NUEVE
–Las filtraciones están volviendo a aparecer —Claire, sentada en el borde de la cama, se puso un calcetín—. Siento cómo comienza el zumbido.
Austin bostezó.
—¿Y qué vas a hacer al respecto?
—No lo sé. Puedo detener el zumbido usándolas, lo cual pondría al infierno contento, o puedo aguantarlo y volverme tarumba poco a poco, lo cual también pondría contento al infierno. Tiene que haber una alternativa.
—Si se me ocurre alguna te lo haré saber.
Claire puso los ojos en blanco.
—Lo harás.
—¿Vas a ir a buscar a la Historiadora esta mañana?
Ya a medio camino de la puerta, le lanzó un enojado «¿Para qué?» por encima del hombro.
—¿Jefa? ¿Estás ocupada?
Claire levantó la vista de su escritura de Smythe: basura en el exterior de la sexta caja de variados cachivaches y porquería, más bien porquería, que había limpiado del salón.
—Bueno, no exactamente.
—¿Podemos hablar?
—Creo que podré tener un momento —al ver que él fruncía el ceño, valorando claramente la cantidad de tiempo real que necesitaría, Claire suspiró—. Es una forma de hablar, Dean. ¿Qué me querías contar?
—Bueno, pues estaba arriba limpiando las molduras…
Se inclinó ligeramente hacia él, como si la cercanía ayudase a que la frase tuviera más sentido.
—¿Qué estabas qué?
—Limpiando las molduras. Los adornos que hay alrededor de las puertas —explicó con una sonrisa condescendiente al ver que ella continuaba pareciendo confundida—. Se llenan de polvo. La semana pasada no lo hice por lo de las reformas. Bueno, lo que sea, ¿te acuerdas de los dos tipos que están en la habitación uno, los gemelos?
—Los trillizos.
—Vale.
Claire consiguió reorganizar su cara para poner su expresión más neutral.
—¿Qué pasa con ellos?
—No es que quiera buscarles problemas ni nada, pero anoche volvieron tarde y creí haberlo escuchado, sólo que no estaba seguro.
—¿Creíste haber escuchado el qué?
—Un perro.
—¿Un perro? —Claire se acercó rápidamente al mostrador y agarró a Austin entre sus brazos antes de que este pudiese decir nada.
—Sí. Y ahora mismo estoy bastante seguro de haber visto media huella de pata llena de barro. Lo que quiero decir es que si están escondiendo un perro en su habitación…
Austin se echó a reír entre dientes.
—… deberíamos decirles algo cuando vuelvan esta noche, porque no es necesario.
—¿El qué no es necesario? —cambió de lado el peso del gato. Se estaba riendo tan alto que comenzaba a ser difícil sostenerlo.
—Esconder al perro. No te importa que vengan con mascotas, ¿verdad?
—No, no me importa —lo cual fue lo máximo que pudo conseguir decir con la cara seria.
—¿Un perro? —los gemelos intercambiaron sonrisas idénticas—. No —continuó Ron—, no tenemos perro.
Dean frunció el ceño.
—Pero yo escuché… —titubeó al verse observado por dos pares de ojos grises y sinceros. Estaban diciendo la verdad, hubiera apostado su vida—. Supongo que puede que no lo escuchase.
—Puedes subir y mirar en la habitación —ofreció Reg.
—En cualquier momento —añadió Ron sugerentemente, mientras subía y bajaba las cejas.
—No, está bien —sintiéndose un poco como si se hubiera perdido la gracia de un chiste que todos los demás encontraban increíblemente divertido, Dean se encogió de hombros—. Yo, bueno, nosotros, el hotel vaya, queríamos informarles de que no nos importa que tengan animales en las habitaciones, eso es todo.
—Es bueno saberlo. Lo recordaremos…
—… si volvemos a pasar por aquí.
—¿Qué pensará de ti el hombre encantador cuando descubra que le has estado mintiendo? —preguntó el reflejo de Claire.
—No le he estado mintiendo —los días que no podía utilizar el espejo cambiaba a un brillo de labios clarito. Era más rápido que esperar para ver lo que estaba haciendo.
—No le dijiste lo de la vampiresa, no le estás diciendo lo de los hombres-lobo… —el reflejo dibujó una sonrisa de payaso de color rojo oscuro medio centímetro por encima de sus labios.
—Pero no le estoy mintiendo. Si me pregunta…
—Y tiene toda la pinta de ir a preguntarte, ¿verdad? Le prometiste que no habría más secretos.
—No hay ningún secreto.
—Nos parece muy dulce que lo estés intentando proteger.
Claire parpadeó, un poco confundida ante aquel repentino cambio de tema.
—¿Qué queréis decir?
—Ya sabes, es sólo un niño. Mantengámoslo a salvo. Más adelante te lo agradecerá.
No había nadie tan sarcástico como el infierno.
Cuando más tarde los gemelos se marcharon, aquella misma mañana, se llevaron con ellos tres trofeos. A pesar de que sólo los vio desde la distancia, los tres parecían tener la figura de un perro como parte del diseño. Dean decidió no preguntar.
—Jefa, ¿puedo hablar contigo?
Respirando pesadamente por la nariz, Claire se asomó desde detrás de la pantalla.
—¿De nuevo, qué?
—Si es un mal momento…
—¿Un mal momento? ¿Te gustaría ver un mal momento? —le hizo un gesto por debajo del mostrador hacia su lado de la mesa—. Por una vez, sólo una vez, que bajo la guardia —continuó mientras él se aproximaba—… esto es lo que ocurre.
—¿Has tirado una taza de café sobre el teclado? —Dean sacudió la cabeza con comprensión—. Es duro.
—No la he tirado yo.
—Y a mí no me mires —le advirtió Austin desde encima del mostrador.
—Ha sido el diablillo. —Claire hizo un valiente intento de aflojar la presión de los dientes y casi lo consiguió.
—¿De dónde sacó el café?
—Yo dejé la taza aquí colocada, medio llena, cuando me fui a comer —no hacía falta una Guardiana para resolver el caso de las dos líneas verticales sobre el puente de las gafas de Dean. Seguramente nunca había dejado media taza de nada por ahí. Seguramente tampoco había dejado nunca una taza sucia en el fregadero—. Olvidé que estaba ahí, ¿vale?
—Claro —con la cabeza inclinada repasaba el teclado con las manos mientras le daba vueltas delicadamente de lado a lado, y continuaba sin ser consciente de que toda la fuerza de su estado de ánimo se había vuelto hacia él—. ¿Podrás secarlo?
—No —ella se sintió como si se acabase de golpear contra un amable muro de ladrillo, y tuvo más o menos el mismo efecto que si hubiera chocado a toda velocidad contra uno de verdad—. Ya está seco. Hay media docena de teclas que no funcionan —las ruedas de la vieja silla chirriaron a modo de protesta cuando ella le dio un empujón desde la mesa—. Supongo que podría escribir ese puñetero diario a mano, pero es un poco difícil hacer una base de datos sin un…
Algo pequeño, de color carmesí y crema, corrió por toda la pared debajo de la ventana.
Claire agarró la taza vacía y la lanzó con todas sus fuerzas.
Falló.
La taza se rompió en mil pedazos.
Austin pegó un salto de casi un metro.
—¿Qué estás intentando hacerme? —le espetó cuando aterrizó, con el pelo de punta en ángulo recto con su cuerpo—. ¡Soy mayor!
—Era el diablillo. Lo has visto, ¿verdad, Dean?
—He visto… —se detuvo y reprodujo la escena mientras la velocidad de su corazón volvía a la normalidad—. He visto algo.
—Un ratón —le dijo Austin lacónicamente.
—No lo sé, era…
—Un diablillo —el tono de voz de Claire no dejaba lugar a discusión—. Alguien —le lanzó una mirada mordaz al gato— ha movido la trampa.
—Seguramente los ratones.
—Oh, dame un respiro.
Sentado de espaldas a ella, Austin comenzó a lavarse el hombro con golpes de lengua deliberadamente largos.
A pesar de que Dean deseaba que hubiera sido su imaginación, el aire entre el gato y la Guardiana se enfrió.
—Puedo desmontar el teclado —se ofreció mientras lo levantaba y fruncía el ceño ante la media docena de diminutos tornillos—. Quizá pueda limpiarle el café que tiene dentro.
—¿Desmontarlo? ¿Las piezas? —por otro lado, no podría utilizarlo tal y como estaba, así que la cosa no podía ponerse mucho peor—. De acuerdo. Pero ten cuidado.
—No te preocupes —su sonrisa entusiasta se desvaneció cuando un trocito de cerámica rota crujió bajo una de sus botas de trabajo—. Pero primero iré a buscar una escoba y un recogedor.
—¿Dean?
Se detuvo al otro lado del mostrador.
—¿De qué era de lo que querías hablarme?
¿Qué era? La repentina y decidida destrucción de la taza de café había hecho que se le fuese de la cabeza.
—¿Sabes lo que estás haciendo, anglais? —Jacques se inclinó por encima del hombro de Dean y metió un etéreo dedo en el teclado—. ¿Puedes volver a colocar las piezas si se caen todas?
—Eso no va a ocurrir —le dijo Dean mientras insertaba un destornillador Phillips en el último tornillo diminuto—. Hoy en día todo es muy sólido.
Inclinada sobre el otro lado de la mesa, Claire tamborileaba con sus uñas de color chicle sobre la CPU y se mordía la lengua. El zumbido de las filtraciones acumuladas se había convertido en un constante ruido de fondo tan imposible de ignorar como el torno de un dentista, y la cosa más pequeña la sacaba de sus casillas. Le había chillado a Dean por haber devuelto los libros de muestra del papel de la pared antes de que ella hubiera acabado con ellos tras haberle dicho que ya se había decidido definitivamente, a Jacques por haber atravesado la mesa del comedor en vez de rodearla, a Dean otra vez por esperar a después de comer para abrir el teclado, y a Austin, porque sí. Era como tener un síndrome premenstrual continuo, sólo que sin hinchazón.
—Ya está —tras dejar el tornillo en un platillo con los demás, Dean encajó un par de destornilladores en el hueco que había entre la parte delantera y la trasera del teclado y los hizo girar en direcciones opuestas. El plástico comenzó a crujir mientras las diminutas palancas dejaban de estar horizontales. Cuando el hueco se abrió un centímetro, soltó con cuidado la parte trasera del teclado.
La súbita ráfaga de diminutas piezas de plástico blancas saltando por los aires recordaba mucho a una ligera ventisca artificial.
—Un punto para el tío muerto —observó Jacques cuando aterrizó la última pieza.
Dean cogió una de las piezas fugitivas. Un muelle diminuto cayó de un extremo, saltó sobre la mesa y salió rodando hasta perderse de vista.
—Lo siento —dijo, con los hombros levantados hasta las orejas mientras miraba para Claire por encima de las gafas—. Pero estoy seguro de que podré arreglarlo.
Le costó esfuerzo, pero Claire consiguió contar hasta diez antes de responder:
—Limítate a limpiarlo —le espetó— y vete.
Dean abrió inmensamente los ojos y un músculo saltó en su mandíbula.
—¿Y ahora qué te pasa?
—Por un momento has sonado… —se detuvo y meneó la cabeza—. Está bien. Me limitaré a limpiarlo, como tú has dicho.
—¿He sonado como qué? —gruñó Claire—. Dímelo, por favor.
Él no quería decírselo, pero no parecía poder evitarlo.
—Como Augustus Smythe.
Ella se quedó mirándolo, vio que lo decía en serio y abrió la boca para emitir una serie de insultos variados. La cerró de golpe ante el primero de ellos, se metió corriendo en el salón y pegó un portazo.
Jacques rio por lo bajo.
—Tengo que decírtelo, anglais, tienes mano para las mujeres.
—¡Ha dicho que había sonado como Augustus Smythe!
Austin se giró y la miró.
—No —dijo un momento después—. Demasiado agudo.
—Son las filtraciones —se frotó las sienes en la zona en donde se alojaba el zumbido—. Apenas han pasado dos semanas desde que lo aclaré, y ya me está volviendo una cascarrabias.
—Novedades para ti, Claire: eres mucho más que cascarrabias.
—Smythe no podría haber vivido todo el tiempo con esto.
—¿Te da pena?
—No —sus labios se retiraron de los dientes—. Me dan ganas de retorcerle el pescuezo.
—Quizá tú seas más susceptible porque eres Guardiana y en circunstancias normales, que no son estas, serías capaz de ajustar las filtraciones —el gato se lavó concienzudamente el punto negro que tenía en una pata delantera—. ¿Por qué no lo usas para cerrar la postal?
—Porque la postal utiliza una filtración. Si la cierro, en unos días tendré un problema mayor que el anterior. Y además, no quiero que se use.
—¿La postal?
—¡La filtración! —se dejó caer sobre el sofá y emergió de las profundidades unos momentos después para añadir otros cuarenta y tres céntimos y un anillo sencillo de oro que olía a pescado al cuenco a medio llenar de desechos recuperados que estaba sobre la mesa de café—. No puedo seguir así.
El distante sonido de un martillo de cinco kilos golpeando un panel de masilla la hizo echarse hacia delante de golpe, casi tirándola hacia la precaria zona que había entre los cojines del sofá.
Austin bostezó.
—Quizá deberías reducir la cafeína.
—Quizá tú no deberías decir nada si no puedes decirme nada que sea de ayuda —mientras tamborileaba con las uñas sobre su muslo, Claire apretó los dientes—. Tiene que haber una solución lógica.
—¿Por qué?
—Cállate. Detalle: el poder se está filtrando por los bordes del sello que dos Guardianes presuntamente muertos crearon con el poder de otra Guardiana. Un detalle más: no es mi poder el que sella el lugar, así que no puedo hacer ajustes. Y otro detalle más: no puedo dejar las filtraciones porque me están volviendo loca. Y un detalle final: la única forma de librarme de las filtraciones acumuladas es usarlas, pero usar el poder del infierno no ayudará sino que corromperá al individuo que lo utiliza sin importar cuáles sean sus intenciones. Así que —inspiró profundamente y exhaló ruidosamente—. ¿A dónde nos lleva esto?
—Absolutamente a ninguna parte —le dijo Austin mientras se subía a su regazo.
Claire se volvió a hundir en el sofá.
—De todas formas, era una pregunta retórica. Lo que necesitamos saber es la forma de utilizar las filtraciones sin reforzar al infierno.
—No puede hacerse. El infierno sólo actúa en su propio interés.
Mientras acariciaba al gato, Claire se pasó un rato lamentándose de la infinita injusticia del universo, y luego…
—¡Eh! —Austin peleó para abrirse paso entre dos cojines del sofá—. ¡Si te pones en pie de repente, avisa!
—Puede hacerse que el infierno actúe contra sí mismo. —Claire se giró para mirar al gato—. Alimentaré las filtraciones dentro del escudo que rodea la sala de la caldera.
El gato dio un paso sobre la mesita de café y, ya con una superficie sólida bajo él, se detuvo para alisarse el pelo revuelto que tenía a un lado.
—¿Cómo? —preguntó un momento después.
—Adhesión. En el momento en el que algo se escape del hoyo, ¡pam! —dio una palmada—. Directamente al interior del escudo, pero colocado de tal forma que se distribuya uniformemente, como la baba de la ostra que está creando una perla. Si el infierno despide más, el escudo se hace más fuerte. Si el infierno no despide nada, no importa porque el escudo original todavía está en su sitio.
Un momento después, Austin asintió.
—Es genial.
Claire lo cogió y le dio un beso en la cabeza.
—Por eso me pagan bien —contestó ella.
Con el mazo sobre el hombro, Dean bajó a saltitos las escaleras que daban al recibidor y se tambaleó hasta quedarse absolutamente quieto cuando vio que la puerta de Claire estaba abierta.
—Ejem, he apilado todos los trocitos de tu teclado sobre la mesa —dijo cuando salió.
Para su sorpresa, ella le sonrió.
—Estupendo. Cuando tenga un momento, separaré lo que sea reciclable y tiraré el resto.
Él se acercó tímidamente un paso. Cuando se dio cuenta de que se había colocado el mazo de forma que le cruzaba el cuerpo como si fuese un escudo, lo dejó caer hasta que la cabeza quedó en el suelo.
—Entonces, ¿no estás enfadada? —preguntó tímidamente.
Claire se encogió de hombros.
—Los accidentes ocurren.
—No, me refería a lo que te dije de que habías sonado como… —a pesar de que ella ya no parecía estar tan malhumorada como antes, no consideró educado volver a repetirlo—. Ya sabes.
—Me enfadé porque tenías razón.
Mientras salía de detrás del mostrador, Austin interpretó una exagerada reacción tardía. Dean intentó no sonreír.
—Pero —continuó ella—. He encontrado la forma de resolver el problema —hizo un gesto con la cabeza en dirección al mazo—. ¿Cómo está el tema del ascensor?
—Ya hemos abierto las cuatro puertas. No quitaron nada cuando cerraron el sistema, así que sólo hay que volver a colocar de nuevo los adornos alrededor de los agujeros. Ahora mismo Jacques está en el ático echándole un vistazo al mecanismo.
—¿Jacques?
—Es antiguo —le dijo Dean alegremente, como si aquello lo explicase todo. Cuando vio que no parecía ser así, añadió—. Es el tipo de maquinaria con la que está familiarizado.
Mientras caminaba hacia la entrada abierta, Claire echó un vistazo al rulo de hierro forjado en el que estaban enrollados los cables que había dentro del espacio del tamaño de un armario. Apenas podía diferenciar los cables entre ellos.
—¿Dónde está el carro?
—En el sótano.
—Teniendo en cuenta lo que hay en la sala de la caldera, ¿es completamente seguro?
—Teniendo en cuenta la gravedad, el sótano parece el lugar más seguro.
De puntillas, Claire dirigió una pálida luz blanca al interior del hueco. Todo lo que podía ver parecía estar en considerable buen estado, pero supuso que no tenía sentido arriesgarse.
—Seguramente tengas razón.
Austin se sentó sobre las patas traseras y la miró con asombro.
—Ya van dos veces.
Ella lo ignoró.
—¿Crees que conseguiréis hacerlo funcionar?
—Claro —a Dean le resbaló la mano cuando se dio cuenta de lo que acababa de decir—. Quiero decir, sí. No habrá problema.
—No lo probéis sin mí. Quiero estar en el viaje inaugural.
—Podría no ser muy seguro…
—Será más seguro si yo voy en él —tras darse la vuelta para irse, se detuvo e inspiró profundamente. Había otra cosa más que había decidido hacer—. Oh, y ¿Dean? Siento haberte hablado mal antes.
—Está bien. No ha sido nada.
—Ha sido algo si me he disculpado por ello.
En aquel punto, decidió que sería más seguro limitarse a estar callado.
—Has admitido dos veces que otra persona podría tener razón y te has disculpado una vez. Marca este día en el calendario —murmuró Austin mientras seguía a Claire hacia el sótano.
—Los muchachos parecen estar llevándose bien —señaló Claire mientras abría los candados.
—No son muchachos —resopló Austin desde encima de la lavadora.
—Es una forma de hablar.
—A Dean le gustas.
—Sé realista, me llama jefa.
—Te llamó Claire cuando te caíste por las escaleras.
—¿Sí? —teniendo en cuenta la forma en la que su rabadilla había golpeado el borde del escalón, no estaba sorprendida de no haberse dado cuenta—. Eso no quiere decir nada.
—¿Y qué me dices de la forma en que te mira?
—Tiene veinte años. La forma en la que mira a las mujeres no está bajo su control consciente.
—De acuerdo, ¿y qué me dices de la forma en que tú lo miras a él?
Se retorció lo suficiente como para sonreírle al gato.
—Como ya he dicho, tiene veinte años. Es una apreciación estética.
La cola de Austin golpeó con un ritmo audible el acero esmaltado.
—Ya sé que hacer de niñera de un lugar a tu edad era la última cosa que deseabas, pero te ha proporcionado una oportunidad que pocos Guardianes tienen y te acabarás tirando de los pelos si la desperdicias.
—¿Desperdiciar el qué?
—La oportunidad de tener una relación.
—¿Una relación? —Claire suspiró—. ¿Es que has vuelto a ver Oprah?
—¡No! Bueno, la verdad es que sí —corrigió—. Pero no tiene nada que ver con esto.
—Olvídalo, Austin. Dean es atractivo, sí, pero es demasiado joven.
—Jacques no lo es.
—Jacques está demasiado muerto.
—Dean no lo está.
Colgó las cadenas en sus ganchos y se dio la vuelta para mirar a su acompañante.
—No eres el único al que le preocupa que yo tenga o no tenga una relación: el infierno ha sugerido que Jacques y yo nos animemos a tener algo.
—Sólo porque algo sea un antropomorfismo del mal extremo, no tiene por qué significar que no vaya a favorecer tus intereses.
—Sí, lo significa.
—Bueno. Pero tu salud es importante para mí.
—¿Mi salud?
—Ya han pasado casi seis meses.
—¿Y?
—Si lo recuerdo bien, el último incidente no fue terriblemente exitoso.
Hundió las cejas.
—¿De qué estás hablando?
—Yo estaba debajo de la cama.
—¿Estabas debajo de la cama?
—Eh, para mí no son más que ruidos altos —estiró una pata de atrás y se quedó mirando hacia los dedos separados—. Pero bueno, algunos ruidos altos son más creíbles que otros.
Claire contó hasta diez y lo dejó ir, recordándose, de nuevo, que nadie ha ganado nunca una discusión con un gato.
Los Guardianes jóvenes comienzan creyendo que acceder a las posibilidades exige calma interior y silencio exterior. Tras sus primeros lugares se dan cuenta de que la calma y el silencio son lujos que raramente se tienen. El primer lugar de Claire estaba en el cubo de los saldos de unos grandes almacenes baratos. No había sido bonito, pero la había preparado para trabajar de vez en cuando entre abucheos e intentos de interferencias por parte del infierno.
Respirando poco a poco por la boca, ajustó las posibilidades en la parte interior del escudo hasta que las filtraciones comenzaron a adherirse. Era una solución sencilla y elegante, y abandonó la sala de la caldera tres horas más tarde apestando a sulfuro y sintiéndose excesivamente complacida consigo misma.
EL ORGULLO ES UNO DE LOS NUESTROS, gritó el infierno tras ella. Al ver que la única respuesta era el portazo de la puerta de la sala de la caldera, examinó el añadido a su tapadera, ¿SE LE PERMITE QUE HAGA ESTO? Preguntó malhumorado.
NO PARECE QUE HAYA NADA QUE LA DETENGA.
DEBERÍAMOS DETENERLA NOSOTROS.
BUENO, EN FIN.
Al escuchar que Claire entraba en el recibidor, Dean levantó la vista del correo.
—Buena temporización, jefa, tienes aspecto de… tienes aspecto de haber sido arrastrada desde el fondo del puerto.
—Gracias, Dean, me siento complacida por tu preocupación. Has olvidado mencionar que huelo como si viniese de la planta de tratamiento de aguas residuales —se detuvo, inspiró profundamente, se metió bajo el mostrador y se balanceó un poco cuando se estiró al otro lado.
Dean dio un paso hacia ella.
—¿Estás bien?
—Estoy bien.
—Pareces agotada.
—Estoy un poco cansada, sí. He estado trabajando.
—¿En el hoyo?
—Al lado del hoyo.
—¿Es seguro?
—Ahora lo es.
—No lo entiendo —frunció el ceño—. ¿Se te ha ocurrido cómo sellarlo?
—¿Y no serían esas buenas noticias? —preguntó Austin antes de que Claire pudiese responder.
—Bueno, claro…
—¿Entonces no deberías parecer más contento por ello?
—Deja de fastidiar sólo porque puedes hacerlo —sugirió Claire. Volviéndose hacia Dean, meneó la cabeza—. No, no se me ha ocurrido cómo sellar el hoyo, pero he resuelto un problema menor. ¿Qué querías decir con lo de buena temporización?
Le llevó un momento seguir el hilo de la conversación.
—Ya ha llegado el correo. Tienes una postal.
Claire cogió el rectángulo de cartón entre el pulgar y el índice, miró la fotografía de un paraíso tropical y luego le dio la vuelta a la postal.
—¿De quién es? —preguntó Dean inclinándose hacia delante.
—De mi hermana, Diana. Parece ser que está en Filipinas.
Austin echó las orejas hacia atrás.
—¿No se acaba de producir una gigantesca erupción volcánica en Filipinas?
—No sabemos si fue culpa suya —la marca de un diente en el borde de la postal tenía la distintiva perforación de los juegos de Baby con el cartero—. Hablando de desastres naturales, hace tiempo que no sabemos nada de la señora Abrams.
—Quizá las persianas la hayan desanimado —sugirió Dean.
—Quizá debamos colocar el vagón de tren en círculo —murmuró Austin—. Deberías comenzar a preocuparte cuando los tambores dejan de sonar.
Tras una larga ducha caliente, Claire se pasó el resto del día repanchingada en un sillón, mirando un video del National Geographic sobre ballenas asesinas. Era una de las únicas once cintas que había salvado de la extensa colección de Augustus Smythe. La pornografía no era lo peor de ella, su videoteca también incluía todos los capítulos de la serie de western Cunsmoke (además de la colección casi completa del programa Los nuevos ricos).
El infierno no sólo era tenebroso, también rellenaba formularios de suscripción.
—¿Vienes, Austin?
—Estás de broma, ¿verdad? —con la cola batiendo de lado a lado se echó atrás un paso por si acaso Claire decidía forzar el tema—. ¿De verdad quieres que me meta en esa mezcla entre caja y ataúd y deje que se me eleve del suelo tres pisos por un antiguo mecanismo reinstalado por un cocinero bajo la dirección de un marinero muerto? No lo creo.
—Es completamente seguro.
—Eso mismo dijiste de aquel crucero.
—¿Crucero? —le preguntó Jacques al oído.
—El Triángulo de las Bermudas. Una larga historia —le dijo Claire.
—No me metería en esa cosa —continuó Austin, con las orejas planas— ni aunque todavía tuviera siete vidas. Ni tan siquiera si hubiera rescatado a la Princesa Seta Venenosa y ganado una vida más. Si algo va mal, tiene que haber alguien por aquí para decir «os lo dije».
—Tú mismo —por desgracia para cualquier replanteamiento que pudiese estar teniendo, ahora Claire ya no podía volver a salir, no con el gato tan apasionadamente en contra. Ya era lo bastante engreído sin necesidad de que ella le diese alas. Cerró la puerta, dejó caer la puerta interior y se volvió hacia el más corpóreo de sus dos acompañantes—. ¿Estás seguro de que sabes lo que estás haciendo?
—Es sencillo. —Dean le lanzó una sonrisa confiada—. Lo único que hay que hacer es girar esta palanca de la posición de Apagado hacia la derecha o la izquierda. La derecha nos lleva hacia arriba, la izquierda hacia abajo.
Claire suspiró.
—Seguramente sea por eso por lo que lo etiquetaron así. Lo preguntaba en un sentido más esotérico, pero no importa. Acabemos con este viaje, ¿sí?
—Lo que tú digas, jefa —con los pies preparados, Dean colocó las dos manos alrededor de la brillante palanca de acero y la giró hacia la derecha.
Arriba, en el ático, la antigua maquinaria pegó una brusca sacudida sorprendida y resolló hasta revivir, enviando una ola tras otra de vibraciones a través de los muebles almacenados. La pequeña criatura multicolor que retiraba la última nube de gominola de las trampas para diablillos se giró y cayó sobre la parte del cuerpo que le hacía las veces de rodillas. En toda su corta existencia, nunca había escuchado un sonido semejante. Extrapolándolo a su limitada experiencia, creó una explicación salvaje y metafísica que cambió su vida para siempre.
Pero eso es otra historia.
Claire apretó una mano plana contra la pared mientras el ascensor subía dando tumbos.
—Funciona.
—Nunca lo he dudado —con el aspecto de un capitán al volante de un barco pequeñísimo, Dean mantuvo los ojos fijos en el extremo de las vigas que se movían hacia abajo al otro lado de la puerta de hierro. Cuando el borde más alto del primer piso estaba casi al mismo nivel que el suelo del ascensor, volvió a mover la palanca hacia la posición de Apagado. En los pocos segundos que la maquinaria necesitó para detenerse, los pisos quedaron nivelados.
—Buen ojo, anglais —murmuró Jacques—. Que pena que hayas nacido demasiado tarde para hacer de esto tu carrera.
—¿Sí? —dando un paso hacia la izquierda, Dean levantó la puerta interior y alcanzó el cierre de la puerta exterior—. Bueno, es una pena que tú murieses demasiado pronto para…
—¿Para qué, angla…?
Con cuidado para no pisar en el umbral, Claire salió del ascensor y miró arriba y abajo por la playa, con los ojos entornados a causa de la luz rojiza de la puesta de sol.
—Esto no parece el recibidor —al sentir el tacto de la brisa en la mejilla, el sonido de las olas rizándose y deshaciéndose en pedazos contra la arena blanca y fina y el olor del pescado putrefacto que parecía haber sido cortado por la mitad se unieron para convencerla de que aquello tampoco era una ilusión—. Estoy comenzando a ver por qué Augustus Smythe cerró esta cosa.
—¿Por qué no le gusta tomarse vacaciones? Quizá era porque no tenía ninguna mujer hermosa con la que pasear a la orilla del mar —aspirando bocanadas de aire al pasar a su lado, Jacques se volvió y extendió la mano.
Claire se quedó mirándolo, horrorizada.
—¿Qué estás haciendo ahí fuera? De hecho, ¿cómo puedes estar ahí fuera? —un rápido vistazo mostró que una blonda tomada de su antigua habitación continuaba arrugada en la esquina trasera—. ¡Tu ancla está ahí!
—En lo que respecta al cómo, no lo sé. En lo que respecta al qué, te estoy invitando a dar un paseo.
—¿Un paseo? Jacques, me parece que no acabas de darte cuenta de dónde estás —si hubiera podido cogerlo, lo habría agarrado de la mano y tirado de él para devolverlo a la relativa seguridad del ascensor.
—¿Y dónde estoy, cherie? ¿Dónde está este lugar que me da tanta libertad?
—No lo sé. ¡Y a eso me refería!
—Ah, te asusta lo desconocido. Lo comprendo, cherie, después de todo, eres una mujer —los ojos le brillaron, iluminados por el sol desde atrás.
Ella cruzó los brazos.
—Si lo que quieres decir es que no estoy corriendo el mismo estúpido riesgo que tú sólo porque no soy más que una mujer, sigue adelante. No voy a tragar con ello.
—Me hieres, cherie. He dicho que comprendía por qué tú estabas asustada.
Dean salió del ascensor demasiado rápido para que Claire pudiese agarrarlo.
—¿Estás diciendo que yo soy un cobarde?
—¿Estoy diciendo eso? —Jacques se echó hacia atrás, hacia la orilla del agua—. Non. Nunca pensaría una cosa así.
—Mejor que no lo hagas —murmuró Dean. Tomó una profunda bocanada de aire y sonrió con satisfacción—. Tío, este lugar huele exactamente igual que mi tierra.
El fantasma resopló.
—Si tu tierra huele así, anglais, no me cabe duda de por qué limpias tanto.
El familiar aire salado había puesto a Dean de demasiado buen humor para continuar con aquella discusión. Mientras meneaba la cabeza salió caminando para encontrarse con la siguiente ola que llegaba.
—¡Perdón!
Ambos hombres se giraron y, arrastrados por la cara de Claire, se encontraron volviendo al ascensor considerablemente más rápido de cómo lo habían abandonado.
—Si a vosotros dos os apetece exponeros, quizá podríamos pensar en… ¿y ahora qué?
Dean había desaparecido alrededor del marco de la puerta.
—Esto es extraño —su voz llegaba directamente de detrás de ella—. Sólo está esta puerta en la arena. De este lado, no se ve nada del ascensor.
—¡No camines por donde debería estar! —gritó Claire. No quería pensar en lo que podría pasar si las tres realidades (el ascensor, la playa y Dean) de repente se encontraban compartiendo el mismo espacio. Cuando Dean reapareció, se echó hacia atrás desde la puerta, dejándole espacio para entrar—. Venga.
Jacques se metió entre ellos, y en su largo rostro llevaba la expresión medio desenfadada, medio suplicante a la que ella le costaba tanto resistirse.
—Cherie, ¿cuántas veces tienes la oportunidad de disfrutar una puesta de sol así?
—¿Y cómo la disfrutaríamos si salgo del ascensor y desaparece?
—Entonces, antes de salir haremos que la puerta se quede abierta con una piedra. Si lo único real aquí es la puerta, el ascensor no se irá a ninguna parte.
—Eso no lo sabes —murmuró Claire, pero sentía que su resolución se debilitaba. Era una hermosa playa, la arena blanca y brillante se extendía hacia el agua color turquesa y el sol que se ponía barría toda la escena con una luz roja y dorada.
—Si no puedo convencerte, cherie… —parpadeó con las pestañas bajas—… entonces te retaré.
—¿Me retarás?
—Oui. Te retaré a divertirte, aunque sea sólo pour un moment.
—¿Piensas que soy incapaz de divertirme?
—No he dicho eso.
—Bueno, pues no lo soy. Dean…
Dean ya había encontrado una piedra. La hizo rodar para colocarla contra la puerta abierta y Claire dio un paso sobre el umbral, diciéndose que la teoría de Jacques tenía mucho sentido.
Tras unos momentos de anticipatorio silencio, en los que ni el ascensor ni la playa parecieron verse afectados, Jacques lanzó las manos hacia arriba en señal de triunfo.
—Ves —dijo mientras las recogía—. Tengo razón.
Casi a temperatura corporal, el agua invitaba a nadar, pero ambos mortales se contentaron con lanzar los zapatos y calcetines dentro del ascensor y vadear las olas poco profundas. Tras la puerta abierta, la playa se levantaba en onduladas dunas y acababa en un muro de vegetación salvaje en diferentes tonalidades de verde.
—A Austin le encantaría esto —rio Claire mientras metía los dedos del pie dentro de la arena—. Es el cajón de arena más grande del mun… ¡Oh, Dios mío! ¡Debe de estar desesperado!
—No creo que eso sea así.
Luchando para mantener el equilibrio tras haber perdido pie, se giró para mirar para Dean.
—¿Qué te hace ser tan experto?
Extendió el brazo, el cristal del reloj reflejaba todo el rojo y el dorado y el naranja del cielo.
—La segunda aguja no se ha movido desde que llegamos aquí.
—Ah, ya veo —le espetó—, el tiempo se ha detenido. ¿No se te ha ocurrido que puede haber sido tu reloj?
Alicaído, meneó la cabeza.
—Excusez-moi —el tono de Jacques arrojaba urgencia sobre la educada forma de interrupción—. En el agua está pasando algo.
A unos seis metros de la orilla las olas habían adquirido una apariencia grumosa. Una parte de ellas parecía moverse de forma contraria a la naturaleza del agua, rodando de lado a lado mientras se dirigían a la orilla. Entonces el montículo central de una ola continuó elevándose pasada la cresta. Era una superficie moteada que se elevaba, se elevaba, hasta que resultó obvio, incluso mirando hacia la puesta de sol, que lo que estaban viendo no era agua.
—Si no supiera que no lo es —murmuró Dean, haciéndose sombra a los ojos con una mano—, juraría que es un pulpo.
—Los pulpos no son tan grandes —protestó débilmente Jacques.
—Bueno, pues no es un calamar.
Un tentáculo, igual de grueso que el brazo de Dean, apareció entre las olas a poco más de un metro del lugar en el que estaban ellos.
—Los pulpos, independientemente de su tamaño, no salen a la orilla —anunció Claire como si retase al apéndice ondeante a que la contradijese.
Los seis metros se convirtieron en menos de cinco. Cuatro. Tres y medio. Tres.
—Por otro lado —añadió cuando un brazo con ventosas cayó cerca y excavó una trinchera en la arena a sus pies—, yo tampoco creo que sea un pulpo, ¡CORRED!
Corrieron hacia el ascensor tropezando y cayendo en la arena resbaladiza.
Un tentáculo golpeó a Claire en la cadera y la lanzó a un lado, contra Dean. Él la agarró y la sostuvo, y la arrastró hacia adelante con él de forma que sus pies apenas tocaban el suelo.
Del agua llegaba el sonido de un enorme y húmedo saco de cuero que era aplastado contra la orilla.
Sin verse afectado por la carrera, Jacques fue el primero en ponerse a salvo, se giró y se puso casi transparente.
—Depeche toi!
Un gesto hizo que quedase claro lo que quería decir.
Dean lanzó a Claire hacia adelante, traspasó el umbral y se inclinó para apartar la roca. Un tentáculo se enredó alrededor de su pierna derecha pero, antes de que pudiera tensarse, él se liberó y lo pisó con fuerza. Hubiera sido un golpe más efectivo si no hubiera ido descalzo, pero le hizo ganar tiempo suficiente. Se echó hacia adentro, arrastrando con él la puerta para cerrarla.
Claire golpeó la puerta hasta que se cerró.
La punta azul oscuro/gris de un tentáculo se metió por entre la rejilla que había en la ventana pequeña.
Rodeando la palanca con las manos sudorosas, Dean la giró hacia la derecha.
Las bisagras de la puerta arrancaron un par de centímetros de la carne gomosa. Cuando cayó al suelo, Claire le dio una patada hacia la esquina posterior y se giró hacia Dean:
—¿Por qué hacia arriba? —exigió, lo bastante alto como para hacerse oír sobre los fuertes latidos de su corazón—. Hemos llegado aquí desde el sótano y parece lo más probable que sea el único lugar para salir. ¡El sótano está hacia abajo!
El suelo del ascensor se niveló con el segundo piso de la pensión y Dean detuvo la palanca en posición recta y a la derecha.
—Imaginé que ir hacia arriba parecía lo más natural —dijo. Sonriendo ampliamente, se inclinó y buscó sus zapatos y calcetines—. Además, no hemos visto lo que hay en los pisos dos y tres.
Claire se quedó mirándolo en silencio.
Un momento después, con un calcetín puesto y el otro en la mano, levantó la cabeza.
—¿Qué?
—¿Que no hemos visto lo que hay en los pisos dos y tres?
La sonrisa desapareció.
—Bueno, sí.
Ella podía verse reflejada en sus gafas.
—¿Estás mal de la cabeza?
Él arrugó la frente.
—Tenemos que ver lo que hay en los pisos dos y tres. No podemos dejarlo ahora.
—Oh, sí, podemos. Nos acaba de perseguir una cosa gigante con tentáculos: eso ya es suficiente emoción por un día.
Tras un momento, él se encogió de hombros.
—Tú eres la jefa —suspirando, se puso el otro calcetín.
—¿Te lo puedes creer? —le preguntó Claire a Jacques mientras se quitaba la arena de los pies—. Le ha parecido divertido.
—Divertido no —protestó Dean—. Emocionante.
—Peligroso —corrigió Claire.
—Pero todos hemos conseguido escapar. Todos estamos a salvo.
—¡Se nos podría haber comido alguna cosa salida de una mala imitación de Lovecraft!
—Pero no se nos ha comido.
—Jacques —se giró hacia el fantasma—, ayúdame.
—Tiene algo de razón, cherie. Nadie ha salido herido. Y estamos en el segundo piso. Sería una vergüenza no mirar.
Ella cruzó los brazos y se echó contra la pared del ascensor.
—Me parece que hay demasiada testosterona aquí dentro.
—Parece que mi reloj vuelve a funcionar, jefa.
—Me alegro muchísimo.
Allí de pie, Dean le lanzó a Jacques una mirada de «¿y ahora qué?», y recibió un gesto con los hombros de «¿y cómo narices voy a saberlo?» por respuesta.
—De acuerdo. —Claire se estiró—. Un compromiso. Miraremos a través de la rejilla, pero no abriremos la puerta y de ningún modo nos apuntaremos a la fiesta.
—¿A la fiesta?
—Es una forma de hablar, Dean. Abrimos juntos a la de tres para ver todos la misma cosa… un, dos, tres.
Un pasillo conocido se extendía en ambas direcciones, las puertas que daban a las habitaciones uno y dos eran claramente visibles.
—Esto es el segundo piso —tras levantar la reja, Claire abrió la puerta y casi no pudo evitar detenerse antes de entrar en el puente de una familiar astronave.
—Que así sea, Número Uno.
Lenta y silenciosamente, volvió a cerrar la puerta.
—Y eso no lo era.
—¿Pero qué era? —preguntó Jacques echando un vistazo, confuso, al pasillo del segundo piso—. ¿Era una nave militar?
—Era una nave imaginaria, Jacques.
—¿Qué es una nave imaginaria? ¿No es real? —meneó la cabeza—. Pero era tan real como la playa. Y el no-calamar.
—Era real aquí. Y ahora. Con la puerta abierta —la escena que se veía a través de la puerta continuaba siendo el segundo piso—. Pero todos los demás lugares, excepto en aquellas ocasiones en las que se trata de un medio de vida, son espectáculos para la televisión.
Dean negó con la cabeza, como si intentase volver a la realidad.
—Podría haber caminado sobre el puente de una astronave…
—No. —Claire se echó hacia adelante con la intención de cerrar y, en cambio, se encontró abriendo la puerta unos centímetros. La última mirada al puente de la astronave…
Parecía una tarde templada en lo alto de Citadel Hill en el centro de Halifax. Si no fuera por las dos lunas bajas que había en el cielo y la mujer que se veía en la distancia con un inquieto arbusto agarrado por una correa.
Detrás de ella y por encima de su hombro derecho, Claire escuchó a Dean murmurar:
—Cambia cada vez que abres la puerta.
—¿Entonces el no-calamar ya no está? ¿Podemos volver a la playa?
—Claro, si no fuera porque la playa tampoco está.
Claire cerró la puerta con cuidado, para no inquietar más al arbusto, y cerró la puerta interior.
—De acuerdo —suspiró mientras dejaba caer la cabeza hacia atrás hasta apoyarla sobre la pintura de hacía cincuenta años—. Ya hemos llegado hasta aquí, así que también deberíamos ver lo que hay en el tercer piso. Pero… —se estiró, cruzó los brazos, se giró y les dirigió a sus compañeros su mejor mirada de yo soy Guardiana y vosotros no—… nadie sale. ¿Entendido?
—Pero y si…
—No me importa. Nadie sale del ascensor.
A través de la rejilla estaba el tercer piso. Incluso olía igual que el tercer piso.
—¿Crees que esto podría ser efecto de ella? —preguntó Jacques nervioso mientras Claire volvía a cerrar la puerta.
—¿Que si pienso que la proximidad a ella puede afectar al destino del ascensor? No lo sé, pero no lo creo. Estos escudos son fuertes —una bocanada del nocivo aire entró cuando abrió la puerta y se quedó mirando los montones de roca volcánica y las piscinas de lava humeantes—. Y otra vez. Supongo que es posible que…
Un chillido aterrorizado la cortó.
Dean empujó hacia adelante, y permitió que la endeble barricada del brazo de Claire lo detuviese sólo porque no estaba seguro de dónde se había originado el sonido.
Un segundo grito le ayudó.
Hacia la derecha, al lado de una de las piscinas rojas y humeantes, dos enormes criaturas con aspecto de lagarto luchaban entre ellos por una cosa que se defendía, golpeándose y gruñéndose el uno al otro sobre la cabeza de su cautivo. Aunque la suciedad acumulada y las largas rastas hacían que fuese difícil adivinarle la edad, no hacían nada para ocultar el género de lo que parecía ser un chico de unos doce o trece años completamente desnudo.
Capturado. A punto de ser devorado. Tras empujar a Claire a un lado, Dean saltó hacia adelante, y la porosa superficie de la roca crujió bajo sus botas de trabajo. La escuchó chillar su nombre, sintió cómo lo agarraba por la camisa, y continuó corriendo, lanzándole un «¡quédate donde estás!» por encima del hombro. Con un poco de suerte ella vería que no tenía sentido que los dos se pusiesen en peligro. Si se concentraba más en la velocidad que en ocultarse, alcanzaría al niño y lo rescataría antes de que los dos lagartos acabasen de disputarse a su presa.
Cuanto más se acercaba, más se parecían los gruñidos a…
—Porque es mi nido y no quiero que este pequeño y sucio chupa-huevos cocine justo a su lado. ¡Y ya está!
—¿Así que lo tengo que sacar de la guardería y llevarlo todo el camino hasta tierra fría? ¿Es eso?
—¡Tú lo cogiste!
—¡Estaba gateando hacia tu nido!
—Así que ahora es mi nido, ¿no? ¿Y supongo que ellos son mis polluelos? Responsabilidad mía mientras tú estás por ahí cazando con tus amigos.
… palabras.
Y palabras que le eran bastante familiares. Con un fuerte acento sibilante, aquello sonaba considerablemente parecido a una discusión que su tía Denise y su tío Steve habían tenido acerca de deshacerse de una rata que habían pillado viva en la cocina. Lo cual la verdad es que no cambiaba nada.
—Nuestro nido, cariño. Quería decir nuestro nido.
—Eso lo dices ahora. No lo sientes.
Cuando los ojos comenzaron a llorarle por culpa de los humos volcánicos, Dean se dio cuenta de que el lagarto que tenía los rasgos de su tía era el más grande con diferencia. El lagarto más pequeño aulló y dejó de agarrar. Durante un momento, el muchacho se retorció y pataleó, colgando más o menos a treinta centímetros del suelo y entonces, justo cuando parecía que iba a soltarse, el lagarto más grande lo agarró del tobillo con la otra mano.
—Sinceramente, puedes pillarlos, ¿pero por qué no puedes aguantarlos?
—¡Me ha dado una patada!
—Deja de comportarte como un polluelo y recuerda que estás a punto de ser… —el lagarto abrió los ojos color ámbar—. ¡Jurz, detrás de ti! ¡Hay otro más!
Demasiado tarde, Dean se dio cuenta de que con «otro más» se estaba refiriendo a él. Se dio cuenta cuando Jurz, que se movía mucho más rápido con sus voluminosas patas traseras de lo que él hubiera esperado, se giró, se dio impulso con su gruesa cola y aterrizó detrás de él, agarrándolo dolorosamente por los antebrazos. Se quedó congelado cuando unas garras le agujerearon la camiseta y le pincharon la piel. Aunque hubiera sido capaz de girarse, el cuerpo del lagarto le hubiera bloqueado la vista del ascensor.
—¡Buena pieza, Coriz, este es enorme!
Coriz se inclinó hacia adelante y le echó un vistazo miope mientras agarraba al chico más cerca de su pecho.
—Y es de un color gracioso.
Dean sintió que la fuerza de la inhalación de Jurz le levantaba el pelo.
—¡Y está limpio! Quizá —añadió pensativo— podamos comérnoslo.
—¡Comérnoslo! ¿Estás mal de la cabeza? —Coriz se sentó sobre la cola, cambiando al chico de mano—. Sigue siendo un asqueroso chupa-huevos, sin importar lo limpio que esté. ¡La gente se pone enferma por comer estos insectos!
—¡Eh! —el insulto irrumpió ante el terror—. ¿A quién le estás llamando insecto?
Los dos lagartos arrugaron la nariz. El chico continuaba luchando.
—Mirad, todo esto es un gran malentendido —le costó un gran esfuerzo hablar con calma teniendo cinco pequeños y dolorosos agujeros en cada brazo, pero Dean lo consiguió. Coriz se quedó mirándolo. Al no tener nariz, ni cejas, ni labios con los que hablar, no podía adivinar cuál era su expresión, pero podía sentir el peso de la mirada de Jurz sobre su cabeza. Evidentemente tenía su atención. Lo único que tenía que hacer era entretenerlos hasta que Claire llegase para salvarlo—. ¿Por qué no lo hablamos…?
—¿Hablar? —Coriz chilló y soltó al chico, que salió corriendo desesperadamente, utilizando incluso las manos sobre las rocas para tomar más velocidad al escapar.
—¿Hablar? —repitió ella, volviéndose a apoyar sobre la cola—. ¿HABLA?
—Por supuesto que no habla —murmuró Jurz nervioso—. Sólo está emitiendo sonidos, imitando palabras.
A pesar de que no podía ser positivo, Dean pensó que la hembra pareció aliviada.
—¡No! ¡Te equivocas! —la lucha hizo que las garras se clavasen más profundamente—. ¡Estoy hablando!
Lo ignoraron.
—Está imitando palabras, por supuesto —suspiró Coriz mientras se le aliviaba la tensión de los estrechos hombros.
—No estoy imitando…
—Aún así, parece más evolucionado que otros que hayamos cazado.
La forma de apretar de Jurz cambió, haciéndole nuevos agujeros en el brazo izquierdo. Sin las garras rellenando los pinchazos, de estos comenzó a salir sangre.
—¿Lo mato?
—Por supuesto que tienes que matarlo.
—¡Eh!
—Con suerte, no se habrá reproducido. Imagínate si los chupa-huevos comenzasen a pensar —se estremeció—. Ya le hacen bastante daño a los nidos ahora.
Prosiguió un terrible sonido de cascaras rotas.
—¡MIS BEBÉS!
Jurz soltó a Dean, golpeándolo con la cola en dirección al foso de lava, y salió corriendo tras los aullidos de su compañera. Por suerte, había calculado mal la distancia o el peso del objeto que intentaba hundir.
Con las piernas sobre el foso, la parte trasera de sus vaqueros que comenzaba a chamuscarse, sintiendo los pies dentro de las punteras de acero de sus botas de trabajo incómodamente calientes y las manos corroídas por la lava endurecida, Dean se detuvo en el último instante posible. Rodó hacia atrás y se derrumbó en cuanto la llanura del terreno lo permitió, intentando tomar aliento.
—¡Venga! —Claire sabía que no tenía ninguna posibilidad de poder levantar a Dean si realmente estaba herido, pero aquello no evitó que lo agarrase por los brazos y tirase de él hacia arriba—. Jacques no podrá entretenerlos durante mucho tiempo —la tela compactaba calor y humedad bajo sus manos.
Tras tomar una poco bienvenida bocanada de aire, Dean se la quitó de encima y se puso en pie él solo, tosiendo.
—¿Jacques?
—Está muerto. No pueden hacerle daño. —Claire se quedó mirando boquiabierta las manchas rojas que tenía en las palmas de las manos—. ¿Estás muy mal?
—No estoy mal.
—¿Puedes correr?
Volvió a colocarse las gafas en su sitio.
—Claro. No hay problema.
Volvieron a caer el uno junto al otro en el ascensor, impulsados por gruñidos furiosos e inventiva franco-canadiense.
A unos seis metros de la seguridad, Jacques los alcanzó.
—No tengo olor —explicó, manteniendo el paso sin esfuerzo—. Les lezards están contando los huevos pero no les llevará…
Los gruñidos cambiaron de timbre.
—… mucho tiempo.
Cuando Dean se detuvo para apartar un peñasco de obsidiana de la puerta, Claire le dio un golpe con la cadera hacia el umbral, agarró la roca y la lanzó hacia sus perseguidores.
Los gruñidos volvieron a cambiar.
—¡AU! ¡Coriz, me han dado con una roca!
—Los chupa-huevos no utilizan armas.
—¡Pero me ha hecho un chichón!
La puerta cortó futuros diagnósticos.
—¿Qué parte —jadeó Claire mientras colocaba la puerta interior en su lugar y se volvía para mirar a Dean— de «nadie sale del ascensor» no has entendido?
—Iban a matar al niño.
—¿Y qué? Estaba robando en su nido. Robándoles los huevos. Haciendo tortillas.
—¡No podía mirar cómo moría!
—Entonces tendríamos que haber cerrado la puerta.
—No lo dices en serio.
Lo decía. O creía que lo decía hasta que se encontró con su mirada y descubrió que él creía que ella habría salido a rescatarlo si él no hubiera estado allí.
—Olvídalo. Vamos directos al sótano. Sin discusiones.
Dean empujó la palanca completamente hacia la izquierda.
—Sin discusiones —corroboró. Al pasar por el segundo piso, miró a Jacques—. ¿De verdad les rompiste un huevo?
—¿Y cómo iba a hacerlo? —preguntó el fantasma, atravesando la pared del ascensor con la mano—. No puedo tocar nada.
—Pisoteé un montón de cascaras que ya se habían roto —explicó Claire—. Y Jacques se quedó detrás para distraerlos.
—¿Y por qué no…?
—¿Utilicé la magia? Porque las posibilidades eran diferentes allí y, ya que tú habías decidido jugar a hacerte el héroe, no tenía tiempo para abrirme paso. Mírame, estoy asquerosa. ¡He tenido que tirarme sobre esa cosa negra con los pies dentro del ascensor para alcanzar una roca para la puerta y, si alguna vez te vuelve a dar por llevar a cabo otra proeza estúpida, dejaré que te cuezas en la lava! ¿Me he explicado bien?
Con las orejas ardiendo, Dean bajó la cabeza.
—Sí, jefa.
—Cuando lleguemos al suelo, quiero echarles un vistazo a esos brazos.
—No es nada —una gota de sangre trazó un caminito hacia la parte trasera de su mano, bajó por el dedo índice y se deslizó hasta el suelo.
Ella lo miró con los ojos entrecerrados.
—Seré yo quien lo juzgue.
—Un vaso de ron en la tripa y otro en las heridas. Se pondrá bien, Claire.
—Tengo una crema antibiótica en el baño —se apresuró a decir Dean—. Me puedo ocupar yo de ello.
—Trae la crema al comedor —mientras el fondo del ascensor se asentaba sobre su plataforma de cemento, Claire levantó la puerta interior, agarró la blonda e irrumpió en el sótano.
—Apestáis como un volcán en erupción —se quejó Austin mientras bajaba de una estantería—. ¿Os lo habéis pasado bien?
Los tres pasaron a su lado sin responder. Dean entró en su apartamento. Jacques subió las escaleras del sótano tras Claire.
—Deduzco que no —metió la cabeza en el ascensor y olió el trozo de tentáculo que yacía sobre el suelo. Echó las orejas hacia atrás—. ¿Quién ha dejado el sushi fuera de la nevera?
—Qué estoico —murmuró Jacques sarcástico mientras Dean, sentado en la mesa del comedor, intentaba no apartar el brazo bajo los cuidados de Claire—. Qué machote.
—Métele un calcetín en la boca —gruñó Dean.
—Qué articulado.
—Parad. Los dos —sin camisa, Dean había cumplido con creces las expectativas de Claire. Con la mirada fija en las heridas en lugar de en la parte más tensa de su torso desnudo, fue colocando crema antibiótica sobre los pinchazos mientras luchaba por mantenerse concentrada en la tarea—. Ninguno es profundo. Has tenido suerte, te podría haber arrancado un brazo entero. Los dos brazos —balbuceaba. Lo sabía, pero no parecía que pudiera parar—. Haberte arrancado los dos puñeteros brazos y haberlos tirado al suelo —no sólo estaba bueno, olía de maravilla. Lo cual no tenía nada que ver con el asunto que estaban tratando. Nada en absoluto—. Te habrías desangrado antes de que hubiéramos podido llegar a donde estabas. Podían haberte matado.
Jacques rio por lo bajo.
—Que magnifique actitud al lado de la cama, cherie.
—Sólo estaba diciendo —comenzó, y se detuvo—. Sólo estaba diciendo —repitió— que lo necesito para hacerse cargo de este hotel y… —si no hubiera levantado la vista y hubiera visto a Dean mirándola, con una expresión que vacilaba a medio camino entre la esperanza y la decepción, lo habría dejado así—… me he acostumbrado a tenerlo por aquí y no… —metió la punta de un dedo cubierta de crema en los últimos tres pinchazos—… quiero verlo muerto.
—Au.
—Lo siento.
—¿Por qué? —preguntó Austin mientras saltaba sobre la mesa y se colocaba al lado de Dean—. ¿Y qué te ha pasado en los brazos? Y, sólo por curiosidad, ¿por qué no tienes pelo en el pecho?
Mientras un ruborizado Dean se ponía la camiseta, Claire respondió a las primeras dos preguntas.
—¿Y lo del pelo en el pecho? —insistió el gato cuando acabó.
Ella lo cogió y lo echó al suelo.
—Estás enfadada porque yo tenía razón —murmuró mientras volvía a saltar—. Ahora veo la señal. Ese ascensor tiene un máximo de… ¿cuántas dimensiones?
—Eso no importa.
—Le importará a los tipos de la certificación del ascensor.
—Conseguiré un poco de yeso y volveré a sellar las puertas mañana —se ofreció Dean.
—No —cuando tres pares de ojos se colocaron sobre ella, se encogió de hombros—. Me gustaría estudiarlo un poco, quizá pueda arreglarlo. Es perfectamente seguro si vosotros os mantenéis alejados.
—Y si tú te mantienes alejada, cherie.
—Yo sé lo suficiente como para meterme en él.
—¿Un penique por tus pensamientos? —preguntó Austin desde la otra almohada.
Claire se giró hacia su lado y le acarició la cabeza.
—Sólo funciona si me das el penique —le recordó.
—Si tuviera manos…
Ella sonrió.
—Estaba pensando en… —el buen equipo que hacemos Jacques y yo. En cómo me sentí cuando vi a Dean tirado sobre las rocas. En que uno de ellos es demasiado joven y el otro está demasiado muerto. En que una Guardiana debe saber mantener la cabeza en lo que está haciendo incluso si lleva seis meses en los que la información personal relevante se reduce a nada—… el ascensor.
—¿En serio?
¿Por qué Dean no tiene pelo en el pecho?
—Eh-eh.
—Mentirosa.
¿NO ES ÉSE NUESTRO ESTILO?