staban todos en el claustro la mañana del veinte de octubre cuando se presentó el administrador del feudo de Eaton, solicitando audiencia, pues era portador de un mensaje de su señora.
Juan de Longwood era un corpulento y barbado hombre de cincuenta años de cabello algo ralo y comedidos y pausados movimientos. Se arrodilló respetuosamente ante el abad y comunicó inmediatamente su mensaje como si se limitara a cumplir un deber sin aprobarlo ni censurarlo.
—Mi señor, doña Dionisia Ludel me envía a vos con sus más devotos saludos y solicita que le enviéis por mi mediación a su nieto Ricardo para que ocupe el lugar que le corresponde como señor del feudo de Eaton y sucesor de su padre.
El abad Radulfo se inclinó hacia adelante en su sitial y contempló al mensajero con rostro impasible.
—Ciertamente, Ricardo asistirá al funeral de su padre. ¿Cuándo se celebrará?
—Mañana, mi señor, antes de la misa mayor. Pero mi señora no se refiere a eso. Quiere que el joven señor abandone sus estudios aquí y ocupe el lugar que le corresponde como señor de Eaton. Debo decir que doña Dionisia se considera la persona más idónea para cuidar de él, ahora que entrará en posesión de su herencia sin ninguna demora ni impedimento tal como ella está segura de que sucederá. Tengo órdenes de llevarlo conmigo.
—Me temo, señor administrador —contestó el abad con deliberada lentitud— que no podréis cumplir estas órdenes. Ricardo Ludel me otorgó la custodia de su hijo en caso de que él muriera antes de que el niño alcanzara la mayoría de edad. Su deseo era que su hijo recibiera una buena educación para que, de este modo, pudiera gobernar mejor sus propiedades cuando las heredara. Tengo intención de cumplir el compromiso que contraje. Ricardo permanecerá bajo mi tutela hasta que alcance la mayoría de edad y pueda asumir el gobierno de sus asuntos. Hasta entonces, estoy seguro de que vos le serviréis tan bien como habéis servido a su padre y conservaréis sus tierras en buenas condiciones.
—No os quepa duda de que así lo haré, mi señor —dijo Juan de Longwood con más entusiasmo del que había mostrado al comunicar el mensaje de su señora—. Mi señor Ricardo lo dejó todo en mis manos desde Lincoln y nunca tuvo motivo de queja. Tampoco lo tendrá su hijo. De eso podéis estar seguro.
—Lo estoy. Por lo tanto, aquí podremos estar tranquilos y cuidar de la instrucción y el bienestar de Ricardo mientras vos cuidáis de sus propiedades.
—¿Y qué respuesta deberé transmitirle a doña Dionisia? —preguntó Juan sin aparente decepción ni renuencia.
—Decidle a vuestra señora que la saludo reverentemente en Cristo y que Ricardo acudirá mañana debidamente escoltado al funeral —contestó el abad en tono de leve advertencia—, pero que yo he recibido de su padre el sagrado encargo de mantenerle bajo mi tutela hasta que se convierta en un hombre y tengo intención de cumplir los deseos de su padre.
—Así se lo comunicaré, mi señor —dijo Juan, mirándolo a los ojos e inclinándose en profunda reverencia antes de retirarse de la sala capitular.
Fray Cadfael y fray Edmundo el enfermero emergieron al gran patio justo a tiempo para ver cómo el mensajero de Eaton montaba en su vigorosa jaca galesa en la caseta de vigilancia y se alejaba sin prisas por la barbacana.
—Ahí va un hombre —comentó sabiamente fray Cadfael— que, si no me equivoco, no se ha disgustado demasiado con la respuesta negativa. Y tampoco parece que le preocupe demasiado transmitirla. Casi da la impresión de que saboreará el momento en cuanto llegue.
—No está a la merced de la voluntad de la dama —señaló fray Edmundo—. Sólo el gobernador en calidad de señor feudal de la propiedad tiene capacidad para echarle de su puesto hasta que el niño alcance la edad adulta, y Juan conoce su propio valor. Y ella también lo conoce, dicho sea de paso, siendo una mujer inteligente que sabe apreciar la buena administración. Para mantener la paz, cumplirá lo que ella le ordene; no es necesario que disfrute con la tarea, basta con que mantenga la boca cerrada.
Y Juan de Longwood era un hombre de pocas palabras que no tendría demasiadas dificultades en reprimir su disensión y poner cara de palo.
—Pero eso no será el final de la cuestión —advirtió Cadfael—. Si ella ha puesto los ojos en Wroxeter y Leighton, no se dará por vencida tan fácilmente. El chico es su único medio de apoderarse de estos feudos. Oiremos hablar de doña Dionisia Ludel.
El abad Radulfo se había tomado la advertencia muy en serio. El joven Ricardo fue acompañado a Eaton por fray Pablo, fray Anselmo y fray Cadfael, un cuerpo de guardia lo suficientemente aguerrido como para frustrar el menor intento de secuestro por la fuerza, cosa extremadamente improbable. Más probable era, en cambio, que la dama echara mano de la persuasión del afecto y los vínculos de sangre para que el niño se ablandara ante sus lágrimas, convirtiéndolo en un nostálgico aliado en campo enemigo. En caso de que abrigara tales propósitos, pensó Cadfael estudiando el rostro de Ricardo por el camino, la dama subestimaba la inocente astucia infantil. El niño estaba perfectamente capacitado para sopesar sus propios intereses y sacar el máximo provecho de las ventajas que tenía. Se lo pasaba bien en la escuela, tenía compañeros de su edad y no abandonaría fácilmente una placentera existencia conocida por otra todavía desconocida en la que no tendría hermanos y se le amenazaría con una novia muy mayor a sus ojos. No cabía duda de que apreciaba su herencia y ansiaba disfrutarla, pero era suya y estaba a salvo y, tanto si permanecía en la escuela como si regresaba a casa, todavía no podría gobernarla a su antojo. No, haría falla algo más que las lágrimas y los abrazos de una abuela para ganarse la alianza de Ricardo, sobre todo tratándose de unas lágrimas y unos abrazos procedentes de alguien que nunca le había manifestado un especial cariño.
Entre la abadía y el feudo de Eaton mediaba una distancia de unas cuatro leguas, por lo que, en atención a la dignidad del monasterio de San Pedro y San Pablo y dada la solemne ocasión, utilizaron cabalgaduras. Doña Dionisia había enviado a un mozo con una recia yegua galesa para su nieto, tal vez en un primer intento de atraerlo como aliado. El regalo fue acogido con codicioso placer, pero no tendría que dar necesariamente lugar a una respuesta de la misma clase. Un regalo es un regalo y los niños son lo bastante astutos como para percibir los motivos de los mayores y aceptar lo que se les ofrece inesperadamente, sin la menor intención de corresponder en la forma que se espera de ellos. Ricardo cabalgaba orgullosamente en su nueva yegua y, en medio de la suave y templada mañana otoñal y del placer de librarse de la escuela por un día, casi se olvidó de la sombría razón de aquel viaje. El mozo, un larguirucho joven de unos dieciséis años, cabalgaba alegremente a su lado y guiaba a la yegua, vadeando el río en Wroxeter en el mismo lugar donde siglos atrás los romanos habían cruzado el Severn. Nada quedaba ahora de su presencia, excepto una solitaria y quebrada muralla rojiza que se elevaba en medio de los verdes campos y algunas piedras desperdigadas que los aldeanos habían aprovechado hacía tiempo para construir sus propias viviendas. En el lugar donde algunos afirmaban que se levantaba una ciudad y una fortaleza había ahora un floreciente feudo con vastas y productivas tierras y una próspera iglesia que mantenía a cuatro canónigos.
Cadfael lo contempló con cierto interés al pasar, pues era uno de los dos feudos que doña Dionisia esperaba incorporar a las propiedades de los Ludel por medio del casamiento de Ricardo con la joven Hiltrudis Astley. Unas tierras tan ricas eran ciertamente tentadoras. Situadas en el lado norte del río, se extendían ante ellos en verdes prados y ondulantes campos con algunas suaves lomas aquí y allá, salpicadas de arboledas en cuyo follaje ya estaban apareciendo los primeros reflejos dorados del otoño. La tierra se elevaba hacia el cielo en los bosques del Wrekin, los cuales bajaban hacia el Severn y arrojaban una trenza de su oscura melena hacia las tierras de los Ludel y los bosques de la abadía en Eyton del Severn. Había apenas un cuarto de legua entre la granja de Eyton, muy cerca del río, y la mansión de Ricardo Ludel en Eaton. Ambos nombres procedían de la misma raíz aunque el tiempo los había separado en tanto que la afición normanda al orden y la precisión había establecido y ratificado las diferencias.
A medida que se iban acercando, el panorama del escarpado cerro se modificaba y escorzaba. Cuando llegaron a la mansión y lo pudieron ver desde su extremo, el cerro se había convertido en un abrupto monte en el que unas paredes rocosas interrumpían la oscura masa boscosa en proximidad de la cumbre. La aldea estaba serenamente asentada en los prados al pie de la colina y la mansión que se levantaba en el interior de la larga empalizada tenía un sótano y una pequeña iglesia justo al lado. Inicialmente, la iglesia había sido una capilla dependiente de la iglesia del vecino Leighton situado a menos de una legua de distancia río abajo.
Desmontaron en el interior de la empalizada y fray Pablo tomó firmemente de la mano a Ricardo en cuanto el niño puso los pies en el suelo. Doña Dionisia bajó corriendo los peldaños de la mansión para recibirles, avanzó con gesto autoritario hacia su nieto y se inclinó para darle un beso. Ricardo levantó el rostro con cierto recelo y se sometió al saludo sin soltar la mano de Pablo. Sabía cuál era su situación con el poder que ostentaba su custodia, mientras que con el otro no las tenía todas consigo.
Cadfael estudió a la dama con interés, pues, aunque la conocía de oídas, jamás había estado en su presencia. Dionisia era alta y esbelta, probablemente no superaría los cincuenta y cinco años y parecía disfrutar de excelente salud. Por si fuera poco, era una mujer muy hermosa, aunque de apariencia un tanto temible, con unas tensas facciones y unos fríos ojos grises en los cuales se encendió, sin embargo, un destello de advertencia en cuanto vieron la escolta que acompañaba a Ricardo y comprendieron la fuerza del enemigo. Todos los moradores de la casa habían salido detrás de ella y el párroco se había situado a su lado. Allí no se intentaría nada. Más tarde tal vez, cuando ya hubieran enterrado a Ricardo y ella abriera la casa en fúnebre gesto de hospitalidad, podría hacer un primer intento. En un día tan trascendental hubiera sido imposible mantener al heredero apartado de su abuela.
Los solemnes ritos funerarios por Ricardo Ludel siguieron su debido curso. Fray Cadfael aprovechó el rato para examinar a los sirvientes del difunto, desde Juan de Longwood al más joven pastor y siervo de la gleba. Todo parecía indicar que la propiedad había prosperado bajo la administración de Juan y que los hombres estaban satisfechos de su suerte. Hugo haría bien en dejar las cosas tal como estaban. Entre los vecinos presentes se encontraba Fulke Astley el cual contemplaba con mirada alerta las ganancias que podría conseguir en caso de que se llevara a cabo el previsto casamiento. Cadfael lo había visto una o dos veces en Shrewsbury; un corpulento hombre de unos cincuenta años tirando a grueso, cuyos lentos y pausados movimientos denotaban que no estaba a la altura de la enérgica, nerviosa y temperamental mujer que en aquellos momentos permanecía de pie con el semblante muy serio junto al catafalco de su hijo. Ésta mantenía al pequeño Ricardo a su lado, apoyando una mano en su hombro más en gesto de posesión que de protección. Los ojos del niño estaban tan dilatados que le ocupaban casi toda la cara y su expresión era tan solemne como la tumba que habían cavado para su padre y que ahora estaba a punto de ser sellada. Una cosa es la muerte lejana y otra su presencia efectiva. Hasta aquel momento, Ricardo no se había dado plena cuenta del carácter definitivo de aquella pérdida y separación.
La mano de la abuela no se apartó de su hombro mientras el fúnebre cortejo iniciaba el camino de vuelta a la mansión en cuya sala los criados extendieron ante ellos las viandas propias del funeral. Los largos y linos dedos se clavaron con firmeza en la tela de la mejor chaqueta del niño mientras ella lo guiaba entre los invitados y vecinos, subrayando su carácter de hombre de la casa a quien correspondía en justicia presidir las honras fúnebres de su padre, cosa que en modo alguno resultaría perjudicial. Ricardo era plenamente consciente de su situación y hubiera podido molestarse en caso de que alguien hubiera intentado escamotearle sus privilegios. Fray Pablo, observándolo todo con cierta inquietud, le dijo en voz baja a Cadfael que sería mejor que se llevaran al chico antes de que se retiraran los invitados, pues, en caso contrario, tal vez no pudieran llevárselo por falta de testigos. Mientras el sacerdote y otras personas ajenas a la casa estuvieran presentes, nadie lo podría retener por la fuerza. Cadfael había estado estudiando con atención a los desconocidos. Había dos frailes franciscanos de la casa de Savigny en Buildwas, situada a muy pocas leguas de allí río abajo, de la cual Ludel había sido generoso protector en diversas ocasiones, y, con ellos, aunque modestamente apartado en segundo plano, un personaje menos fácilmente identificable. Vestía un negro y desgastado hábito de raídas orlas, pero, en el interior de su cogulla, se podía ver un cabello oscuro y una cabeza no tonsurada mientras que en su hombro se encendían de vez en cuando unos destellos correspondientes tal vez a las medallas de varias peregrinaciones. Tal vez un clérigo errante en busca de un claustro. La casa de Savigny llevaba unos cuarenta años en Buildwas y había sido fundada por Rogelio de Clinton, obispo de Lichfield. Los tres serían sin duda unos buenos e imparciales observadores. Ante tan reverendos invitados no se podría perpetrar el menor acto de violencia.
Fray Pablo se acercó cortésmente a Dionisia para despedirse con discreción y reclamar a su pupilo, pero la dama adivinó inmediatamente sus intenciones y, mientras sus ojos brillaban como el frío acero, le dijo con un tono de voz engañosamente dulce:
—Hermano, os suplico que me permitáis tener a Ricardo aquí esta noche. Ha sido una jornada agotadora y ahora empieza a estar cansado. No tendría que marcharse hasta mañana.
Pero no dijo que mañana lo devolvería a la abadía y su mano no se apartó ni por un instante del hombro del niño. Todo el mundo había oído sus palabras de solícita inquietud por el niño.
—Señora —contestó fray Pablo, tratando de superar la desventaja de su situación—, lamentablemente he venido a deciros que tenemos que marcharnos. No tengo autoridad para permitir que Ricardo se quede aquí con vos, nos esperan para vísperas. Os ruego que nos perdonéis.
La dama esbozó una sonrisa de miel, pero sus fríos ojos cortaron como cuchillos. Hizo un nuevo intento, tal vez para defender su posición ante los presentes más que con la esperanza de conseguir algo, pues sabía que la ocasión la condenaba necesariamente a la impotencia.
—Sin duda el abad Radulfo comprendería mi deseo de tener al niño a mi lado un día más. Es mi propia carne y sangre, el único que me queda, y apenas lo he visto en los últimos años. Me dejaréis desconsolada si os lo lleváis tan pronto.
—Señora —contestó Pablo con firmeza no exenta de inquietud—, lamento no poder acceder a vuestro deseo, pero no tengo más remedio. Estoy obligado a obedecer a mi abad, el cual exige que Ricardo regrese conmigo antes del anochecer. Ven, Ricardo, tenemos que irnos.
Hubo un instante en que Dionisia mantuvo su presa y experimentó la tentación de resistirse públicamente, pero, al final, lo pensó mejor. No era el momento de colocarse en una posición censurable, le convenía más bien ganarse las simpatías de los presentes. Abrió la mano y Ricardo se apartó de ella para acercarse a Pablo.
—Decidle al abad —añadió Dionisia con unos ojos como dagas, pero con voz tan dulce y suave como la miel— que muy pronto solicitaré una reunión con él.
—Así se lo diré, señora —contestó fray Pablo.
La dama cumplió su palabra. Al día siguiente se trasladó a la abadía, bien escoltada, gallardamente montada y vestida con sus mejores galas, y solicitó ser recibida en audiencia por el abad. Permaneció encerrada con él durante casi una hora, pero salió dominada por el resentimiento y la cólera, cruzó el gran patio como un vendaval, diseminando a su alrededor a los ingenuos novicios cual si fueran hojas arrastradas por el viento y regresó a casa, cabalgando a un galope que a su reposada jaca no le gustó demasiado y seguida a una prudencial distancia por sus consternados y silenciosos mozos.
—Allá va una dama acostumbrada a salirse siempre con la suya —comentó fray Anselmo—, pero me temo que, por una vez, ha encontrado la horma de su zapato.
—Creo, sin embargo, que la cosa no quedará así —señaló secamente fray Cadfael, contemplando cómo se posaba la polvareda tras su partida.
—No me cabe la menor duda —convino Anselmo—, pero ¿qué puede hacer?
—Eso ya lo veremos a su debido tiempo —contestó Cadfael con creciente interés.
No tuvieron que esperar más que dos días. El hombre de leyes de Dionisia se hizo anunciar ceremoniosamente en el capítulo, solicitando audiencia. Un anciano escribano, pero de enérgico porte y gesto irascible, entró en la sala capitular con unos pergaminos bajo el brazo y se dirigió a la asamblea con fría y reprobatoria dignidad, más en tono de tristeza que de enojo. Se sorprendía de que un clérigo tan docto, justo y benévolo como el abad pudiera negar unos vínculos de sangre e impedir el regreso de Ricardo Ludel a la custodia y los amorosos cuidados de la única pariente que le quedaba, la cual se había visto privada ahora de todos los hombres de su casa y estaba deseando ayudar, guiar y aconsejar a su nieto en su nueva situación de señor del feudo. Se estaba causando un gran daño tanto a la abuela como al niño, privándolos de la natural necesidad de manifestarse mutuamente su afecto. El hombre de leyes solicitó una vez más que se enderezara el entuerto y Ricardo Ludel fuera enviado con él a su feudo de Eaton.
El abad Radulfo con rostro paciente e impenetrable, escuchó cortésmente el estudiado discurso hasta el final.
—Os agradezco vuestra presencia —dijo entonces—, lo habéis hecho muy bien. Pero no puedo modificar la respuesta que le di a vuestra señora. El difunto Ricardo Ludel me encomendó la custodia de su hijo por medio de una carta debidamente redactada y autentificada por testigos. Yo acepté el encargo y ahora no puedo renunciar a él. El deseo del padre fue el de que el hijo se educara aquí hasta que alcanzara la mayoría de edad y pudiera asumir el mando de su vida y sus asuntos. Yo se lo prometí y lo cumpliré. La muerte del padre hace que mi obligación sea todavía más sagrada y vinculante. Decídselo así a vuestra señora.
—Mi señor —replicó el escribano, que evidentemente no esperaba otra respuesta y estaba deseando pasar a la siguiente fase de su embajada—, cuando cambian las circunstancias, un documento legal privado como el que nos ocupa no tiene por qué ser necesariamente el único argumento válido ante un tribunal de justicia. Los jueces del rey prestarían también atención a la súplica de una dama de alto linaje, viuda y ahora privada de su hijo y plenamente capacitada para satisfacer todas las necesidades de su nieto, aparte la necesidad que ella tiene del consuelo de su presencia. Mi señora desea informaros de que, si no le cedéis al niño, tiene intención de entablar un pleito para recuperarlo.
—No puedo por menos que aprobar su propósito —replicó serenamente el abad—. Una decisión judicial en un tribunal del rey tendrá que ser satisfactoria para ambos, pues nos librará del peso de la opción.
Decídselo así y decidle también que aguardo el juicio con la debida sumisión. Pero, hasta tanto no se celebre el juicio, yo deberé cumplir mi compromiso. Y me alegro —añadió con una leve sonrisa casi para sus adentros— de que hayamos llegado a un acuerdo.
El escribano no pudo por menos que aceptar aquella respuesta tan inesperadamente razonable e inclinarse en reverencia con el mayor respeto. Un leve murmullo de curiosidad y asombro recorrió los sitiales de la sala capitular, pero el abad Radulfo lo reprimió con una mirada y sólo cuando emergieron al gran patio y se dispersaron a sus distintas ocupaciones pudieron los monjes entregarse libremente a los comentarios y las conjeturas.
—¿Os parece que ha sido prudente animarla? —preguntó sorprendido fray Edmundo mientras se encaminaba hacia la enfermería con Cadfael—. ¿Y si nos pone un pleito? Es posible que un juez se ponga de la parte de una dama solitaria que desea tener a su nieto en casa.
—Tranquilizaos —dijo plácidamente Cadfael—. No ha sido más que una amenaza hueca. Sabe mejor que nadie que la justicia es lenta y resulta muy cara en las mejores circunstancias y ésas no son precisamente las mejores, estando el rey ocupado en asuntos más urgentes y con la mitad de su reino privada de cualquier suerte de justicia. No, lo que ella pretende es que el abad lo piense mejor y ceda terreno por temor a una larga y molesta disputa. Pero se ha equivocado de hombre. El señor abad sabe que ella no tiene la menor intención de recurrir a la justicia. Es mucho más probable que se quiera tomar la justicia por su mano para arrebatarle el niño. Una vez lo tuviera en su poder, tendríamos que confiar en los lentos procesos legales o emprender una rápida acción para recuperarlo, pero la fuerza está más fuera del alcance del abad que del suyo.
—Cabe esperar —dijo fray Edmundo, consternado ante semejante posibilidad— que la dama aún no haya agotado todas sus habilidades persuasivas si el último recurso tuviera que ser la violencia.
Nadie pudo establecer exactamente cómo se enteró el pequeño Ricardo de todos los detalles concernientes a la disputa sobre su futuro. No era posible que hubiera oído nada de lo que ocurrió en el capítulo, los novicios no participaban en las reuniones cotidianas y no era probable que ninguno de los monjes se hubiera ido de la lengua, comentándole el tema precisamente al niño que era el centro del conflicto. Y, sin embargo, estaba claro que Ricardo sabía lo que ocurría y se complacía perversamente en ello. La maldad confería un poco de aliciente a la vida y en el interior de la abadía el pequeño se sentía a salvo de cualquier peligro y disfrutaba sabiéndose el motivo de una contienda.
—Observa las idas y venidas de Eaton —dijo fray Pablo, confesándole su leve inquietud a Cadfael en la paz del huerto de hierbas medicinales— y es lo bastante listo como para comprender lo que significan. Lo comprendió todo muy bien durante el entierro de su padre, por su propio bien, preferiría que fuera menos perspicaz.
—Mejor que conserve todo su ingenio —dijo serenamente Cadfael—. Los sagaces inocentes son los que mejor pueden evitar las celadas. La dama lleva diez días sin dar señales de vida. Tal vez se ha resignado y ha abandonado la lucha.
Pero no estaba en modo alguno convencido de que así fuera. Doña Dionisia no estaba acostumbrada a que nadie la contrariara.
—Puede que sí —convino Pablo esperanzado—, pues me han dicho que ha acogido a un respetado peregrino y que incluso ha mandado arreglar la vieja ermita del bosque para su uso. Quiere que rece diariamente por el alma de su hijo. Nos lo dijo Eilmundo cuando nos trajo la carne de ganado que nos corresponde. Vimos a este hombre en el entierro, Cadfael. Estaba allí con los dos frailes de Buildwas. Estuvo alojado en su casa una semana y han facilitado un informe excelente sobre sus virtudes.
Cadfael enderezó la espalda con un gruñido, apartándose del cuadro de menta cuyas hojas ya mostraban un aspecto un tanto raquítico a finales de octubre.
—¿El que llevaba la venera? ¿Y la medalla de Santiago? Sí, recuerdo que me llamó la atención. O sea que se va a establecer entre nosotros, ¿eh? ¡Y ha elegido una celda y una pequeña parcela del huerto en el bosque en lugar del hábito gris de Buildwas! Nunca me sentí atraído por la vida de soledad, pero he conocido a varios que piensan y rezan mejor de esta manera. Hace mucho tiempo que nadie habitaba en aquella ermita.
Conocía aquel lugar, pero raras veces pasaba por allí, pues el guardabosque de la abadía gozaba de excelente salud y casi nunca necesitaba hierbas medicinales. La ermita, abandonada durante muchos años, se encontraba en un pequeño valle boscoso y constaba de una cabaña de piedra y una parcela de tierra, antaño vallada y cultivada, pero ahora cubierta por la maleza. Aquel cinturón de bosque incluía tanto el territorio de Eaton como el bosque abacial de Eyton, y la ermita ocupaba un lugar en el que el límite de Ludel penetraba en el territorio vecino, muy cerca del soto donde habitaba el guardabosque.
—Allí estará muy tranquilo, si piensa quedarse —dijo Cadfael—. ¿Con qué nombre deberemos llamarle?
—Lo llaman Cutredo. Tener a un santo por vecino es una buena cosa. Parece que ya están empezando a traerle sus cuitas para que él las resuelva. A lo mejor, ha sido él quien ha domado a la dama —apuntó con optimismo fray Pablo—. Debe de ejercer mucha influencia sobre ella, de lo contrario doña Dionisia jamás hubiera insistido en que se quedara. Y, además, hace diez días que no sabemos de ella. A lo mejor, estamos todos en deuda con él.
En efecto, mientras los templados días de octubre iban pasando tranquilamente uno tras otro, con sus brumosos amaneceres, sus claros, pero algo nublados mediodías y sus verdes y húmedos crepúsculos mágicamente silenciosos, pareció que ya no habría más combates a propósito del joven Ricardo y que doña Dionisia no iba a cumplir su amenaza de poner un pleito y se había resignado a la sumisión. Incluso envió a través de su párroco un donativo en dinero para la celebración de misas en la capilla de Nuestra Señora por el alma de su hijo, gesto que sólo podía interpretarse como un paso hacia la reconciliación. Eso por lo menos pensó fray Francisco, el nuevo custodio del altar de Santa María.
—Me ha comentado el padre Andrés —dijo éste cuando el visitante se marchó— que desde que los frailes de Savigny llevaron a este Cutredo a su casa, la señora confía mucho en sus consejos y gobierna su vida conforme a sus exhortaciones y su ejemplo. El hombre ya se ha ganado una gran fama de santidad. Dicen que ha hecho estrictos votos según la antigua usanza y que nunca abandona la cabaña y el huerto, aunque jamás niega su ayuda o sus oraciones a quienes se las piden. El padre Andrés lo tiene en gran estima. La existencia de los anacoretas no es como la nuestra —añadió fray Francisco con la cara muy seria—, pero no viene mal tener a un santo varón viviendo tan cerca en un feudo vecino. Eso no podrá por menos que ser una bendición.
Eso mismo pensaban todos los habitantes de los alrededores, pues la presencia de tan devoto ermitaño constituía un honor para el feudo de Eaton y la única crítica que había llegado a oídos de Cadfael a propósito de Cutredo era la de que éste fuera demasiado modesto y, al principio, lamentara, pero más tarde hubiera prohibido que le alabaran demasiado. Cualquiera que fuera el prodigio que obrara, alejando con sus plegarias una amenaza de comalia entre el ganado tras ponerse enferma una de las ovejas de Dionisia, enviando a su chico para que advirtiera de la inminencia de una tormenta que, gracias a sus oraciones, había pasado sin causar daños o alcanzando del cielo cualquier favor, jamás permitía que le atribuyeran el mérito, se molestaba mucho cuando alguien lo intentaba y amenazaba con la cólera de Dios sobre cualquiera que se atreviera a desobedecer su prohibición. Al cabo de un mes de su llegada, su disciplina era más respetada en el feudo de Eaton que la de Dionisia o la del padre Andrés, y su fama, propagada por los murmullos de los vecinos a pesar de su severa prohibición, se extendió como un preciado tesoro del que sólo se podía gozar en secreto, lejos de las miradas del mundo.