CINCO

A las siete y cuarenta de la mañana siguiente, en un extremo del pasillo del tercer piso, la aspiradora tosió, escupió y rugió hasta encenderse. Tres segundos y medio más tarde, Dean le pegó un golpe al interruptor y la aspiradora tosió, escupió y resolló hasta volver al silencio. Con el corazón batiéndole dentro del pecho, se quedó mirando la máquina, preguntándose si siempre habría sonado como el primer tramo de una carrera de coches, lo bastante ruidosa como para despertar a los muertos. O peor.

Eso es ridículo. Había aspirado aquel mismo pasillo una vez por semana durante todo el tiempo que llevaba trabajando allí, con la misma máquina, y la mujer de la habitación seis había seguido durmiendo pacíficamente —o compulsivamente— a pesar de ello. Unos obreros habían renovado las habitaciones a ambos lados de ella y evidentemente no se había ni movido. La señora Hansen le había hecho de todo menos clavarle alfileres, y había seguido durmiendo.

No parecía que hubiese muchas posibilidades de que fuese a despertarla aquella mañana.

Su pie se detuvo a menos de diez centímetros del botón de encendido/apagado, y Dean no pudo forzarlo a acercarse más.

Parecía ser que a su pie no le gustaba aquella opción.

Así que cambió de pie.

Su otro pie se mantuvo, por sí solo, igual de inflexible.

Te estás volviendo loco, chaval. Se limpió las gafas con cuidado, se las volvió a colocar sobre la nariz y, antes de que aquel pensamiento tuviese tiempo de llegar a sus extremidades, le pegó un pisotón al interruptor, falló y casi se cae mientras su pierna continuaba golpeando otros diez centímetros de aire.

Evidentemente algunas partes de su cuerpo eran más paranoicas que el conjunto.

Vale, tío. Desenchufó la máquina y recogió el cable. Tenía que haber una vieja escoba para alfombras en el ático, y siempre podría utilizar aquel recurso.

En el camino de vuelta desde el armario de las escobas se inclinó para recoger una pequeña foto de un barco que alguien había dejado en el suelo. No tenía ni idea de dónde habría salido; los huéspedes encontraban el gusto artístico del señor Smythe de alguna forma inquietante, así que las paredes habían estado básicamente libres de obras de arte desde aquel embarazoso accidente de los grabados del siglo XVIII y el pollo.

Al examinarla más de cerca, la foto resultó ser una descolorida página arrancada de una revista y colocada en un marco barato. Un marco barato y mugriento.

Mientras la sostenía entre el pulgar y el índice, Dean frunció el ceño. ¿Qué hacía aquello apoyado contra la pared de la habitación seis? ¿Podría limpiarlo sin utilizar un producto abrasivo?

—¡Deja eso!

Desde detrás de las gafas, los ojos de Dean se empequeñecieron mientras levantaba la vista de las telarañas que palpaba hacia el fantasma.

—¿Entonces es tuyo?

—Es mío igual que es de todo el mundo.

Si la foto pertenecía a Jacques, aquello explicaba por qué no la había visto antes.

—¿Por qué debería dejarla? —preguntó con recelo.

La expresión de Jacques hacía juego con la de Dean.

—¿Por qué la estás cogiendo?

—La encontré en el suelo.

—Entonces vuelve a dejarla en el suelo.

—¿Aquí? —con un gesto de la cabeza señaló la posición previa de la foto, contra la pared. Muy poco a mano de la Guardiana dormida.

—¡Oui, ahí! ¿Qué te pasa, eres stupide?

—¿Por qué quieres que la ponga ahí?

—¡Porque es donde estaba!

—¿Y?

—¿Estás intentando bloquearme el paso, anglais?

—Si puedo —gruñó Dean, dando un paso hacia el hombre muerto. En la forma en la que lo veía él, Jacques había estado más que muerto y apareciéndose por el hotel en la misma época en la que la Guardiana malvada intentaba controlar el lugar del accidente. No le habría sorprendido descubrir que el fantasma había sido su cómplice y que ahora, ante la negación de Claire a proporcionarle un cuerpo, sólo le quedaba un lugar hacia el que mirar. Dean no podía dejar que aquello ocurriese, no después de lo que habían dicho Claire y su madre, y el gato—. ¿Qué estás planeando, Jacques?

Jacques cruzó los brazos y puso los ojos en blanco.

—Debería pensar —dijo con desprecio—, que lo que yo, tal y como has dicho tú crudamente, planeo, sería evidente incluso para un musculitos imbecile como tú.

—¿Pretendes despertarla?

—¿Despertarla? —el fantasma lanzó una mirada especulativa en dirección a donde estaba Dean—. Oui, si quieres. Le despertaré nuevas sensaciones. Y cuando le diga a Claire que recoges lo que me permite caminar por el hotel, que intentas alejarme de ella, no le gustará nada, creo.

… lo que me permite caminar por el hotel. El ceño fruncido de Dean se relajó al darse cuenta, por primera vez en su vida, de que había llegado a la peor conclusión posible, y que su respuesta se había basado únicamente en su reacción irracional ante un hombre muerto. La foto no tenía nada que ver con la Guardiana dormida. Desde el ático, seguramente Claire la había enviado al pasillo del tercer piso sin haber valorado dónde podría caer.

Se había olvidado completamente de las anclas de Jacques. Abrió la boca para explicarlo y se sorprendió al escucharse decir:

—Venga, pues corre y ve a esconderte detrás de Claire.

—¿Correr y esconderme? —la ira hizo que la silueta de Jacques se difuminase.

—¿Estás demasiado muerto para defenderte?

—Claire…

—Esto no tiene nada que ver con Claire. —Dean volvió a colocar la foto sobre el suelo, tan lejos de la habitación seis como pudo sin que pareciese que estaba cediendo terreno, y se estiró cuadrando los hombros—. Esto es algo entre tú y yo.

—Yo creo que esto tiene mucho que ver con Claire —murmuró Jacques, estudiando al hombre más joven con los ojos entrecerrados—. Pero tienes razón, mon petit anglais, esto es algo entre tú y yo.

Claire se sintió vagamente desilusionada por no haber encontrado a Jacques esperando por ella cuando pasó por el salón de camino al cuarto de baño. Unas imágenes de él pasando la noche presionando la puerta de su dormitorio se habían insertado en sus sueños y la habían despertado bruscamente casi cada hora. Quería compartir su estado de humor con él mientras todavía se sintiese con ganas de darle un cuerpo para que pudiese mover el pescuezo.

No ayudó mucho el hecho de que las medidas tomadas aquella mañana hubiesen mostrado una perceptible acumulación de filtraciones. Al no tener acceso al poder que sellaba el agujero, no podía cortar aquello, y estaba claro que tampoco podía dejar que aumentasen hasta el infinito.

Con los dientes apretados giró salvajemente los grifos de la ducha, gruñó sin palabras cuando las tuberías comenzaron a expulsar ruidosamente el agua caliente, y se tragó un juramento extremadamente peligroso cuando la temperatura se pasó sus buenos dos minutos fluctuando entre demasiado caliente y demasiado fría.

Finalmente comenzó a calmarse mientras le sacaba espuma al champú del Boticario —con garantía de no haber sido testado en criaturas míticas— en su cabello y, para el momento en el que ya se había enjabonado, aclarado y secado, estaba considerablemente relajada. Cuando el infierno por fin dejó en paz su estilo con el secador, abandonó el cuarto de baño sintiéndose considerablemente alegre.

Su buen humor duró hasta que se vistió y se introdujo en su búsqueda diaria de la Historiadora.

Acurrucado sobre una almohada, Austin levantó la cabeza cuando la puerta del armario se abrió y Claire emergió completamente empapada.

—Te estás acercando demasiado —dijo—. Apenas te acababas de marchar. ¿Qué ha pasado?

—Una tormenta tropical —le dijo Claire secamente mientras se apartaba un mechón de pelo de la cara—. Se me vino encima cuando estaba en la orilla y me persiguió durante diez kilómetros tierra adentro. Por suerte llevaba un coche de importación, si no, no hubiera conseguido quedarme en la carretera.

—¿Uno de los sistemas de alerta temprana de la Historiadora?

Claire se encogió de hombros, con el jersey colgándole húmedo sobre ellos.

—¿Quién sabe? —dejando un riachuelo a su paso, recogió una muda seca, que sostuvo cuidadosamente a una distancia de un brazo, y se dirigió al cuarto de baño.

Tras amontonar la ropa mojada en una pila sobre el suelo, se vistió rápidamente y, entre rugidos de estómago, cogió el secador.

—Este será rápido y descuidado —murmuró mientras se inclinaba sobre el secador y apretaba el botón de aire caliente—. Tengo demasiada hambre para ponerme estilosa.

Cuando se levantó, Jacques la miraba desde el espejo.

—Oh, demonios —suspiró ella.

—Los tienes a todos aquí juntos, cherie —sus labios se curvaron formando la sonrisa torcida que elevaba su aspecto de pasable a extrañamente atractivo (extrañamente atractivo si no fuera porque llevaba la marca de haber sido sustituido por el infierno en los ojos de color rojo brillante)—. Siento no haber venido antes.

—Ve al grano.

La imagen sacudió la cabeza.

—Pensarás —dijo juguetón— que tienes prisa por llegar a algún lado. No te puedes marchar, cherie —la sonrisa desapareció—. Ninguno de nosotros puede marcharse. Nos toca estar aquí juntos, ¿por qué no sacarle provecho?

Ella tenía bien claro que se quería marchar, pero la sugerencia de su madre de que no debía discutir con el infierno había sido buena.

—¿Qué tienes en mente?

—Con el poder del pentagrama, te resultaría tan fácil proporcionarme un cuerpo nocturno como chasquear los dedos.

Claire frunció el ceño.

—¿No querrás decir que abrir el pentagrama me dará ese poder?

—Las cosas no están selladas tan fuerte como para eso —guiñó un ojo rojo—. Augustus Smythe conocía los beneficios que le podía proporcionar utilizar las filtraciones. ¿Cómo te piensas que se entretenía?

—Creo que eso resulta bastante evidente —cruzó los brazos—. Si puedo usar las filtraciones sin desatar las hordas del infierno, ¿qué intereses tendríais vosotros?

Pareció herido.

—¿Deberíamos tener algún interés?

—Sí.

—Quizá nos parezca que una Guardiana feliz es una Guardiana con la que resulta más fácil convivir.

—Estoy segura de que Augustus Smythe era todo alegría.

—Era un Primo, cherie. Tú eres Guardiana. ¿Estás segura de que eres más fuerte?

—Eso no tiene nada que ver.

—Quizá —la imagen pareció más triste—. Tienes tan pocas oportunidades de que la vida de otro entre en contacto con la tuya. Una acelerada búsqueda en la oscuridad (y no tenemos nada contra eso, cherie) y te largas. Sólo los Guardianes viejos se quedan en un mismo lugar el tiempo suficiente como para encontrar un compañero para su alma y, para entonces, son demasiado viejos como para reconocerle. Tú tienes una oportunidad, cherie, una oportunidad que pocos Guardianes tienen.

La nariz de Claire aleteó.

—Él está muerto.

—Ya, ya veo. No te arriesgarás, a pesar de que no corres ningún peligro, porque eso es algo que un Guardián no hace. Un Guardián no corre riesgos para obtener una cosa tan insignificante como es la felicidad —la imagen se entristeció—. Por una vez en tu vida, cherie, ¿no puedes darle paso al deseo sin cuestionarte si eso es lo que debería hacer un Guardián? —levantó la mano izquierda y la presionó contra la parte interior del cristal—. ¿No puedes alargar la mano y encontrarte conmigo a mitad de camino?

Sintió que su mano derecha se levantaba y la forzó a volver a bajarse a su costado.

—Sois buenos —gruñó.

La imagen del espejo también dejó caer la mano, completamente consciente de que la atmósfera se había roto.

—Técnicamente no, pero aceptamos el cumplido.

—Devolvedme mi reflejo. ¡Ya!

—Ya que lo pides tan amablemente, cherie… —la imagen de Jacques se desvaneció lentamente, llamándola por su nombre como si lo arrastrasen a un tormento.

—Tú no eres Jacques —le dijo Claire, y se encontró hablando consigo misma.

—¡Claire!

Cuando abrió la puerta del cuarto de baño, Austin se cayó y rodó sobre la alfombrilla. Le llevó un momento recomponerse, y después dijo con estudiada indiferencia, como si no hubiese estado escarbando en la puerta para abrirla:

—Dean y Jacques se están peleando.

—Quieres decir que están discutiendo.

—No. Quiero decir que se están peleando.

—Eso es imposible.

—Eso es lo que cualquiera pensaría, pero parece ser que han encontrado la manera.

Tiró el secador de pelo dentro del lavabo y se repasó el cabello con los dedos, obligándolo a colocarse en su sitio.

—De acuerdo —suspiró—. ¿Dónde están?

—En el pasillo del tercer piso. —Austin se detuvo, se lamió el hombro y se apartó de su camino—. Justo delante de la habitación seis.

Su previsión evitó que fuese pisoteado mientras Claire se dirigía corriendo hacia las escaleras.

El efecto dependía de cuál de ellos soltase el golpe. Si Dean dejaba caer su puño contra el cuerpo inmaterial de Jacques, Jacques lo sentía. Si Jacques hacía pasar su puño inmaterial a través del cuerpo de Dean, Dean lo sentía. No era mucho más que un efecto en cualquiera de los dos sentidos, más cercano a un cierto malestar que a un dolor real, pero ni al vivo ni al muerto les importaba. Lo importante era quién marcase.

—¡Parad! ¡Parad ahora mismo! —respirando pesadamente a causa de la carrera por los dos tramos de escaleras, Claire se echó sobre los combatientes y luego ahogó un atónito jadeo mientras la mano de Jacques se deslizaba a través de su cuerpo de cadera a cadera arrastrando una sensación de frío ardiente tras ella. Al tambalearse para darse la vuelta, se encontró apretada contra la cálida longitud del torso de Dean, y aquello resultaba casi igual de desconcertante.

Tras apartarse bruscamente, se dio la vuelta y les enseñó una mano levantada a cada hombre.

—¡Ya basta! ¿Alguno de los dos puede explicarme qué de… diantres está pasando?

El silencio cayó como si fuera una capa de nieve de un metro.

—Estoy esperando.

—No es asunto tuyo… —comenzó Jacques. Su protesta murió mientras Claire dirigía la fuerza completa de su desaprobación hacia él.

Todo lo que pasa en este edificio es asunto mío —le dijo—. Quiero una explicación y la quiero ya.

Jacques se alisó el cabello translúcido.

—Pregúntale a tu amo de llaves.

—Te lo estoy preguntando a ti.

—¿Por qué? Le cochon maudit, ha comenzado él.

Cuando Claire se giró para mirarlo, Dean se aguantó otro insulto.

—¿Y bien? —le pinchó ella.

—Me ha acusado de estar recogiendo sus anclas. De impedir que anduviese por el hotel.

—¿Y lo estabas haciendo?

—¡No! —al ver que la boca de Jacques se abría, se echó hacia atrás y dijo—. De acuerdo, recogí la foto de ahí, pero no sabía que era una de sus anclas.

—Me has acusado de esconderme detrás de Claire.

—Y mira dónde estás.

Fini! Je suis a bout! ¡Ya estoy hasta aquí!

—¡CONGELAOS!

Jacques detuvo su avance, y Dean se echó hacia atrás sobre los talones.

Con los brazos cruzados, Claire se giró lentamente para enfrentarse a Dean.

—¿De verdad has dicho eso?

Dean asintió tímidamente, con la mirada fija en la alfombra.

—¿Por qué?

Con las orejas coloradas, se encogió de hombros sin alzar la vista.

—No lo sé.

Ya que estaba diciendo la verdad, Claire ignoró los ruidos maleducados que llegaban desde detrás de ella.

—De acuerdo, entonces, sugiero, o no, esto necesita algo más duro que una simple sugerencia, insisto en que continuemos con esto, sea lo que sea, abajo. Estamos incómodamente cerca de ella.

—¿De ella? —repitió Jacques, colocándose entre Claire y las escaleras—. Cuando dices ella, me pregunto, ¿te refieres a ella?

Ella está en la habitación seis —le dijo Claire mientras señalaba con mucho énfasis hacia la puerta astillada. Abrió la boca para exigirle que saliese de su camino, pero en ese momento se dio cuenta de que él tenía toda su atención centrada en Dean. El aire crujió mientras pasaba por su lado.

—¿Pensabas que yo, Jacques Labaet, quería despertarla?

Varios cientos de historias infantiles sobre espíritus vengativos pasaron por la cabeza de Dean, pero se mantuvo firme, preguntándose por qué los adultos consideraban necesario asustar así a los niños.

—Sólo lo pensé al principio.

—¡Te atreves a insultarme así!

—La foto estaba exactamente al lado de su puerta.

—¡Y tú también!

—¡Estaba aspirando!

—La alfombra —escupió Jacques, elevándose hasta que quedaron nariz contra nariz— está limpia. Quizá pretendieses despertarla, ¡y yo llegué justo a tiempo para detenerte!

Eran sólo las ocho y veinte, pero Dean ya había tenido una mala mañana. La alfombra no estaba limpia, llevaba una semana sin pasarle la aspiradora y no parecía que fuese a poder hacerlo pronto. Además, había descubierto un lado receloso de él mismo que no le gustaba mucho, pero no pensaba que mereciese ser acusado de traición por culpa de que alguien tuviese intenciones necrofílicas. O algo así.

—Vete al infierno —dijo, sintiéndolo.

Jacques desapareció.

—¡Oh, mierda! —Claire se pegó una mano contra la boca, pero ya era demasiado tarde.

Dean abrió inmensamente los ojos y, buscando sus llaves a tientas, corrió hacia la habitación cinco.

Sin tiempo para dar explicaciones, Claire se lanzó escaleras abajo. ¿Cómo puede haberlo hecho? Se saltó un escalón, cayó otros cinco, recuperó el equilibrio y tomó más velocidad. No puede ser que haya podido hacerlo. En el momento en el que se metió en las escaleras que daban al sótano, sus pies cubiertos sólo por los calcetines casi no tocaban ni el suelo. Un piso más y se convertiría en la primera Guardiana que volase sin necesidad de ningún aparato.

Convirtió las cadenas y candados en arroz y después apartó a patadas los montones de arroz que se interponían en su camino mientras arrastraba la puerta del horno para abrirla.

—¡Claire! —suspendido sobre el hoyo, Jacques parpadeaba como una bombilla a punto de fundirse—. ¡Ayúdame!

Claire derrapó hasta detenerse al borde del pentagrama. No tenía ni la más mínima idea de qué hacer. Gracias al sello, Jacques no había ido directamente al infierno, pero había suficiente poder en la zona que estaba directamente sobre el hoyo como para hacer trizas sus lazos con el mundo físico. Cuando el último lazo se rasgase hasta soltarse, su alma sería absorbida, hubiese sello o no.

—¡Claaaaaaaaaaaaire!

Apenas escuchaba su nombre en aquel lamento de pánico. Construyéndola a medida que avanzaba, lo buscó con su voluntad.

¡NOS LO HAN ENTREGADO!

—No funciona así —lentamente, fue amarrando posibilidades alrededor del fantasma apaleado y parpadeante—. Ya conocéis las reglas.

LAS REGLAS NO SON PARA NOSOTROS.

—Eso os creéis. Las almas os llegan por sus propias acciones. No se os pueden entregar.

PERO ÉSTE ESTÁ MUERTO.

—¿Y qué? —aquello era como intentar pescar a un pez escurridizo en una poza de marea utilizando una red hecha con papel higiénico.

TENEMOS DERECHO A JUZGAR SUS ACCIONES.

—No, en este lado no lo tenéis.

ESTAMOS AYUDÁNDOLO A PASAR AL OTRO LADO.

—No si yo tengo algo que decir al respecto —agarrándolo con la máxima seguridad posible, Claire comenzó a tirar de Jacques hacia el borde del hoyo. Sus dificultosos movimientos hacían que fuese difícil determinar la rapidez con la que se movía, pero tras unos momentos de tensión ya estaba mucho más cerca del borde que del centro.

Cuando el poder sobrenatural gateó como una mosca hinchada sobre la parte de su voluntad que se extendía sobre el borde del pentagrama, se dio cuenta de que el infierno estaba analizando el intento de rescate. Sintió cómo apartaba su atención de Jacques y recopilaba sus recursos. Casi no tuvo tiempo para prepararse antes de que una púa de energía surgiese de las profundidades, arrastrando tanto a su voluntad como a Jacques de nuevo al centro del hoyo.

DÉJALE MARCHAR. NO TIENE NADA QUE VER CONTIGO.

—Esto no era lo que me decíais en vuestra última tentación.

SOMOS LO BASTANTE MAYORES COMO PARA ADMITIRLO CUANDO NOS EQUIVOCAMOS.

Los pies en calcetines se acercaron deslizándose al borde del pentagrama.

PENSÁNDOLO BIEN, NO LO DEJES MARCHAR.

Si lo dejaba marchar, había bastantes posibilidades de no poder volver a agarrarlo antes de que el infierno rasgase los lazos que lo ataban al mundo. Si no lo soltaba, ella también sería arrastrada cruzando el pentagrama, y su destino sería un minúsculo pie de página añadido al cataclismo que ocurriría si se rompía el sello. Los dedos de sus pies se engancharon entre los calcetines y una imperfección en el suelo de piedra, pero aquello sólo consiguió que fuese más despacio.

¿Jacques o el mundo?

Era el tipo de dilema en el que el infierno se deleitaba. Claire percibía el placer que este sentía al tener la seguridad de que ella tendría que sacrificar a Jacques por la vida de millones de personas.

Entonces unos fuertes brazos la rodearon desde atrás. Sus pies se detuvieron a unos milímetros del desastre.

—Tráelo —le dijo Dean, agarrándola bien fuerte con un brazo—. Y salgamos de aquí.

Encerrado en el pentagrama, el infierno no tenía nada que hacer contra el profundo dibujo que había en la suela de un par de botas de trabajo de invierno diseñadas para hacer subir y bajar a su portador por las cuestas de St. Johns.

Con todo su peso echado sobre los talones, Dean comenzó a caminar hacia atrás, un paso, dos, arrastrando con él a Claire, que a su vez arrastraba a Jacques con ella. En el borde exterior del pentagrama se desató la tensión y los lanzó a los tres contra la pared más alejada de la sala de la caldera: primero Dean, luego Claire y después Jacques, que pasó a través de ambos como una neblina fría y se quedó aplastado contra la roca.

Con los dientes apretados, Claire se separó de Dean, se apoyó en la pared para levantarse e intentó deshacerse de las sombras que tenía tras los párpados, causadas por el impacto contra la piedra caliza seguido inmediatamente por la rodilla izquierda de Jacques pasándole entre los ojos, abriéndolos y cerrándolos.

—¿Estamos todos bien?

—Supongo que sí. —Dean se impulsó apoyándose en el suelo, se separó del brazo y el hombro derechos de Jacques y se puso en pie.

—¿Jacques?

Non. Yo no estoy bien. ¿En dónde estamos?

—En la sala de la caldera —respondió Dean antes de que Claire tuviese oportunidad de hacerlo.

—¿Qué? ¿En el hotel? —la última sílaba se convirtió en un chillido.

—Sí. En la sala de la caldera del hotel. —Dean le dirigió a Claire una mirada al mismo tiempo herida y desaprobadora—. Pero no creo que debamos quedarnos.

Jacques se quedó mirando el pentagrama con los ojos muy abiertos.

—¿Es real?

—Lo es —le dijo Claire, sosteniéndose la cabeza entre las manos. Al soltarse, su voluntad se había replegado y tenía el tipo de dolor de cabeza que le daba al intentar encajar aproximadamente tres metros y medio de poder en un cráneo de veinte centímetros.

—Entonces vamos a hablar al comedor —desapareció, y su contorno todavía parpadeaba.

—El comedor —repitió Claire—. Buen plan —comenzó a subir las escaleras tambaleándose ligeramente.

Con una mano extendida por si ella se caía, Dean la siguió, todavía demasiado, demasiado enfadado como para ceder ante los débiles balbuceos que escuchaba procedentes desde las profundidades de su cerebro.

—¿Por qué no me dijiste que había un agujero que daba al infierno en la sala de la caldera?

—Soy Guardiana, mi deber es protegerte.

—¿De qué?

—De vivir con miedo.

MENTIRA. ¡UNA AUTÉNTICA FALSEDAD!

Claire suspiró. No se podía creer que un dolor de cabeza pudiese concentrar tanta masa; sentía como si tuviese todo el peso del mundo sobre los hombros.

—De tener que soportar más de lo que creía que pudieses soportar.

—¿No tienes una gran opinión de mí, no? ¿Verdad?

Impulsándose para subir otro escalón, ella hizo un gesto con la mano más o menos en dirección al hoyo.

—¡Dean, es el infierno!

—En el lugar del que vengo tenemos un dicho…

—Por favor, ahórramelo.

—… quien no tenga miedo al mar, irá al mar y de seguro se ahogará. Pero quien tenga miedo al mar y vaya al mar, no tendrá porqué ahogarse.

—¿Qué dem…

DILO.

—… diantres significa eso?

—Que el miedo te puede mantener vivo. Deberías habérmelo dicho.

ESTOS GUARDIANES, SIEMPRE SE PIENSAN QUE SABEN LO QUE

Claire cerró la puerta de un portazo con la última palabra, con lo que esparció el arroz crudo por todo el sótano.

Un solo grano de los que habían sido empujados hacia dentro de la sala de la caldera voló escaleras abajo y cayó dando vueltas por todo el suelo de piedra. Se detuvo a una distancia equivalente a su propia longitud del borde más alejado de los jeroglíficos que sellaban el pentagrama.

MIERDA.

—Mira, Dean, sabías lo que necesitabas saber. —Claire le dio una patada a una pila de arroz. El sentimiento de culpa hacía que sonase malhumorada incluso en sus propios oídos—. Te dije que había un gran lugar de accidente ahí abajo, simplemente no le puse nombre.

Con la espalda apoyada contra la puerta de la sala de la caldera, Dean se quedó mirándola, incapaz de creer lo que estaba escuchando.

—¿Que no le pusiste nombre? No es que te hayas olvidado de decirme que se llamaba Fred o George o Harold. ¡Es el infierno!

—Técnicamente, es energía que surge del extremo más bajo de las posibilidades y se manifiesta en el formato que la persona que lo ha llamado pueda comprender.

—¿Y ese formato?

—Es el infierno, vale —se balanceó hacia atrás, contra la lavadora, y levantó las manos—. Tú ganas.

Dean se pasó una mano por el cabello con brusquedad.

—No se trata de ganar —hizo una pausa, mientras intentaba imaginarse qué sería lo que había ganado—. De acuerdo, puede que si se trate de eso. Estás admitiendo que deberías habérmelo dicho, ¿verdad?

—Verdad.

—¿Que estabas equivocada?

Encontró suficiente energía como para levantar la cabeza.

—No te pases —recorrió con una uña el nombre del fabricante, que estaba estampado en la parte delantera de la lavadora—. Así que ahora que lo sabes, ¿qué vas a hacer? ¿Te vas a marchar?

—¿Marcharme? —marcharse. Realmente no se lo había pensado tanto.

¿Qué sentido tendría?, quería saber su sentido común. No hay nada que no haya estado ahí durante este último año.

¿No deberías estarme diciendo que hiciese las maletas?

Demasiado tarde.

—¿Dean?

Se apartó un paso de la sala de la caldera. Quería preguntarle si de verdad pensaba que podría cerrar el infierno, pero el sonido de cien granos de arroz que se convertían en polvo le hizo dirigir la vista hacia el suelo.

—¿Qué hace aquí este arroz?

—Conservación de masa —explicó Claire con cansancio—. Antes eran las cadenas.

—¿Has convertido las cadenas en arroz?

—Tenía que ser algo que pudiese atravesar aunque pesase lo mismo que las cadenas.

Parecía como si una ligera ventisca de camino hacia Rochester hubiera pasado por la zona que estaba justo delante de la puerta de la sala de la caldera. En cuclillas, Dean cogió un puñado de los diminutos granos blancos y frunció el ceño mientras estos se deslizaban entre sus dedos.

—¿Arroz de cocción instantánea?

—¿Qué tiene de malo el arroz de cocción instantánea?

—Nada. Bueno, quiero decir, no es algo que vayas a cocinar —se levantó mientras se limpiaba la mano contra el muslo—. ¿Vas a volver a transformarlo?

Claire negó con la cabeza y se arrepintió del movimiento.

—No puedo. Ahora mismo no puedo cambiar de idea.

—¿Entonces debería poner otras cadenas? El señor Smythe tenía una caja llena —añadió, en respuesta al gesto de ella.

Claire se quedó mirando la puerta. Las cadenas, igual que los candados en la habitación seis, no eran más que ilusiones. Si el infierno se desataba, las cadenas no lo detendrían.

—¿Por qué no?

Mientras se sacaba arroz de los calcetines, vio como él caminaba hacia un armario de almacenaje que estaba en el extremo más alejado del sótano, volvía y aseguraba la puerta con eficiencia. Cuando se volvió para mirarla, se dio cuenta de que había cierta reserva en su rostro, una nueva cautela en su mirada, que la hizo sentirse como si, de alguna forma, le hubiese fallado. No le gustaba aquella sensación.

Los Guardianes no tenían por costumbre pedirles perdón a los testigos. Pero los Guardianes tampoco tenían por costumbre mirar a Dean McIsaac a los ojos, conscientes de que estaban equivocados.

—De acuerdo —intentó evitar arrugar la nariz y no acabó de conseguirlo—. Siento no habértelo dicho.

—Te lo había dicho —disfrutando de la atónita reacción que su inesperada declaración había provocado, Austin se abrió paso a través de la lavandería—. ¿Qué es este arroz?

—Eran las cadenas —le dijo Claire.

—Ya lo veo. Bueno, seguro que los ratones están encantados.

—¿Cuántas veces tendré que decirte que no pienses que son ratones? —la necesidad de descargarse contra algo elevó el volumen de su voz hasta que casi le gritó.

Austin resopló.

—Oh, es cierto, tú eres la Guardiana y yo soy sólo un gato. ¿Qué voy a saber yo de ratones?

Le dirigió una sonrisa forzada.

—Deberías saber que no son de colores primarios. ¿Nos buscabas?

—No. Pero me preguntaba por qué Jacques está sufriendo un ataque de histeria en el comedor mientras vosotros dos estáis aquí escondidos —buscó meticulosamente un trocito de suelo limpio, se sentó y recogió la cola alrededor de las patas traseras—. Después de lo que he escuchado sin querer, ya no me lo pregunto, pero me lo preguntaba.

—Sólo es una suposición —continuó mientras Claire corría hacia las escaleras—, basada en los desvaríos desquiciados de un hombre muerto, ¿pero es que alguien ha utilizado la palabra que empieza por «i» fuera de contexto y casi condena su alma a un tormento sin fin?

Dean palideció al darse cuenta de que aquello era exactamente lo que había pasado.

—Si me lo hubierais dicho —declaró, apresurándose a seguirla— no lo habría hecho.

—Su madre quería decírtelo.

—Cállate, Austin.

Cuando llegaron al comedor, un salero de plástico, una caja de palillos y seis uvas salían volando de la cocina. Claire se agachó y Dean recibió el impacto completo.

J’ai presque ete a l’Enfer!

Mientras se limpiaba las uvas aplastadas de la barbilla, Dean dio un paso atrás. Su francés no era tan bueno como para tener una traducción exacta, pero el chillido enfurecido sugería un número limitado de posibilidades.

—Lo siento. No pretendía hacerlo. Fue…

—¡Fue un accidente! —con la cadera colocada en el lugar preciso, Claire apartó a Dean de su camino—. Por supuesto que dijo las palabras, pero no pretendía que fuesen una orden. Debería haber podido decir que quería que no tuviesen efecto.

Austin resopló y golpeó el salero para que cayese bajo la tabla del comedor.

—Esa cosa lleva aquí más de un siglo y las filtraciones de poder han impregnado todo el edificio. Sólo me sorprende que nunca le dijese al viejo Augustus Smythe a dónde tenía que irse.

—No podía decirle eso a mi jefe —protestó Dean.

—No sin un sindicato —corroboró el gato.

Jacques se levantó a través de la mesa para colocarse cara a cara con Claire.

—¡No me importa lo que debería haber podido hacer! ¡Lo único que sé es que ha intentado lanzarme al infierno!

—Y después te volvió a sacar.

—¿Crees que eso le disculpa de haberme echado allí?

—¿Me vas a escuchar, Jacques? —si hubiera podido agarrarlo, lo hubiera sacudido hasta que le castañeasen los dientes—. Él no sabía que pasaría esto. Ni siquiera sabía lo que había en la sala de la caldera.

—¡Que no lo sabía! —Jacques dio un paso atrás sin creérselo, mitad dentro y mitad fuera de la mesa—. ¿No se lo dijiste? —al mismo tiempo, frunció el ceño—. Ahora que lo pienso, ¡a mí tampoco me lo habías dicho!

—¡Tú llevas setenta y dos años en este mismo edificio! —Claire confrontó la indignación con una indignación similar—. Saber que está ahí no hubiera cambiado nada.

Se le ensombrecieron los ojos.

—Estás equivocada, Claire. Cambia lo que yo sé.

No podía discutirle aquello, aunque deseaba hacerlo.

—Vale, de acuerdo. Debería habértelo dicho. Debería habéroslo dicho a los dos. Pero no lo hice. Lo siento —y decidió que aquella sería la última vez que se disculpase por ello—. Ahora los dos lo sabéis. Voy a darme otra ducha, a pesar de que no me aportará ningún beneficio porque la sensación que tengo está dentro de mi cabeza, y después voy a desayunar algo porque me estoy muriendo de hambre. ¿De acuerdo? —levantó la barbilla—. ¿Hay algo más que queráis que os cuente?

Los dos hombres, ahora colocados el uno al lado del otro, intercambiaron una mirada interrogativa.

Non —dijo Jacques un momento después—. No se me ocurre nada.

—No más secretos —añadió Dean.

—Que Dios me libre de tener que tener secretos —le ardían las orejas y no quería pensar sobre una posible causa de esto—. Mi gato no puede mantener la boca cerrada, y de repente mi vida se ha convertido en un libro abierto.

—¡Eh! —Austin sacó la cabeza desde debajo de la mesa—. Tú dejaste salir al fantasma del ático sólita, y yo te dije que les deberías haber contado lo de la sala de la caldera.

—No lo hiciste.

Se quedó un momento pensándolo.

—Bueno, nunca te dije que no lo hicieras.

Claire los recorrió a los tres con una mirada mordaz, que sugería que debían controlar lo que decían, y salió del comedor pisando con fuerza. Habría sido una salida más eficaz si no hubiera estado en calcetines y si sus talones no hubieran desatado una dolorosa resonancia en su cabeza al golpear el suelo, pero consiguió hacerlo bastante bien.

—Habrá secretos —observó Jacques cuando la puerta de su suite se cerró de un portazo—. Las mujeres tienen que tener secretos.

—¿Por qué? —preguntó Dean de camino a la cocina.

—¿Por qué? Pues porque, espece d’idiot, entre un hombre y una mujer ha de haber misterio. Lo peor del infierno es que ahí no hay misterio.

ROSEBUD ES SU TRINEO. Al ver que el silencio era la única respuesta que obtenía, el infierno suspiró, ¿LO PILLÁIS? NO TIENE MISTERIO, ROSEBUD ES SU TRINEO… ¿ES QUE A NADIE LE IMPORTAN YA LOS CLÁSICOS?

Dean se giró para encarar al fantasma, sintiéndose ligeramente mareado ante la idea de lo que casi había llegado a hacer.

—Lo único que puedo hacer es continuar diciendo que lo siento.

—Correcto, anglais —estuvo de acuerdo Jacques—. Puedes continuar diciendo que lo sientes.

—Tal y como lo veo yo —dijo Austin, saltando de la silla al mostrador—, estáis empatados. Os habéis acusado injustamente el uno al otro de querer despertarla. Tú, Dean, casi envías a Jacques al infierno por accidente, pero después has ido allá a propósito y lo has rescatado.

Non. No estamos empatados. —Jacques miró a Dean por encima de la cabeza del gato—. Él también me ha acusado de esconderme detrás de Claire.

—Sí, y tú le has insultado directamente.

—¿Hablas francés?

—Soy un gato.

—Mira, me he excedido —admitió Dean. Hizo una pausa mientras las tuberías del agua caliente resonaban al ritmo de la ducha de Claire—. Es sólo que has sido demasiado evidente al decir lo mucho que deseabas un cuerpo.

—Hubiera tomado el cuerpo del gato antes de tomar el cuerpo de ella.

—Pierde cuidado, eso no ocurrirá —recomendó Austin.

Mientras sacaba la tostadora del armario de los electrodomésticos, Dean negó con la cabeza. No podría evitar tener la sensación de que debería sentirse más disgustado ante el hecho de que en la sala de la caldera había un agujero que daba al infierno, si no fuera porque las palabras hecho y agujero al infierno no tenían lógica juntas en una misma frase.

—¿Por qué me preocupa más ella que el infierno?

—Podría entrar en los profundos problemas psicológicos que sufren los hombres cuando se encuentran cara a cara con mujeres poderosas…

—¡Eso no nos pasa! —exclamaron los dos hombres. De pie y con los brazos cruzados, se observaron el uno al otro con recelo. El gato rio entre dientes.

—… pero es más sencillo que eso. El infierno es algo demasiado desagradable para que las mentes mortales lo comprendan, así que lo trivializan, lo reducen de tamaño. Es un mecanismo de autodefensa.

Con la frente arrugada, Dean bajó la vista para mirar al gato.

—¿Así que ella me molesta más que el infierno porque no tengo ninguna defensa natural contra ella?

—Y porque el primer Guardián colocó un campo de fuerza alrededor de la sala de la caldera. Si no lo hubiese hecho, las cosas estarían bastante peor de lo que están, por difícil que resulte imaginar esto, y cualquier persona cuerda saldría corriendo a grito pelado al darse cuenta de lo que hay en el sótano.

—¿Y con él?

—Pone nervioso pero es soportable. Algo así como la ópera.

—Un campo de fuerza para sofocar las reacciones —mientras se frotaba la perpetua barba de tres días que se extendía por su mandíbula, Jacques asintió—. Eso explica por qué yo me lo tomé tan bien.

—Por eso —confirmó Austin, mientras atacaba la tapa de la mantequilla— y porque estás muerto. Los muertos no se ponen tan nerviosos.

—Excepto si se les quitan sus peñones —murmuró Dean.

—¿Deseas que le diga a Claire por qué estábamos peleándonos realmente? —lo interpeló el fantasma.

—Si lo sabes, ¿por qué no se lo has dicho cuando estábamos arriba?

—Por dos razones. Por si no lo sabías, yo soy el que te lo dice a ti. Y dos… —se encogió de hombros—. Recuerdo que justo en tiempo…

—Justo a tiempo.

—¿Qué?

—No se dice «en tiempo» —le dijo Dean—. Se dice «a tiempo».

D’accord. Justo a tiempo, recordé que esa mujer no siempre aprecia que alguien se pelee por ella de la forma que los que se pelean podrían pensar.

—Oh. —Dean abrió el frigorífico, se quedó mirando su contenido, ignoró la vocecita que le sugería que, dadas las circunstancias, estaría bien tomarse una cerveza antes del mediodía y volvió a cerrar la puerta diciendo—. Muy listo, para estar muerto.

—Yo era, como tú dices, muy listo para estar vivo.

—Os estáis uniendo —observó Austin con sarcasmo—. Estoy conmovido. O bueno, ¿cómo lo llamaríais vosotros? —preguntó cuando tanto el vivo como el muerto le dirigieron una idéntica expresión de horror.

—No nos estamos uniendo —declaró Dean.

—Ni lo más mínimo —añadió Jacques—. Estamos… —miró al vivo en busca de ayuda.

—No nos estamos uniendo —repitió Dean.

Oui —mientras levitaba con las piernas cruzadas un par de centímetros por encima de la mesa, el fantasma se inclinó hacia atrás para apoyarse en nada y estudió al otro hombre—. Yo no tengo otra opción, pero tú, ahora que lo sabes, ¿te quedarás?

—Claire también me preguntó eso —cruzó los brazos—. Yo no huyo de las cosas.

—Quizá será más sabio saber cuándo salir corriendo.

—¿Y dejaros aquí solos?

Jacques extendió las manos, que eran la imagen de la inocencia equivocada, un gesto bastante más elocuente que las palabras.

—Por nada en el mundo —subiéndose las gafas en la nariz, Dean se dirigió a las escaleras del sótano.

—¿A dónde vas?

Puso cara de ser un tipo que limpia el suelo de hormigón una vez al mes con un cepillo de púas duras y un limpiador industrial.

—Voy a recoger el arroz.

—Llevas veinticuatro horas haciendo cosas, Claire. ¿Estás segura de que estás bien?

—Tengo un dolor de cabeza atroz —después de acomodar el auricular pasado de moda en el hueco húmedo que tenía entre la oreja y el hombro, se peleó con el cierre antiniños de un bote de analgésicos. Con los dientes apretados, colocó el bote de pastillas sobre la mesa y recogió poder. El bote explotó.

—Claire, ¿qué estás haciendo?

Dos pastillas se quedaron atrapadas en el dobladillo del albornoz.

—Estoy tomándome algo para el dolor de cabeza —se las tragó sin agua.

Al otro extremo del teléfono, Martha Hansen suspiró.

—No eres la primera Guardiana que tiene que disculparse ante un testigo, ¿sabes?

—Es la primera vez que yo he tenido que hacerlo.

—Es la primera vez que hay un testigo implicado en lo que tú haces.

Claire abrió la boca para mostrar su desacuerdo, y después se dio cuenta de que sus relaciones previas con testigos no eran algo sobre lo que quisiera discutir con su madre. Y tampoco, reconoció con una ligera sonrisa, eran nada por lo que tuviera que disculparse.

—¿Claire?

Unos recuerdos agradables huyeron mientras la situación actual se abría paso hasta el primer frente de sus pensamientos.

—Por lo menos no necesito preocuparme porque vuelva a ocurrir. Dean es un muchacho demasiado agradable como para tan siquiera pensar en hacerlo a propósito.

—¿Y Jacques?

Se le curvaron los labios.

—Jacques está muerto, mamá. No puede influir en nada.

—Ah, sí.

Claire decidió que no quería saber lo que significaba aquello. Si el teléfono hubiera tenido marcación digital, hubiera sospechado que Austin había estado hablando con su madre a sus espaldas. Pero ya que no había forma de que un gato pudiese utilizar un teléfono que se marcaba con disco rotatorio… En aquel momento la conversación no estaba consiguiendo que se sintiese mejor.

—Mejor me visto y vuelvo al trabajo.

—Espero que te haya ayudado hablar del tema, Claire. Ya sabes que puedes llamarme en cualquier momento. Hablando de llamar, ¿no sabes nada de tu hermana, verdad?

Sintió como se le tensaban los músculos de la mandíbula.

—No, ¿por qué?

—Tuvimos un pequeño desacuerdo, y salió corriendo de casa anoche. No estoy preocupada, sé donde está, sólo me preguntaba si habría hablado contigo.

—No.

—Si te llamase, ¿podrías explicarle que convertir el sofá en un hipopótamo pigmeo durante toda una tarde puede ser una transfiguración muy buena, pero maltrata a las alfombras y confunde al hipopótamo?

Un sonido seco, desgarrado, el sonido de algo grande y antiguo aclarándose la garganta, sacó a Dean del sótano. Luchando contra la inclinación natural de sus piernas a hacer que el resto de su cuerpo huyese de allí como del infierno, por decirlo de alguna forma, se abrió paso hasta el comedor, donde encontró a Claire a cuatro patas, rodeada por trozos cuadrados arrancados directamente del linóleo del suelo.

—Está descargando su frustración sobre objetos inanimados —le explicó Austin desde la seguridad del mostrador—. Deberías considerarte afortunado.

—¿Jefa?

Se arrastró hacia atrás y levantó otro medio metro del material que cubría el suelo antes de que el trozo se soltase del todo.

—Hay madera sin tratar debajo, tendremos que rematarlo.

—Pero yo pensaba…

—Felicidades.

—… que tu trabajo era cerrar el lugar.

—Para cerrar el lugar, necesito estudiarlo. Para estudiarlo, necesito acercarme. Para acercarme, necesito estar tranquila. —Claire arrancó otro trozo mal cortado—. ¿Tengo aspecto de estar tranquila?

—Supongo que no —sorprendido por el alcance del desastre, Dean no estaba completamente seguro de si no hubiera sido mejor haberse enfrentado al demonio que esperaba—. ¿Y qué hacemos con el mostrador principal, el del recibidor?

—Ya sé dónde está el mostrador principal, Dean —echó a un lado un trozo de linóleo hecho trizas—. No te estoy preguntando si quieres rematar el suelo, te estoy diciendo lo que vamos a hacer.

Dean miró al gato, que parecía ser de bastante poca ayuda.

—¿Dónde está Jacques?

—Apartándose de mi camino.

—Ah —se limpió las gafas en la camiseta y entornó los ojos para mirar sin entusiasmo la madera descubierta—. ¿Debería ir a alquilar una lijadora industrial?

—Sí, deberías. —Claire se puso en pie y se fue por el pasillo en dirección al despacho.

—¿Por qué tenemos que ser nosotros los que lo sufrimos? —le murmuró Dean al gato mientras se giraba para seguirla—. Era ella la que estaba equivocada.

—Y tú vas a guardarte ese pensamiento para ti, ¿verdad? —le dijo Austin.

Dean conocía el sobre del que Claire sacó el dinero. Augustus Smythe le pagaba cada viernes con lo que sacaba de este. Habría jurado que el sábado, cuando abrió la caja fuerte, estaba vacío.

—¿De dónde has sacado el dinero?

—De los fondos del linaje. —Claire volvió a arrojar el sobre dentro de la caja fuerte y cerró la puerta—. Cuando la gente, o las instituciones, o las máquinas de refrescos pierden dinero, se convierte en nuestro, y podemos retirarlo cuando lo necesitemos.

—¿Es ahí a dónde va el dinero perdido? —separó los billetes y contó cuatro de veinte, tres de diez y uno de cinco que tenía el corte de pelo del señor Spock dibujado a lápiz en la cabeza de Sir Wilfred Laurier. Tenían un considerable parecido.

—¿Y los calcetines?

—¿Calcetines?

—¿A dónde van los calcetines que se pierden?

Claire se quedó mirándolo como si de repente le hubieran salido tres cabezas.

—¿Cómo demo… diantres quieres que lo sepa?

Cuando Dean volvió, justo antes de las doce del mediodía, todos los muebles del comedor estaban recolocados en el techo y el linóleo había sido arrancado por completo. Todavía andaba por allí tirado en montoncitos desordenados, pero ya no estaba pegado al suelo.

Cansada y sucia, Claire miraba agradecida cómo él se peleaba con la pesada máquina para conseguir introducirla por la puerta trasera. El haber sido capaz de llevar algo a cabo la había puesto de un considerable buen humor.

Comieron sopa y bocadillos sentados en el mostrador mientras discutían sobre las reformas en perfecta armonía. Dos horas más tarde, con los escombros ya guardados en bolsas, Claire se marchó para terminar de clasificar lo que había en la habitación de Augustus Smythe mientras Dean pasaba la lijadora.

Cuando las capas de pegamento y barniz viejo comenzaron a desaparecer, él adquirió más confianza. Una vez hubo acabado con los laterales, comenzó a repasar amplia y suavemente los cinco metros y medio que la habitación tenía de largo. Tras la tercera repasada, comenzó a adquirir velocidad. De repente un cuerpo apareció demasiado cerca del aparato como para evitarlo.

Jacques emitió un grito de fingida agonía cuando la lijadora lo partió en dos.

Dean consiguió mantener el suficiente control, así que sólo hizo un corte alargado en diagonal y superficial, de menos de un metro de longitud, en las tablas que componían el suelo antes de conseguir apagar la máquina. Tras arrancarse los protectores para los oídos con una mano y la mascarilla con la otra, se dio la vuelta y chilló:

—¡No tiene gracia!

Jacques hizo un gesto con la mano, debilitado por la risa.

—Tendrías que verte la cara. No volveré a ver nada tan divertido ni aunque me quede aquí otros setenta años —mientras Dean mascullaba sin articular palabra, comenzó a reírse más alto.

—¿Por qué has parado? ¿Has acabado? —Claire se detuvo en la puerta, pisó la madera y meneó la cabeza—. ¡Jacques, vuelve a unirte!

—Por ti, cherie, lo que sea —la diversión continuó vibrando en su mitad superior, y al final Jacques tuvo que agacharse, agarrar sus pantalones y tirar de sus piernas para volver a unirlas al torso.

—¿Ha habido un accidente?

—No, no ha sido un accidente —gruñó Dean—. Este imbécil ha aparecido de repente delante de mí. ¡Mira lo que me ha hecho hacerle al suelo! Debería haber pasado por encima de su cabeza.

—Cuando quieras —le dijo Jacques, todavía riendo por lo bajo.

—¡Jacques!

El fantasma volvió a colocarse la cabeza sobre los hombros.

—Sabes —le dijo Claire acusadoramente—, y para que te quede claro, no encuentro que este tipo de cosas sean atracti… —dio un salto en el momento en el que una sirena de alarma antiaérea comenzó a sonar—. Es la señora Abrams. He colocado una alarma en las escaleras de la entrada para que nos advierta de ella. Jacques, será mejor que desaparezcas.

—¿Por qué no puedo conocer a la señora Abrams?

—Sí, jefa, ¿por qué no puede? —preguntó Dean con sentimiento—. ¿Por qué tenemos que quedarnos nosotros con toda la diversión?

La sirena se apagó cuando la puerta delantera se abrió.

—¡Yujuuu!

Jacques pegó un respingo y desapareció.

A Dean le llegó la inspiración de repente y volvió a encender la lijadora.

Cuando las nubes de polvo comenzaron a dar vueltas alrededor de él, Claire se arrastró de mala gana hacia el recibidor de la parte delantera.

—Oh, estabas aquí, querida —su voz se elevaba fácilmente por encima del ruido de fondo que rugía desde el comedor—. Estaba sacando a Baby para que fuese a su trocito de jardín y escuché unos ruidos horribles que procedían de la parte trasera de este edificio, así que me apuré para llegar aquí, no fuera a ser que todo este viejo edificio sin salida hubiera comenzado a derrumbarse ante vuestros oídos.

Claire reprimió el impulso de preguntarle qué habría hecho en aquel caso.

—Estamos reformando el suelo del comedor, señora Ab…

—Claro que sí. ¿No decía yo que este viejo edificio necesitaba un toque femenino? Que maravilloso que tengas a un joven fuerte por aquí para que haga el trabajo por ti —se echó a correr a propósito a lo largo del recibidor, canturreando villancicos—. Voy a acercarme y echar un vistazo.

Para ser una mujer de su edad y peso, la señora Abrams se movía extraordinariamente bien. La línea defensiva de los cowboys de Dallas podría haber sido capaz de detenerla, pero Claire no tenía ninguna oportunidad de hacerlo sin utilizar sus poderes. Sin tiempo para delicadezas, se echó hacia adelante y se golpeó las rodillas.

Un metro por delante de ella, la señora Abrams ni se dio cuenta.

Parpadeando para deshacerse de los destellos que le iluminaban el interior de los ojos, Claire se arrastró a lo largo de la pared. Es esa condenada lijadora, decidió, deseando perfectamente condenarla a las llamas. ¿Cómo se supone que se va a concentrar nadie con todo ese ruido?

Su buena educación innata obligó a Dean a apagar la lijadora cuando la señora Abrams asaltó la habitación.

—Te lo agradezco —tosió vigorosamente sobre un pañuelo que se sacó de la manga—. Hay mucho polvo, ¿verdad? Y esta habitación parece tan pequeña y lúgubre sin los muebles… —su voz se detuvo en seco al darse cuenta de dónde estaban los muebles—. Oh, Dios mío. ¿Cómo habéis…?

—Con grapas —le dijo Claire. La mujer mayor pareció tan aliviada que casi se podían escuchar las posibilidades que estaba descartando. Al encontrarse con la mirada incrédula de Dean, se encogió de hombros, gesto con el que claramente quería decir la gente se cree lo que quiere creerse.

¡UNA MENTIRA!

UNA MENTIRA PIADOSA, SE ANULAN LA UNA A LA OTRA. NO SE TENSA NINGÚN LADO. NO SE DEBILITA NINGÚN LADO.

PERO

EL INTENTO CUENTA. Si hubiera habido alguien para escucharlo, hubiera pensado que el infierno hablaba con los dientes apretados.

Está En Las Normas.

Repentinamente inspirada, Claire agarró uno de aquellos codos cubiertos por poliéster y le dio la vuelta al cuerpo que tenía pegado para colocarlo ante la puerta trasera.

—No debería estar aquí sin mascarilla, señora Abrams. ¿Qué hará Baby si se pone enferma?

—Oh, no puedo ponerme enferma, mi pobre queridín se quedaría devastado. Está tan apegado a su mamá —estirando el cuello, le echó un último vistazo al techo del comedor—. ¿Grapas, has dicho?

—¿Qué otra cosa iba a ser?

—Grapas, por supuesto. Qué otra cosa iba a poder sostener los muebles contra el techo. Que inteligente por tu parte, Karen, querida. ¿Has sabido algo de ese horroroso señor Smythe?

—No, y no me llamo…

—Se sorprenderá de todo lo que has hecho cuando vuelva. ¿Vas a abrir el ascensor?

—¿El qué?

—El ascensor. Hay uno en este pasillo, en algún lado. Lo recuerdo de cuando era niña.

Claire abrió la puerta principal, pero la señora Abrams no hizo ningún movimiento para salir.

—Deberías abrir el ascensor, ya lo sabes. Le daría a este lugar una historia… —abrió inmensamente los ojos al escuchar el sonido de unos ladridos frenéticos que resonaban arriba y abajo por toda la calle. Se dirigió a la puerta corriendo—. ¿Qué le puede estar pasando a Baby?

—¿El cartero? —preguntó Claire, siguiéndola con la misma actitud obsesiva que hacía que los conductores se detuviesen al ver un accidente en la carretera.

—No, no. Ya hace rato que vino y se fue.

Cruzaron el caminito de entrada la una junto a la otra. Claire, que caminaba más cerca de la casa, miró hacia atrás justo a tiempo para ver una borrosa imagen blanca y negra que saltó desde la reja al cercado que rodeaba los cubos de basura y luego al suelo, y salía disparado en dirección al hotel.

La señora Abrams no se dio cuenta de en qué momento había dejado Claire de correr.

El ruido procedente del corralito de Baby, que después de unos cuantos años con Baby, ya no se podía llamar jardín en ninguno de los significados domésticos de la palabra, no cesó.

Si las llamas que se reflejaban en la campana de cobre eran ya plomizas, ahora eran prácticamente mohínas.

NO ES JUSTO.

¿EL QUÉ NO ES JUSTO?

QUE LA GUARDIANA SIEMPRE TENGA QUE GANAR. SI TAN SÓLO HUBIÉRAMOS TIRADO CON MÁS FUERZA. ESTÁBAMOS TAN CERCA.

¡CERCA! LA REPETICIÓN RESONÓ EN EL AIRE CALIENTE COMO UNA PEQUEÑA EXPLOSIÓN, CERCA SÓLO CUENTA EN HERRADURAS Y GRANADAS DE MANO.

Y EN EL BAILE.

¿EN QUÉ?

EN EL BAILE AGARRADO.

CÁLLATE.