ilmundo, el guardabosque de Eyton, acudía de vez en cuando al capítulo de la abadía para informar de la marcha de sus trabajos o de cualquier dificultad que hubiera surgido o bien para solicitar la ayuda que pudiera necesitar. Por regla general, sus informes eran siempre satisfactorios, pero, en la segunda semana de noviembre, se presentó una mañana con el ceño fruncido y el rostro enfurruñado. Al parecer, una extraña desgracia se había abatido sobre su bosque.
Eilmundo era un hombre fornido, moreno y desgreñado de unos cuarenta y tantos años, una gran fortaleza física y una considerable perspicacia. Permaneció de pie en medio del capítulo, sólidamente asentado sobre sus vigorosas piernas como un luchador en presencia de su contrincante, y manifestó en muy pocas palabras lo que tenía que decir.
—Mi señor abad, han ocurrido ciertas cosas que no alcanzo a comprender. Hace una semana, durante aquel gran aguacero que cayó, el arroyo que discurre entre nuestro soto y el bosque arrastró consigo unos arbustos y se formó una presa tan grande que el arroyo se salió de madre y cambió de curso, inundando todo lo que yo acababa de plantar. En cuanto eliminé el obstáculo, descubrí que el agua había socavado una parte del borde de mi zanja situada un poco más arriba y que la caída de tierra había cubierto la zanja. Cuando lo descubrí, los venados ya habían entrado en el soto. Se han comido todos los renuevos de la parcela que talamos hace dos años. Temo que mueran algunos árboles y todos tardarán por lo menos dos años más en empezar a desarrollarse. Eso echa por tierra todos mis esfuerzos y proyectos —se quejó Eilmundo, indignado ante la ruina de su esfuerzo—, aparte la pérdida actual.
Cadfael conocía aquel lugar que era el orgullo de Eilmundo, la parte cultivada del bosque de Eyton, el soto mejor cuidado y zanjado de todo el condado, en el que la tala regular de los árboles de seis o siete años permitía la penetración de la luz solar de tal forma que la tierra daba una enorme variedad de hortalizas y flores silvestres. Algunos árboles, como los fresnos, rebrotaban en el mismo tocón justo por debajo del corte. Otros, como los olmos y los álamos, crecían alrededor del tocón. Algunos de los tocones de Eilmundo, varias veces talados, habían dado lugar a pequeños bosquecillos cuyos centros abiertos medían dos buenas zancadas. Ningún desastre natural había trastornado jamás su orgullo y sus habilidades. No era de extrañar que ahora estuviera tan afligido. La pérdida para la abadía era también considerable, pues la leña del soto vendida como combustible, para mangos de herramientas, trabajos de carpintería y toda suerte de usos, reportaba muy buenos ingresos.
—Pero eso no es todo —añadió tristemente Eilmundo—, pues ayer, cuando hacía la ronda por el otro lado del soto donde la zanja está seca, pero es muy honda y con el borde muy escarpado, descubrí que las ovejas de Eaton habían salido de sus campos a través de una estaca suelta de su empalizada, justo en el lugar donde Eaton linda con nuestras tierras y las ovejas, como vos sabéis, mi señor, se detienen ante un borde escarpado tal como hacen los venados y nada les gusta más que los primeros brotes de los fresnos. Ya habían dado buena cuenta de casi todos los renuevos cuando conseguí sacarlas. Ni yo ni Juan de Longwood podemos comprender cómo pudieron pasar por una rendija tan estrecha, pero vos ya sabéis que, cuando a la oveja que manda se le mete algo en la cabeza, no hay quien la detenga y todas las demás la siguen sin rechistar. Me parece que nuestro bosque está embrujado.
—Lo más probable —sugirió el prior Roberto, mirándolo severamente desde lo alto de su larga nariz— es que haya habido una simple negligencia humana, ya sea por vuestra parte o por la de vuestro vecino.
—Padre prior —dijo Eilmundo con la franqueza propia del que conoce su valor y sabe que éste lo conoce también el único superior ante el cual está obligado a responder—, en todos los años que llevo al servicio de la abadía, nunca ha habido la menor queja por mi trabajo. Hago diariamente las rondas, a veces incluso de noche, pero no puedo mandar en la lluvia y tampoco puedo estar simultáneamente en todas partes. Jamás había conocido una sucesión de desgracias tan grande en tan breve tiempo. Tampoco puedo echar le la culpa a Juan de Longwood, pues siempre ha sido el mejor vecino que pudiera tener un hombre.
—Eso es cierto —dijo el abad Radulfo con toda su autoridad—. Tenemos sobrados motivos para estarle agradecidos por su buena voluntad y para no ponerla en duda ahora. Tampoco pongo en duda vuestra habilidad y vuestra entrega. Jamás hubo motivo para ello y tampoco lo hay ahora. Los contratiempos se nos envían para que podamos superarlos y nadie puede presumir de escapar siempre a tales pruebas. La pérdida se puede soportar. Haced lo que podáis, maese Eilmundo, y, si necesitáis a alguien que os ayude, lo tendréis.
Eilmundo, que siempre había podido afrontar sus tareas y estaba orgulloso de su autosuficiencia, lo agradeció con cierta renuencia, pero declinó de momento el ofrecimiento, prometiendo informar de cualquier otra cosa que ocurriera y lo obligara a cambiar de parecer. Dicho lo cual, regresó a su casita del bosque junto a su hija, enojado con el destino, pues no podía, en justicia, echarle la culpa a ningún ser humano.
Por algún misterioso medio, Ricardo se enteró del insólito propósito de la visita de Eilmundo. Cualquier cosa relacionada con su abuela o con las personas que trabajaban y vivían en el feudo de Eaton le interesaba sobremanera. Por muy perspicaz que fuera la vigilancia del abad y por muy capacitado que estuviera su administrador, él tenía que vigilar por sí mismo la marcha de sus propiedades. Si algo extraño estaba ocurriendo en las inmediaciones de Eaton, él deseaba averiguar el motivo y era mucho más propenso que el abad Radulfo a atribuir los males, por incomprensibles que fueran, más a la perversidad o malicia de la humanidad que a otra cosa debido precisamente al hecho de que a menudo había sido acusado de ser el semiinocente instrumento del desorden.
Si las ovejas de Eaton habían penetrado en la fresneda de Eyton no por algún oscuro designio de Dios sino porque alguien les había abierto el camino y las había guiado hacia aquel apetecible festín, Ricardo quería saber quién había sido y por qué lo había hecho. A fin de cuentas, eran sus ovejas.
Por consiguiente, decidió vigilar cada mañana hacia la hora del capítulo todas las idas y venidas y se sorprendió cuando, a los dos días de la visita de Eilmundo, observó la llegada a la caseta de vigilancia de un joven al que sólo había visto una vez, solicitando cortésmente permiso para comparecer en el capítulo, pues traía un mensaje de su amo Cutredo. Era temprano y tuvo que esperar, cosa que hizo de muy buen grado. A Ricardo le vino de perlas, pues no hubiera podido faltar a clase. En cambio, cuando terminara el capítulo, ya estaría libre y podría acechar al visitante y satisfacer su curiosidad.
Cualquier ermitaño merecedor de tal nombre, tras haber hecho voto de permanencia en su cabaña y su huerto cerrado y haber demostrado sus dones de profecía y cumplido el sagrado deber de usarlos en beneficio de sus vecinos, necesita a un muchacho que le haga los recados y transmita sus advertencias y reproches. Al parecer, el mozo de Cutredo había llegado con él tras haberle acompañado en sus recientes vagabundeos en busca del lugar de retiro que Dios tuviera a bien concederle. Entró en la sala capitular de la abadía con humilde serenidad y se sometió, al escrutinio de los curiosos monjes en modo alguno intimidado por el asalto de sus inquisitivos ojos.
Desde el apartado sitial que solía ocupar, Cadfael estudió al mensajero con interés. No parecía el servidor más apropiado para un anacoreta y santo del pueblo en el antiguo significado celta del término que no tenía en cuenta para nada la canonización, aunque Cadfael no hubiera podido decir de buenas a primeras dónde estaba la incongruencia. El joven debía de tener unos veinte años y vestía una áspera túnica y unos remendados y desteñidos calzones de color pardusco… pero eso no tenía nada de extraño. Tenía una liviana complexión muy semejante a la de Hugo Berengario, pero le debía de superar la estatura en un palmo y era delgado y moreno y tan ágil como un cervatillo, pues movía los largos miembros con la misma angulosa belleza que aquel animal. Incluso su comedida inmovilidad llevaba implícita la posibilidad de un repentino movimiento, cual si fuera una criatura salvaje al acecho. Seguramente corría con silenciosa rapidez y saltaba como una liebre. En su rostro se advertía la misma compostura ligeramente siniestra bajo una espesa mata de ondulado cabello del mismo color cobrizo que las hayas. Su moreno rostro ovalado de recta nariz evocaba también a una criatura salvaje, sensible a todos los olores que la rodeaban, y su delicada boca torcida en una especie de sonrisa denotaba una secreta y levemente turbadora diversión mientras que sus almendrados y ambarinos ojos se inclinaban hacia arriba en los ángulos exteriores bajo unas oblicuas cejas cobrizas. El ardiente brillo de aquellos ojos centelleaba bajo unos arqueados párpados y unas pestañas cobrizas tan largas y sedosas como las de una mujer.
—¿Qué estaba haciendo un santo como los de antes con aquel siervo tan desconcertadamente hermoso?
El mozo, tras haber esperado un buen rato a que lo inspeccionaran exhaustivamente, levantó los párpados, mostró al abad Radulfo un cándido rostro de infantil inocencia e hincó respetuosamente la rodilla ante él.
No hablaría hasta que le dirigieran la palabra y esperaría a que le preguntaran.
—¿Vienes de la ermita de Eyton? —preguntó el abad, estudiando atentamente el joven, sereno y casi sonriente rostro.
—Sí, mi señor. El santo Cutredo envía un mensaje a través de mí.
La voz era clara y reposada aunque un poco estridente de tal forma que resonaba como una campana bajo la bóveda de la sala.
—¿Cuál es tu nombre? —inquirió Radulfo.
—Jacinto, mi señor.
—Conocí a un obispo de este nombre —dijo el abad esbozando una breve sonrisa, pues la bella y morena criatura que tenía ante sus ojos no se parecía para nada a un obispo—. ¿Te llamaron así en su honor?
—No, mi señor. Nunca oí hablar de él. Me dijeron una vez que hubo un joven de este nombre en una historia antigua y que dos dioses lucharon por él y el perdedor lo mató. Dicen que nacieron flores de su sangre. Me lo contó un sacerdote —añadió inocentemente el joven, sonriendo levemente al percatarse de la conmoción que había provocado en aquellas almas enclaustradas, a pesar de que el abad seguía mirándole con expresión imperturbable.
En esta historia antigua, pensó Cadfael, estudiándole con placer e interés, tú encajas mucho mejor que en el ámbito de los obispos, muchacho mío, y lo sabes muy bien. O en el de los ermitaños. ¿Dónde demonios te debió encontrar y cómo consiguió domesticarte?
—¿Puedo comunicar el mensaje? —preguntó ingenuamente el muchacho, clavando sus claros y grandes ojos dorados en el abad.
—¿Acaso te lo has aprendido de memoria? —replicó Radulfo, sonriendo.
—Tuve que hacerlo, mi señor. No puede haber ninguna palabra fuera de lugar.
—¡Un mensajero muy fiel! Sí, puedes comunicarlo.
—Tengo que ser la voz de mi amo, no la mía —dijo el joven a modo de introducción. Después, bajó la voz varios tonos por debajo de su timbre normal en una sorprendente exhibición mimética que indujo a Cadfael a observarlo con más cautela y detenimiento que nunca—. He conocido con gran pesar —dijo el delegado del ermitaño—, tanto a través del mayordomo de Eaton como del guardabosque de Eyton, las desgracias que súbitamente se han abatido sobre el bosque. He rezado y meditado, pero mucho me temo que eso sean advertencias de males mucho mayores a no ser que se pueda enmendar algún falso equilibrio o discordancia entre el bien y el mal. Ignoro si pende algún agravio entre nosotros como no sea el de la denegación del derecho de doña Dionisia Ludel a disfrutar de la compañía de su nieto. El deseo del padre debe ser ciertamente respetado, pero no se puede menospreciar el dolor de la desconsolada viuda que ahora se ha quedado sola. Os ruego, mi señor abad, por el amor de Dios, que consideréis si lo que estáis haciendo está bien, pues presiento que la sombra del mal se cierne pesadamente sobre todos nosotros.
El sorprendente joven pronunció el discurso con una ronca y sombría voz que no era la suya y el truco resultó de lo más efectivo, pues algunos de los jóvenes monjes más supersticiosos se agitaron en sus sitiales, lo miraron boquiabiertos y musitaron palabras de consternada preocupación. Al terminar su perorata, el mensajero levantó de nuevo sus ambarinos ojos y esbozó una sonrisa como si el contenido del mensaje no tuviera nada que ver con él.
El abad Radulfo permaneció sentado en silencio un buen rato y estudió detenidamente al joven, el cual lo miró a su vez serenamente y sin pestañear, visiblemente satisfecho de haber cumplido su misión.
—¿Son las palabras textuales de tu amo?
—Todas y cada una de ellas, mi señor, tal como él me las enseñó.
—¿Y no te encargó añadir algo más en su nombre? ¿No quieres decir nada más?
Los grandes ojos se abrieron con expresión de asombro.
—¿Yo, mi señor? ¿Cómo podría? Yo sólo le hago los recados.
El prior Roberto le dijo al abad al oído en tono arrogante:
—Es frecuente que un anacoreta ofrezca cobijo y empleo a un bobalicón. Es un acto de caridad, lista claro que así ha sucedido en este caso.
Las palabras se pronunciaron en voz baja, pero no lo suficiente como para no llegar a unos oídos casi tan finos como los de un zorro, pues Jacinto esbozó una radiante sonrisa un tanto torcida que le iluminó todo el semblante. Cadfael, que también había captado el sentido del comentario, dudaba mucho que el abad estuviera de acuerdo. Detrás de aquel moreno rostro de fauno parecía ocultarse una inteligencia muy aguda aunque al mozo le conviniera hacerse el tonto.
—Bien —dijo Radulfo—, puedes regresar junto a tu amo, Jacinto, y transmitirle mi agradecimiento por su preocupación y solicitud y también por sus plegarias que espero siga elevando al cielo por todos nosotros. Dile que he considerado y considero todos los pormenores de la queja de doña Dionisia contra mí y que he hecho y seguiré haciendo lo que estime conveniente. En cuanto a las calamidades naturales que tanto le preocupan, los simples mortales no pueden controlarlas ni dominarlas aunque la fe puede superarlas. Tenemos que aceptar lo que no podemos cambiar. Eso es todo.
Sin decir nada más, el joven hizo una profunda y graciosa reverencia, dio media vuelta y salió de la sala capitular con paso ligero y moviéndose con la casi insolente elegancia de un gato.
En el gran patio, casi desierto a aquella hora en que todos los monjes se encontraban en el capítulo, el visitante no dio la menor muestra de tener demasiada prisa en regresar junto a su amo, pues se entretuvo para mirar a su alrededor con curiosidad, desde los aposentos del abad, con su pequeña rosaleda, pasando por la hospedería y la enfermería y todos los edificios que rodeaban el patio hasta llegar a la caseta de vigilancia y la alargada extensión del pasillo sur del claustro. Ricardo, que llevaba varios minutos esperándole, emergió confiadamente por la arcada sur y avanzó para cruzarse en el camino del desconocido.
Puesto que la intención era evidentemente la de abordarle, Jacinto se detuvo, contemplando con interés el solemne y pecoso rostro que le estaba estudiando a su vez con análogo atención.
—¡Buenos días, mi joven señor! —dijo cortésmente—. ¿Qué se os ofrece?
—Sé quien eres —dijo Ricardo—. Eres el sirviente que el ermitaño trajo consigo. He oído que has venido con un mensaje suyo. ¿Se refiere a mí?
—Eso os lo podría contestar mejor —replicó juiciosamente Jacinto— si supiera quién es vuestra señoría y por qué iba mi amo a molestarse por gente de poca monta.
—Yo no soy de poca monta —dijo Ricardo con dignidad—. Soy Ricardo Ludel, el señor de Eaton, y la ermita de tu amo se encuentra en mis tierras. Y tú sabes muy bien quién soy yo, pues estaban entre los criados durante el entierro de mi padre. Y, si has traído algún mensaje que me concierne, creo que tengo derecho a conocerlo. Me parece lo más justo —añadió Ricardo, proyectando hacia afuera su pequeña barbilla cuadrada y manteniéndose firme con los pies bien plantados en el suelo como si desafiara la justicia con sus grandes ojos verdeazulados.
Jacinto le devolvió largamente la mirada con expresión inquisitiva. Después le dijo en tono práctico como hablando de hombre a hombre y sin el menor asomo de burla:
—Es cierto y estoy contigo, Ricardo. ¿Dónde podríamos hablar sin que nos molestaran?
El centro del patio resultaba tal vez demasiado visible para las prolongadas confidencias; Ricardo se sentía lo suficientemente atraído por aquel extraño seglar como para que su compañía le pareciera una agradable novedad en el ambiente monástico que lo rodeaba, y deseaba conocerlo mejor, aprovechando aquella oportunidad. Además, pronto terminaría el capítulo y no convenía llamar la atención del prior Roberto en tales circunstancias ni correr el riesgo de que el chismoso de fray Jerónimo se entremetiera en sus asuntos. En apresurado gesto de confianza, el niño tomó la mano de Jacinto y cruzó con él el patio hasta el portillo que daba acceso al molino. Allí podrían sentarse tranquilamente sobre la hierba de la orilla del estanque, teniendo a su espalda la muralla de la abadía, bajo los tibios rayos del sol que se estaban abriendo paso a través de un diáfano velo de bruma.
—¡Bueno! —dijo Ricardo, yendo directamente al grano—. Necesito a un amigo que me diga la verdad, pues hay mucha gente que gobierna mi vida a su antojo y yo no estoy de acuerdo, pero ¿cómo puedo cuidar de mí mismo y estar preparado para ellos si no tengo a nadie que me advierta de sus propósitos? Si tú estás de mi parte, yo sabré cómo actuar. ¿Querrás?
Jacinto se apoyó contra la muralla de la abadía, estiró sus bien torneadas y vigorosas piernas y entornó los claros ojos.
—Mira, Ricardo, de la misma manera que tú sabrás actuar mejor si sabes lo que te espera, yo te podré ayudar mejor si sé el porqué de todo esto. Yo conozco el final de la historia hasta ahora y tú conoces el principio. ¿Qué te parece si juntamos las dos y examinamos qué se puede sacar en claro?
Ricardo batió palmas.
—¡De acuerdo! ¡Primero dime qué mensaje de Cutredo has traído!
Palabra por palabra, tal como lo había expuesto en el capítulo, pero sin la imitación, Jacinto se lo dijo.
—¡Lo sabía! —exclamó el niño, descargando un pequeño puño sobre la tupida hierba—. Ya sabía que tenía que ver conmigo. O sea que mi abuela ha engatusado o convencido a su santo varón para que intervenga en su nombre en esta causa. Me he enterado de las cosas que han ocurrido en el soto, pero son percances que suceden de vez en cuando, ¿quién puede evitarlos? Tendrás que advertir a tu amo de que no se deje convencer demasiado, aunque ella sea su protectora. Cuéntale toda la historia, pues ella seguro que no lo hará.
—Lo haré —convino sinceramente Jacinto— cuando yo la conozca.
—¿Nadie te ha dicho por qué me quiere tener en casa? ¿Tu amo no te ha contado nada?
—Micha, chico, yo sólo le hago los recados, él no me hace confidencias.
Al parecer, el discreto servidor no tenía demasiada prisa en regresar de aquel recado, pues apoyó más cómodamente la espalda contra el musgo de la muralla y cruzó los finos tobillos. Ricardo se acercó un poco más y Jacinto se desplazó amablemente para acoger los jóvenes huesos apoyados contra su costado.
—Me quiere casar —explicó Ricardo— para apoderarse de los dos feudos situados uno a cada lado del mío. Y ni siquiera con una novia como Dios manda. Hiltrudis es vieja… tiene por lo menos veintidós años…
—Una venerable edad —convino Jacinto con la cara muy seria.
—Pero, aunque fuera joven y hermosa, yo no la quiero. No quiero a ninguna mujer. No me gustan las mujeres. No veo para qué me pueden servir.
—En tal caso, haces bien en huir de ellas —señaló Jacinto mientras bajo sus largas pestañas cobrizas se le encendían los ojos con un destello burlón—. Hazte novicio y apártate del mundo, así estarás a salvo de todo.
—No, eso tampoco me parece divertido. Mira, te lo voy a contar todo —la historia de la amenaza de casamiento y los proyectos de su abuela para ampliar su pequeño reino brotó de sus labios sin ninguna limitación—. ¿Y ahora mantendrás los ojos bien abiertos y me contarás todo lo que necesito saber? Me hace falta alguien que sea sincero conmigo y no me lo oculte todo como si todavía fuera un niño.
—¡Lo haré! —le prometió Jacinto, esbozando una sonrisa de satisfacción—. Yo seré tu leal servidor en el campo de Eaton y seré tus ojos y tus oídos.
—¿Y le explicarás la otra versión de la historia a Cutredo? No quisiera que pensara mal del padre abad, él se limita a cumplir lo que mi padre quiso para mí. No me has dicho cómo te llamas. Necesito llamarte por un nombre.
—Me llamo Jacinto. Me han dicho que hubo un obispo de este nombre, pero yo no lo soy. Tus secretos estarán más a salvo con un pecador que con un santo y yo soy más discreto que un confesionario, nada temas de mí.
Se habían familiarizado tanto el uno con el otro que sólo el oportuno recordatorio del estómago de Ricardo, diciéndole que ya era hora de comer, los indujo finalmente a separarse. Ricardo trotó al lado de su nuevo amigo por el sendero que bordeaba la muralla de la abadía hasta la barbacana y allí se despidió de él, contemplando cómo la ágil y enhiesta figura se alejaba por el camino antes de dar media vuelta para regresar alegremente al portillo de la muralla de la abadía.
Jacinto cubrió la primera parte del camino de regreso casi corriendo, no tanto por un sentido de la prisa o el deber cuanto por el puro placer de disfrutar de la soltura de sus pasos y la potencia y precisión de su cuerpo. Cruzó el río por el puente de Attingham, pisó los húmedos prados de su tributario el Tern y giró al sur desde Wroxeter hacia Eyton. Al llegar al lindero del bosque aminoró el paso, resistiéndose a terminar aquel paseo tan agradable. Tenía que cruzar las tierras de la abadía para llegar a la ermita situada en la estrecha franja de tierra de los Ludel que se proyectaba cual un fino dedo en los bosques contiguos. Pasó silbando alegremente por el sendero que bordeaba el arroyo, cerca del límite norte del soto de Eilmundo. El terraplén que se elevaba más allá para proteger los cultivos, era alto y empinado, pero estaba muy bien cuidado y cubierto de hierba, por lo que nunca se había venido abajo y, además, el caudal del arroyo no era tan grande ni tan rápido como para haber podido socavar la pendiente. Pero el caso es que la había socavado y Jacinto pudo ver desde lejos una profunda cicatriz oscura antes de llegar al lugar. Mientras se acercaba, la examinó mordiéndose el labio con aire pensativo. De pronto, se encogió de hombros y soltó una carcajada.
—¡Cuántos más contratiempos haya, más nos divertiremos! —dijo medio en voz alta, acercándose al lugar donde el borde de la zanja había sido profundamente socavado.
Aún se encontraba a cierta distancia de lo peor cuando oyó un apagado grito que parecía proceder de las entrañas de la tierra, seguido de un rugido de lucha y dolor y una variada serie de maldiciones por lo bajo. Reaccionando con rapidez a pesar de la sorpresa, el joven echó a correr y se detuvo bruscamente al borde de la zanja que poco a poco se iba llenando de barro mojado. Al otro lado del agua se había producido otro desmoronamiento, y un solitario y viejo sauce con las raíces parcialmente al aire se había inclinado, cayendo diagonalmente sobre el río. Sus ramas subían y bajaban, agitadas por los esfuerzos de alguien que había quedado atrapado debajo, medio fuera y medio dentro del agua. Un brazo asomaba entre las hojas, tratando de agarrarse a algo y librarse con gran esfuerzo de aquella pesadilla entre gruñidos de rabia. A través de las agitadas hojas, Jacinto pudo ver fugazmente el manchado y contraído rostro de Eilmundo.
—¡No os mováis! —le gritó—. ¡Ahora bajo!
Y bajó, hundiéndose en el agua hasta los muslos y abriéndose paso entre las primeras ramas para colocar la espalda bajo su peso y tratar de levantarlas lo suficiente como para que el atrapado guardabosque pudiera salir. Eilmundo, gruñendo y jadeando, empujó con ambos puños hacia arriba y se libró parcialmente de la rama que le inmovilizaba las piernas. El esfuerzo le costó un ahogado grito de dolor.
—¡Estáis herido! —Jacinto lo sujetó por los sobacos con ambas manos, arqueando la flexible espalda bajo la rama más gruesa mientras el árbol se balanceaba movido por su fuerza—. ¡Ahora empujad!
Eilmundo renovó sus esfuerzos y Jacinto empujó con él. Otros corrimientos de tierra les cayeron encima, pero el sauce se desplazó en medio de un fuerte chapoteo y el guardabosque se encontró tendido y jadeando sobre la mojada tierra con los pies apenas rozando el agua del arroyo. Jacinto, cubierto de barro y jaspeado de verde, se arrodilló a su lado.
—Voy a pedir ayuda, pues yo solo no os puedo sacar de aquí. Y vos tardaréis un poco en poder sosteneros de pie. ¿Podéis quedaros descansando un ratito mientras yo voy a llamar a los hombres de Juan de Longwood en los campos? Necesitaremos a más de uno y una tabla o una contraventana para llevaros. ¿Hay algo peor que lo que yo puedo ver?
Sin embargo, lo que Jacinto podía ver ya era más que suficiente. El moreno rostro del joven mostraba una conmovida y consternada expresión bajo las manchas de barro.
—Tengo la pierna rota —Eilmundo dejó que sus anchos hombros se apoyaran poco a poco sobre la suave tierra y lanzó un profundo suspiro… He tenido suerte de que pasaras por aquí. Estaba totalmente atrapado y el arroyo ya empezaba a crecer. Quería reparar el borde de la zanja. Muchacho —añadió, esbozando una triste sonrisa mientras reprimía un gemido—, hay más fuerza en estas espaldas tuyas de lo que uno pudiera pensar a primera vista.
—¿Os podéis esperar así un ratito? —preguntó Jacinto, contemplando con inquietud el borde de la zanja, desde el que sólo caía algún que otro inofensivo terrón. La parte superior, cubierta de hierbas y raíces, parecía bastante segura—. Iré corriendo y no tardaré.
Corrió velozmente hacia los campos de Eaton y llamó a los primeros hombres que vio. Los hombres acudieron a toda prisa con un tablón sacado del corral de las ovejas y entre todos levantaron con mucho cuidado al maltrecho Eilmundo para transportarlo a su casita del bosque mientras la víctima reprimía unas comprensibles maldiciones. Recordando que aquel hombre tenía una hija, Jacinto se adelantó para advertirla y tranquilizarla y darle tiempo de preparar una cama para el herido.
La casita se levantaba en un claro del bosque con un bien cuidado huerto a su alrededor y, cuando llegó Jacinto, la puerta estaba abierta y una muchacha cantaba suavemente para sus adentros en el interior mientras trabajaba. Curiosamente, tras haber corrido tanto, Jacinto casi no se atrevía a llamar a la puerta o a entrar sin llamar. Mientras vacilaba en el umbral sin saber qué hacer, la joven dejó de cantar y se volvió para ver a quién pertenecían las livianas pisadas que habían desplazado las piedrecitas de la vereda.
Era bajita, pero de buena figura, con una clara mirada azul, una tersa piel de rosa silvestre y una sedosa trenza de cabello castaño claro tan reluciente como el roble pulido. Lo miró con tan ingenua y amistosa curiosidad que, por una vez, el pico de oro del joven se quedó mudo. Fue ella quien tuvo que hablar primero, a pesar de la urgencia del recado.
—¿Buscáis a mi padre? Está en el soto, le encontraréis en el lugar donde se hundió el terraplén —los ojos azules brillaron con interés, apreciando lo que veían—. Sois el chico que vino con el ermitaño de la dama, ¿verdad? Os vi trabajar en su huerto.
Jacinto asintió con la cabeza y recordó con angustia lo que tenía que decir.
—Lo soy, señora, y me llamo Jacinto. Lamento deciros que vuestro padre viene hacia acá, pues ha sufrido un percance que lo obligará a permanecer en casa algún tiempo. Me he adelantado para avisaros antes de que lo traigan. No os preocupéis, está vivo y no es grave, volverá a ser el mismo de antes con un poco de tiempo. Pero se le ha roto la pierna. Hubo otro corrimiento y un árbol le cayó encima en la zanja. Pero se curará, eso seguro.
La muchacha se alarmó y palideció intensamente, pero no emitió ninguna exclamación. Aceptó lo que él le decía, se estremeció bruscamente e inmediatamente abrió la puerta interior y la exterior para que pudiera pasar el tablón con su carga y empezó a preparar el catre de su padre. Después, puso a calentar una olla de agua. Mientras lo hacía, habló serena y tranquilamente con Jacinto, sin volver la cabeza.
—No es la primera vez que sufre heridas, pero nunca se había roto una pierna. ¿Decís que le cayó un árbol encima? El viejo sauce… estaba muy inclinado, pero nunca pensé que pudiera caer. ¿Lo encontrasteis vos? ¿Y fuisteis a buscar ayuda?
Los ojos azules se volvieron a mirarlo con gratitud.
—Unos hombres de Eaton estaban allí cerca, abriendo una zanja de avenamiento. Ahora lo traen.
Los hombres ya se estaban acercando a la mayor rapidez posible. La muchacha les salió al encuentro, acompañada de Jacinto. Parecía que éste tuviera algo más que decirle, pero, de momento había perdido la oportunidad, pues se apartó silenciosamente mientras transportaban a Eilmundo al interior de la casa y lo depositaban sobre el catre, quitándole las botas y los calzones mojados con sumo cuidado, aunque sin poder evitar que el interesado soltara toda una sarta de gemidos e imprecaciones. La pierna izquierda se había roto por debajo de la rodilla, pero no hasta el extremo de que el hueso asomara a través de la carne.
—Llevaba más de una hora tendido en el arroyo —dijo Eilmundo rechinando los dientes de dolor mientras lo movían— y, de no haber sido por este chico, aún estaría allí, pues no podía desplazar el peso y no podía llamar a nadie. A fe mía que hay más músculo en este mancebo de lo que uno pudiera imaginar. Le hubierais tenido que ver levantando el árbol.
Inesperadamente, las tersas mejillas de Jacinto se tiñeron de arrebol bajo su oscuro resplandor dorado. No era ciertamente un rostro muy inclinado a ruborizarse, pero estaba claro que no había perdido la capacidad de hacerlo.
—¿Hay algo más que pueda hacer por vos? —preguntó Jacinto un tanto cohibido—. ¡Lo haría con mucho gusto! Necesitaréis una mano muy hábil para arreglar este hueso. En eso no os puedo ayudar, pero puedo haceros cualquier recado que necesitéis. Ése es mi trabajo y lo haré de mil amores.
La joven se apartó por un instante del catre y clavó los azules ojos en el rostro del muchacho.
—Pues, si fuerais tan amable, podríais avisar a la abadía y pedir que viniera fray Cadfael. Estaríamos doblemente en deuda con vos.
—¡Faltaría más! —dijo Jacinto, tan contento como si ella le hubiera hecho un preciado regalo. Mientras la muchacha se volvía, el joven vaciló momentáneamente, la asió por la manga y le susurró al oído en tono apremiante—: Tengo que hablar con vos a solas… más tarde cuando él ya esté atendido y descanse tranquilo.
Antes de que ella pudiera decir que sí o que no, aunque sus ojos ciertamente no lo rechazaban, Jacinto se retiró y se alejó entre los árboles para regresar corriendo a Shrewsbury.