icardo se había pasado fuera toda la tarde con los otros niños en los vergeles de la abadía junto al río donde se estaban recogiendo las últimas peras. Los niños fueron autorizados a ayudar y a quedarse unas cuantas dentro de los límites razonables aunque la fruta siempre tenía que dejarse madurar después de la recolección. Sin embargo, las últimas habían estado tanto tiempo en el árbol que ya se podían comer. Había sido un soleado y agradable día de libertad en el que incluso les habían permitido chapotear en los bajíos más seguros del río y a Ricardo no le apetecía volver a entrar para asistir al rezo de vísperas e irse después a cenar y a dormir. Se entretuvo al final de la procesión que bordeó el río, subiendo hacia la barbacana por la verde cuesta cubierta de arbustos. En la quietud del atardecer, aún se podían ver nubes de insectos danzando sobre el agua y peces acercándose perezosamente a la superficie. Bajo el puente el río parecía casi inmóvil aunque él sabía que discurría muy rápido y profundo. En otros tiempos hubo allí un molino de embarcación amarrado a la orilla y alimentado por la corriente.
Edwin, su fiel aliado de nueve años, se entretuvo con él aunque un poco preocupado y se volvió para ver cómo se había alargado la distancia entre ellos y el final de la procesión. Tras haber sido alabado por su estoicismo después de la caída, no quería perder la aureola de virtud que le había reportado el accidente, llegando tarde al rezo de vísperas. Pero tampoco podía abandonar a su amigo del alma. Se detuvo, rascándose una vendada rodilla que todavía le dolía un poco.
—Ven, Ricardo, no podemos perder el tiempo. Mira, ya casi han llegado al camino.
—Les alcanzaremos sin dificultad —replicó Ricardo, sumergiendo los pies en el bajío—. Pero tú vete si quieres.
—Sin ti, no. Pero es que no puedo correr tanto como tú, tengo la rodilla entumecida. Anda, ven, vamos a llegar tarde.
—Yo no, llegaré antes de que suene la campana, pero había olvidado que tú no puedes correr como de costumbre. Adelántate y yo te alcanzaré antes de que llegues a la caseta de vigilancia. Quiero ver de quién es esa barca que baja hacia el puente.
Edwin vaciló, dudando entre su virtuosa paz de espíritu y la defección. Por una vez, tomó una decisión conforme a sus propios deseos. El último hábito negro del final de la procesión estaba subiendo al nivel del camino real, a punto de perderse de vista. Nadie había mirado hacia atrás para llamar a los rezagados o reprenderles, por cuyo motivo éstos podían obrar según su conciencia. Edwin se volvió y echó a correr tras sus compañeros a la mayor velocidad que le permitía la entumecida rodilla. Desde lo alto de la cuesta, se volvió a mirar a Ricardo que, hundido hasta los tobillos en su pequeña caleta, estaba arrojando piedrecitas al agua y formando hábilmente con ellas una plateada línea de puntos sobre la superficie. Edwin optó por la virtud y lo abandonó.
Ricardo no tenía intención de hacer novillos, pero se dejó seducir por el juego, pues cada lanzamiento mejoraba el anterior. Empezó a buscar piedrecitas más aplanadas y lisas bajo la ribera, deseoso de alcanzar la otra orilla. De pronto, uno de los niños de la ciudad que estaba nadando junto al verde prado que subía hacia la muralla, aceptó el reto y empezó a devolver la lluvia de piedrecillas mientras chapoteaba desnudo en los bajíos. Tan absorto estaba Ricardo en la competición que se olvidó de las vísperas y sólo el distante sonido de la campana le hizo recordar su deber. Entonces arrojó la piedra, abandonó el campo a su contrincante y subió apresuradamente a la orilla para recoger sus zapatos y correr como una liebre hacia la barbacana y la abadía. En el instante en que llegó casi sin resuello a la caseta de vigilancia y entró subrepticiamente por el portillo para evitar que le vieran, oyó entonar el primer salmo desde el interior de la iglesia.
Bueno, tampoco era un pecado tan grave perderse un oficio, pero, aun así, no quería añadirlo a su cuenta en aquellos momentos en que estaba tan preocupado por graves asuntos familiares ajenos al claustro. Por fortuna, los hijos de los administradores y de los criados legos estaban acostumbrados a asistir también al rezo de vísperas y su número se añadía al de los colegiales, por lo cual cabía la posibilidad de que una pequeña ausencia pasara inadvertida. Si, al salir de la iglesia, pudiera mezclarse con ellos, podría parecer que había estado entre ellos todo el rato. Era la mejor solución que se le podía ocurrir. Por consiguiente, se dirigió al claustro, entró en el primer gabinete del pasillo sur y se acurrucó en un rincón desde donde podría ver el pórtico sur de la iglesia por el que saldrían los monjes, los huéspedes y los niños cuando terminara el oficio. Una vez hubieran pasado los monjes, no le sería difícil introducirse entre los niños sin que le vieran.
Al final, empezaron a salir: el abad Radulfo, el prior Roberto y todos los monjes, avanzando decorosamente por el pasillo del claustro para dirigirse al patio e irse a cenar al refectorio, y después, el desordenado tropel de los niños de la abadía. Ricardo se estaba deslizando pegado a la pared que lo ocultaba, dispuesto a mezclarse con ellos, cuando, de pronto, oyó una conocida y autoritaria voz justo al otro lado de la pared, en la misma arcada a través de la cual deberían pasar los niños.
—¡Silencio ahí! ¡Que no oiga yo ningún cuchicheo después de la adoración divina! ¿Así os han enseñado a abandonar un sagrado lugar? Poneos en fila de dos en dos y comportaos con el debido respeto.
Ricardo se quedó helado, con la espalda pegada a la fría piedra de la pared, y se retiró en silencio al rincón más oscuro del gabinete. ¿Qué mosca le habría picado a fray Jerónimo para no incorporarse a la procesión de los monjes del coro y esperar allí para amenazar y reprender a los inofensivos niños? Allí estaba, inconmoviblemente dispuesto a ordenar la fila. Ricardo se vio obligado a permanecer acurrucado en su escondrijo mientras su esperanza se perdía en el aire nocturno del gran patio, dejándolo irremisiblemente atrapado, pues, de entre todos los monjes, Jerónimo era el único y ante el cual por nada del mundo hubiera querido emerger ignominiosamente de su escondite y soportar sus reprimendas y sermones. Los niños ya se habían ido y sólo unos cuantos huéspedes de la abadía estaban saliendo sin prisa de la iglesia, pero Jerónimo seguía plantado en el mismo lugar, pues Ricardo podía ver su enjuta sombra sobre las baldosas del suelo.
De pronto, pareció que Jerónimo estaba esperando a uno de los huéspedes: la sombra fue interceptada y se transformó en una sombra más sustanciosa. Ricardo había visto pasar la sustancia, un hombre corpulento y musculoso con un rostro tan sólido y rubicundo como un muro de piedra arenisca, vestido con los ricos ropajes propios de la mediana nobleza; no debía se ser un barón y ni siquiera uno de sus principales feudatarios, pero, aun así, era un personaje de alcurnia.
—Os estaba esperando para hablar con vos, señor —dijo fray Jerónimo en tono altanero, pero respetuoso—. He estado pensando en lo que nos habéis dicho esta mañana en el capítulo. ¿Tenéis la bondad de sentaros conmigo un momento?
Ricardo sintió que su joven corazón le daba un vuelco en el pecho, pues estaba precisamente acurrucado en el banco de piedra del gabinete de fray Anselmo justo al lado de donde ellos se encontraban y temía que entraran de un momento a otro y lo descubrieran. Sin embargo, por alguna ignorada razón, fray Jerónimo prefirió retirarse a un lugar más apartado, como si no quisiera que alguien que aún estuviera en el interior de la iglesia, el sacristán tal vez, observara aquella reunión al salir, pues acompañó al huésped al fondo del tercer gabinete y allí se sentó con él. Ricardo hubiera podido doblar sigilosamente la esquina y salir al claustro ahora que el camino estaba expedito, pero no lo hizo. La curiosidad humana le indujo a permanecer inmóvil donde estaba, casi conteniendo la respiración y aguzando el oído.
—Este malhechor de quien nos habéis hablado —dijo Jerónimo—, el que atacó a vuestro administrador y se ha fugado… ¿cómo dijisteis que se llamaba?
—Su nombre es Brand. ¿Por qué? ¿Acaso habéis sabido algo de él?
—No, por supuesto que no bajo este nombre. Creo firmemente —añadió virtuosamente Jerónimo— que el deber de todo hombre es ayudaros a recuperar a este siervo de la gleba en la medida de lo posible. Tanto más es un deber de la Iglesia, cuya obligación consiste en defender siempre la ley y la justicia y condenar al criminal y al transgresor. ¿Habéis dicho que este joven tiene unos veinte años? ¿Sin barba y con el cabello cobrizo oscuro?
—Pues, sí. ¿Conocéis a alguien de tales características? —preguntó severamente Drogo.
—Puede que no sea el mismo hombre, pero hay un joven que coincide con esta descripción, el único que ha llegado últimamente a estas tierras, que yo sepa. Merecería la pena preguntar. Vino con un peregrino, un santo varón que se ha establecido en una ermita a muy pocas leguas de aquí, en el feudo de Eaton. Está al servicio del ermitaño. Si se trata efectivamente de vuestro bribón, habrá sabido engañar muy bien a esta bondadosa alma que, en la generosidad de su corazón, le ha ofrecido trabajo y cobijo. Si así fuera, convendría que le abrieran los ojos para que viera qué suerte de criado tiene. Y, si resulta que no es el que buscáis, no se habrá hecho ningún daño. Pero la verdad es que tuve mis dudas sobre él la única vez que vino aquí con un mensaje. Se comporta con una cortés insolencia que no encaja muy bien con el servicio a un santo.
Ricardo permaneció agachado, abrazándose las rodillas y aguzando el oído para no perderse ni una sola palabra.
—¿Y dónde está la ermita? —preguntó Drogo, ansioso de reanudar la caza—. ¿Y cómo dice llamarse este sujeto?
—Se hace llamar Jacinto. El nombre del ermitaño es Cutredo, cualquiera en Wroxeter o Eaton os podrá indicar dónde habita.
Jerónimo se entregó con mucho gusto a la tarea de facilitar toda clase de instrucciones sobre el camino, lo cual le mantuvo tan ocupado, que, aunque se hubiera producido algún leve ruido en el gabinete contiguo, probablemente no lo hubiera oído. Sin embargo, los menudos pies descalzos de Ricardo no hicieron ningún rumor sobre las baldosas cuando se deslizaron hacia la arcada y atravesaron a toda prisa el patio en dirección a las cuadras. El niño llevaba todavía los zapatos en la mano, pero se los puso en cuanto llegó al patio de las cuadras. Las duras suelas resonaban sobre los adoquines del patio, pero ahora ya no temía que nadie lo oyera, lejos de aquel oscuro gabinete en el que resonaban los ecos de una voz santurrona por una parte y una enfurecida voz por otra, conspirando para atrapar y hundir a Jacinto que era un joven rebosante de vida y que, además, era su amigo. Pero no se saldrían con la suya, a poco que Ricardo pudiera evitarlo. Por muy detalladas que fueran las instrucciones de fray Jerónimo, aquel hombre que pretendía recuperar a su siervo de la gleba y ciertamente no le querría ningún bien en caso de que lo atrapara, tendría que identificar los distintos senderos del bosque cuando llegara a ellos mientras que Ricardo se los conocía todos y podría cabalgar por el más corto y rápido siempre y cuando consiguiera ensillar su jaca y salir sigilosamente por la caseta de vigilancia antes de que su enemigo mandara a un mozo a ensillar su cabalgadura. No era probable que lo hiciera él personalmente, teniendo a un criado para tales menesteres. La idea de los bosques envueltos en las sombras del crepúsculo no asustaba a Ricardo cuyo corazón más bien exultaba de emoción ante la aventura.
La suerte o los cielos estuvieron a su favor, pues era la hora en que todo el mundo estaba cenando e incluso el portero de la caseta de vigilancia estaba dentro y había dejado la puerta sin vigilancia. Si oyó los casos de una montura y salió para ver quién era, debió de llegar demasiado tarde para ver a Ricardo encaramándose a la silla y lanzándose al trote por la barbacana en dirección a San Gil. El niño había olvidado incluso que estaba hambriento y no le dolió quedarse sin cena. De todos modos, era el preferido del hermano Pedro, el cocinero del abad y, a lo mejor, podría sacarle algo más tarde. En cuanto a lo que ocurriría cuando se descubriera su ausencia, lo cual tendría indudablemente lugar a la hora de ir a la cama aunque hubiera pasado inadvertido durante la cena, no merecía la pena preocuparse por ello. Lo importante era encontrar a Jacinto y avisarlo, en caso de que efectivamente fuera Brand, de que se escondiera a la mayor rapidez posible, pues lo estaban buscando para atraparle. Y después, ¡qué ocurriera lo que tuviera que ocurrir!
Se adentró en el bosque más allá de Wroxeter a través de una ancha senda que Eilmundo había abierto para el transporte de la leña del soto. La senda conducía directamente a la casita del guardabosque, pero era también el camino más rápido para alcanzar un pequeño sendero que conducía a la ermita, el lugar más lógico donde buscar primero al criado de Cutredo. El bosque estaba constituido en buena parte por viejos robles, y los estratos de hojas de muchos otoños hacían que el avance resultara muy silencioso. Ricardo había aminorado la velocidad entre los viejos árboles y la jaca pisaba con delicado placer la suave alfombra. De no haber sido por el profundo silencio que reinaba a su alrededor, el niño jamás hubiera oído el murmullo de voces, una de ellas evidentemente masculina y la otra femenina, pese a que no podía distinguir las palabras, pues hablaban sólo el uno para el otro. De pronto los vio apartados del sendero y muy cerca del ancho tronco de un roble. El grito que lanzó Ricardo al verles los sobresaltó y los indujo a separarse como pájaros asustados.
—¡Jacinto! ¡Jacinto!
Ricardo rodó y cayó de la jaca más que desmontó, corriendo hacia ellos mientras ellos corrían a su vez hacia él.
—Jacinto, tienes que esconderte… ¡tienes que irte en seguida! Te están buscando, si eres Brand… ¿eres Brand? Hay un hombre que ha venido en tu busca, dice que anda persiguiendo a un siervo de la gleba que se escapó y se llama Brand…
Jacinto, temblando alarmado, lo asió por los hombros y se arrodilló para mirarle a la cara.
—¿Qué clase de hombre? ¿Un criado? ¿O él mismo personalmente? ¿Y cuándo ha sido eso?
—Después de vísperas. Les oí hablar… fray Jerónimo le dijo que un joven recién llegado a estas tierras podía ser el que él andaba buscando. Le indicó dónde podría encontrarte y el hombre vendrá a buscarte a la ermita esta misma noche. Corrí a ensillar mi jaca mientras ellos se quedaban hablando y salí antes que él. No tienes que regresar a la cabaña de Cutredo, tienes que irte en seguida y esconderte.
Jacinto estrechó al niño en un efusivo abrazo.
—Eres el más fiel y gallardo amigo que pudiera tener un hombre; no temas por mí, ahora que he sido advertido, ¿qué daño puedo sufrir? ¡Es él mismo, no cabe duda! Drogo Bosiet me valora lo bastante como para perder el tiempo y el dinero viniendo a buscarme, pero, al final, sus esfuerzos serán vanos.
—Entonces, ¿eres Brand? ¿Eras uno de sus siervos de la gleba?
—Ahora te quiero todavía más por considerar mi servidumbre como algo perteneciente al pasado. Sí, el nombre que me impusieron hace tiempo es Brand, pero yo decidí llamarme Jacinto. Tú y yo seguiremos utilizando este nombre. Y ahora tú y yo, amigo mío, debemos separarnos porque lo que tienes que hacer es regresar rápidamente a la abadía antes de que oscurezca del todo y te echen en falta. Ven, te acompañaré hasta el lindero del bosque.
—¡No! —dijo Ricardo, ofendido—. Iré solo, no tengo miedo. Tú tienes que desaparecer… ¡ahora mismo, en seguida!
La muchacha apoyó la mano en el hombro de Jacinto y Ricardo observó que en sus grandes ojos se había encendido un destello de decisión más que de inquietud.
—¡Así lo hará, Ricardo! —dijo en medio de las crecientes sombras del crepúsculo—. Conozco un lugar donde estará a salvo.
—Tendrías que intentar pasar a Gales —añadió Ricardo un poco preocupado e incluso levemente celoso, pues aquél era su amigo y él había sido su liberador y casi le molestaba que Jacinto debiera alguna parte de su salvación a otra persona y, por si fuera poco, a una mujer.
Jacinto y Annet se miraron brevemente el uno al otro y esbozaron una amplia sonrisa.
—No, eso no —dijo Jacinto—. Si tengo que huir, no iré muy lejos. Pero no temas por mí, estaré a salvo. Y ahora, monta en tu jaca, mi señor, y regresa en seguida al lugar donde tú estarás a salvo, de lo contrario, no me moveré de aquí.
Bastaron esas palabras para que Ricardo se pusiera en movimiento. Se volvió una vez para saludarles con la mano y los vio todavía en el lugar donde los había dejado, observándolo mientras se alejaba. Se volvió por segunda vez antes de que el lugar donde se encontraban desapareciera de su vista entre los árboles, pero ya no estaban. Habían desaparecido y el bosque se había quedado más silencioso que nunca. Ricardo recordó las preocupaciones que tenía por delante y espoleó a su montura, lanzándose a un angustioso trote.
Drogo Bosiet cabalgó bajo las primeras sombras del crepúsculo, siguiendo las indicaciones que le había facilitado fray Jerónimo y preguntando autoritariamente a los aldeanos de Wroxeter si iba bien encaminado para dirigirse a la cabaña del ermitaño Cutredo. Al parecer, el santo varón era objeto de la suerte de veneración no oficial que habitualmente se tributaba a los antiguos anacoretas celtas, pues más de uno de los que fueron interrogados se refirió a él, llamándolo san Cutredo.
Drogo penetró en el bosque cerca del lugar donde las tierras de Eaton, según le indicó el pastor del campo, lindaban con las tierras de Eyton. Tras recorrer un estrecho sendero a lo largo de casi un cuarto de legua, llegó a un pequeño claro en medio de la espesura. La cabaña de piedra que se levantaba en el centro estaba sólidamente construida, pero era pequeña, tenía una baja techumbre y mostraba señales de haber sido recientemente restaurada tras varios años de olvido. La rodeaba un pequeño huerto vallado de forma cuadrada, parte del cual había sido desbrozado para la plantación de semillas. Drogo desmontó en el borde del claro y se acercó a la valla, conduciendo a su montura por la brida.
El silencio del anochecer era muy profundo y probablemente no habría ningún ser viviente en un cuarto de legua a la redonda.
Sin embargo, la puerta de la cabaña estaba abierta y dentro había luz. Drogo ató su caballo, cruzó el huerto, se aproximó a la puerta y, al no oír ningún ruido, entró. La pequeña estancia estaba escasamente iluminada y sólo contenía un catre adosado a la pared, una mesita y un banco. La luz se filtraba desde otra estancia interior a través de cuya entrada abierta, pues no había puerta, Drogo vio una capilla. La lámpara ardía sobre un altar de piedra delante de una pequeña cruz de plata puesta encima de un relicario de madera tallada y en el altar, delante de la cruz, se podía ver un elegante breviario con lujosa encuadernación dorada. Dos candelabros de plata, regalo sin duda de la protectora del ermitaño, flanqueaban la cruz, uno a cada lado.
Delante del altar permanecía inmóvilmente arrodillado un hombre de elevada estatura vestido con un áspero hábito negro y con la cabeza cubierta por la cogulla. Recortada contra la luz, la negra figura resultaba impresionante, con la espalda enhiesta como una lanza y la cabeza no inclinada sino erguida, dando una imagen perfecta de santidad. Drogo contuvo la lengua un instante, pero no más. Sus propios deseos y necesidades estaban por encima de todo y las plegarias de un ermitaño podían y debían ceder ante ellos.
El crepúsculo se estaba trocando en noche y él no tenía tiempo que perder.
—¿Sois vos Cutredo? —preguntó con firmeza—. En la abadía me indicaron dónde encontraros.
La solemne figura no se movió, a no ser que descruzara las invisibles manos. No obstante, contestó en tono mesurado y sereno:
—Sí, soy Cutredo. ¿Qué deseáis de mí? Entrad y hablad libremente.
—Vos tenéis a un muchacho que os hace los recados. ¿Dónde está? Quiero verlo. Es muy posible que os hayan engañado y estéis dando cobijo a un bribón sin saberlo.
Al oír las palabras, la figura se volvió y la cabeza cubierta por la cogulla se echó un poco hacia atrás para mirar al desconocido. La luz de la lámpara del altar iluminó de soslayo un enjuto rostro barbado de ojos hundidos y larga y recta nariz aristocrática, enmarcado por una mata de cabello oscuro en el interior de la capucha mientras Drogo Bosiet y el ermitaño del bosque de Eyton se miraban largamente el uno al otro sin pestañear.
Fray Cadfael se hallaba sentado al lado del catre de Eilmundo, cenando a base de pan, queso y manzanas, pues, como Ricardo, se había saltado la cena en la abadía y ahora se encontraba muy a gusto en compañía de un paciente sumamente disgustado cuando Annet regresó de echar comida a las gallinas y encerrarlas en el corral y de ordeñar la única vaca que tenían para su uso. Había tardado mucho, le dijo su enfurruñado padre. Eilmundo ya no tenía fiebre, el color de su tez era muy saludable y ya no sentía apenas molestias, pero estaba furioso por aquella forzada inmovilidad e impaciente por regresar a sus tareas, temiendo que los voluntariosos, pero inexpertos sustitutos enviados por el abad no cuidaran debidamente de su bosque. El mal genio de que hacía gala demostraba bien a las claras que gozaba de buena salud. La pierna mala estaba perfectamente recta y casi no le dolía. Cadfael estaba contento.
Annet entró recatadamente y se rio de los gruñidos de su padre, en modo alguno intimidada por ellos.
—Te he dejado en la mejor compañía que puedes tener y sabía que estarías bien sin mí durante una hora o más, y yo también lo estaría durante una hora sin ti, ¡eres un viejo oso insoportable! ¿Por qué iba a darme prisa en un anochecer tan bonito como éste? Sabes que fray Cadfael te ha atendido muy bien, no me quieras privar de respirar un poco el aire.
A juzgar por su aspecto, la chica habría disfrutado de algo más poderoso que una simple bocanada de aire puro. Estaba trémulamente animada y resplandeciente como si acabara de ingerir un fuerte vino. Su cabello castaño, siempre tan bien peinado se había desprendido de algunas guedejas que se derramaban sobre sus hombros, observó Cadfael, como si se hubiera abierto paso a través de unas ramas bajas en las que se le hubieran enganchado las trenzas, sus sonrosadas mejillas estaban arreboladas y sus ojos despedían unos brillantes reflejos. Llevaba adheridas a los zapatos algunas hojas caídas. Cierto que el establo se encontraba entre los árboles en el borde del claro, pero allí no había robles muy grandes.
—Bueno, pues, ahora que has vuelto y no le dejaré quejándose sin que nadie le escuche —dijo Cadfael—, será mejor que regrese antes de que oscurezca del todo. Procura que no se levante hasta dentro de unos días, muchacha, y, si se porta bien, pronto le dejaré apoyarse en las muletas. Por lo menos, no sufrió daños después de haber permanecido tanto rato en el agua y eso ya es una bendición.
—Gracias a Jacinto, el chico de Cutredo, —les recordó Annet a los dos.
La joven miró a su padre y se alegró de que éste contestara con toda sinceridad:
—¡Muy cierto! Fue para mí tan bueno como un hijo aquel día, y eso no puedo olvidarlo.
¿Fueron tal vez figuraciones de Cadfael o las mejillas de Annet se tiñeron de una rosa todavía más intenso? ¿Tan bueno como un hijo para alguien que no tenía ningún hijo que fuera su mano derecha sino tan sólo aquella inteligente, discreta y amorosa hija?
—Tened un poco de paciencia —le aconsejó Cadfael, levantándose— y os dejaremos tan sano como antes. La espera merece la pena. Y no os preocupéis por el soto, pues Annet os podrá confirmar que han hecho un buen trabajo, limpiando el arroyo y reconstruyendo el terraplén. Resistirá —añadió, tomando la bolsa, ajustándosela al cinto y volviéndose hacia la puerta.
—Os acompañaré hasta la valla —dijo Annet, saliendo con él a las profundas sombras del claro donde el caballo estaba arrancando plácidamente la hierba.
—Muchacha —dijo Cadfael con el pie en el estribo—, esta noche resplandeces como una rosa.
La joven se estaba alisando y echando hacia atrás los mechones sueltos. De pronto, se volvió a mirar a Cadfael con una sonrisa.
—Pero cualquiera diría que he estado caminando entre la maleza —dijo.
Cadfael se inclinó hacia abajo desde la silla y le apartó delicadamente del cabello una hoja marchita de roble. La muchacha levantó los ojos, le vio estudiar la hoja, tomándola suavemente por el tallo y esbozó una sonrisa inquisitiva. Así la dejó, emocionada y dispuesta sin duda a seguir indómitamente adelante a través de los espinosos arbustos que pudieran interponerse entre ella y sus deseos. Aún no estaba preparada para hacerle una confidencia a su padre, pero no le molestaba que Cadfael adivinara lo que ocurría y no temía en absoluto que el final se pudiera torcer. Lo cual no excluía la posibilidad de que otros tuvieran buenas razones para temer por ella.
Cadfael cabalgó sin prisa por el bosque en sombras. La luna ya había salido e iluminaba con su luz los lugares en los que podía penetrar a través de la espesura. El rezo de completas ya habría terminado y los monjes ya se estarían preparando para irse a dormir. Los niños ya llevarían un buen rato en sus camas. El verde bosque estaba fresco y perfumado y resultaba agradable cabalgar a solas y tener tiempo para pensar en las cosas eternas que no hallaban acomodo en medio del ajetreo de la jornada y a veces ni siquiera durante el santo oficio o las serenas pausas de plegaria a las que por derecho pertenecían. Había más espacio para ellos bajo el cielo nocturno todavía levemente luminoso alrededor de los límites de la visión.
Cadfael avanzó envuelto en una profunda paz espiritual a través de la espesura y vislumbró unos restos de luz procedente de los campos de más allá.
Un susurrante movimiento a su izquierda entre los árboles, lo indujo a apartarse sobresaltado de sus meditaciones. Algo vagamente pálido se movía a su lado en la oscuridad. Oyó el apagado tintineo de una embocadura y una brida de caballo. Un caballo vagando sin jinete, pero ensillado y embridado, pues los leves sonidos metálicos se oían con toda claridad. No iba sin jinete cuando salió de la cuadra. Bajo la luz de la luna que se filtraba a través de las ramas, la pálida figura parecía acercarse al sendero. Cadfael había visto su claro pelaje roano aquella misma tarde en el gran patio de la abadía.
Desmontó a toda prisa, llamó a la bestia y se adelantó para asir la aflojada brida y acariciar con la mano la moteada frente. La silla estaba todavía en su sitio, pero las correas que sujetaban una pequeña bolsa en la parte posterior de la silla habían sido cortadas. ¿Dónde estaba el jinete? ¿Y por qué había vuelto a salir tras regresar con las manos vacías al término de una jornada de caza? ¿Acaso alguien le había facilitado algún dato que lo había inducido a salir de nuevo en pos de su presa a aquella hora de la noche?
Cadfael apartó los arbustos y penetró en el lugar donde por primera vez había vislumbrado el movimiento de la pálida forma. Allí no se observaba la menor alteración ni parecía que nadie se hubiera abierto paso entre la maraña de ramas. Retrocedió un poco para regresar al sendero, y allí, bajo los arbustos sobre la hierba y tan escondido que había pasado por su lado sin verlo, encontró lo que temía encontrar. Drogo Bosiet yacía boca abajo sobre la crecida hierba otoñal y, a pesar del oscuro color de su atuendo, Cadfael pudo distinguir una mancha más oscura de sangre bajo la paletilla izquierda donde la daga que lo había matado se había clavado y retirado.