ugo buscó a fray Cadfael a media tarde para comunicarle las primeras noticias que habían llegado de Oxford desde que se iniciara el asedio.
—Roberto de Gloucester ha regresado a Inglaterra —dijo—. Me lo ha dicho un armero que tuvo el buen juicio de abandonar a tiempo la ciudad. Algunos tuvieron suerte y aprovecharon la oportunidad. Dice que Roberto ha desembarcado en Wareham a pesar de la existencia de la guarnición del rey y que ha traído felizmente todos sus barcos y se ha apoderado de la ciudad, pero no del castillo, aunque se dispone a asediarlo. Apenas consiguió nada de Godofredo, puede que un puñado de caballeros y poco más.
—Si ha desembarcado y tiene la ciudad en su poder —dijo razonablemente Cadfael—, ¿qué le importa el castillo? Lo más natural es que se dirigiera a toda prisa a Oxford para sacar a su hermana de la trampa en la que se encuentra.
—Prefiere atraer a Esteban hacia él y apartarlo del asedio de Oxford. Este hombre dice que la guarnición del castillo de Wareham es muy endeble y que ya han llegado a un acuerdo de tregua y han enviado decir al rey que los releve en una fecha determinada… parece un sabelotodo, pero está bien informado aunque ignora la fecha fijada… so pena de que, si el rey les falla, se rindan. Eso es lo que más le conviene a Roberto. Sabe que es muy fácil apartar a Esteban de un rastro, pero yo creo que esta vez el rey persistirá en su empeño. ¿Cuándo se le volvería a presentar una ocasión semejante? Ni siquiera él la puede desperdiciar.
—Las locuras que puede cometer un hombre son infinitas —dijo Cadfael con tolerancia—. Hay que reconocer, sin embargo, que casi todas sus locuras son generosas, cosa que no puede decirse de la dama. De todos modos, me gustaría que el asedio de Oxford marcara el final de esta contienda. Si toma el castillo y hace prisionera a la emperatriz, ella salvará sin duda la vida. Él es quien puede correr peligro por el contrario. ¿Qué otras noticias tenéis del sur?
—Este hombre me ha hablado de un caballo que se encontró extraviado no lejos de la ciudad, en los bosques cercanos al camino de Wallingford. Fue hace algún tiempo, cuando todos los caminos de Oxford estaban cerrados y la ciudad había sido incendiada. Un caballo que arrastraba una silla de montar manchada de sangre con unas alforjas rasgadas y vacías. Un mozo que consiguió abandonar la ciudad antes de que se cerrara el cerco reconoció el caballo y a los jueces como pertenecientes a un tal Reinaldo Bourchier, un caballero al servicio de la emperatriz que, al parecer, gozaba de su confianza. El hombre dice que ella lo envió desde la guarnición para que intentara abrirse camino entre las líneas del rey y transmitiera un mensaje a Wallingford en su nombre.
Cadfael soltó la azada con la cual estaba trabajando entre sus cuadros de hierbas y prestó toda su atención a su amigo.
—¿Queréis decir a Brian FitzCount?
El señor de Wallingford era el más fiel aliado y compañero de la emperatriz después del conde, su hermano, y había conservado su castillo para ella, el puesto fronterizo más oriental de su territorio a través de diversas campañas, de la buena y la mala fortuna, siempre inquebrantablemente leal.
—¿Y cómo no está con ella en Oxford? Apenas se aparta de su lado según dicen.
—El rey se movió con más rapidez de la que pensaban. Y ahora han quedado aislados. Además, ella lo necesitaba en Wallingford, pues, si éste se perdiera, sólo le quedarían las tierras de la región occidental y no tendría ninguna salida hacia Londres. Puede que ella lo mandara llamar en el último momento, cuando su situación se hizo desesperada. Al parecer, corren rumores de que Bourchier le llevaba un tesoro, no tanto en monedas cuanto en joyas. Tal vez sea cierto, pues necesita pagar a sus hombres. Por muy leales que sean, tienen que comer y vivir y él casi se ha arruinado a su servicio.
—Este otoño se comentó —dijo Cadfael frunciendo el ceño con aire pensativo— que el obispo Enrique de Winchester ha estado tratando de atraer a Brian hacia el bando del rey. El obispo Enrique tiene dinero suficiente para comprar a quienquiera que esté a la venta, pero dudo que su oferta fuera suficiente para mover a FitzCount. Durante todo este tiempo, el hombre se ha mostrado incorruptible. La emperatriz no tenía ninguna necesidad de superar la oferta de sus enemigos.
—Ninguna, pero, a lo mejor, mientras las huestes del rey la cercaban, quiso enviarle una prueba de lo mucho que lo aprecia cuando los caminos todavía estaban abiertos o cuando un solo hombre valiente podía atreverse a intentar la salida. En tan apurado trance, puede que ella lo considerara la última oportunidad de comunicarse con él.
Cadfael reflexionó y le pareció posible. El rey Esteban jamás constituiría una amenaza para la vida de su prima por muy amarga que fuera la rivalidad entre ambos, pero, en cuanto la hiciera prisionera, se vería obligado a retenerla bajo fuerte vigilancia por el bien de su corona. Tampoco era probable que ella renunciara a sus aspiraciones, ni siquiera en prisión, y se aviniera a un entendimiento a cambio de la libertad. Cabía la posibilidad de que los amigos y aliados separados de tal guisa jamás volvieran a verse.
—Y un solo hombre valiente lo intentó —dijo Cadfael en sereno tono pensativo—. Y su caballo fue encontrado extraviado con los jaeces torcidos, las alforjas vacías y la silla de montar y el sudadero ensangrentados. ¿Dónde está ahora Reinaldo Bourchier? ¿Asesinado por lo que llevaba y enterrado en algún lugar del bosque o bien arrojado al río?
—¿Qué otra cosa cabe pensar? Todavía no han encontrado su cuerpo. En los alrededores de Oxford los hombres tienen otras cosas que hacer este otoño aparte de recorrer los bosques en busca de un muerto. Bastantes muertos tienen para enterrar después del saqueo y el incendio de la ciudad —dijo Hugo con amargura, ya casi resignado a las matanzas de aquella veleidosa guerra civil.
—Quién sabe cuántos en el interior del castillo conocían su misión. No creo que ella proclamara a los cuatro vientos su propósito, pero alguien debió de enterarse sin duda.
—Eso parece, e hizo muy mal uso de lo que sabía —Hugo se estremeció como si quisiera sacudirse de encima los distantes males que no entraban en su jurisdicción—. ¡Doy gracias a Dios de no ser el gobernador del condado de Oxford! Aquí sólo tenemos alguna que otra disputa familiar, unos cuantos robos y las habituales fechorías de los cazadores furtivos en la temporada de caza. Ah, y el maleficio que, al parecer, se ha abatido sobre vuestro bosque de Eyton, por supuesto —Cadfael le había contado a su amigo lo que tal vez el abad no había considerado suficientemente importante como para comunicárselo, a saber, que Dionisia había inducido a su ermitaño a intervenir en la pendencia y que el buen hombre se había tomado muy en serio su papel de afligida abuela cruelmente privada de la compañía de su único nieto—. Y él teme que ocurran cosas peores, ¿verdad? Me pregunto cuál será la próxima noticia de Eyton.
Resultó que la noticia de Eyton ya se estaba acercando a ellos a toda prisa y doblando la esquina del alto seto de boj, llevada por un novicio enviado urgentemente por el prior Roberto desde la caseta de vigilancia. El joven corría con los faldones del hábito volando a su alrededor y se detuvo justo con el resuello suficiente para transmitir su mensaje sin esperar a que le preguntaran.
—Fray Cadfael, os necesitan con urgencia. El chico del ermitaño ha venido para decir que os necesitan en la casa de Eilmundo en el bosque y el señor abad dice que toméis un caballo y vayáis en seguida y después le digáis cómo está el guardabosque. Ha habido otro corrimiento de tierras y un árbol le cayó encima. Se ha roto la pierna.
Ofrecieron a Jacinto descanso y una buena comida por la molestia, pero él no quiso quedarse. Mientras pudo seguir el paso de la cabalgadura de Cadfael, corrió junto a su estribo, pero incluso cuando se vio obligado a aminorar la marcha y dejar que Cadfael se adelantara, el joven siguió trotando obstinadamente detrás de él, empeñado en regresar a la casita del bosque más que a la ermita de su amo. Era un buen amigo de Eilmundo, pensó Cadfael, pero puede que le echaran una reprimenda o lo azotaron con una vara cuando finalmente regresara a su deber. Aunque Cadfael no acertaba a imaginar que aquella criatura tan salvaje pudiera someterse humildemente a los reproches y tanto menos a los castigos.
Era aproximadamente la hora de vísperas cuando Cadfael desmontó en el interior de la baja empalizada del huerto de Eilmundo y la muchacha abrió la puerta de par en par y salió ansiosamente a su encuentro.
—Hermano, no pensaba que vinierais tan pronto. El chico de Cutredo habrá corrido como el viento, ¡y eso que está muy lejos! ¡Y después de haberse empapado de agua en el arroyo para sacar a mi padre! Tenemos motivos para darles las gracias a él y a su amo, pues quizá no hubiera pasado nadie más por allí durante varias horas.
—¿Cómo está? —preguntó Cadfael, tomando la bolsa que llevaba colgada del hombro y encaminándose hacia la casa.
—Tiene la pierna rota por debajo de la rodilla. Lo he obligado a estarse quieto y le he puesto compresas alrededor lo mejor que he podido, pero necesita vuestra mano para que se la ensalméis. Estuvo mucho rato medio sumergido en el arroyo antes de que el chico lo encontrara y temo que se haya resfriado.
Eilmundo descansaba en su cama muy bien tapado y torvamente resignado a su situación de impotencia. Se sometió estoicamente a los manejos de Cadfael, rechinó los dientes y no emitió el menor grito mientras le estiraban la pierna y le alineaban los extremos fracturados del hueso.
—Hubiera podido ser mucho peor —dijo Cadfael, lanzando un suspiro de alivio—. La fractura es muy limpia y la carne no ha sufrido apenas daños, aunque es una lástima que tuvieran que moveros.
—Si no lo hubieran hecho, me hubiera ahogado —rezongó Eilmundo—, el arroyo estaba creciendo. Será mejor que le digáis al señor abad que envíe a unos hombres para desplazar el árbol, de lo contrario, volveremos a tener un lago.
—¡Lo haré, lo haré! ¡Pero ahora estaos quieto! No os quiero dejar con una pierna más corta que la otra —asiendo el pie del herido por el talón y el empeine, Cadfael igualó la pierna rota con la sana—. Ahora, querida Annet coloca las manos sobre las mías y aprieta. La joven no había perdido el tiempo mientras esperaba sino que había buscado varas de leña rectas y ya tenía preparada la lana de oveja para almohadillar la fractura y tiras de lino para las vendas. Entre los dos completaron pulcramente la tarea y Eilmundo, tendido sobre la manta, lanzó un profundo suspiro. Su rostro curtido por la intemperie mostraba un intenso arrebol. Cadfael lo miró, preocupado.
—Ahora, si podéis descansar y dormir, tanto mejor. Dejad al señor abad y el árbol y todo lo que tenga que hacerse aquí, yo me encargaré de ello. Os prepararé un brebaje que os aliviará el dolor y os ayudará a dormir.
Lo mezcló y se lo administró a pesar de las protestas de Eilmundo, el cual comentó despectivamente que no lo necesitaba, pero, aun así, se lo bebió.
—Ya verás cómo dormirá —le dijo Cadfael a la chica mientras ambos salían a la estancia exterior—. Pero procura que esté caliente y bien abrigado durante toda la noche, pues podría tener un poco de fiebre si se ha resfriado. Pediré permiso para ir y venir durante un par de días hasta que vea que ya se encuentra mejor. Si te hace la vida imposible, ten paciencia, eso significará que no ha sufrido graves daños.
La joven se rio muy quedo.
—Para mí es tan suave como la leche. Gruñe, pero nunca muerde. Yo sé cómo manejarlo.
Ya estaban empezando a aparecer las primeras sombras del crepúsculo cuando la muchacha abrió la puerta. El cielo todavía conservaba algunos dorados restos del misterioso y húmedo ocaso y derramaba su luz entre las oscuras ramas de los árboles que rodeaban el huerto. Sobre la hierba junto a la puerta, Jacinto permanecía sentado en silencio con la misma paciencia infinita del árbol contra el cual mantenía apoyada su enhiesta y flexible espalda. A pesar de su inmovilidad, su figura evocaba a una criatura salvaje, esperando al acecho. O tal vez, pensó Cadfael, cambiando de idea, a una criatura perseguida, amparándose en el silencio y la inmovilidad para no ser descubierta por el cazador.
En cuanto vio que se abría la puerta, se levantó de un solo movimiento, pero no pasó al interior de la cerca.
A pesar de la oscuridad del crepúsculo, Cadfael vio la intensa mirada que se cruzaron el joven y la muchacha. El rostro de Jacinto estaba todavía tan inmóvil como el bronce, pero la escasa luz permitía ver el ambarino fulgor de sus ojos, tan audaces y enigmáticos como los de un gato, y los destellos que se reflejaban en el arrebol del sobresaltado semblante de Annet. No tenía nada de extraño. La muchacha era bonita y el joven le resultaba indudablemente atractivo, tanto más cuanto que le había prestado un valioso servicio a su padre. Era natural y humano que las circunstancias indujeran a padre e hija a encariñarse con él y al muchacho con ellos. Nada resulta más placentero y cautivador que la sensación de haber otorgado beneficios. Ni siquiera la satisfacción de recibirlos.
—Entonces ya me voy —dijo Cadfael, mirando al indiferente aire y montando muy despacio en su cabalgadura para no romper el hechizo que todavía mantenía unidos a los jóvenes.
Desde el abrigo de los árboles, se volvió a mirar y los vio todavía de pie tal como los había dejado y oyó la clara y solemne voz del muchacho, diciendo en el silencio del anochecer:
—¡Tengo que hablar con vos!
Annet no dijo nada, pero cerró suavemente la puerta de la casa a su espalda y se adelantó para reunirse con él junto a la entrada. Cadfael cabalgó por el bosque levemente consciente de que estaba sonriendo, por más que, pensándolo bien, no hubiera ningún motivo para la sonrisa en tan inverosímil encuentro. ¿Qué podían tener aquellos dos en común para reunirse a conversar más allá de unos momentos? Ella era la hija del guardabosque de la abadía, un buen partido para cualquier joven honrado y prometedor de aquella región del condado, y él un forastero vagabundo y sin raíces dependiente de una caritativa protección, sin tierras, sin oficio y sin parientes.
Cadfael llevó el caballo a la cuadra y lo dejó debidamente atendido antes de presentarse ante el abad Radulfo para comunicarle cómo estaban las cosas en el bosque de Eyton. Observó que habían llegado nuevos huéspedes y que los mozos estaban estabulando y atendiendo sus cabalgaduras. Últimamente los movimientos en el condado eran más bien escasos y la actividad del verano en que tantos mercaderes y comerciantes iban constantemente de un lado para otro, había cedido poco a poco el lugar a la quietud del otoño. Más adelante, cuando se acercaran las fiestas de la Navidad, la hospedería volvería a llenarse de viajeros que regresaban a casa y de parientes que visitaban a sus parientes, pero, en aquel período intermedio, había tiempo para observar a los que venían y experimentar la natural curiosidad humana propia de los que han jurado llevar una vida estable a propósito de los que iban y venían siguiendo la marea de las estaciones.
Saliendo de las cuadras y cruzando el patio con largas y poderosas zancadas y porte colérico, apareció alguien que indudablemente debía de ser importante en sus dominios, ricamente vestido, elegantemente calzado con botas y exhibiendo espada y daga. El desconocido se cruzó con Cadfael en la entrada y éste pudo ver que era un hombre alto y corpulento cuyo rostro quedó bruscamente iluminado por la antorcha del muro para volver a sumirse bruscamente en las sombras. Un rostro ancho y carnoso y, sin embargo, tan duro y musculoso como los brazos de un luchador, de facciones en cierto modo hermosas y no enfurecido en aquellos momentos, pero aparentemente dispuesto a enfurecerse ante el menor motivo. Iba pulcramente rasurado, lo cual contribuía a que sus rasgos resultaran todavía más temibles, y los ojos que miraban autoritariamente hacia adelante parecían desproporcionadamente pequeños, aunque, en realidad, probablemente no lo fueran, a causa de la carnosa masa en la que estaban superficialmente engastados. Por su aspecto, no parecía un clérigo. Debía de tener unos cincuenta años más o menos, pero el tiempo, ciertamente, no había suavizado lo que debió de ser de granito ya desde un principio.
Su caballo se encontraba en el patio de los establos delante de una casilla abierta, libre de los jaeces y despidiendo un suave vapor como si acabaran de quitarle el sudadero mientras un mozo lo almohazaba y le hablaba en cariñosos susurros. Un hombre delgado, pero vigoroso, con algunas hebras de plata en el cabello y vestido con rústicas y desteñidas prendas de color pardusco y una gastada chaqueta de cuero. Miró por el rabillo del ojo a Cadfael y lo saludó en silencio con un movimiento de la cabeza. Debía de estar tan acostumbrado a sospechar de todos los hombres que ni siquiera un monje benedictino le parecía de fiar.
Cadfael le dio jovialmente las buenas tardes y empezó a quitarle la silla a su propia cabalgadura.
—¿Venís de muy lejos? ¿Era tu señor el que se ha cruzado conmigo a la entrada?
—Sí —contestó lacónicamente el mozo sin levantar la vista.
—No lo conozco. ¿De dónde venís? Los huéspedes no son muy frecuentes en esta época del año.
—De Bosiet… un feudo en el extremo norte de Northampton, a escasas leguas al sureste de la ciudad. Él es Bosiet… Drogo Bosiet. Es el señor de allí y de una considerable parte del condado.
—Pues se ha alejado mucho de casa —comentó Cadfael con interés—. ¿Adónde se dirige? No solemos ver a muchos viajeros del condado de Northampton por aquí.
El mozo enderezó la espalda para estudiar mejor al preguntón y sus facciones se relajaron visiblemente al ver que Cadfael parecía afable e inofensivo. A pesar de todo, ello no le indujo a mostrarse menos adusto ni más locuaz.
—Está cazando —explicó, esbozando una torva y misteriosa sonrisa.
—Pero no venados —se aventuró a decir Cadfael, estudiando a su vez a su interlocutor y sorprendiéndose de la ironía implícita en la sonrisa—. Y me atrevo a decir que tampoco bestias de madriguera.
—Os atrevéis bien. Anda en busca de un hombre.
—¿Un fugitivo? —preguntó Cadfael sin poder creerlo—. ¿Tan lejos de casa? ¿Merece un siervo de la gleba tanto tiempo y tanto esfuerzo?
—Éste sí. Vale mucho y es muy experto, pero no se trata sólo de eso —confesó el mozo, olvidando sus recelos y su reticencia—. Tiene una cuenta pendiente con él. Nos dijeron que había huido hacia el norte y el oeste, y él ha recorrido todas las aldeas y ciudades de por allí, arrastrándome a mí por un camino mientras su hijo recorría el otro con otro mozo; no se detendrá hasta la frontera galesa. Por mi parte, si le echara los ojos encima al chico al que busca, haría la vista gorda. No le devolvería ni siquiera un perro que se le hubiera escapado y tanto menos le devolvería a un hombre.
A medida que hablaba, su voz iba adquiriendo fuerza y pasión. Cuando se volvió del todo por primera vez y la luz de la antorcha le iluminó de lleno el rostro, su mejilla apareció marcada por una ennegrecida magulladura, y la comisura de su boca desgarrada e hinchada y con todo el aspecto de estar enconada.
—¿Obra suya? —preguntó Cadfael.
Su huella, por supuesto, hecha por un anillo de sello. Ayer por la mañana no fui lo bastante rápido con el estribo cuando montó.
—Te la puedo curar si esperas un ratito a que vaya a informar a mi abad sobre otro asunto —dijo Cadfael—. Será mejor que lo hagas porque no tiene muy buen aspecto y se podría agravar. Por esta misma razón —añadió en voz baja—, estás lo bastante lejos de sus tierras y lo bastante cerca de la frontera como para huir por tu cuenta si así lo deseas.
—Hermano —contestó el mozo, soltando una áspera risa apagada—, tengo mujer e hijos en Bosiet, estoy maniatado. Pero Brand era joven y estaba soltero y sus pies son más ágiles que los míos. Y ahora será mejor que deje a esta bestia en la cuadra y me vaya a esperar a mi señor, de lo contrario, me partirá la otra mejilla.
—En tal caso, sal a los peldaños de la hospedería cuando él ya esté roncando en la cama —dijo Cadfael, recordando sus propias obligaciones— y yo te limpiaré esta herida.
El abad Radulfo escuchó el informe de Cadfael con preocupación, pero también con alivio, prometió enviar con las primeras luces del alba a varios hombres para que retiraran el sauce, limpiaran el arroyo y reconstruyeran la zanja, y asintió con el rostro muy serio al decirle Cadfael que la prolongada permanencia de Eilmundo en el agua podría retrasar la recuperación, pese a que la fractura propiamente dicha era limpia y sencilla.
—Me gustaría visitarle de nuevo mañana y asegurarme de que está acostado —dijo Cadfael—, pues podría tener un poco de fiebre y vos ya le conocéis, padre; será necesario algo más que las reprimendas de su hija para domesticarlo. Si la orden procede de vos, puede que la obedezca. Le tomaré las medidas para que le hagan unas muletas, pero no permitiré que se acerque a ellas hasta asegurarme de que puede levantarse.
—Tenéis mi venia para ir y venir como consideréis conveniente —dijo Radulfo— mientras él precise de vuestros cuidados. Será mejor que reserven el caballo para vuestro uso hasta entonces. El camino sería demasiado largo a pie y os necesitaremos aquí durante algunas horas del día, pues fray Winfrido aún no es muy diestro en estas nuevas lides.
Cadfael esbozó una sonrisa al recordarlo.
—Pues, el joven Jacinto no tardó mucho en recorrerlo. Hoy ha hecho cuatro veces la distancia, ida y vuelta con el recado de su amo e ida y vuelta por la cuestión de Eilmundo. Espero que el ermitaño no se tome a mal que su chico haya estado ausente tanto rato.
Cadfael pensó que, a lo mejor, el mozo de Bosiet temería demasiado a su amo como para atreverse a salir de noche, aunque el amo estuviera profundamente dormido. Pero apareció furtivamente justo en el momento en que los monjes salían de completas. Cadfael lo acompañó a través de los huertos hasta su cabaña del herbario y allí encendió una lámpara para examinar la lacerada herida que desfiguraba su rostro.
El pequeño brasero estaba cubierto con turba pero no apagado. Evidentemente, fray Winfrido había cuidado de conservar los rescoldos por si fuera necesario volver a encenderlo. Poco a poco, el joven iba aprendiendo y la delicadeza que le faltaba con la pluma o el pincel estaba empezando a desarrollarse en contacto con las hierbas y las medicinas. Cadfael destapó el fuego, lo avivó y puso agua a calentar.
—¿Está bien dormido tu señor? ¿No es probable que se despierte? Aunque a esta hora no creo que te necesite. De todos modos, procuraré darme prisa.
El mozo permaneció dócilmente sentado bajo las manos de Cadfael y ladeó obedientemente el rostro hacia la luz de la lámpara. La magullada mejilla estaba pasando del negro al amarillo en sus extremos, pero la herida de la boca rezumaba sangre y pus. Cadfael lavó las incrustadas secreciones y limpió el corte con una loción de agua de betónica y sanícula.
—Se le escapan los puños con mucha facilidad a tu señor —dijo tristemente—. Aquí veo dos golpes.
—Raras veces se conforma con uno —replicó el mozo—. Es como todos los de su clase. Los hay todavía peores, Dios se apiade de los que les sirven. Su hijo es otro que tal. ¿Qué otra cosa se podría esperar si ha vivido así desde que nació? Dentro de uno o dos días se reunirá con nosotros aquí y, si para entonces no le ha echado el guante a Brand, ¡Dios no lo quiera!, la búsqueda seguirá adelante.
—Bueno, si os quedáis un par de días, te podré curar esta herida, por lo menos. ¿Cómo te llamas, amigo?
—Warin. Vuestro nombre lo conozco, hermano, me lo ha dicho el hospitalario. Noto mucho alivio.
—Lo más natural hubiera sido que tu señor fuera a ver primero al gobernador si de veras tiene un motivo de agravio contra este fugitivo —dijo Cadfael—. Lo más probable es que los componentes de los gremios mantuvieran la boca cerrada aunque supieran algo, pues una ciudad sale ganando con un buen arte sano. Pero los oficiales del rey están obligados, tanto si quieren como si no, a ayudar a un hombre a recuperar lo que le pertenece.
—Como ya habéis visto, hemos llegado demasiado tarde para poder hacer esta visita. Lo hemos tenido que dejar para mañana. Aun así, él sabe muy bien que Shrewsbury es una ciudad que goza de privilegios y puede robarle su presa si el chico ha llegado hasta aquí. Su intención es ir a ver al gobernador, pero, puesto que se aloja aquí y piensa que la Iglesia tiene que ayudarle tanto como la ley a recuperar lo que es suyo, ha solicitado exponer su caso en el capítulo de mañana y después se irá a la ciudad a ver al gobernador. No dejará ninguna piedra sin remover para encontrar a Brand.
Cadfael pensó, aunque no lo dijo, que habría tiempo entre tanto para mandar decirle a Hugo que pusiera dificultades para la entrevista.
—Pero ¿qué demonios ha hecho este mozo para que tu amo sienta tantos deseos de vengarse de él? —preguntó Cadfael.
—Pues, siempre andaba causando alborotos, plantaba cara y la plantaba también para los demás y eso es un crimen muy grande para Drogo. No sé muy bien lo que ocurrió el último día, pero sea lo que fuere, vi al administrador de Bosiet, que se comporta como el amo, traído en unas parihuelas a la mansión donde estuvo sin poder levantarse varios días. Al parecer, ocurrió algo entre ambos y Brand lo derribó al suelo y después desapareció y nadie lo pudo encontrar a pesar de que lo buscaron por todos los caminos que salían de Northampton. No consiguieron darle alcance y todavía lo andamos buscando. Como Drogo le eche el guante, le dará una paliza, pero no lo dejará baldado porque vale demasiado como para echarlo a perder. La piel se la dejará bien marcada, eso sí, y le privará de todos los peniques que obtenga con su oficio durante toda la vida y se encargará de que nunca tenga la menor ocasión de volver a escapar.
—En tal caso, conviene que el chico se vaya muy lejos —convino Cadfael—. Si los buenos deseos lo pueden ayudar, cuenta con los míos. Ahora estate quieto un momento… ¡así! Te puedes llevar este ungüento y aplicártelo con toda la frecuencia que quieras. Sirve para aliviar el escozor y bajar la inflamación.
Warin examinó el tarrito con curiosidad y se acercó un dedo a la mejilla.
—¿Qué contiene para obrar tales maravillas?
—Hierba de San Juan y margaritas, ambas buenas para las heridas. Si mañana tienes ocasión, deja que te vea y dime cómo estás. ¡Y no te pongas al alcance de sus puños! —dijo Cadfael, volviéndose para cubrir nuevamente el brasero con turba de tal modo que se pudiera conservar el rescoldo hasta el día siguiente.
Drogo Bosiet compareció en el capítulo por la mañana con aire autoritario y dominante en una asamblea en la que un hombre más prudente hubiera comprendido que la autoridad residía en el abad, el cual la ejercía con carácter absoluto por muy serena y mesurada que fuera su voz y por muy austero que fuera su semblante. Tanto mejor, pensó Cadfael desde su retirado sitial, Radulfo sabrá calibrar a este hombre y no se precipitará en adoptar decisiones.
—Mi señor abad —dijo Drogo, pisando las baldosas del suelo como un toro a punto de embestir—, estoy aquí en busca de un malhechor que atacó y causó daños a mi administrador, huyendo después de mis tierras. Dicen que escapó hacia Northampton, pues mi feudo se encuentra a unas cuantas leguas al sureste de la ciudad, pero yo tengo la impresión de que se habrá dirigido hacia la frontera galesa. Le hemos buscado hasta aquí y desde Warwick he venido hasta Shrewsbury mientras mi hijo se dirige a Stafford desde donde vendrá para reunirse conmigo. Quiero preguntar si algún forastero de su edad ha estado últimamente por aquí.
—Supongo —dijo el abad tras una prolongada y pensativa pausa, contemplando fijamente el poderoso rostro y el arrogante porte de su visitante— que este hombre es un siervo vuestro de la gleba.
—Lo es.
—¿Sabéis —añadió benévolamente el abad— que, no habiéndole reclamado dentro de un plazo de cuatro días, será necesario recurrir a los tribunales para recuperar legalmente su posesión?
—Mi señor —contestó despectivamente Drago—, eso lo podré hacer cuando lo encuentre. Este hombre es mío y tengo intención de recuperarlo. Me ha causado muchos contratiempos, pero, como sus conocimientos me son muy valiosos, no quiero prescindir de lo que es mío. La ley reconocerá mis derechos en las tierras donde se cometió el delito.
Así lo haría sin duda la ley de su condado, obedeciendo a un simple movimiento de su cabeza.
—Si tenéis la bondad de decirnos qué aspecto tiene vuestro fugitivo —dijo razonablemente el abad—, fray Dionisio os podrá decir en seguida si tenemos a tal huésped en nuestra hospedería.
—Se llama Brand… tiene veinte años, el cabello oscuro, pero con reflejos cobrizos, delgado y fuerte, sin barba…
—No —dijo fray Dionisio el hospitalario sin dudar—, no tenemos a ningún joven de estas características alojado en la hospedería y ciertamente no lo hemos tenido desde hace cinco o seis semanas. Si encontró trabajo por el camino con algún comerciante o mercader que transportara sus bienes, de ésos que suelen viajar con tres o cuatro criados, puede que haya pasado por aquí. Pero un joven solo… no, no he visto a ninguno.
—En tal caso —dijo el abad en tono autoritario, adelantándose a cualquier comentario, aunque nadie excepto el prior Roberto se hubiera atrevido a hablar antes que él—, haréis bien en presentar vuestra petición al gobernador en el castillo, pues sus oficiales tienen más posibilidades que nosotros de saber si algún forastero ha llegado a la ciudad. A ellos les corresponde la búsqueda de los criminales y transgresores, cosa que suelen hacer con sumo cuidado y habilidad. Los miembros de las corporaciones de la ciudad tienen también buenos motivos para mantener los ojos muy abiertos y vigilar todo lo que ocurre a su alrededor. Os aconsejo que recurráis a ellos.
—Ésa es mi intención, mi señor. Pero no olvidéis lo que os he pedido y, si alguien de aquí recordara algo, hacédmelo saber.
—Esta casa hará todo lo que sea necesario en conciencia —contestó el abad, subrayando fríamente sus palabras mientras Drogo Bosiet, con una leve reverencia a modo de despedida, daba media vuelta y abandonaba la sala capitular, pisando ruidosamente el suelo con sus botas.
Radulfo no consideró oportuno hacer ningún otro comentario cuando el peticionario se retiró, como si no viera ninguna necesidad de dar más instrucciones que las que ya estaban implícitas en el tono de su respuesta. Cuando poco después salieron del capítulo, Drogo y su mozo ya habían ensillado sus monturas y se habían ido, sin duda para cruzar el puente de la ciudad e ir a ver a Hugo Berengario en el castillo.
Fray Cadfael tenía intención de ir a echar un vistazo al herbario y a su cabaña para comprobar que todo estuviera en orden y encargar a fray Winfrido las tareas más seguras y apropiadas para sus conocimientos antes de irse a la casita de Eilmundo, pero las circunstancias se lo impidieron pues aquel día murió uno de los ancianos monjes que vivían retirados en la enfermería y fray Edmundo, ante la necesidad de alguien que permaneciera a su lado con el enfermo una vez hubo éste musitado las casi inaudibles palabras de su última confesión y recibido los últimos sacramentos, recurrió con toda confianza a su más íntimo amigo y compañero. Ambos habían prestado juntos el mismo servicio muchas veces a lo largo de los años de una vocación impuesta desde su nacimiento en el caso de Edmundo, aunque gustosamente abrazada más tarde, y de una vocación libremente elegida al cabo de media vida en el mundo exterior en el caso de Cadfael. Ambos ocupaban los polos contrarios del oblatus y el conversus y se comprendían el uno al otro hasta tal punto que pocas veces necesitaban intercambiar palabras.
La muerte del anciano fue suave e indolora, pues toda la sustancia de su antaño perspicaz y vigorosa mente ya había desaparecido previamente; sin embargo, fue muy lenta. La menguante llama de la vela no parpadeó sino que se fue extinguiendo en absoluta inmovilidad y segundo a segundo, tan misteriosamente que les pasó inadvertido el instante preciso en que se apagó el último centelleo y sólo supieron que había muerto cuando empezaron a observar que las huellas de la edad se borraban dulcemente de su rostro.
—¡Así mueren todos los hombres buenos! —dijo fervorosamente Edmundo—. ¡La muerte más santa que jamás he visto! ¡Quiera Dios ser tan benigno conmigo cuando me llegue la hora!
Ambos atendieron juntos al difunto y juntos salieron al gran patio para disponer que su cuerpo fuera trasladado a la capilla mortuoria. Después hubo el pequeño contratiempo del más joven pupilo de fray Pablo que, bajando a toda prisa por la escalera diurna, tropezó y cayó rodando por los peldaños, ensangrentándose las rodillas sobre los adoquines del patio, por lo cual hubo que lavarle y vendarle y enviarle de nuevo a sus juegos con una manzana a modo de recompensa por su valentía al negarse obstinadamente a reconocer que le dolía. Sólo entonces pudo Cadfael dirigirse a las cuadras y ensillar el caballo que le habían asignado cuando ya era casi la hora de vísperas.
Estaba cruzando el patio con su cabalgadura en dirección a la caseta de vigilancia cuando Drogo Bosiet entró a caballo por la arcada con sus mejores galas un poco polvorientas y arrugadas tras un día de esfuerzos inútiles, seguido a escasa distancia por el mozo Warin, atento a obedecer su menor gesto, pero procurando entre tanto pasar lo más desapercibido posible a su vista y a su mente. Estaba claro que la caza no había conseguido atrapar ninguna presa y que los cazadores regresaban con las manos vacías. Warin tendría que cuidar de no acercarse demasiado a aquel poderoso brazo aquella noche.
Cadfael se fue tranquilizado y satisfecho y espoleó su caballo para ir a ver a su paciente en Eyton.