I

ue el día dieciocho de octubre de aquel año de 1142 cuando Ricardo Ludel, arrendatario hereditario del feudo de Eaton, murió a causa de las debilitantes secuelas de las heridas sufridas en la batalla de Lincoln, al servicio del rey Esteban.

La noticia fue debidamente comunicada a Hugo Berengario en el castillo de Shrewsbury, pues Eaton era uno de los muchos feudos del condado expropiados a Guillermo FitzAlan después de que aquel poderoso noble tomara las armas en favor del bando perdedor en la contienda por el trono, retuviera Shrewsbury para la emperatriz Matilde y emprendiera la huida cuando Esteban asedió y se adueñó de la ciudad. Sus vastas tierras, confiscadas por la corona, habían sido confiadas al gobernador, pero los arrendatarios más antiguos fueron autorizados a quedarse tras demostrar que aceptaban el resultado de la batalla y prestaban lealtad al rey. Ludel hizo algo más que prestar lealtad, pues lo demostró con las armas en Lincoln y ahora había pagado, al parecer, un alto precio por ello, pues había muerto a los treinta y cinco años. Hugo recibió la noticia con el leve pesar propio de alguien que apenas conocía a aquel hombre y cuyos deberes no era probable que tropezaran con ninguna complicación a causa de aquella muerte. Había un solo heredero y ningún segundón podría enturbiar la cuestión de la herencia por lo que no sería necesario intervenir en la sucesión. Los Ludel eran hombres leales a Esteban aunque el nuevo titular no era probable que empuñara las armas por su rey en muchos años, pues, si Hugo no recordaba mal, debía de tener unos diez años. El niño estudiaba en la escuela de la abadía adonde su padre lo había enviado al morir la madre; seguramente, según decían los rumores, para librarlo del dominio de su autoritaria abuela más que para que aprendiera de letras.

Por consiguiente, era la abadía y no el castillo la que tenía una poco envidiable responsabilidad en la cuestión, pues alguien tendría que decirle al joven Ricardo que su padre había muerto. Los ritos fúnebres no se celebrarían en la abadía, dado que Eaton contaba con iglesia y párroco propios, pero la custodia del heredero era un asunto importante. En cuanto a mí, pensó Hugo, será mejor que compruebe la competencia del administrador que Ludel ha dejado al frente de las posesiones del chico que aún no tiene edad para administrarlas por sí mismo.

—¿Todavía no le has comunicado la noticia al señor abad? —le preguntó al mozo que le había traído el mensaje.

—No, mi señor, primero he venido a vos.

—¿Y tienes órdenes de la señora para hablar personalmente con el heredero?

—No, mi señor, y preferiría dejarle la tarea a los que cuidan diariamente de él.

—En eso puede que tengas razón —convino Hugo—. Yo mismo iré a hablar con el abad Radulfo. Él sabrá disponer lo mejor. En cuanto a la sucesión, doña Dionisia no tiene por qué inquietarse, el título del niño está asegurado.

En aquellos tiempos tan alborotados en que unos primos contendían amargamente por el trono y los oportunistas señores feudales cambiaban de chaqueta según el péndulo de la fortuna de aquella guerra tan inconexa, Hugo se alegraba de ser el guardián de un condado que sólo había cambiado de manos una vez y desde entonces se había conservado inquebrantablemente fiel al rey Esteban, manteniendo a raya las mareas de los desórdenes en la frontera, tanto si la amenaza procedía de las fuerzas de la emperatriz como si procedía de las imprevisibles correrías de los indómitos galeses de Powys por el oeste o de la calculadora ambición del conde de Chester por el norte. Hugo llevaba varios años manteniendo con éxito unas equilibradas relaciones con todos aquellos peligrosos vecinos, por lo que hubiera sido una locura entregar el feudo de Eaton a otro arrendatario, a pesar de los posibles inconvenientes que pudiera acarrear el hecho de permitir que la sucesión pasara directamente a un niño. ¿Por qué trastornar a una familia que se había mantenido sumisa y leal y había resistido valerosamente, esperando el desarrollo de los acontecimientos cuando su señor feudal huyó a Francia? Según los rumores más recientes, Guillermo FitzAlan se encontraba de nuevo en Inglaterra, se había reunido con la emperatriz en Oxford y cabía la posibilidad de que la certeza de su presencia, a pesar de la distancia, agitara las lealtades de algunos de sus antiguos arrendatarios, aunque ese riesgo ya se afrontaría en el momento en que diera señales de surgir. Entregar el feudo de Eaton a otro arrendatario podría despertar innecesariamente antiguas lealtades sumidas en un prudente sueño. No, el hijo de Ludel conservaría sus derechos. Pero convendría echar un vistazo al administrador y comprobar que fuera de confianza, tanto para mantener las costumbres de su difunto señor, como para cuidar debidamente de los intereses y tierras de su nuevo señor.

Montado en su caballo, Hugo cruzó la ciudad sin prisa a media mañana de un soleado día en que ya se habían disipado las brumas del amanecer, subiendo por la ladera hacia la High Cross y bajando de nuevo la empinada colina por el tortuoso Wyle en dirección a la puerta oriental para cruzar el puente de piedra de la barbacana donde la torre de la iglesia de la abadía se recortaba contra el pálido azul del cielo. El Severn discurría rápido, pero tranquilo bajo los arcos del puente, conservando todavía el escaso caudal estival en el que las dos pequeñas y herbosas islas bordeadas de unas orlas parduscas quedarían cubiertas de nuevo cuando las primeras y copiosas lluvias trajeran las aguas de las tormentas desde Gales. A la izquierda, donde el camino real se abría ante él, los árboles y arbustos de la orilla del río rozaban apenas el polvoriento borde del camino antes de que comenzaran las casitas, los patios y los huertos de la barbacana. A la derecha, el estanque del molino se extendía entre sus herbosas orillas y unos leves restos de bruma cubrían su plateada superficie mientras que, más allá, se elevaba la muralla de la abadía con el arco de la caseta de vigilancia.

Hugo desmontó en cuanto el portero se adelantó para tomar la brida. Era tan conocido allí como los que vestían el hábito benedictino y moraban dentro de aquellas murallas.

—Si buscáis a fray Cadfael, mi señor —le dijo servicialmente el portero—, se ha ido a reabastecer el armario de las medicinas de San Gil. Pero ya lleva una hora ausente, se fue al terminar el capítulo. No tardará en regresar, si tenéis la bondad de esperarle.

—Primero tengo que hablar de un asunto con el señor abad —dijo Hugo, aceptando sin rectificar la suposición de que todas las visitas que hacía allí tenían que estar inevitablemente relacionadas con su deseo de ver a su amigo del alma—. ¡Aunque estoy seguro de que Cadfael ya se enterará de ello después, eso si no se ha enterado por adelantado!

—Sus deberes lo obligan a salir más a menudo de lo que la mayoría de nosotros tiene ocasión de hacer —dijo jovialmente el portero—. ¿Cómo es posible que las pobres almas afligidas de San Gil se enteren de tantas cosas sobre lo que ocurre en el ancho mundo? Fray Cadfael raras veces regresa de allí sin algún chisme que causa el asombro de todo el mundo a este lado de la barbacana. El padre abad se encuentra en su jardín. Se ha pasado una hora o más examinando las cuentas con el sacristán, pero he visto salir a fray Benito hace un rato —el portero extendió su morena mano surcada por numerosas venas para acariciar con mucho cuidado el cuello del caballo, pues el fuerte y huesudo tordo de Hugo, tan irritable como vigoroso, despreciaba a todos los humanos excepto a su amo, a quien consideraba, sin embargo, más bien un igual digno de todo respeto, al que, a pesar de todo, había que mantener en su sitio—. ¿Aún no hay ninguna noticia de Oxford?

Incluso dentro del recinto de la abadía no podían por menos que aguzar el oído en su afán por averiguar algo sobre el asedio. Un éxito allí podría significar la captura de la emperatriz como prisionera y el término de aquella disensión que desgarraba el país desde hacía tanto tiempo.

—Ninguna desde que el ejército del rey cruzó el vado y entró en la ciudad. Puede que pronto sepamos algo, si aparece por aquí alguien que haya tenido tiempo de salir de la ciudad. Pero la guarnición se habrá asegurado de que las despensas del castillo estén bien abastecidas de provisiones. Temo que el asedio se prolongue muchas semanas.

El asedio era un lento estrangulamiento y el rey Esteban, que no era muy dado a la paciencia y la tenacidad, podía cansarse de esperar a que sus enemigos se murieran de hambre y marcharse a otra parte en busca de acciones más rápidas. Había ocurrido otras veces y podía volver a ocurrir.

Hugo se encogió de hombros, pensando en los defectos de su señor, y cruzó el gran patio en dirección a los aposentos del abad, dispuesto a apartar a Radulfo del cuidado de sus queridas rosas.

Fray Cadfael había regresado del hospital de San Gil y estaba ocupado en su cabaña del huerto, clasificando habichuelas para la siembra del año siguiente, cuando Hugo salió de los aposentos del abad y se dirigió al herbario. Reconociendo las rápidas y ligeras pisadas sobre la grava, Cadfael le saludó sin volver la cabeza.

—El hermano portero me ha dicho que estabais aquí. Un asunto con el señor abad, dice. ¿Se sabe algo? ¿Nada nuevo desde Oxford?

—No —contestó Hugo, sentándose cómodamente en el banco adosado a la pared de madera—, es algo más próximo. Viene de Eaton. Ricardo Ludel ha muerto. La madre y viuda ha comunicado la noticia esta mañana a través de un mozo. El hijo estudia en vuestra escuela.

Cadfael se volvió, sosteniendo en la mano un platito de arcilla lleno de semillas secas.

—En efecto. O sea que ha muerto su padre, ¿eh? Supimos que estaba muy débil. El chiquillo contaba apenas cinco años cuando lo enviaron aquí y raras veces vienen a recogerlo para llevarlo a casa. El padre debía de pensar que estaba mejor aquí entre niños de su edad que alrededor del lecho de un enfermo.

—Y bajo el dominio de una autoritaria abuela, según tengo entendido. No conozco a la dama —dijo Hugo con aire pensativo— más que de oídas. Conocía al hombre, aunque no le había vuelto a ver desde que trajeron a nuestros heridos desde Lincoln. Honrado y buen luchador, pero muy hosco y taciturno. ¿Cómo es el chico?

—Listo… audaz… un diablillo encantador, a decir verdad, pero anda siempre metido en líos. Muy inteligente en el estudio, pero prefiere salir a jugar. Pablo tendrá que asumir la tarea de decirle que su padre ha muerto y que él es señor de un feudo. Puede que eso aflija a Pablo más que al niño. Apenas conocía a su padre. Supongo que no habrá ninguna dificultad con respecto al arrendamiento, ¿verdad?

—¡Ninguna en absoluto! Soy partidario de dejar las cosas tal como están; Ludel se ganó merecidamente la inmunidad. Es una buena propiedad, con fértiles tierras, casi todas ellas labradas, excelentes pastos, prados y bosques, y, al parecer, está muy bien administrada, pues ahora se valora mucho más que hace diez años. Pero tengo que conocer al administrador y asegurarme de que trabajará en el mejor interés del muchacho.

—Juan de Longwood —se apresuró a decir Cadfael—. Un hombre bueno y un excelente agricultor. Le conocemos muy bien, hemos tenido tratos con él y siempre nos ha parecido razonable y justo. Las tierras se encuentran entre las propiedades de la abadía en Eyton del Severn por un lado y Aston del Wrekin por el otro, y Juan ha concedido libre paso a nuestros guardabosques desde uno a otro lado siempre que ha sido necesario, para ahorrarles de este modo tiempo y trabajo. La leña de nuestros bosques de Wrekin la traemos por allí. Ambas partes resultan beneficiadas. Nuestros bosques de Eyton lindan con los suyos, sería una insensatez que nos peleáramos. Ludel lo había dejado todo en manos de Juan estos dos últimos años, no vais a tener ninguna dificultad.

—Me ha dicho el abad —añadió Hugo, recibiendo con satisfacción la noticia de aquella buena vecindad— que Ludel le encomendó al niño en custodia hace cuatro años por si él no viviera para verlo crecido. Parece ser que tomó toda suerte de medidas para el futuro, consciente de que su muerte estaba muy próxima. Menos mal que la mayoría de nosotros no tenemos las perspectivas tan claras —dijo en tono un tanto sombrío—, de lo contrario, unos cuantos cientos de hombres de Oxford se apresurarían a encargar misas por el eterno descanso de sus almas. A estas horas, el rey ya tendrá en su poder la ciudad. Una vez cruzado el vado, habrá caído espontáneamente en sus manos. Pero el castillo podría resistir el asedio hasta finales de año y el único medio de tomarlo consiste en esperar a que los de dentro se mueran de hambre. Y, si Roberto de Gloucester no se ha enterado todavía de todo eso en Normandía, significa que sus espías están menos capacitados de lo que yo creía. Si sabe en qué apurada situación se encuentra su hermana, regresará en seguida. Muchas veces los sitiadores se han convertido en sitiados y podría volver a ocurrir.

—Tardará algún tiempo en volver —señaló tranquilamente Cadfael—. Y no llegará mejor provisto que cuando se fue.

El hermanastro y mejor soldado de la emperatriz había sido enviado allende los mares en contra de sus deseos para recabar la ayuda del poco amante esposo de la dama, pero, según informaciones fidedignas, el conde Godofredo de Anjou estaba mucho más interesado en sus aspiraciones en Normandía que en las de su mujer en Inglaterra, y había sido lo suficientemente astuto como para inducir al conde Roberto a ayudarle a apoderarse de un castillo tras otro en el ducado en lugar de correr al lado de su esposa para respaldarla en su lucha por la corona de Inglaterra. A principios de junio Roberto había zarpado de Wareham en contra de su voluntad, pero accediendo a la urgente insistencia de su hermana y después, a instancias de Godofredo, se había quedado en Normandía en calidad de embajador de su hermana. Septiembre había pasado, Wareham aún se encontraba en manos del rey Esteban y Roberto se hallaba en Normandía al ingrato servicio de Godofredo. No, no le sería muy fácil acudir presuroso en rescate de su hermana. La garra de hierro del asedio estaba cercando cada vez con más fuerza el castillo de Oxford y, por una vez, Esteban no daba muestras de querer abandonar su intento. Jamás había estado tan cerca de convertir a su prima y rival en prisionera, obligándola a aceptar su soberanía.

—¿Se da cuenta —se preguntó Cadfael, cubriendo con una tapadera la jarra de loza que contenía las semillas seleccionadas— de que está a punto de apoderarse finalmente de ella? ¿Cómo os sentiríais vos, Hugo, si estuvierais en su lugar y pudierais echarle las manos encima?

—¡Dios me libre! —exclamó Hugo, esbozando una sonrisa al pensarlo—. ¡No sabría qué hacer con ella! Y lo malo es que Esteban tampoco lo sabrá como consiga hacerla prisionera. Hubiera tenido que mantenerla encerrada en Arundel el día que desembarcó. Pero ¿qué es lo que hizo? ¡Ofrecerle una escolta y enviarla a Bristol para que se reuniera con su hermano! En cambio, si la reina consigue echarle el guante a la emperatriz, ya será otra historia. Si el rey es un gran luchador, la reina es el mejor general que se haya visto jamás y sabrá aprovechar bien la ventaja.

Hugo se levantó y se desperezó mientras la ligera brisa que penetraba a través de la puerta abierta le alborotaba el sedoso cabello negro y agitaba los manojos de hierbas secas que colgaban de las vigas del techo.

—Bueno, como no hay ninguna posibilidad de acelerar el asedio, tendremos que esperar a ver qué ocurre. Tengo entendido que, al final, os han enviado a un chico para que os ayude en el huerto. ¿Es cierto? He visto que han vuelto a podar el seto, ¿lo ha hecho él?

—En efecto —Cadfael salió con Hugo al sendero de grava que discurría entre los cuadros de hierbas ya un poco debilitadas al término de la estación. El seto de boj había sido pulcramente podado de los renuevos que solían aparecer a finales del verano—. Fray Winfrido… le veréis ocupado en la parcela donde hemos limpiado las plantas de habichuelas, clavando los rodrigones. Un mozo alto y desgarbado, todo codos y rodillas. Recién salido del noviciado. Voluntarioso, aunque un poco lento. Pero ya aprenderá. Supongo que me lo enviaron porque no debía de ser muy diestro en el manejo de la pluma o el pincel y pensaron que la azada se le daría mejor. ¡Ya irá aprendiendo!

Fuera del huerto cerrado se extendían las parcelas de las hortalizas y, más allá de la suave loma de la derecha, los campos de guisantes ya cosechados bajaban hacia el arroyo Meole que formaba el límite posterior de la abadía. Allí estaba fray Winfrido en vigorosa actividad, un alto y desgarbado joven con la tonsura enmarcada por una mata de desgreñado cabello, el hábito recogido hasta las musculosas rodillas y un ancho pie calzado con un chanclo, empujando el canto de acero de la azada a través de la fibrosa maraña de los tallos de las habichuelas cual si fueran hojas de hierba. Les miró con ojos radiantes al verles pasar y prosiguió su trabajo sin romper el ritmo. Hugo pudo ver fugazmente un moreno rostro de campesino y unos redondos e ingenuos ojos azules.

—Sí, me da la impresión de que lo hará muy bien —dijo agradablemente sorprendido—, tanto con la azada como con un hacha de guerra. No me vendría nada mal una docena de mozos como él en el castillo si quisieran ofrecerme sus servicios.

—No os serviría de nada —dijo Cadfael con absoluta convicción—. Como casi todos los hombres corpulentos, es un buenazo. Arrojaría la espada para recoger al hombre al que hubiera abatido. Son los perrillos chillones los que más enseñan los dientes.

Salieron a la franja de cuadros de flores más allá del huerto de la cocina donde los rosales se habían vuelto larguiruchos y habían empezado a despojarse de las hojas. Rodeando la esquina del seto de boj, salieron al gran patio que, a aquella hora de la mañana en que todo el mundo andaba ocupado en sus quehaceres, estaba casi desierto a excepción de algún que otro viajero entrando y saliendo de la hospedería y algún movimiento en los establos. Justo en el momento en que estaban rodeando el alto seto para salir al patio, una pequeña figura apareció en la entrada del patio de la granja, flanqueado en tres de sus lados por los graneros y los heniles, echó a correr hacia el claustro y emergió un minuto más tarde por el otro lado, pero caminando muy despacio con los ojos respetuosamente inclinados hacia el suelo y las regordetas manos infantiles devotamente cruzadas a la altura del cinto cual si fuera la viva imagen de la inocencia. Cadfael se detuvo y asió el brazo de Hugo para evitar enfrentarse demasiado directamente con el chiquillo.

El niño llegó a la esquina de la enfermería, la rodeó y desapareció de la vista. Ambos amigos tuvieron la clara sensación de que, en cuanto desapareciera de la vista de las personas que pudiera haber en el gran patio, el niño volvería a correr, pues de pronto vislumbraron vagamente la parte inferior de un tacón. Hugo esbozó una sonrisa y Cadfael estudió la mirada de su amigo sin decir nada.

—¡Dejad que lo adivine! —dijo Hugo, parpadeando—. Ayer recogisteis las manzanas, pero todavía no las han colocado en bandejas en el henil. ¡Menos mal que no lo ha visto el prior Roberto con la pechera del jubón tan abultada como la de una rolliza dama!

—Algunos de nosotros nos entendemos al vuelo. Habrá tomado las más gordas, pero sólo cuatro. En parte por honradez y, en parte, porque la mitad de la diversión consiste en tentar una y otra vez a la Providencia.

Hugo arqueó una ágil ceja negra con expresión inquisitiva.

—¿Y por qué cuatro?

—Porque no tenemos más que cuatro niños en la escuela y, si tiene que robar, roba para todos. Hay varios novicios no mucho mayores, pero con ellos no tiene ninguna obligación. Que roben ellos o que se aguanten. ¿Y sabéis quién es este jovenzuelo? —preguntó Cadfael, saboreando el momento.

—No lo sé, pero seguro que estáis a punto de sorprenderme.

—Lo dudo. Es maese Ricardo Ludel, el nuevo señor de Eaton. Aunque está claro que todavía no lo sabe —añadió Cadfael, pensando tristemente en su ensombrecida inocencia.

Ricardo estaba sentado con las piernas cruzadas en la herbosa orilla del estanque del molino, mordisqueando con aire ensimismado la blanca pulpa que rodeaba el cuesco de su manzana cuando uno de los novicios acudió en su busca.

—Fray Pablo te llama —anunció el mensajero con el rostro austeramente complacido de aquéllos que son conscientes de su virtud y transmiten a alguien una orden probablemente siniestra—. Está en la sala. Será mejor que te des prisa.

—¿A mí? —preguntó Ricardo, apartando los redondos ojos del placer de la manzana robada. Nadie tenía jamás grandes motivos para temer a fray Pablo, el maestro de los novicios y de los niños, pues era el más dulce y paciente de los hombres, aunque convenía, de todos modos, evitar en lo posible sus reproches—. ¿Para qué me llama?

—Tú sabrás —contestó el novicio con intención levemente perversa—. No pensarás que me lo iba a decir a mí. Será mejor que vayas a averiguarlo tú mismo, si de veras no lo sabes.

Ricardo arrojó el pelado cuesco al estanque y se levantó lentamente de la hierba donde estaba sentado.

—¿En la sala dices?

El uso de un lugar tan privado y solemne sugería algo grave y, aunque el niño sólo era consciente de haber cometido alguna fechoría venial durante las pasadas semanas, convenía que se andará con cuidado. Se fue muy despacio, arrastrando los pies sobre la fría hierba y sobre los duros adoquines del patio y se presentó en la pequeña sala escasamente iluminada donde los visitantes del mundo exterior podían hablar ocasionalmente en privado con sus hijos enclaustrados.

Fray Pablo se encontraba de pie de espaldas a la única ventana de la habitación, haciendo que la pequeña estancia resultara todavía más oscura de lo que ya era habitualmente. Tenía cincuenta años y su tonsura pulcramente rasurada estaba enmarcada por una tupida mata de cabello negro. Solía caminar un poco encorvado a causa de los muchos años de tratar con criaturas a las que doblaba el tamaño y a las que deseaba tranquilizar en lugar de atemorizar con su estatura y su porte. Era docto, afable e indulgente, pero también un excelente maestro capaz de mantener la disciplina entre sus pupilos sin necesidad de aterrorizarlos. El mayor de los oblatos que quedaban, ofrecido a Dios a los cinco años y ahora a punto de cumplir los quince y ya en el noviciado, contaba historias terribles del predecesor de fray Pablo, el cual utilizaba la vara y poseía una mirada capaz de helar la sangre.

Ricardo hizo la obligada reverencia y permaneció firmemente de pie delante de su maestro, levantando hacia la luz un semblante impenetrable iluminado por dos ojos verdeazulados de radiante inocencia. Era un menudo y nervioso chiquillo algo bajito para su edad, pero ágil y flexible como un gato, con una tupida y ensortijada cresta de cabello castaño claro y una franja de doradas pecas por encima de ambos pómulos y del caballete de la recta y bien dibujada nariz. De pie con los pies firmemente separados sobre la tarima del suelo, contempló con respetuosa ingenuidad el rostro de fray Pablo, el cual conocía muy bien aquella serena mirada.

—Ricardo —dijo con dulzura—, ven a sentarte aquí conmigo. Tengo que decirte una cosa.

Las palabras fueron suficientes para borrar el temor infantil, sustituido, sin embargo, por otro de carácter más grave, pues el tono era tan considerado e indulgente como para profetizar una necesidad de consuelo. No obstante, el ceño fugazmente fruncido de Ricardo sólo denotaba perplejidad. Dejó que su maestro lo acompañara al banco y se sentó rodeado por el brazo de fray Pablo sin apenas rozar el suelo con las puntas de los pies. Se estaba preparando tal vez para una reprimenda, pero allí había algo para lo que no estaba preparado y que no sabría cómo afrontar.

—Tú sabes que tu padre luchó en Lincoln por el rey y resultó herido, ¿verdad? Y que desde entonces ha tenido muy mala salud.

El robusto, bien alimentado y bien cuidado Ricardo apenas sabía lo que significaba la mala salud, excepto el hecho de que era algo que les ocurría a los viejos. Aun así, contestó:

—¡Sí, fray Pablo! —utilizando la comedida vocecita que se esperaba de él.

—Tu abuela envió un mozo al señor gobernador esta mañana. Traía un triste mensaje, Ricardo. Tu padre ha hecho su última confesión y ha recibido a su Salvador. Ha muerto, hijo mío. Tú eres su heredero y debes ser digno de él. En la vida y en la muerte, está en las manos de Dios. Como lo estamos todos —dijo fray Pablo.

La mirada de pensativa perplejidad no se alteró. Ricardo empujó las puntas de los pies contra el suelo y asió con las manos el borde del banco en el que estaba sentado.

—¿Mi padre ha muerto? —repitió cautelosamente.

—Sí, Ricardo. Más tarde o más temprano, es algo que nos ocurre a todos. Cada hijo tiene que ocupar algún día el lugar de su padre y asumir los deberes de su padre.

—¿Entonces yo seré ahora el señor de Eaton?

Fray Pablo no cometió el error de tomar la frase como una simple expresión de complacencia por las ventajas personales que ello supondría, sino más bien como la inteligente aceptación de lo que él mismo acababa de decir. El heredero tendría que asumir la carga y el privilegio que su progenitor le había legado.

—Sí, tú eres el señor de Eaton, o lo serás en cuanto alcances la edad. Tienes que estudiar para adquirir sabiduría y poder gobernar bien tus tierras y a tu gente. Es lo que tu padre esperaría de ti.

Bregando todavía con los aspectos prácticos de su nueva situación, Ricardo hurgó en su memoria buscando una clara visión de aquel padre que ahora le desafiaba a ser un digno sucesor suyo. En sus insólitas visitas a casa por Navidad y Pascua, le hacían entrar, a la llegada y a la partida, en una habitación de enfermo que olía a hierbas medicinales y a prematura vejez y le permitían besar un cetrino y austero rostro y escuchar una profunda voz, que le llamaba hijo y le exhortaba con una indiferencia nacida de la debilidad a que estudiara mucho y fuera virtuoso. Pero apenas nada más, e incluso el rostro se había borrado de su memoria. Lo poco que recordaba le infundía temor. Nunca habían estado lo suficientemente juntos como para que hubiera podido establecerse entre ellos una relación de intimidad.

—Tú querías a tu padre y procurabas complacerlo, ¿no es cierto, Ricardo? —lo espoleó suavemente fray Pablo—. Tienes que seguir haciendo lo que a él le agrada. Y tienes que rezar oraciones por su alma, lo cual será también un consuelo para ti.

—¿Y ahora tendré que irme a casa? —preguntó Ricardo, cuya mente necesitaba más información que consuelo.

—Para el entierro de tu padre, sin duda. Pero no para quedarte allí todavía. Tu padre quería que aprendieras a leer y escribir y que fueras debidamente instruido en los números. Todavía eres muy joven, tu administrador cuidará bien del feudo hasta que alcances la mayoría de edad.

—Mi abuela —dijo Ricardo a modo de explicación— no ve ninguna razón para que yo aprenda de letras. Se enfadó mucho cuando mi padre me envió aquí. Dice que en un feudo basta con tener un escribano y que los libros no son una ocupación apropiada para un noble.

—Estoy seguro de que cumplirá los deseos de tu padre. Tanto más cuanto que por ahora es un sagrado deber, pues él ha muerto.

Ricardo proyectó el labio hacia afuera con ex prisión dubitativa.

—Pero mi abuela tiene otros proyectos para mí. Quiere casarme con Hiltrudis, la hija de nuestro vecino, porque no tiene hermano y será la heredera tanto de Leighton como de Wroxeter. Ahora la abuela lo querrá más que nunca —dijo Ricardo, contemplando con ingenuidad el rostro levemente sorprendido de fray Pablo.

El monje tardó un poco en asimilar aquella noticia y relacionarla con el ingreso del niño en la escuela de la abadía cuando contaba apenas cinco años. Los feudos de Leighton y Wroxeter se encontraban situados uno a cada lado de Eaton por lo que la perspectiva podía resultar tentadora, aunque era evidente que Ricardo Ludel no estaba de acuerdo con los ambiciosos proyectos de su madre para el niño, pues lo había colocado lejos del alcance de la dama y un año más tarde había encomendado su custodia al abad Radulfo en caso de que él tuviera que abandonar a su retoño demasiado pronto. Será mejor que el padre abad sepa lo que se cuece, pensó fray Pablo. El abad no aprobaría ciertamente aquella utilización de su pupilo, casi en su más tierna infancia.

Contemplando con semblante muy serio el impasible rostro del niño, dijo cautelosamente:

—Tu padre no comentó cuáles eran sus proyectos para tu futuro. Estas cuestiones tienen que esperar el momento oportuno, y ése todavía no ha llegado. No tienes que preocuparte por estas cosas hasta dentro de muchos años. Estás bajo la tutela del padre abad y él hará lo que estime más conveniente para ti. ¿Conoces a esa niña… a la hija de vuestro vecino? —preguntó, cediendo a la natural curiosidad humana.

—No es una niña —afirmó despectivamente Ricardo—. Es bastante mayor. Estuvo comprometida en matrimonio una vez, pero el novio murió. Mi abuela se alegró porque, después de haberle estado esperando varios años, Hiltrudis no tendría muchos pretendientes, pues ni siquiera era bonita, por consiguiente, podría ser para mí.

A fray Pablo se le heló la sangre en las venas al pensar en las consecuencias. «Bastante mayor» significaría probablemente veintitantos años, pero, aún así, la diferencia era inaceptable. Semejantes casamientos eran habituales cuando había propiedades y tierras de por medio, pero ciertamente no tenían que fomentarse. El abad Radulfo ya tenía escrúpulos de conciencia ante la costumbre de algunos padres de ofrecer sus hijos al claustro y había decidido no aceptar más niños hasta que tuvieran edad para decidir por sí mismos lo que querían hacer. Sin duda sentiría los mismos escrúpulos ante la posibilidad de entregar a un niño a la no menos severa y exigente disciplina del matrimonio.

—Bueno, pues, ya puedes quitarte todas estas cosas de la cabeza, —dijo—. Tu única preocupación ahora y durante muchos años tendrán que ser las lecciones y las diversiones propias de tu edad. Ahora ya puedes regresar junto a tus compañeros, si lo deseas, o quedarte aquí un ratito, si lo prefieres.

Ricardo se libró del brazo que lo rodeaba y se levantó del banco, dispuesto a enfrentarse inmediatamente con el mundo y con la curiosidad de sus compañeros, no viendo ninguna razón para demorar el encuentro ni por un instante. Aún tenía que asimilar lo que le había ocurrido. El hecho en sí lo comprendía, pero las repercusiones tendrían dificultades pura pasar desde su inteligencia a su corazón.

—Si hay algo más que desees preguntar —dijo fray Pablo, mirándolo con solícita inquietud— o si necesitas consuelo o consejo, vuelve a mí e iremos a ver al padre abad. Él es más sabio que yo y podrá ayudarte mejor que yo a superar este trance.

Tal vez fuera cierto, pero a un niño en edad escolar no le apetecía someterse voluntariamente a una entrevista con un personaje tan impresionante. El solemne rostro de Ricardo mostraba el ceño fruncido propio de los que se abren paso a través de espinosos y desconocidos caminos. Ricardo hizo una reverencia antes de marcharse y se retiró a toda prisa. Fray Pablo, viéndole alejarse a través de la ventana sin la menor señal de inminente congoja, fue a informar al abad de los presuntos proyectos de doña Dionisia Ludel con respecto a su nieto.

Frunciendo pensativamente el ceño, Radulfo lo escuchó con profunda atención. Unir Eaton con los dos feudos vecinos era una ambición comprensible. La propiedad resultante se convertiría en un poder dentro del condado y no cabía duda de que la temible dama se consideraba perfectamente capacitada para gobernar a la novia, al padre de la novia y al infantil prometido. El afán de adquirir tierras era una fuerza irresistible y los niños constituían unos bienes sacrificables con tal de alcanzar tan deseables beneficios.

—Pero nos preocupamos innecesariamente —dijo Radulfo, rechazando decididamente la cuestión—. El niño se encuentra bajo mi tutela y aquí se quedará. Cualquier cosa que se proponga la abuela, no lo podrá tocar. Podemos olvidarnos del asunto. No representa ninguna amenaza ni para Ricardo ni para nosotros.

Por muy sabio que fuera, en aquella ocasión el abad Radulfo iba a descubrir cuan erradas habían sido sus predicciones.