SIETE
El sol se pondría a las siete y cuarenta y uno. Claire llamó a la radio local para saber la hora exacta y, mientras los tenía al teléfono, les pidió que pusiesen «Welcome to my nightmare». La canción, que había descubierto en uno de los viejos álbumes de sus padres, había significado mucho para ella durante los primeros años de entrenamiento de su hermana, y los acontecimientos de aquella tarde la habían hecho sentir nostalgia de aquellos sencillos, aunque igualmente peligrosos, tiempos.
A las siete y treinta comenzó a subir las escaleras. A las siete y treinta y cinco abrió la puerta de la habitación cuatro, pasó al lado del hombre que yacía tendido en el vestidor, que se removía sin descanso en su sueño involuntario, y entró en el cubículo dentro del cual estaban la cama y la herida Sasha Moore. Se detuvo ante la pared, bajo la débil luz de la lámpara de la mesilla de noche, y esperó a que el sol se pusiese.
A las siete y cuarenta y seis, ya que o la emisora de radio o su reloj iban adelantados los cinco minutos más largos de la historia conocida, vio cómo los labios de la vampiresa, pálidos sin su acostumbrado brillo de color artificial, se separaban lentamente y aspiraban la primera bocanada de aire de la noche. Las cejas de ébano se hundieron mientras la herida y la venda subían con el movimiento del pecho menudo. Los músculos se tensaron bajo la piel de marfil. Los ojos se abrieron de golpe. Una oscura mirada repasó las manchas de color rojo oscuro que había a lo largo del lado izquierdo de la cama y luego se centraron en el rostro de Claire.
—Suéltalo, Guardiana —gruñó Sasha Moore—. ¿Qué cono está pasando aquí?
A las siete y cincuenta y dos, cuando el recién despertado asesino de vampiros comenzó a quejarse, Claire salió al pasillo y cerró la puerta de la habitación cuatro tras ella.
—¿Cómo sabías que no lo mataría después de que él hubiera intentado matarme a mí?
—Él está loco, tú no —le respondió Claire tranquilamente—. Ya has estado lo suficientemente expuesta al riesgo de la ciencia forense moderna —centró su atención en el hombre con gafas, que se balanceaba sobre los pies, ignorante de todo cuanto le rodeaba. Siglos de llegadas a lugares de accidente después de que hubiera ocurrido la inevitable, e invariablemente desastrosa, causa y su efecto, habían proporcionado a los Guardianes una actitud claramente fatalista, que algunos llegarían incluso a llamar poco comprensiva, hacia la gente que jugaba con fuego. Las responsabilidades de un Guardián implicaban evitar que todo el bosque metafórico creciese, y se imaginaban que cuanta más gente se quemase los dedos, menos probabilidades habría de que eso aconteciese. Claire se encogió de hombros al pensar en lo que podría haber ocurrido si ella se hubiese quedado un momento más en el ático.
—¿Cuánto dejarás que recuerde?
Una chispa de cruel diversión brilló en los ojos ensombrecidos.
—Pongámoslo así: va a mearse encima siempre que esté fuera después de que el sol se haya puesto, y no sabrá el porqué.
—¿No es un poco excesivo?
—¿Qué? ¿Por haber intentado matarme? —Sasha sacudió la cabeza con desdén—. No lo creo. Además, no es nada que unas cuantas docenas de años de terapia no puedan aclarar —mientras las pulseras plateadas tintineaban suavemente, acarició la aterciopelada longitud del lomo de Austin—. Imagínate que llevas doscientos veintisiete años viviendo para acabar muriendo en las manos de otro van Helsing amateur. Vaya forma más triste de perder.
—¿Otro van Helsing amateur? —Austin se enrolló de forma que se alcanzaba el estómago—. ¿Es que esto te había ocurrido antes?
—Una o dos veces, los muy capullos aparecen cada vez que nos ponemos de moda —las pulidas uñas de color carmesí brillaron como gotas de sangre contra el pelo blanco—. Pero este… —con la otra mano tocó ligeramente el vendaje que llevaba debajo de la ropa—. Este se ha acercado más que ningún otro —cuando levantó la vista del gato, Claire se dio cuenta de que era la primera vez desde que había llegado al hotel que los ojos de la otra mujer ni amenazaban ni prometían—. Gracias por mi vida, Guardiana.
—De nada. Pero no ha sido más ni menos de lo que hubiera hecho por cualquier otra persona. Los asesinatos hacen aparecer los agujeros más grandes que el linaje haya tenido que sellar.
La vampiresa suspiró, y un flequillo de pelo de marta bailó cuando meneó la cabeza.
—Te aproximas bastante a la mojigatería, ¿lo sabías?
—Soy una Guardiana —comenzó a decir Claire a la defensiva, pero unos fríos dedos que daban golpecitos en la curva de su mejilla la cortaron.
—A eso me refería exactamente. Intenta superarlo.
Claire se quedó muda, miró cómo Sasha giraba a su futuro ejecutado hacia la puerta sin que este ofreciese resistencia y, cuando la abrió, por fin dejó de intentar idear una respuesta lo bastante mordaz y optó por:
—¿Y qué harás ahora con él?
Se detuvo en el umbral y, mientras la noche se extendía tras ella con sus enormes alas oscuras, Sasha cerró una mano alrededor de la muñeca de su cautivo para evitar que se moviese y le hizo darse la vuelta en dirección a la pensión.
—Lo llevaré hasta su coche y lo liberaré.
—Pero ya se ha puesto el sol.
Unos dientes blancos aparecieron entre los labios con carmín.
—Evidentemente.
—Y después la gente se queja de cómo los gatos juegan con la comida —resopló Austin cuando la puerta se cerró.
—¿Soy una mojigata?
—¿Me lo estás preguntando a mí?
Claire entornó los ojos.
—¿Hay alguien más por aquí?
—Sólo el tío muerto que está en las escaleras.
Jacques le dirigió al gato una mirada cáustica mientras se materializaba.
—Acabo de llegar ahora mismo, y si te dice que he estado todo el tiempo aquí, miente.
—Los gatos nunca mienten —le dijo Austin mientras saltaba del mostrador a la mesa, desde ahí a la silla y después al suelo—. No tendría mucho sentido, y menos cuando la verdad puede ser mucho más molesta. Si me disculpáis, tengo cosas que hacer.
—¿Qué tipo de cosas? —le preguntó Claire recelosa cuando el gato comenzó a recorrer el pasillo.
La cola negra se movió dos veces a los lados.
—Cosas de gatos.
Con los codos todavía clavados en el mostrador, Claire dejó caer la cabeza entre las manos. Cosas de gatos podría ser cualquier cosa desde una siesta encima del frigorífico al intento continuado de retorcer la ya precaria mente de Baby en nudos todavía más apretados. Si era lo primero, no tenía necesidad de saberlo. Si era lo segundo, no quería saberlo.
—Pensaba —dijo Jacques suavemente— que ya no había secretos entre nosotros.
Claire suspiró sin levantar la cabeza.
—No hay más secretos que te afecten a ti. Este no te afectaba.
—¿Te piensas que no nos afecta que Sasha Moore sea Nosferatu?
—No —se preguntó en qué momento Jacques y Dean se habían convertido en nosotros y si aquello continuaría una vez se acabase la conversación.
—Tú estás muerto. Dean está prohibido.
—Pero a ti te hieren por defenderla y, si nosotros lo hubiéramos sabido, podríamos haber estado allí.
—Tú estabas allí.
—Ah. Oui —su rostro se ensombreció—. Y no pude hacer nada para salvarte. Pero estoy muerto —darse cuenta de aquello lo estimuló—. ¿Qué puede hacer un muerto? Y además, mi fracaso no cambia tu silencio. No me lo has dicho a mí. No se lo has dicho a Dean, lo cual, por supuesto, no tiene grandes consecuencias.
—No era mi secreto. Si ella hubiera querido que lo supierais, os lo habría dicho ella misma.
—Y bueno, ahora lo sé.
Claire se estiró, agarrando con las dos manos el borde del mostrador.
—Ahora lo sabes —aceptó—. ¿Y qué?
Sonrió.
—Bueno, estaba pensando que no quieres que Dean también lo sepa, así que si no se lo digo a Dean, tu me does un recompense.
—¿Te debo algo por no decírselo a Dean?
—Oui.
—¿Y qué es lo que te debo?
La sonrisa de Jacques se hizo más cálida y sus ojos adquirieron pasión bajo los párpados medio cerrados mientras se inclinaba, y se colocó tan cerca que su aliento, si respirase, la hubiera golpeado en la mejilla.
—Carne, por una noche.
—¿Sólo una noche?
—Una noche —le dijo en voz baja y prometedora—. Es todo lo que pido. Después de esa única noche, ya no tendré la necesidad de pedirlo.
—Tienes una gran opinión de ti mismo, ¿no?
—No sin razón.
Alguien o algo rio. Ella frunció el ceño, dio un paso atrás y prácticamente vio cómo un resplandor violeta desaparecía por debajo de la estantería.
—¿Claire?
—Olvídalo, Jacques —se agachó y le echó un vistazo a la trampa para diablillos. La habían apartado de delante de la ratonera, dejando una diminuta entrada a la izquierda.
—En ese caso, no una noche —se dejó caer al lado de ella, sus rodillas no produjeron ningún impacto contra el suelo—. Una hora, sólo una hora y podré convencerte.
—No, ni una noche ni una hora —las nubes en miniatura habían desaparecido—. Ni tan siquiera diez minutos.
—Por diez minutos no merecería la pena. No tengo ningún interés en pegar un zarpazo rápido y frenético.
Aquello desvió la atención de Claire de la trampa para diablillos. Se giró para mirar al fantasma, que tenía ahora las dos cejas levantadas casi hasta la línea del cabello.
—D’accord. Aceptaré un zarpazo rápido si eso es todo lo que puedes conseguirme. Pero para intimar realmente con una mujer se necesita un poco más de tiempo. Dame ese tiempo, cherie, y serás como escayola en mis manos.
—Masilla.
—Pardon?
Aunque sabía que él lo había entendido mal, Claire no pudo evitar sonreír.
—Seré como masilla en tus manos.
—Out. Masilla —su acento suavizó la palabra, la hizo más maleable. Se volvió a acercar—. ¿Tienes miedo de que si nos convertimos en amantes yo te retenga aquí?
—¿Qué me retendrá aquí?
—La pasión. El placer. La total… —la pausa rozó el límite de ser demasiado larga, preparando el camino para la presentación de cada sílaba por separado—… satisfacción.
Claire pestañeó.
—Dame una oportunidad, cherie.
—¿Una oportunidad para qué?
Claire se sintió como si su padre la hubiese pillado jugando a las máquinas tragaperras, y deseó que sus orejas no estuviesen tan rojas como las sentía, se estiró y se dio cuenta por primera vez de que Jacques flotaba lo bastante alto sobre el suelo que podría mirar a Dean, que era unos diez centímetros más alto, directamente a los ojos.
—Él quiere que le dé carne.
Dean se encogió de hombros.
—Si te sirve de ayuda, ha quedado una chuleta de cerdo en el frigorífico.
—¡No ese tipo de carne! —el fantasma pareció consternado.
—¿Ternera? ¿Pollo? ¿Pescado?
Las sugerencias surgieron tan seguidas que Jacques no tuvo tiempo de responder, pero con cada una se indignaba más y más.
—¿Salchichas?
Su imagen comenzó a parpadear.
—Mon Dieu! ¿Eres tan desagradable a propósito?
—Es difícil ser desagradable por accidente —murmuró Claire. La ridícula lista había hecho que su vergüenza se desvaneciese. De repente se dio cuenta de que aquella podía haber sido su intención, y le dirigió una mirada más de cerca a Dean. Encontró que su expresión de sólida amabilidad estaba compensada por un brillo diferente tras sus gafas.
—Creía que querrías saber que Austin está fuera —dijo—. Le abrí la puerta trasera hace cinco minutos.
—¿Ha habido respuesta de Baby?
—Todavía no.
—Entonces tú has pensado que ella querría saberlo, y ahora ya se lo has dicho —mientras cruzaba los brazos, Jacques retomó el control de su definición—. Deberías irte ahora, anglais. La Guardiana y yo estamos teniendo una conversación privada.
—¿Sobre darte carne?
Un dedo, que se veía completamente opaco con la luz artificial del recibidor, pinchó el aire a pocos centímetros del pecho de Dean.
—¡No vuelvas a empezar con eso!
Dean lo ignoró. Cuando se giró hacia Claire, el destello había desaparecido.
—No lo harás, ¿verdad?
—¿Y por qué no iba a hacerlo? —preguntó Jacques flemático—. Ella es joven, goza de buena salud, tiene sus necesidades.
—¡Jacques! —el codo de ella lo atravesó.
—Solo digo que, ya que no hay nadie más, yo estoy aquí —se giró hacia Dean, que meneaba la cabeza—. ¿Qué pasa?
—¡Que estás muerto!
—Y no puedes soportar pensar que un hombre muerto pueda conseguir lo que tú…
Esta vez Claire protestó enérgicamente.
—¡AU! —mientras se recomponía, el fantasma se dio la vuelta para mirarla—. He de decir, cherie, que en este momento no me siento especialmente encantado de que me toques. Evidentemente, nuestro ánimo se ha alterado. Ahora te dejaré pero, tienes mi palabra de Labaet, conservaré mi parte del trato hasta que tengamos la oportunidad de volver a hablar.
—¿Qué ha querido decir —preguntó Dean cuando Jacques se desvaneció— con lo de conservar su parte del trato?
Claire se encogió de hombros mientras repasaba el borde del mostrador con el dedo pulgar.
—¿Quién sabe lo que piensa?
¡UNA MENTIRA! ¡UNA MENTIRA!
UN ENGAÑO. NO PODEMOS UTILIZARLO.
¿Y ESO QUIÉN LO DICE?
LAS NORMAS.
A LA MIERDA CON LAS NORMAS.
El aire caliente, con aroma a azufre, resopló en la sala de la caldera. NO PIENSES QUE NO LO HEMOS INTENTADO.
Antes de que Dean hubiese podido responder, Claire levantó la cabeza y se dio cuenta de lo que llevaba puesto.
—¿Vas a salir?
Empujó las manos dentro de los bolsillos de su descolorida chaqueta de fútbol de cuero.
—Sí. Quedo con unos amigos de mi tierra cada sábado por la noche —dudó, y luego continuó de corrido—. ¿Quieres venir?
Por un instante, creyó que estaría bien pasar una noche sin complicaciones con Dean y sus amigos, ir a otro pub, escuchar música, con Dean y sus jovencísimos amigos, en otro pub oscuro, lleno de humo, abarrotado de gente y carísimo, escuchando música excesivamente alta y que no era cantada por una vampiresa.
—Gracias por preguntar, pero no, gracias.
—A mis amigos no les importaría.
¡UNA MENTIRA!
PIADOSA.
PERO…
OH, DÉJALO YA.
Claire escondió una sonrisa.
—No pasa nada. Tengo cosas que hacer.
—Esto, he escuchado cómo se iba la furgoneta de la señorita Moore.
Era demasiado bueno para parecer todo lo aliviado que ella sabía que se sentía porque hubiera declinado su invitación.
—Es su última noche en el pub.
—¿Y el acosador?
—Creo que se asustó.
Él pensó, tal y como ella pretendía que hiciese, que se había asustado cuando él lo había perseguido para espantarlo de las furgonetas.
—¿Estarás bien aquí sola?
—Estaré bien.
¿Y qué narices piensas que podrías hacer tú si no lo estuviera?, pensó en silencio.
¿Debería haber insistido?, se preguntó Dean mientras se detenía a medio camino en las escaleras frontales para dejar que sus ojos se acostumbrasen a la oscuridad. Por lo que comprendía de la vida de Claire, esta había tenido una existencia solitaria, viajando constantemente y con muy pocas oportunidades de hacer amigos de verdad.
Tuvo una repentina visión de Claire sentada en el Portsmouth con los chicos y con Kathy, escuchando cómo intercambiaban chistes estúpidos sobre los continentales, recogiendo su ronda de cervezas, que evitó que volviese a entrar en el recibidor. No serían maleducados, de hecho estarían contentos de ver a una mujer más en el grupo, pero ella no encajaría.
Y tampoco lo intentaría, admitió. Quizá deberías quedarte con ella, muchacho. Mantén alejado a este friki muerto. Mientras se preguntaba cómo sabría Jacques cuáles eran las necesidades de Claire, se giró hacia la ventana del despacho con el tiempo justo para ver cómo se arrodillaba y quedaba fuera de su vista. No, tía, otra vez los diablillos no.
Con los puños dentro de los bolsillos, continuó bajando por la acera, navegando por los irregulares escalones de ladrillo con la facilidad de estar familiarizado con ellos, y se abrió paso hasta la parada de autobús de King Street sin mirar atrás. Con toda la historia de lijar el mostrador principal y rematar el suelo del comedor, por no mencionar las cosas raras, había sido una semana larga y no se sentía preparado para otra discusión sobre el tipo de bichos que infestaba la pensión. Ahora que lo pensaba, estaba deseando pasar una noche agradable y normal, averiguando cuántos continentales hacían falta para colocar una bombilla y mirando cómo George bebía hasta vomitar.
Claire se sentó sobre los talones y se quedó mirando la trampa. Tras colocar nuevas nubes de gominola, había vuelto a dejar la jaula ante el agujero, y ahora intentaba, sin éxito, convencerse de que un diablillo, o diablillos, había cogido el cebo sin quedarse atrapado. Por desgracia, las pruebas sugerían una de dos posibilidades, y a ella no le gustaba mucho ninguna de ellas. La primera venía a decir que el poder con el que había rodeado la trampa no era lo suficientemente fuerte para atrapar ni a un pequeño trocito de mal, y la segunda venía a decir que había estado equivocada desde el principio.
—Y la verdad es que no pienso que pueda aguantar ratones multicolores —murmuró mientras se ponía en pie.
Si Austin hubiera podido leerle el pensamiento, le hubiera recordado que lo que realmente no podía aguantar era estar equivocada pero, ya que lo estaba, el énfasis recaía sobre los ratones.
—Aún así, han estado criando alrededor del lugar de un accidente durante generaciones —concedió mientras cerraba con llave la puerta del recibidor. Tanto Sasha como Dean tenían llaves y si por algún extraño golpe de infortunio aparecía algún huésped, escucharía el llamador—. Supongo que deberían considerarse afortunados si el color es el único cambio. Quiero decir —añadió para nadie en particular, entrando en su habitación—. Mira el ornitorrinco.
Mientras se abría paso a través del salón en penumbra, sólo tropezó dos veces y se sintió muy complacida consigo misma cuando encendió la luz del cuarto de baño.
«Dulce cielo».
Al principio pensó que las letras que había sobre el espejo habían sido escritas en sangre, pero después vio los restos aplastados de su pintalabios favorito dentro del lavabo. Unas marcas de patas sobre el estuche de metal y una perfecta huella de una mano de tres dedos, rosa jade, impresa sobre la porcelana identificaba al artista autor del graffiti sin ninguna sombra de duda. Diablillos.
O, por lo menos, un diablillo.
Aquel era exactamente el tipo de insignificantes y destructivas travesuras que mejor se les daban.
—Ratones. ¡Ja! —Claire intercambió una mirada triunfante con su reflejo—. Esto probará que tengo razón de una vez por todas. Saldré a buscar…
Entonces las palabras reales penetraron.
Alguien, decía, en una cursiva a duras penas legible, necesita acostarse.
—¿Saldrás a buscar a quién? —dijo su reflejo, al que le brillaban ligeramente los ojos.
—Cállate. —Jacques ya no la dejaría nunca en paz. Dean se sentiría tan terriblemente avergonzado que la haría sentirse como una putilla. Y Austin… Claire estaba contenta porque Austin no andaba por allí y no había escuchado a Jacques declarar que ella tenía sus necesidades. Evidentemente, no podía enseñarles el mensaje a ninguno de ellos. Y no había nadie más—. ¡Cáscaras! ¡Cáscaras! ¡Cáscaras! —mientras hacía la última declaración, golpeó el mostrador por debajo con ambas manos.
Un par de jaboncillos de hotel polvorientos se convirtieron en un par de igualmente polvorientas cáscaras de nuez americana.
—Vaya genio —le advirtió su reflejo mientras sacudía un dedo con diversión por entre las líneas de carmín.
—¿Crees que esto es genio? —murmuró Claire mientras atravesaba las filtraciones y agarraba poder. Se protegió los ojos de la luz con una mano y con la otra pasó un paño limpio por el espejo—. Espera a que pille a ese diablillo —se le curvaron los labios—. Entonces ya verás lo que es genio.
Aquella misma noche, más tarde, Dean entró en su apartamento por la puerta trasera. La noche no había sido diferente de cualquier otra noche de sábado, pero aún así le había faltado algo. Ya no parecía suficiente con que aquella gente fuesen sus mejores amigos, su punto de unión con su hogar en el medio de todos los que nunca habían oído hablar del Joey’s Juice y no parecían saber cómo secarse los pies.
Tras desvestirse a oscuras, se metió cuidadosamente en la cama, cruzó las manos detrás de la cabeza y se quedó mirando hacia la nada, imaginándose por qué de repente el mundo que había fuera de la pensión parecía más pequeño que el mundo que había dentro. Se preguntó por qué un agujero que daba al infierno y una Guardiana malvada le parecían menos importantes que la Guardiana que dormía sobre su cabeza. Se preguntó por qué el mundo comenzaba a girar…
Porque has bebido un montón de cerveza, le recordó su vejiga. Al ver que su vejiga parecía ser el único órgano que le aportaba soluciones, Dean se rindió al sueño.
Más tarde aún, después de haber entrado y haber vuelto a cerrar la puerta principal, Sasha Moore se detuvo ante el mostrador y escuchó, diferenciando los ritmos individuales de cuatro vidas. Una estaba arriba. Demasiado lenta y sin cambios para ser un sueño mortal. La segunda, abajo. Lenta y regular, un hombre que dormía el sueño de los justos y los intoxicados. La tercera, cercana. Una Guardiana que daba vueltas sin descanso en una cama vacía. La vampiresa reconoció la tentación y meneó la cabeza. Los Guardianes se tomaban a sí mismos demasiado en serio; sin importar cómo se pusieran las cosas, nunca escucharía el final. La cuarta… sonrió y levantó una mano de marfil para saludar a otro cazador de la noche. Un saludo entre iguales.
Un crujido y un ruido de patas escarbando en la madera hicieron que levantara la vista hacia el techo.
—Ratones —murmuró.
—Eso es lo que yo no paro de decirle —estuvo de acuerdo Austin desde las sombras.
La temperatura bajó drásticamente durante la noche. Octubre llegaba con la promesa del invierno. Por la mañana, el aire de la habitación de Claire se había enfriado hasta unos incómodos dieciséis grados. Lo pospuso lo máximo que pudo, monitorizó los niveles de filtración desde debajo de las mantas, pero finalmente se le acabaron las excusas para quedarse en la cama. Cuando sus pies descalzos golpearon el suelo, contuvo el aliento entre los dientes. No apareció nada a través del registro de latón excepto quizá un cierto sentido de anticipación.
—Si piensas que me voy a meter ahí para abrir un respiradero, piénsatelo de nuevo —murmuró. Sería bastante simple evitar el frío temporalmente ajustando su propia temperatura. Y más simple todavía, ya que no parecía que aquello se fuese a calentar en ningún momento pronto, sería ponerse un segundo jersey.
Mientras rebuscaba entre el montón de ropa que había en el suelo, se dio cuenta de que no había hecho la colada desde que había llegado. Era plenamente consciente de que, con el tiempo, acabaría por no pensarse dos veces si se ponía un jersey naranja sobre otro de cuello alto de color violeta con puntos azul marino. Al hacerse mayores, los guardianes que sobrevivían estaban cada vez menos preocupados por la percepción que el resto del mundo tenía de ellos. Claire intentó no pensar en el aspecto que tendría ella mientras metía la ropa sucia en una funda de almohada.
—¿Sales corriendo hacia el circo? —le preguntó Austin para probarla mientras salía de debajo de una manta tirada sin cuidado.
—Estoy preparando la colada —le dijo, mientras saltaba de la silla con tres calcetines y un sujetador que había encontrado encima del armario.
Estiró una pata y examinó críticamente una pata almohadillada blanca y sin manchas.
—Bueno, ya sabes, yo no quería decir nada…
—Entonces no lo hagas.
Al escuchar que Claire bajaba al sótano, Dean abandonó gratamente su intento de encajar viejos trozos de zócalo en las nuevas dimensiones del comedor y la siguió. Para su sorpresa, se la encontró metiendo ropa en la lavadora. Al ver las capas de jerseys, él se dio cuenta de que ella no tenía ninguna intención de encender la calefacción. No podía decir que la culpaba.
—¿Necesitas, eh, ayuda con eso? —le preguntó cuando ella se dio la vuelta y le lanzó una mirada inquisidora.
—Me las puedo arreglar, gracias.
A punto de mencionar que debería separar los colores, Dean se obligó a morderse la lengua. Quizá los Guardianes nunca acabasen teniendo que llevar ropa interior grisácea.
Tenía un aspecto diferente. Por primera vez desde que había llegado, la estaba viendo sin maquillaje. Sin aquellas sombras definidas con maña, parecía más joven, más suave, menos preparada para enfrentarse al mundo. Una repentina imagen de ella cabalgando hacia la batalla con las pinturas de guerra tradicionales de un western de sábado por la tarde le hizo sonreír.
—¿Qué? —preguntó ella.
—Nada.
—Si es por la ropa que llevo, normalmente no me visto así.
—No me había dado cuenta —si no fuera porque sí lo había hecho—. ¿Lo dices por los jerseys? —tiró de la goma de su camiseta de Hyperion Oil Fields—. Puedo ir a comprar unas estufas eléctricas.
Claire entornó los ojos. Evidentemente, Augustus Smythe nunca había utilizado estufas eléctricas, si no ya habría algunas en el edificio.
—No, gracias —cerró la puerta de la lavadora, comenzó el ciclo de lavado y se giró hacia la puerta de la sala de la caldera—. Entraré y ajustaré las rejillas de ventilación.
—No te estaba criticando.
—No te he dicho que lo estuvieras haciendo.
—Comprendo por qué no quieres entrar.
Ella levantó la barbilla.
—¿Quién dice que no quiero entrar?
—Los jerseys…
—Me refería a la combinación de colores.
—¿Los colores?
—Correcto. Pero ya que tienes frío…
—No he dicho que tenga frío.
—¿Entonces por qué te has ofrecido para ir a comprar estufas?
—Pensé que tú tendrías frío.
—Yo no he dicho que tenga frío.
—No, pero los jerseys…
—Oh, ya veo. Bueno, si resulta que no me puedo poner un jersey sin que la gente piense que no puedo hacer mi trabajo, quizá lo mejor será que calentemos esto un poco. Y no, no hace falta que vengas conmigo —añadió mientras cruzaba hacia la puerta de acero color turquesa. Las cadenas eran más pesadas de lo que parecían y emitían un siniestro sonido al chocar entre ellas y soltarse, pero la indignación le daba fuerza. Cuando estaba a punto de dejarlas caer a un lado, una mano grande pasó por encima de su hombro y las levantó de sus manos sin esfuerzo.
—Las colgaré aquí, en los ganchos, que es donde tienen que estar.
—Bien. —Claire apretó la palma de su mano derecha contra el acero, ligeramente sorprendida de lo caliente que estaba hasta que se dio cuenta de que su piel desnuda se había enfriado hasta un punto en el que una Tarta de Esquimal habría parecido tostada. De hecho, sentía el calor que Dean irradiaba y él estaba…
Se giró para mirarlo y abrió inmensamente los ojos.
… tentadoramente cerca. Se le aceleró la respiración mientras la parte posterior de su cerebro le hacía una detallada sugerencia. ¡Eh! ¡Sal de mi cabeza!
¿QUÉ TE HACE PENSAR QUE ESO NO SE TE PODÍA HABER OCURRIDO A TI?
Las articulaciones de la mayoría de la gente no se doblan así.
¿NO?
¡Sal!
—En lugar de andar merodeando por aquí abajo, ve al comedor y avísame cuando salga calor por la rejilla.
Dean dudó.
—Entonces, ¿estarás bien?
—Augustus Smythe se pasó cincuenta años ajustando estas rejillas y era…
La consciencia de lo que era Augustus Smythe, o por lo menos de en lo que se había convertido, llenó el estrecho espacio que había entre ellos.
—… un Primo —terminó Claire—. Yo soy Guardiana —se volvió a girar hacia la puerta y tomó una profunda inspiración. Después otra.
—Dicen que mientras esté sellado, es perfectamente seguro.
Resopló mientras golpeaba con las uñas el pesado pestillo.
—¿Quién lo dice?
—Tú lo dices.
Era duro discutir con una fuente tan incuestionable.
—Limítate a gritar por la rejilla —dijo ella mientras tiraba de la puerta de la sala de la caldera para abrirla—. Te escucharé —hizo una pausa, con un pie en el umbral. Valorándolo bien, quizá fuese mejor atar todos los cabos sueltos antes de ir más lejos—. ¿Dean?
—Sí, jefa.
—Gracias.
Cualquier otra persona le habría preguntado por qué, y entonces ella tendría que haberse enfrentado al infierno con algún comentario mordaz que todavía le calentaba los labios. Cualquier otra persona…
Él sonrió.
—De nada.
A media mañana, el hotel se había calentado unos cuantos grados más, Dean había descubierto cómo encajaban los trozos de zócalo, Austin había desayunado, hecho su visita matinal a Baby y vuelto a la cama, y Claire se había visto obligada a pasarse media hora inclinada sobre la secadora.
—No lo entiendo —le había dicho Dean honestamente, mientras examinaba la máquina a la tercera vez que se apagaba—. Nunca lo había hecho antes —tras un momento revolviendo detrás del interruptor con toda una gama de destornilladores, había vuelto a colocar la cubierta y añadido—. No hay nada que esté mal. Vuélvelo a intentar.
La secadora había funcionado a la perfección en el momento en el que estaban allí, pero en el momento en el que Claire se metía en las escaleras del sótano y subía al pasillo del primer piso, se paraba.
—No importa —refunfuñó mientras Dean volvía a dirigirse a las escaleras—. Es mi colada y tú tienes otras cosas que hacer. Cogeré una taza de café y vendré a mirar cómo funciona.
—¿Y con eso conseguirás que continúe?
—Debería.
Y lo hizo.
Sin duda el diablillo se había dedicado a apagar la secadora y, con ella haciendo guardia, ahora se había largado a buscar otras maneras de molestarla, sin dejar tras él ninguna prueba que ella pudiese utilizar. Valoró las posibilidades que había mientras la ropa se secaba, y Claire se imaginó que el diablillo había entrado antes de Augustus Smythe. O muy poco después de que él llegase, antes de que él hubiera comenzado a utilizar las filtraciones cuando emergían.
Deseó saber el tiempo que le había llevado, cuántos usos casuales, antes de que se convirtiese en un hábito. Resultaba mucho más fácil para él utilizar las filtraciones —poder que simplemente andaba por ahí para que lo cogiesen— que acercarse a la estrecha área de posibilidades a la que podían acceder los Primos.
¿Cuántas excusas habría necesitado antes de que hubiera dejado de molestarse en buscar excusas? Antes de que utilizase todas las que quería. Y cada vez que las usaba, se corrompía un poco más.
Lo cual explicaba por qué Dean, que había vivido al lado del infierno durante ocho meses, no se había visto afectado. Él no podía utilizar el poder. Por lo menos Claire deseaba que él no se hubiese visto afectado.
—Me estremezco al pensar en cómo podía ser antes si es tan encantador después de que el infierno le haya hecho algo.
Había limpiado las filtraciones dos veces, y sólo llevaba allí una semana. Lo cierto era que había niveles bajos de filtración, no tenían nada que ver con el zumbido que había sentido la primera noche, pero aún así tendría que comenzar a tener más cuidado.
Cuando por fin se secó su colada, había perdido tres calcetines y ganado una camiseta de niño. A Claire le hubiera gustado poder echarle la culpa al infierno, pero aquella molesta situación en particular era resultado de un error humano. Dado el imperfecto diseño metafísico inherente a las secadoras de ropa, aquellos que lo sabían se apasionaban en señalar cómo la pérdida ocasional de un calcetín no era nada de lo que quejarse si valorabas las posibilidades de que se te devolviese cualquier otra cosa.
—¡Jacques, apártate de la ventana! —mientras pasaba la espátula a lo largo de un trozo de madera, Claire arrancó una larga espiral de pintura de color verde medio. Probablemente el mostrador nunca había sido de ese color, pero cuando se arranca pintura siempre tiene que aparecer una capa de color verde medio—. Cualquiera que pase y mire hacia arriba puede ver a través de ti.
—Quizá no me vean en absoluto. El cazavampiros no me vio.
—No creía en fantasmas.
—No veo por qué eso debería importar.
—Yo tampoco, pero importa.
—Si me dieses carne, eso no ocurriría —señaló razonablemente.
—Muévete —le dijo ella sin levantar la vista.
Jacques miró hacia la acera, abrió la boca para decir algo y meneó la cabeza. Tras acercarse flotando, se sentó sobre el suelo con la espalda apoyada contra el muro que daba al exterior.
—Así que si alguien que cree pasase por aquí…
—Podría ver cómo la luz del sol brilla a través de ti.
—¿Y eso sería un problema porque…?
—Porque la gente que ve fantasmas pocas veces se guarda esa información para sí misma. —Mientras pasaba cuidadosamente una lana metálica empapada en decapante por la veta de la madera, arrugó la nariz a causa del olor—. Y no me apetece tratar con reporteros de prensa amarilla.
—Sé lo que son los reporteros, ¿pero qué es la prensa amarilla?
—Periódicos sórdidos que tratan temas de sensacionalismo barato. Mujer de cien años da a luz un bebé lagarto, cosas así.
—¿No es con eso con lo que tratan los Guardianes?
—No.
—¿Agujero al infierno en el sótano?
—No es lo mismo.
—¿Mujer duerme durante cincuenta años?
Tras volver a descargar el peso sobre los talones, se giró y lo miró fijamente.
—¿Sabes cuál es tu problema? ¡Que nunca sabes cuándo parar!
Levantó una ceja y extendió las manos.
—Evidentment. Si supiera cuándo parar, no estaría apareciéndome en este lugar, y si no me apareciese por este lugar, no te habría conocido. Voilá, todo es para mejor —mientras rodeaba los dedos de Claire con un apretón sin peso, se inclinó hacia delante y murmuró—. ¿Te he dicho alguna vez lo sexys que me parecen los guantes grandes, rosas y de goma?
Se rio de sí misma y retiró la mano atravesando la suya.
—Eres increíble —la risa se desvaneció cuando él comenzó a atenuarse—. ¿Jacques?
—Si no crees —le dijo lúgubremente— no puedes verme.
—¡Para ya!
Tras rematerializarse, sonrió triunfante.
—No quieres perderme.
Con los labios muy apretados, Claire se echó hacia atrás, sobre el trozo de moldura sin arrancar que había sobre el mostrador. Su búsqueda de la Historiadora había acabado en un bazar medieval que vendía aparatos electrónicos japoneses, y la hora que había pasado con Sara no había conseguido que se acercase a una respuesta. Tenía que estudiar los dos lados de la balanza si quería comprenderlo, y aquello implicaba pasar tiempo cerca del hoyo. Ya que aquel día ya había estado una vez en la sala de la caldera y ya que quitarle la pintura al mostrador había sido idea suya…
Le gustaría verlo acabado antes de marcharse. Le gustaría ver también el comedor arreglado: papel, adornos, persianas, quizá incluso lámparas nuevas.
Esto es una locura. La lana metálica dejó de moverse. Cuando cerrase aquel lugar, la necesidad la llamaría a otro. Podría ser en Kingston, después de todo en la ciudad y cercanías había sesenta mil personas, y la densidad de población era directamente proporcional a la frecuencia con la que se necesitaba a un Guardián, pero también podría ser al otro lado del continente. O incluso en otro continente. No me voy a encariñar con este lugar.
—¿Claire? Yo tampoco quiero perderte a ti. Por favor, lo siento. Vuelve a mí.
—No me he ido a ningún sitio —el silencio dejaba claro que él no la creía. Cambió el peso de una rodilla a otra y finalmente suspiró—. ¿Podría darte carne para que me ayudases a terminar con esto?
—Non —a pesar de que ella no se giró para mirar, pudo sentir la sonrisa de alivio en su rostro—. Sólo puedo adquirir carne para darte placer.
—Me daría placer que me ayudases con esto.
—No funciona así.
Ella volvió a suspirar y apoyó la frente sobre el borde del estante.
—¿Por qué —preguntó tajantemente— no me sorprende?
Sasha Moore se marchó aquella noche, y pagó su habitación en metálico.
—¿Volveré a verte en primavera? —preguntó mientras se colocaba sin esfuerzo el pesado petate de lona sobre el hombro.
Claire se quedó mirándola, horrorizada.
—¿En primavera?
—Viene después del invierno. La nieve se derrite y la mierda de perro se queda a la vista en el jardín.
—No estaré aquí en primavera.
—Espero que no estés esperando que el viejo Gus vuelva. Ha levantado su tenderete para mejor —la vampiresa hizo una pausa en la puerta—. Oh, sí: el recuerdo que Dean tiene de mí se difuminará un poco. No me gusta dejar demasiados detalles a mi paso —las cejas de ébano se levantaron y descendieron sugerentemente. Cuando resultó evidente que Claire no iba a responder a aquella ligera provocación, chascó los pálidos dedos—. ¡Eh, Guardiana!
Sus pensamientos divagantes volvieron de golpe al recibidor.
—¿Qué?
—Domo arigato por esa historia de haberme salvado la vida. Lo sé, lo sé, lo habrías hecho por cualquiera, pero esta vez lo hiciste por mí. A cambio, ¿puedo ofrecerte estas palabras de sabiduría, seleccionadas tras una larga existencia llena de acontecimientos? No necesitas molestarte en responder porque yo lo haré igualmente.
»Lo primero, y a riesgo de sonar como Kenny Rogers, que Dios me perdone, deberías jugar lo mejor que puedas las cartas que te han tocado. Segundo, una oferta de ayuda verdadera y desinteresada es el regalo más precioso que te harán nunca. Y tercero, recuerda que nunca tienes por qué viajar sola… —se le vieron los dientes—… los autostopistas son un práctico suplemento proteínico cuando estás de camino. Gracias por haber venido, has sido un público maravilloso, quizá podamos repetir esto en algún momento… excepto lo del gilipollas que intentó matarme, claro.
Claire se quedó un momento mirando hacia la puerta cerrada, después se apresuró a acercarse a la ventana mientras la furgoneta roja rugía camino abajo, hacía sonar la bocina dos veces y desaparecía en la noche.
—¿Se ha marchado la señorita Moore?
La voz de Dean parecía proceder de muy lejos. Ella asintió sin darse la vuelta.
—¿Ha dicho si volvería en primavera?
Sólo estaban en octubre, ni tan siquiera era invierno, la primavera quedaba imposiblemente lejos.
—Yo no estaré aquí en primavera. Habré terminado y me habré ido.
—Vale —aquello no era lo que él había preguntado, pero ya que estaba claro que era lo que Claire tenía en mente…—. Ese, ejem, libro que tienes en remojo. Está comenzando a hacer que el frigorífico apeste.
—Necesita remojarse un poco más.
—Pero…
—Necesito esa información, Dean, y no voy a arriesgarme a perderla porque a ti no te guste cómo huele.
—¿Saldrá Claire para desayunar?
—En un minuto —le dijo Austin, mientras miraba alternativamente su plato vacío y a Dean—. Primero tiene que darse otra ducha. Parece ser que la Historiadora la ha llevado a una zona poblada por rumiantes.
—¿Qué?
—Tuvo que pasar gateando por una mierda de vaca. ¿Vas a darme de comer o qué?
Mientras levantaba la bolsa de pienso geriátrico con una mano, Dean le rascó la parte trasera del cuello con la otra.
—Debería haber bastante más aquí dentro.
—No necesariamente. Les dije a los ratones que podían servirse. Con un poco de suerte, nos quedaremos sin pienso durante el fin de semana, cuando el veterinario esté cerrado, y me tendréis que dar de comer alguna cosa decente.
A la mañana siguiente, Dean le tendió a Claire una taza de café y miró con preocupación cómo se desplomaba contra el fregadero y se metía una tostada entera en la boca.
—¿Has conseguido evitar la mierda de vaca esta mañana? —le preguntó dubitativamente.
Claire resopló, y lanzó migas sobre el acero inoxidable impoluto.
—Esta mañana —dijo, e hizo una pausa para tragar—, tuve que gatear por dentro de la vaca. El resultado final fue el mismo —añadió un momento más tarde.
—Sabe, señorita, tengo un primo que hace reformas. No es demasiado caro —le aseguró el cerrajero mientras atornillaba la placa nueva. Hizo un gesto con la cabeza hacia el interior carbonizado y dañado por el humo de la habitación seis—. Por qué dejar una habitación en estas condiciones si puedes arreglarla y utilizarla, digo yo. Hay que gastarse dinero para ganar dinero, ¿sabe?
—No tenemos tanto trabajo. Lo cual —añadió ásperamente— está bien. Le llamé hace cuatro días.
—Eh, no podría haber venido más rápido ni aunque hubiera sido usted el propio Pedro Botero en persona.
¿QUÉ TE APUESTAS?
El cerrajero arrugó sus peludas cejas hacia la nariz.
—¿Ha dicho algo?
—No.
—Me pareció escuchar… No importa. No hace falta que se quede conmigo. Puedo bajar cuando termine.
—Ya le he dicho —le comentó Claire manteniendo el reclamo y pasando por alto el contenido real de la habitación— que no tenemos mucho trabajo.
—Oh, ya lo pillo. ¿Se siente sola, eh? Sé cómo se siente, los días en los que no salgo de la tienda a las cuatro o cuatro y media ya estoy que me subo por las paredes. No hay nadie con quien hablar, ¿sabe? ¿Qué ha sido eso? —rodeó la puerta, mirando el suelo al lado de la ventana con cortina, después se volvió a asentar sobre los talones, meneando la cabeza—. Parecía una especie de ratón azul brillante.
—Una ilusión de las sombras —dijo Claire apresuradamente. Parecía que el cerrajero había visto al diablillo cuando ni Dean ni Austin lo habían visto.
Unos instantes más tarde, con el peso apoyado sobre el recién instalado pomo, el cerrajero se levantó con esfuerzo y repasó la pestaña abierta con la mano que le quedaba libre.
—Todo un sistema de cierre de seguridad. Supongo que no se puede ser demasiado cuidadoso con este tipo de cosas, ¿no? Quiero decir, un turista se pasea por aquí, se hace daño con un trozo de suelo suelto y lo siguiente con lo que se encuentra es con que la han denunciado.
Echando un vistazo más allá del reclamo, Claire comprobó que la Tía Sara continuaba imperturbable con todo el ruido.
—Si un turista se pasea por aquí dentro, ser denunciada sería la última de mis preocupaciones. Pero no se preocupe, esta es sólo una medida temporal.
—¿Así que va a arreglarlo?
—Tarde o temprano.
—Esperemos que temprano, ¿no? —tiró de la puerta para cerrarla y asintió con satisfacción cuando la puerta hizo clic colocándose en su lugar—. Cuando llegue el momento, y necesite ayuda, no se olvide de mi primo.
Claire tuvo una visión del cerrajero y de su primo enfrentándose a las hordas del infierno. Resultaba extrañamente reconfortante.
La tinta que había salido del diario del lugar había hecho que las cebollas se volviesen azules. Había absorbido la salmuera y todo olía como una alcantarilla en vinagre. Con salsa de queso.
Cuando Claire abrió el envase de plástico, Austin salió del edificio.
Mientras respiraba por la boca y poco profundamente, utilizó un tenedor para separar las páginas. El proceso había tenido un éxito parcial. Las pocas páginas de las notas tomadas por Augustus Smythe que ahora eran legibles dejaban claro que conocía un increíble número de poemitas guarros pero no ofrecían ningún otro tipo de información útil.
Las primeras cuatro páginas escritas tras su llamada permanecían pegadas en una aglutinada masa azul.
—Una semana más y estará hecho. —Claire arrugó la nariz en dirección a Dean mientras pelaba otras tres cebollas y las metía en salmuera fresca.
—Estupendo —jadeó Dean. Le echó un rápido vistazo a la tarjeta.
Después tiró el tenedor.
—Esta es la sexta mañana seguida que sale de ese armario con aspecto de estar hecha polvo. Hace dos días se quedó dormida en ese sillón viejo que hay en la habitación seis, y ayer no tenía suficiente energía para coger las cadenas de la puerta de la sala de la caldera.
Austin levantó la cabeza de las patas y miró hacia el otro lado del comedor, en dirección a Claire, que se había quedado dormida con la mejilla sobre un sándwich de ensalada de huevo.
—¿Se las sacaste tú?
—No. Me imaginé que si estaba demasiado cansada como para abrir la puerta, estaría demasiado cansada para enfrentarse al infierno.
—Llevo tiempo diciendo que eres más que una cara bonita. ¿Qué dijo Claire?
Dean sonrió.
—Que era un testigo idiota y entrometido.
—¿Eso es todo? —el gato resopló—. Debía de estar cansada.
—¿Qué está pasando en el armario, Austin?
—Por la determinación férrea que se le ve en la cara cuando entra, diría que lo está intentando con demasiada dureza. En el otro lado hay una especie de zen, no puedes forzarlo.
—Así que se lo está haciendo ella sólita, ¿no?
—Bien, no creo que haya elegido tener que abrirse paso por entre las compras prenavideñas de esta mañana, pero sí, básicamente sí.
—Si hay alguna cosa que yo pueda hacer, ¿me lo dirás?
—Claro.
Cuando Austin volvió a apoyar la cabeza, la inquietud de Dean había evolucionado a una considerable preocupación. Cualquier otra mañana, aquella pregunta habría llevado a la sugerencia de que le diese de comer al gato.
—¿Qué has hecho para que de repente Claire intente buscar a esa Historiadora con tanta insistencia?
—Yo no he hecho nada —le dijo Dean mientras sacaba una lata de limpiador para hornos de debajo del fregadero—. Yo no soy el que se exhibe ante la señora Abrams.
—No me estoy exhibiendo. Es ella la que no tiene nada más que hacer en el aparcamiento que dedicarse a mirar por las ventanas mientras tú colocas las persianas. Me desvanecí en el momento en el que la vi.
—¿Pero te vio ella a ti?
—No gritó ni salió corriendo. Te saluda con la mano, hace un gesto con los dos pulgares hacia arriba y se marcha en silencio. —Jacques apoyó la espalda contra la pared que estaba entre las dos ventanas, el único lugar del comedor desde el que no podía ser visto desde el exterior cuando las nuevas persianas verticales estaban abiertas—. No es culpa mía que ella siempre esté mirando.
Dean podría haberlo creído si no hubiese sonado tan a la defensiva.
—Eres un imprudente. No te importan los problemas que puedas causar.
—¿Estoy causando problemas?
—Eso es lo que he dicho.
—¿Así que es culpa mía que Claire esté intentado dejarnos con mucho más empeño?
Dean se arrodilló delante de la cocina mientras se encogía de hombros.
—Si esa mortaja te va bien.
—¿Qué significa eso de si la mortaja te va bien?
—Significa que estás todo el día encima de ella. Dame carne, dame carne —su acento era una imitación pasable del fantasma—. Eres demasiado agresivo.
Jacques desapareció y volvió a aparecer sentado en el suelo detrás de la península.
—¿Que yo soy demasiado agresivo? ¡Pues tú eres demasiado… demasiado… demasiado agradable!
—¿Demasiado agradable?
—Oui. Eres como pan de molde blanco con mayonesa. Y… —cruzó los hombros con actitud triunfante—… siempre estás limpiando cosas. Si pudiera, yo también me iría.
—Pues márchate. Claire dijo que te podría enviar a otro lugar.
—¿Y dejarla aquí contigo? En una semana estaría aburridísima.
—Crápula.
—Monje.
—Buitre.
—Maruja.
—¡Estereotipo!
Antes de que Jacques, que se tambaleaba ante aquel ataque directo, pudiese inventar una respuesta, el cataclop, cataclop de un animal que galopaba llenó la casa, haciéndose increíblemente más alto cuanto más se acercaba. Los vasos de la alacena comenzaron a tintinear cuando las vibraciones hacían que sus bordes se juntasen.
—Hay algo fuera del hoyo —gimió mientras Austin se lanzaba desde la esquina, metiéndose en la cocina.
El ruido cesó.
Miró al gato.
—¿Eras tú? ¿Pero tú cuánto pesas, dos kilos?
—¿Podemos hablar sobre mi peso en otro momento? —le espetó Austin—. ¡Claire tiene problemas!
LOS PROBLEMAS ESTÁN BIEN.
PERO NO LOS HEMOS CAUSADO NOSOTROS.
¿Y QUÉ?
El infierno sonaba mohíno, es el principio de las cosas.
¡NOSOTROS NO TENEMOS PRINCIPIOS!
OH, SÍ.