja había dejado de fluir y se estaba secando y formando una oscura costra en los bordes. Más de una hora, pensó Cadfael, a juzgar por las señales o tal vez dos. ¡Y se han llevado la bolsa de la silla! ¡Aquí, en los bosques de la abadía! ¿Cuándo se ha visto que hubiera salteadores de caminos tan cerca? ¿O acaso algún criminal de la ciudad se ha enterado de que Eilmundo estaba inmovilizado en su casa y ha querido probar suerte, por si encontrara casualmente a algún viajero, cabalgando solo por el bosque?
La demora ya no podía perjudicar a Drogo y la luz diurna tal vez permitiera descubrir por lo menos algún indicio que pudiera conducir al asesino. Mejor dejarlo tal como estaba, ir a comunicar la noticia al castillo, donde siempre había una guardia y dejar un mensaje para que se lo entregaran a Hugo en cuanto amaneciera. A medianoche los monjes se levantarían para el rezo de maitines y entonces Cadfael podría y debería comunicarle la triste noticia al abad Radulfo. El difunto era un huésped de la abadía, se esperaba la llegada de su hijo para unos días más tarde y por esta razón debería ser conducido a la abadía para que allí se le prestaran los reverentes cuidados propios del caso.
No, no se podía hacer nada más por Dogo Bosiet, pero, por lo menos, Cadfael podía devolver su caballo a la cuadra. El monje montó en su cabalgadura, tomó la brida suelta del otro caballo en la mano izquierda y el animal se acercó dócilmente a él. No había prisa. Tenía tiempo hasta la medianoche. No tenía por qué ahorrar tiempo, pues, aunque se acostara en su cama antes de maitines, el sueño le sería imposible. Mejor atender a los caballos y esperar a que sonara la campana.
El abad Radulfo se dirigió temprano a la iglesia para el rezo de maitines y encontró a Cadfael, esperándole en el pórtico sur cuando cruzaba el patio desde sus aposentos. La campana del dormitorio acababa de sonar. Basta un momento para anunciar que un hombre ha muerto por obra de otro hombre y no por voluntad de Dios.
Radulfo no era muy dado a perder el tiempo con exclamaciones, cosa que no hizo ahora al enterarse de que un huésped de su casa había hallado una indigna muerte nada menos que en los bosques de la abadía. Aceptó la execrable afrenta y el daño todavía más execrable en sombrío silencio y asumió el derecho y el deber del justo castigo, que ahora correspondería no sólo a la Iglesia sino también a la autoridad secular, con una profunda inclinación de la cabeza mientras apretaba fuertemente sus finos y firmes labios. En la pausa que se produjo mientras reflexionaba, se oyeron las suaves pisadas de las sandalias de los monjes bajando por la escalera nocturna.
—¿Y le habéis dejado un recado a Hugo Berengario? —preguntó el abad.
—En su casa y en el castillo.
—Nadie puede hacer nada hasta que amanezca. Hay que traerlo aquí, pues aquí vendrá su hijo. Pero vos… seréis necesario para conducir a los hombres al lugar donde yace. Id ahora, os dispenso del oficio, id a descansar un poco y, en cuanto amanezca, reuniros con el gobernador. Decidle que más tarde enviaré a unos hombres para que traigan el cuerpo a casa.
Con las primeras y vacilantes luces de una fría mañana, Hugo Berengario y Cadfael, un sargento de la guarnición del castillo y dos soldados permanecieron de pie en silencio junto al cuerpo de Drogo Bosiet, clavando los ojos en la gran mancha de sangre reseca que le empapaba la espalda de la rica chaqueta de montar. La hierba estaba tan cargada y aplastada por el rocío como si acabara de caer un fuerte aguacero y la humedad se había condensado en grandes perlas sobre las prendas de lana del muerto y constelaba los arbustos cual una miríada de telarañas.
Puesto que retiraron la daga de la herida —dijo Hugo—, lo más probable es que el asesino la haya llevado consigo. De todos modos, buscaremos por ahí por si la hubiera tirado. ¿Y decís que las correas de la bolsa de la silla han sido cortadas? Después de matar… para eso necesitaba un cuchillo. En la oscuridad, es más fácil y rápido cortar que desabrochar la hebilla. Quienquiera que haya sido, no quería perder el tiempo. Lo curioso es que un hombre a caballo fuera víctima de semejante ataque. Al menor rumor, le hubiera bastado con espolear su cabalgadura para alejarse y ponerse a salvo.
—Yo creo —dijo Cadfael, estudiando cómo yacía el cuerpo— que aquí iba a pie y conducía su caballo por la brida. Era forastero, el sendero es muy estrecho, los árboles están muy próximos y estaba oscuro o ya había oscurecido. Fijaos en las hojas adheridas a las suelas de las botas. No le dio tiempo a volverse, un golpe fue suficiente. No sé dónde había estado, pero es evidente que regresaba a nuestra abadía cuando lo atacaron. Sin lucha y sin apenas ruido. El caballo no se había asustado y apenas se había alejado.
—Lo cual demuestra que el atacante era un experto ladrón y salteador de caminos —dijo Hugo—. Pero ¿vos lo creéis? ¿En el territorio bajo mi jurisdicción y tan cerca de la ciudad?
—No. Pero algún bribón, tal vez incluso un ladrón furtivo de la ciudad, pudo querer probar suerte, sabiendo que Eilmundo no podía salir de casa. Aunque eso no son más que conjeturas —añadió Cadfael, sacudiendo la cabeza—. De vez en cuando, un cazador furtivo puede sentir la tentación de cometer un asesinato en caso de tropezarse con un hombre acaudalado, solo y de noche en el bosque. De todos modos, las conjeturas no sirven de nada.
El grupo enviado por el abad Radulfo para trasladar a Drogo a la abadía ya se estaba acercando por el sendero con las parihuelas. Cadfael se arrodilló sobre la hierba, empapándose el hábito hasta las rodillas con la humedad del rocío, y volvió cuidadosamente el rígido cuerpo hacia arriba. Los fuertes músculos de las mejillas se habían aflojado y los ojos, tan desproporcionadamente pequeños en comparación con el macizo rostro, estaban entreabiertos. Parecía menos arrogante y brutal en la muerte, un mortal como los demás, casi digno de compasión. La mano que estaba oculta bajo el cuerpo lucía una gruesa sortija de plata.
—Algo que el ladrón se dejó olvidado —dijo Hugo, contemplando con sobrecogido pesar aquel rostro antaño poderoso y ahora impotente.
—Otro indicio de que tenía prisa. De lo contrario, hubiera saqueado todas las prendas. Eso demuestra también que el cuerpo no fue movido. Yace donde cayó, de cara a Shrewsbury. Es lo que yo digo, regresaba a casa.
—¿Decís que se espera la llegada de su hijo? Venid —dijo Hugo—, ahora lo podemos dejar al cuidado de vuestros hombres mientras los míos recorren el bosque por si hubiera alguna señal o indicio, aunque dudo mucho que encuentren algo. Vos y yo regresaremos a la abadía a ver si el abad ha averiguado algo durante el capítulo. Está claro que alguien le debió de meter esta idea en la cabeza, de lo contrario, no hubiera salido a semejante hora.
El sol ya se estaba asomando al borde del mundo, aunque un poco velado por la bruma, cuando ambos amigos montaron en sus cabalgaduras y dieron media vuelta para regresar por el angosto sendero. Los arbustos envueltos en las telarañas del rocío recibieron los primeros rayos que atravesaron la bruma y fulguraron como diamantes. Cuando emergieron a los campos abiertos, los caballos avanzaron como si vadearan un somero mar de vapor de color violeta.
—¿Qué sabéis de este tal Bosiet —preguntó Hugo—, algo más de lo que él me ha dicho o de lo que yo he deducido sin que él me lo dijera?
—Muy poco, supongo. Es el señor de varios feudos del condado de Northampton y no hace mucho uno de sus siervos de la gleba, probablemente con sobrados motivos para hacerlo, atacó a su administrador, de resultas de lo cual éste tuvo que guardar cama varios días, y entonces, con muy buen criterio, puso pies en polvorosa antes de que pudieran echarle las manos encima. Bosiet y sus hombres llevan buscándolo desde entonces. Debieron de perder mucho tiempo buscándole por el resto del condado, supongo, antes de que alguien les dijera que se había ido a Northampton y, al parecer, se dirigía al norte y al oeste. Entre todos le han seguido hasta aquí, haciendo incursiones en ambas direcciones en cada parada. Ya les habrá costado mucho más de lo que vale por muy valioso que sea, aunque lo que en realidad buscan es sangre y, al parecer, atribuyen más importancia a eso que a los conocimientos de su oficio, cualquiera que éste sea. Había de por medio mucho odio —añadió Cadfael—. El hombre lo puso de manifiesto durante el capítulo, pero el padre abad no estuvo muy dispuesto a ayudarle a vengarse tal como él hubiera querido.
—Y me lo traspasó a mí —dijo Hugo, esbozando una leve sonrisa—. En fin, no se lo reprocho. Acepté vuestro consejo y procuré mantenerme apartado de él mientras pudiera. En cualquier caso, no hubiera podido ayudarle. ¿Qué otra cosa sabéis de él?
—Que tiene un mozo llamado Warin, el que le acompañó hasta aquí, aunque parece que en este último viaje no le acompañaba. Puede que enviara a su criado a otro recado y, tan pronto como se enteró de algo, no pudo esperar y salió solo. Es… mejor dicho, era… un hombre muy aficionado a usar los puños con sus criados por el menor motivo. Por lo menos, le partió la cara a Warin y eso, según el mozo, no era un caso insólito. En cuanto al hijo, Warin dice que se parece mucho al padre y que, por esta razón, también conviene apartarse de él. Cualquier día de estos vendrá a Stafford.
—Y descubrirá que tiene que depositar el cuerpo de su padre en un ataúd y llevarlo a enterrar a casa —dijo tristemente Hugo.
—Descubrirá que ahora es el nuevo señor de Bosiet —corroboró Cadfael—. Ahí ésta el reverso de la moneda. ¿Quién sabe qué cara le parecerá mejor?
—Os habéis vuelto muy cínico, mi viejo amigo —comentó Hugo, esbozando una irónica sonrisa.
—Estoy pensando en las razones por las cuales los hombres asesinan —confesó Cadfael—. La codicia es una de ellas y se puede transmitir a un hijo que espera impacientemente la herencia. El odio es otra, y un criado maltratado podría tomarse la justicia por su mano en caso de que se le ofreciera la ocasión. Pero hay otras razones más extrañas sin duda, como, por ejemplo, la simple afición a robar y una tendencia a asegurarse de que la víctima no se pueda ir de la lengua. Una lástima, Hugo, una gran lástima que se precipite la muerte cuando a cada hombre le tiene que llegar a su debido tiempo.
Cuando salieron al camino real en Wroxeter, el sol ya estaba muy alto y la bruma ya empezaba a disiparse aunque los campos todavía aparecían envueltos en un nacarado vapor. Desde allí, cabalgaron rápidamente a Shrewsbury y cruzaron la caseta de vigilancia cuando acababa de terminar la misa mayor y los monjes se estaban dispersando a sus ocupaciones hasta que llegara la hora de la comida del mediodía.
—El señor abad ha estado preguntando por vosotros —les dijo el portero, saliendo de su garita al verles—. Se encuentra en su sala con el prior y os ruega que os reunáis con él allí.
Les dejaron los caballos a los mozos de las cuadras y se dirigieron inmediatamente a los aposentos del abad. En la sala de paredes revestidas de madera, Radulfo levantó la vista de su escritorio y el prior Roberto, muy erguido y austero en un banco junto a la ventana, les miró desde lo alto de su nariz con una visible expresión de reproche y desagrado. Las complejidades de la ley y el asesinato y la búsqueda de hombres no tenían que introducirse en los dominios monásticos y él deploraba la necesidad de tener que reconocer su existencia e incluso de afrontarlas cuando abrían una brecha en la muralla. Junto a su codo y discretamente a su sombra, fray Jerónimo permanecía de pie con los estrechos hombros encorvados, los finos labios fuertemente apretados y las pálidas manos cruzadas en el interior de las mangas cual si fuera la imagen de la virtud asaltada, portando humildemente la cruz. Siempre había un fuerte elemento de complacencia en la humildad de Jerónimo, pero esta vez también se advertía en ella un matiz levemente defensivo, como si su rectitud hubiera sido puesta en cierto modo en tela de juicio, aunque sólo implícitamente.
—¡Ah, ya estáis de regreso! —dijo Radulfo—. ¿Acaso ya habéis traído el cuerpo de nuestro huésped?
—No, padre, todavía no, los hombres nos seguían a pie y aún tardarán un buen rato. Es ni más ni menos lo que os dijo Cadfael. El hombre fue apuñalado por la espalda, probablemente mientras conducía a pie su caballo, pues el sendero es allí muy estrecho y está casi invadido por la maleza. Ya sabréis que la bolsa de la silla fue cortada y robada. A juzgar por lo que fray Cadfael observó en el cuerpo cuando lo encontró, el delito se debió de cometer hacia la hora de completas o tal vez un poco antes. No hay ningún indicio de quién pueda haberlo hecho. Por la hora que era, Bosiet debía de regresar a vuestra hospedería. Y por la forma en que cayó, también, pues el cuerpo no fue movido, de lo contrario, le hubieran robado el anillo, y todavía lo lleva. No sabemos de dónde venía.
—Creo que, a este respecto, podemos aportar algo —dijo el abad—. Aquí fray Jerónimo os dirá lo que nos ha dicho al prior Roberto y a mí.
Jerónimo siempre solía estar muy dispuesto a dejar oír su voz, ya fuera en un sermón, una homilía o una reprimenda, pero esta vez se advertía claramente su intención de elegir las palabras con más cuidado de lo habitual.
—Este hombre era un huésped y un respetable ciudadano —dijo— y en el capítulo nos había manifestado que estaba persiguiendo a un transgresor de la ley que había atacado a su administrador, causándole un grave daño, y después había huido de su amo. Más tarde se me ocurrió que recientemente había llegado a estas tierras un forastero que podía ser el hombre que él buscaba y consideré que era deber de todos nosotros colaborar en la causa de la justicia y la ley. Entonces decidí hablar con el señor de Bosiet. Le dije que el joven que sirve al ermitaño Cutredo y que vino aquí con él hace apenas unas semanas, coincidía con la descripción que él nos facilitó de su fugitivo siervo de la gleba Brand, aunque él se hacía llamar Jacinto. La edad coincide y el color de su tez es el mismo que nos describió su amo. Y aquí nadie sabe nada de él. Me pareció conveniente decirle la verdad. Si resultara que el joven no era Brand, no le habríamos causado el menor daño.
—Y creo que le indicasteis cómo llegar a la ermita —dijo el abad en tono imparcial— y dónde podría encontrar al joven, ¿no es cierto?
—Sí, padre, tal como era mi deber.
—Y él salió inmediatamente hacia aquel lugar.
—Sí, padre. Había enviado a su mozo a un recado en la ciudad y tuvo que ensillarse él mismo la montura, pues el día ya tocaba a su fin y él no quería esperar.
—Hablé con el mozo Warin en cuanto fui informado de la muerte de su amo —dijo el abad, mirando a Hugo—. Fue enviado para preguntar si había llegado a Shrewsbury un artesano experto en el repujado del cuero, pues parece que ése era también el oficio del joven y Bosiet pensaba que, a lo mejor, habría intentado conseguir trabajo en la ciudad entre los que pudieran estar interesados en sus conocimientos. Al criado no se le puede culpar de nada; cuando regresó, ya hacía un buen rato que se había ido su amo. Al parecer, el asunto era urgente y no podía esperar a mañana —la voz de Jerónimo era mesurada y respetuosa, sin la menor inflexión de aprobación o reproche—. Eso creo que resuelve la cuestión del lugar donde había estado.
—Y adonde yo tendré que ir —dijo Hugo, alegrándose de la información—. Os estoy muy agradecido, padre, por haberme indicado la siguiente etapa del camino. Si efectivamente habló con Cutredo, puede que, por lo menos, podamos averiguar lo que ocurrió y si obtuvo la respuesta que buscaba… aunque es evidente que regresaba solo. Si hubiera llevado a un siervo de la gleba cautivo, difícilmente le hubiera dejado con las manos libres y en posesión de una daga. Con vuestra venia, padre, prefiero llevar a fray Cadfael como testigo en lugar de dirigirme a la ermita con soldados.
—Que así se haga —dijo gustosamente el abad—. Este desventurado era huésped de nuestra casa y estamos obligados a hacer todos los esfuerzos que puedan conducir a la captura de su asesino. Su cuerpo será objeto de todos los ritos y oficios correspondientes. Roberto, ¿queréis encargaros de que el cuerpo reciba los debidos honores cuando llegue? Y vos, fray Jerónimo, podéis colaborar. Vuestro celo por ayudarla no se debe malograr. Observaréis una vigilia nocturna de oración por el eterno descanso de su alma.
Por consiguiente, aquella noche habría dos cuerpos presentes el uno al lado del otro en la capilla mortuoria, pensó Cadfael mientras abandonaba la sala del abad junto con los demás: el anciano que había concluido una larga vida con la misma suavidad con que una flor marchita se desprende de sus pétalos y el señor de unas tierras, sorprendido bruscamente en medio de su inquina y su odio sin previa advertencia y sin tiempo para reconciliarse con los hombres o con Dios. El alma de Drogo Bosiet estaría muy necesitada de oraciones.
—¿Se os ha ocurrido pensar —preguntó Hugo de repente mientras ambos amigos cabalgaban por segunda vez a lo largo de la barbacana— que fray Jerónimo, en su celo por la justicia, puede haber contribuido a la muerte de Bosiet?
En caso de que se le hubiera ocurrido, Cadfael aún no estaba dispuesto a pensar en ello.
—Regresaba con las manos vacías —señaló cautelosamente—. Lo cual significa que había sufrido una decepción. El chico no es el siervo de la gleba que se fugó.
—Puede que lo sea y que, tras haber sido informado de lo que ocurría, tuviera tiempo de desaparecer. Entonces, ¿qué? Ya lleva en el bosque el tiempo suficiente como para saber orientarse. ¿Y si él fuera la mano que empuñó la daga?
No cabía duda de que era una posibilidad. ¿Quién podía tener más motivos para clavar un cuchillo en la espalda de Drogo Bosiet que el joven a quien éste quería arrastrar de nuevo a su feudo, azotar y explotar de por vida?
—Es lo que van a decir —convino sombríamente Cadfael—. A no ser que encontremos a Cutredo y al mozo sentados tranquilamente en casa y ocupados en sus propios asuntos sin entremeterse en los de los demás. De poco nos van a servir las conjeturas hasta que sepamos lo que ocurrió allí.
Se acercaron a la lengua de tierra de Eaton que penetraba en el bosque de Eyton, siguiendo el mismo camino utilizado por Drogo, y se encontraron casi de repente en el mismo claro de la espesura del bosque aunque Bosiet lo vio en las sombras del crepúsculo mientras que ellos lo estaban viendo a pleno día. La silenciosa luz del sol que se filtraba a través de las ramas confería al lóbrego color gris de la cabaña de piedra un apagado tono dorado. Las bajas estacas de la valla que cerraba el huerto estaban muy separadas entre sí y no eran más que un límite simbólico incapaz de impedir la entrada de las fieras o los hombres en tanto que la puerta estaba abierta de par en par de tal forma que se podía ver desde fuera la estancia interior en la que la lámpara perennemente encendida sobre el altar de piedra parecía tan diminuta y débil como un simple destello casi apagado por la luz que penetraba a través de una diminuta ventana sin postigos situada más arriba. La celda de Cutredo estaba abierta, al parecer, a cuantos quisieran entrar.
Una parte del huerto vallado estaba todavía sin desbrozar aunque la hierba y la maleza ya se habían cortado, y allí estaba el ermitaño trabajando con el azadón y la pala, levantando los terrones y removiendo la tierra. Mientras se acercaban, observaron que era inexperto, pero obstinado y paciente, y que no estaba acostumbrado a manejar tales aperos ni a realizar unas tareas que hubieran tenido que recaer en Jacinto. Al cual, por cierto, no se veía por ninguna parte.
El ermitaño era un hombre alto y delgado, de largas piernas y largo tronco, con el tosco hábito remangado hasta las rodillas y la cogulla echada hacia atrás sobre los hombros. Al verles acercarse, interrumpió su labor sosteniendo todavía el azadón en las manos y les mostró un recio y enjuto rostro de piel aceitunada y profundos ojos, enmarcado por una tupida mata de negro cabello y una poblada barba. Miró de uno a otro y respondió a la reverencia de Hugo con una profunda inclinación de la cabeza, aunque sin bajar los ojos.
—Si buscáis a Cutredo el ermitaño —dijo con profunda y sonora voz no exenta de un leve tono autoritario—, entrad y sed bienvenidos. Yo soy —dirigiéndose a Cadfael tras estudiar su rostro un instante, añadió—: Creo que os vi en Eaton cuando el entierro del señor Ricardo. Sois un monje de Shrewsbury.
—En efecto —dijo Cadfael—. Formaba parte de la escolta del niño. Y éste es Hugo Berengario, gobernador del condado.
—El señor gobernador me hace un gran honor —dijo Cutredo—. ¿Queréis entrar en mi celda?
Soltando el desgastado cordón de su ceñidor, se alisó los faldones del hábito hasta los pies y acompañó a sus visitantes al interior. La tupida maraña de su cabello rozó la piedra superior del dintel al entrar. Superaba por lo menos en una cabeza la estructura de cualquiera de sus dos visitantes.
En la lóbrega estancia sólo había un angosto ventanuco a través del cual penetraba la luz de la tarde y la fresca brisa que traía consigo el perfume de la hierba cortada y de las húmedas hojas otoñales. A través de la entrada abierta de la capilla, vieron todo lo que Drogo había visto, la losa de piedra del altar con su cofre labrado, la cruz de plata y los candelabros y el breviario abierto delante del breve fulgor de la lámpara. El ermitaño siguió la mirada de Hugo y, entrando en la capilla, cerró reverentemente el libro abierto y lo depositó con amoroso cuidado en perfecta alineación con el borde anterior del relicario. Los delicados adornos dorados y el primoroso trabajo de la encuadernación de cuero brillaron bajo la suave luz de la lámpara.
—¿En qué puedo servir al señor gobernador? —preguntó Cutredo con el rostro todavía vuelto hacia el altar.
—Tengo que haceros algunas preguntas a propósito del asesinato de un hombre —contestó Hugo con deliberada lentitud.
La altiva cabeza se volvió rápidamente con expresión sorprendida y consternada.
—¿Un asesinato? ¿Aquí y ahora? No sé de ninguno. Explicadme claramente a qué os referís, mi señor.
—Anoche un tal Drogo Bosiet, huésped de la abadía, salió con la intención de visitaros a instancias de uno de los monjes. Vino en busca de un siervo de la gleba fugitivo, un joven de unos veinte años, y su propósito era ver a vuestro mozo Jacinto y comprobar si era o no era el siervo fugado de Bosiet, tratándose de un forastero de la misma edad y condición. ¿Vino aquí? Si llegó, ya estaría anocheciendo.
—Pues, en efecto, vino un hombre de tales características —contestó inmediatamente Cutredo— aunque no le pregunté cómo se llamaba. Pero ¿qué tiene esto que ver con un asesinato? Habéis dicho el asesinato de un hombre.
—Este mismo Drogo Bosiet, cuando regresaba a la ciudad y la abadía, fue apuñalado por la espalda y abandonado al borde del sendero a cosa de un cuarto de legua de aquí o algo más. Anoche fray Cadfael lo encontró muerto y su caballo vagando suelto en plena oscuridad.
Los ojos del ermitaño, profundamente hundidos en las cuencas despidieron unos destellos rojizos mientras miraban de uno a otro rostro con incrédula e inquisitiva expresión.
—Cuesta de creer que pueda haber malhechores que vivan a salto de mata en estas tierras tan bien cultivadas… dentro de vuestra jurisdicción, mi señor, y tan cerca de la ciudad. ¿Puede ser eso lo que parece o hay algo peor detrás? ¿Sufrió algún robo este hombre?
—Le robaron la bolsa de la silla, cualquiera sabe lo que contenía. Pero no el anillo ni la ropa. Lo que se hizo, se hizo a toda prisa.
—Unos malhechores lo hubieran dejado desnudo —dijo Cutredo—. No creo que este bosque sea una guarida de forajidos. Debe de ser otra cosa distinta.
—Cuando vino a vos, ¿qué os dijo? —preguntó Hugo—. ¿Y qué ocurrió a continuación?
—Vino cuando yo estaba rezando el oficio de vísperas aquí en la capilla. Entró y dijo que había venido para ver al chico que me hace los recados, añadiendo que, a lo mejor, había sido engañado y estaba ofreciendo trabajo y cobijo a un bribón. Buscaba a un siervo de la gleba fugitivo y le habían dicho que aquí había un joven de la misma edad, recién llegado a estas tierras y desconocido de todos, el cual podía ser el hombre que él buscaba. Me dijo de dónde venía y en qué dirección tenía motivos para suponer que su siervo había huido. Todos estos detalles y el momento coincidían demasiado bien, para mi paz de espíritu, con el tiempo y el lugar donde yo había encontrado por primera vez a Jacinto y me había compadecido de él. Pero no se pudo hacer ninguna comprobación —añadió Cutredo—. El chico no estaba aquí. Una hora antes yo lo había enviado con un recado a Eaton. No regresó. Hoy tampoco ha regresado y dudo mucho que lo haga.
—Y vos creéis que es Brand —dijo Hugo.
—No puedo juzgar. Pero comprendí que podía serlo. Y, cuando anoche no regresó, entonces pensé que lo era. No me corresponde a mí entregar a un hombre para que reciba su justo castigo, eso está reservado a Dios. Me alegré de no poder decir ni que sí ni que no y me alegré de que el chico no estuviera aquí y no pudieran verlo.
—Pero, si se enteró de que lo buscaban y decidió alejarse —terció Cadfael—, ahora ya habría regresado a vos. El hombre que le perseguía se fue con las manos vacías y, ante la amenaza de una nueva visita, el muchacho hubiera podido desaparecer de nuevo, siempre y cuando vos no le traicionarais. ¿En qué otro lugar hubiera podido estar más seguro que al lado de un santo ermitaño? Pero aún no ha regresado.
—Sin embargo, ahora vosotros me decís que su amo ha muerto —dijo Cutredo con semblante muy serio—, si es que efectivamente este hombre era su señor. ¡Muerto y asesinado! Supongamos que mi criado Jacinto se enteró de la venida de Bosiet e hizo algo más que ausentarse. ¡Supongamos que consideró más conveniente tenderle una emboscada y acabar de una vez por todas con la búsqueda! No, ahora no creo que jamás vuelva a ver a Jacinto. Gales no está lejos e incluso un forastero sin parientes puede encontrar algún trabajo allí aunque en condiciones muy duras. No, no regresará. Jamás regresará.
Fue muy curioso que justo en aquel instante la mente de Cadfael se distrajera, como si, en algún rincón de su conciencia, se albergara algo más de lo que él recordaba, pues de pronto evocó la radiante, emocionada y misteriosa imagen de Annet, regresando a la casa de su padre con una hoja de roble prendida en el despeinado cabello. Arrebolada y jadeando, como si hubiera corrido. Pasada la hora de completas, cuando Drogo Bosiet ya estaba muerto sin duda a un cuarto de legua de distancia en el sendero que conducía a Shrewsbury. Cierto que Annet había salido para encerrar a las gallinas en el corral y a la vaca en su establo, pero tardó mucho y regresó con el color encendido y la triunfante mirada propia de una doncella que regresa de un encuentro con su enamorado. ¿Acaso no había comentado la buena obra de Jacinto y no se había complacido al oír las alabanzas que su padre le había dedicado?
—¿Cómo encontrasteis a este joven? —estaba preguntando Hugo—. ¿Y por qué lo tomasteis a vuestro servicio?
—Yo había salido de San Edmundsbury, pasando por la colegiata de los agustinos en Cambridge, y estuve alojado dos noches en el priorato cluniacense de Northampton. Él pedía limosna entre los pordioseros de la entrada. Aunque era joven y estaba sano, su andrajoso aspecto parecía indicar que había estado viviendo a salto de mata. Me dijo que su padre había sido expulsado de sus tierras y había muerto y que no tenía parientes ni trabajo. Me compadecí de él, lo vestí y lo tomé a mi servicio. De lo contrario, se hubiera hundido en el robo y el bandidaje para poder vivir. Ha sido muy servicial y obediente conmigo y yo pensé que me estaba agradecido. Pero ahora es posible que todo haya sido en vano.
—¿Y cuándo lo encontrasteis allí?
—En los últimos días de septiembre. No estoy muy seguro de la fecha exacta.
El tiempo y el lugar coincidían demasiado bien.
—Ya vero que tendré que buscar a un hombre —dijo Hugo en tono un tanto irónico— y será mejor que regrese a Shrewsbury y suelte inmediatamente a los sabuesos. Pues, tanto si el chico es un asesino como si no, no tengo más remedio que atraparlo y detenerlo.