CUATRO
Augustus Smythe quería el desayuno cada mañana a las siete. Se tomaba un tazón de avena, compota de ciruelas y se bebía una tetera, excepto los domingos, que tocaba tortilla de champiñones, riñones estofados e indigestión. Los huéspedes, y por su experiencia no había habido nunca más de una habitación ocupada al mismo tiempo, desayunaban entre las ocho y las ocho y media o no desayunaban.
Dean estaba en la cocina, con el agua hirviendo y una bolsita de avena en la mano, cuando recordó que las cosas habían cambiado. Había estado dándole de comer a Claire como si fuese una huésped, pero no lo era. Y tampoco, hubiera apostado lo que fuese, era de las que comían compota de ciruelas.
Ella no sólo era su nueva jefa, era una Guardiana: un ser semimítico que controlaba la erupción potencial de energía maligna procedente de un posiblemente corrupto lugar de accidente metafísico que estaba en la sala de la caldera. Bien. Podría manejar aquello.
La pregunta era: ¿qué querría desayunar ella?
—¿Cómo quieres que lo sepa? —pillado en el intento de acceder al frigorífico, Austin bajó la mirada hacia el platillo de comida húmeda para gatos fresca—. Pero si no quiere los riñones, me los como yo.
Las tuberías del agua caliente resonaron a las ocho menos cuarto. Dean no tenía ni idea de cuánto tiempo les llevaba normalmente a las mujeres arreglarse por las mañanas, pero su mínima experiencia le indicaba que necesitaban un mantenimiento bastante elevado. Esperó hasta las ocho y media y luego preparó una cafetera nueva.
A las nueve comenzó a preocuparse. Austin había comido y desaparecido, y no había vuelto a escuchar nada más procedente de la habitación de Claire. A las nueve y media ya no pudo esperar más.
¿Se habría caído al salir de la ducha? ¿Les ocurrían aquel tipo de cosas a los seres semimíticos?
Tras tirar el delantal sobre el respaldo de una silla, caminó rápidamente pasillo arriba, asomó la cabeza por el extremo del mostrador y dudó desde el exterior de la puerta. Si ella se había vuelto a meter en la cama, no le agradecería que la despertase. Quizá debería marcharse y esperar un poco más.
¿Pero y si, por lo que fuese, yacía inconsciente al lado de la bañera…?
Mejor enfadada que muerta, decidió. Inspiró profundamente y llamó a la puerta.
—Entra.
Le llevó un instante, pero finalmente acabó viendo a Austin sobre una mesa redonda tallada, al lado de una cestita china de color violeta llena de rosas chinas amarillas.
—¿Está Claire…?
—¿Aquí? No.
—¿Ha salido? —no había escuchado la puerta principal.
—No. Ha entrado.
—¿Entrado?
—Exactamente. Pero estoy esperando que vuelva en cualquier… —el gato levantó las orejas y se giró hacia el dormitorio—. Aquí llega. Espero que haya cogido los snacks de gamba que le pedí.
Con la frente arrugada, Dean dio un paso atrás. Habría jurado que escuchaba música (sobre todo trompas, y unos enérgicos golpes de bombo que abrían el paso). A través de la puerta abierta veía un sillón lleno de cosas y el armario que el señor Smythe utilizaba como vestidor. Evidentemente, Claire no había superado mucho aquello, ya que sus ropas estaban tiradas por toda la silla.
El volumen de la música subió.
La puerta del armario se abrió y salió Claire. Llevaba colgando del cuello unas cuantas cuerdas con cuentas de plástico barato, y una lluvia de confeti acompañaba cada uno de sus movimientos. No parecía contenta.
—¿Qué te apuestas a que se habían acabado los snacks de gamba? —murmuró Austin.
Al mirar hacia el salón, los ojos de la Guardiana se abrieron más.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Vivo aquí.
—Tú no —se arrancó el grueso collar de cuentas y apuntó con un autoritario dedo hacia Dean—. Él.
—Estabas en el armario.
No era una pregunta, así que Claire no la respondió.
—¿Es que nunca llamas a la puerta?
—Llamé a la puerta —casi tan nervioso por lo que implicaba haber entrado sin más en el apartamento de ella como por haberla visto emerger del armario, Dean movió rápidamente la cabeza en dirección al gato—. Él me dijo que entrase.
Austin estiró una pata e hizo caer al suelo un querubín de cerámica. Este se balanceó en tres partes separadas de la alfombra y acabó rodando ileso bajo la mesa.
Claire cerró los ojos y contó hasta diez. Cuando los volvió a abrir, había decidido no molestarse en discutir con el gato: la experiencia le había enseñado que no podía ganar. Se inclinó hacia adelante y se sacudió el confeti del cabello.
—Si lo que huelo es café, podría aprovechar una taza. No es seguro comer o beber del otro lado.
—¿El otro lado de qué? —preguntó Dean, aliviado al ver que los trocitos de papel desaparecían antes de haber llegado al suelo. Bueno, quizá aliviado no fuese exactamente la palabra correcta—. ¿Dónde estabas?
—Buscando a la Historiadora. La probabilidad de encontrarla es más elevada a primera hora de la mañana, antes de que las distracciones del día comiencen a construirse —mientras se estiraba, Claire frunció el ceño ante el montón de cuentas—. Le perdí la pista en un martes de carnaval.
—¿En septiembre?
—Siempre es martes de carnaval en algún lugar —se metió la mano dentro de la camisa para sacarse el confeti del sujetador, se dio cuenta de que la mirada de Dean seguía aquel movimiento y se dio la vuelta deliberadamente. Demasiado para la educación de su abuelo.
Dean sintió que le ardían las orejas.
—¿En algún lugar dentro del armario?
—El armario no es más que la puerta —cuando se dio la vuelta para colocarse cara a cara con él y vio la cara que estaba poniendo, añadió con impaciencia—. Es tradicional.
—De acuerdo —era la primera vez que escuchaba que el martes de carnaval en un armario era algo tradicional, pero por lo menos la música había cesado. Si su vida dependiese de elegir una banda sonora, habría preferido cualquier cosa que no sonase como una banda de música que había comido almejas pasadas.
—De verdad que puedo aprovechar ese café —declaró Claire mientras lo cogía del brazo y lo impulsaba hacia la puerta.
—De acuerdo —café, comprendió, a pesar de que, ya que también parecía que antes entendía lo que eran los armarios, el café también podría haber sido sometido a cambios sin avisar—. Tenemos que, eh, hablar de tus comidas.
—¿Qué es lo que hay que hablar? Tú haces tu trabajo, yo hago el mío. Tú cocinas, yo como.
—¿Qué cocino? —insistió Dean—. ¿Y cuándo?
Al haberse dado cuenta de repente de que todavía tenía los dedos agarrados alrededor de la curva cálida, elástica de un bíceps, Claire apartó la mano bruscamente.
—Me como cualquier cosa, no soy quisquillosa, pero no soporto las coles de Bruselas, el calabacín crudo, la sopa de sobre ni nada que sea naranja. Excepto las naranjas.
—Nada naranja excepto naranjas —repitió él—. Así que las zanahorias…
—Quedan excluidas. Mientras esté aquí, la comida a las doce y la cena a las cinco y media, porque así puedo ver las noticias de las seis. Para desayunar tomaré cereales con leche fría o tostadas, y eso puedo preparármelo yo misma.
—¿Te pondrás a salvar el mundo con sólo un tazón de cereales?
—De verdad que preferiría que no comenzases a hablar igual que mi madre —le dijo con dureza mientras salía de la oficina justo en el momento en el que se abría la puerta de la calle.
—¡Yu-ju! —agarrada al pestillo, la señora Abrams echó un vistazo desde detrás de la puerta—. ¡Oh, estás aquí, querida! —se estiró y se echó hacia adelante—. ¿Me recuerdas…? —aquello era una declaración consumada—… la señora Abrams, (con una «be» y una «ese» al final). Deberías tener esta puerta cerrada, querida. El vecindario ya no es como cuando yo era niña. Hoy en día, con todos esos inmigrantes, nunca se sabe quién puede andar por ahí. No es que yo tenga nada en contra de los inmigrantes. Hacen una comida muy buena, ¿no te parece? —sus cejas perfiladas se elevaron espectacularmente hacia su duro flequillo cuando vio a Dean de pie en el umbral detrás de Claire—. Qué bonito es ver que dos jóvenes se llevan bien.
—¿Qué quiere, señora Abrams? —Claire no le vio mucho sentido a preguntarle a ella si había llamado a la puerta.
—Bueno, Kirstin…
—Claire.
—¿Perdóname, querida?
—Me llamo Claire, no Kirstin.
—¿Entonces por qué me dijiste que te llamabas Kirstin, querida? —antes de que Claire pudiese protestar y decir que nunca había dicho tal cosa, la señora Abrams agitó la mano en el aire quitándole importancia y continuó—. No importa, querida, estoy segura de que cualquiera puede confundirse, el primer día en un trabajo nuevo y todo eso. Me he parado aquí porque anoche Baby escuchó algo en el caminito de entrada, podrían haber sido ladrones, ya sabes, nos podrían haber asesinado a todos dentro de la cama, y he venido para ver si estabas bien.
—Estamos bien. Yo…
—Veo que tienes ordenador —meneó la cabeza con desaprobación, y cada parte de su rostro se movió por separado—. Tienes que tener cuidado con los ordenadores. Las radiaciones que emiten te vuelven estéril. ¿Ha vuelto ya el pequeño y desagradable señor Smythe?
Al encontrar extremadamente desconcertante el hecho de estar hablando con alguien cuyos ojos nunca se centraban en algo durante más de uno o dos segundos, Claire salió de detrás del mostrador.
—No, señora Abrams, se ha marchado para…
—Recuerdo el aspecto que tenía este lugar, tan pintoresco y encantador. Necesita un toque femenino. Espero que sepas apreciar que puedes solicitar mis servicios en cualquier momento, Karen querida. Podría haber sido decoradora, todo el mundo dice que tengo estilo. Ya le ofrecí una vez a este lugar la posibilidad de beneficiarse de mis habilidades únicas, ¿pero sabes lo que me dijo Augustus Smythe? Me dijo que podía redecorar la sala de la caldera.
Claire consiguió detenerse antes de anunciarle que la oferta seguía en pie, aunque no estaba completamente segura de si prefería ahorrarse a la señora Abrams o al infierno.
—¿Le has hecho algo al comedor, querida?
Aparte de hacerle un placaje, Claire no veía la forma de detener a la señora Abrams antes de que se adentrase en el pasillo.
—Llevo años sin ver el comedor. Casi no he puesto un pie aquí mientras ese hombre tan horrible estaba a…
A pesar de escucharse difuminados por la distancia, los ladridos de Baby eran demasiado característicos como para no escucharlos o confundirlos.
—Oh, querida, tengo que volver. Baby adora saludar al cartero, pero el muy idiota insiste en malinterpretar sus jueguecitos. ¡Ya viene mami, Baby!
Claire se frotó las sienes mientras le lanzaba a Dean una mirada molesta en el momento en que él finalmente salió al umbral y cerró la puerta que daba al salón.
—Has sido de mucha ayuda.
—La señora Abrams —le dijo Dean con hastiada seguridad— no escucha a los hombres.
—Dudo que la señora Abrams escuche a nadie.
El sonido de ladridos aumentó triunfante en la distancia.
—No es por criticar —dijo Claire secamente mientras se volvía a meter debajo del mostrador y se acercaba a la ventana delantera—, ¿pero por qué no estaba cerrada la puerta delantera?
Dean la siguió.
—La abro cada mañana en cuanto me levanto. Para los huéspedes.
Hicieron una mueca de dolor al mismo tiempo al escuchar a la señora Abrams chillar, diciéndole a Baby que lo soltase… y no se refería a la bolsa de las cartas.
—¿De verdad estás esperando que vengan huéspedes?
—La verdad es que no —admitió.
El cartero consiguió escapar corriendo.
—No puedo decir que me sorprenda —mientras salía del despacho, señaló con un movimiento de la mano las capas de pintura cuarteadas de la madera y las condiciones en la que se encontraba el suelo, bien barrido pero deslucido—, pero no es que este lugar dé precisamente buena impresión.
—¿Y qué he de hacer?
—¿Hacer? —Claire se dio la vuelta para quedar frente a él y se sorprendió de encontrárselo mirándola como si tuviera la respuesta. Detrás de él, Austin tenía cara de divertido—. No vamos a hacer nada. Yo voy a sellar este lugar. Tú… —y estaba a punto de decir tú puedes hacer lo que sea que hagas normalmente un martes, pero se dio cuenta de que no podía decepcionar las expectativas escritas en sus ojos—. Ya que no está lloviendo, puedes empezar a repintar la P del cartel.
Mientras el diario del lugar se empapaba de una solución limpiadora, Claire se pasó la mañana revisando el resto de los papeles del despacho. Al mediodía la caja de papel para reciclar estaba llena, tenía las manos sucias y dos cortes que se había hecho con el papel, además de un dolor que le partía la cabeza en dos provocado por el polvo.
No había encontrado nada nuevo acerca de Sara, ni del agujero, ni del equilibrio de poderes que se mantenía entre ellos. Alguien, probablemente Smythe, había garabateado pues al infierno con esto en el margen de una vieja revista para hombres en blanco y negro, y aquello fue lo máximo que llegó a acercarse a encontrar una explicación.
—Qué pérdida de tiempo.
—Algunas de esas viejas revistas seguramente sean de coleccionista.
Los labios de Claire se curvaron.
—No están precisamente en buen estado.
—Un buen comentario —con la mirada fija en sus dedos, Austin se echó atrás—. No pretenderás tocarme con esa asquerosidad, ¿verdad?
—No —dejó caer las manos a los lados—. ¿Sabes lo peor de todo? También tengo que revisar la suite del señor Smythe. Quién sabe todo lo que ha almacenado ahí dentro durante los últimos cincuenta malditos años.
—No tiene sentido cargarse el candado si existe la posibilidad de encontrar la llave —estuvo de acuerdo el gato.
—Ahórrame sentencias de galletita de la fortuna —mientras buscaba por lo menos la ilusión del aire fresco, Claire caminó hacia las ventanas. Fuera el viento corría por el centro de la calle arrastrando una cola de hojas caídas, y exactamente al otro lado de la carretera dos ardillas gordas discutían por un trocito de tierra zarrapastroso. Resultaba extraño no sentir ni una llamada ni un lugar. A causa de los escudos, tenía que continuar recordándose a sí misma que aquello era real, que no debería estar en ningún otro lugar haciendo cualquier otra cosa.
El ruido de las botas de trabajo de Dean al acercarse hizo que se girase hacia el recibidor.
—Eh, jefa, ¿has encontrado algo?
—Nada más que las últimas dos veces que me lo has preguntado.
—¿Te ayudaría comer?
—Me ayudaría a mí —declaró Austin saltando del mostrador.
El estómago de Claire demostró su acuerdo rugiendo. Tras haber perdido, comenzó a caminar hacia la puerta de la antigua suite de Smythe.
—Sólo déjame lavarme prime…
El sonido que emitió su espinilla al chocar con el último cajón de la mesa apagó el de las últimas dos letras. Mientras se agarraba la pierna, se tragó una primera opción de exclamación y después la segunda, y después ya no parecía que una tercera tuviese mucho sentido.
—¿Estás bien, jefa?
—No, no estoy bien —el aire silbó al salir entre los dientes apretados—. Seguramente me quede mutilada para toda la vida.
¡UNA MENTIRA!
UNA EXAGERACIÓN.
¿NO PODEMOS UTILIZARLO DE TODAS FORMAS?, se preguntó el infierno esperanzado.
OH, NO SEAS TAN CAPULLO.
—¿Y sabes qué es lo peor de esto? —la pregunta brilló como un vidrio esmerilado al salir a la luz. Claire se levantó los vaqueros por encima del punto en donde se había dado el golpe—. Yo había cerrado el cajón. Sé que había cerrado el cajón.
Evidentemente no lo había hecho, pero Dean sabía demasiado como para ponerse a discutir con una persona dolorida.
—Entonces déjame que le eche un vistazo —tras agacharse para pasar por debajo del mostrador, se quedó apoyado en una rodilla y rodeó con la mano la cálida curva de la pantorrilla de Claire.
La primera reacción de ella fue apartarse para soltarla. La segunda…
AHORA PODEMOS UTILIZAR ESTO.
Al recordar la diferencia de edad, el pensamiento se desvaneció.
MIERDA.
—No te has hecho herida, pero tienes un moratón —tras repasar el extremo de la decoloración con el pulgar, levantó la vista y olvidó lo que iba a decir.
—¿Dean?
El mundo se movió y volvió a enfocarse.
—¡Linimento!
—No gracias. Ya puedes soltarme.
Mientras sentía cómo comenzaban a arderle las orejas, apartó las dos manos bruscamente y después, súbitamente incapaz de tratar con quince centímetros de piel desnuda, ligeramente peluda, volvió a acercarse a ella y le estiró los pantalones para volvérselos a poner en su lugar.
—¡Cuidado! —mientras se agarraba con una mano la cintura de los pantalones, con la otra lo cogió a él por el hombro para evitar caerse.
Dean se mantuvo en pie tartamudeando disculpas.
Las cosas se complicaron un poco durante un momento.
Cuando alcanzó una mínima distancia de seguridad, Dean abrió la boca para volver a disculparse y en cambio se encontró diciendo:
—¿Qué es ese ruido?
—Es un gato —le dijo Claire— riendo.
Claire no dejó que se la obligase a comer. Qué pasaba si Dean mantenía la mirada fija en su crema de champiñones, aquella no era razón para comportarse como si tuviera veinte años. Mientras le daba un mordisco a un cuarto de sándwich, barrió el comedor con una mirada crítica.
—Estos muebles son feos —anunció después de masticar y tragar—. De hecho, el cuarto es feo.
Agradecido por el cambio de tema, aunque ni siquiera se había abordado el tema original, ni tan siquiera definido, Dean reconoció encogiéndose de hombros que el metal estaba picado y el falso cuero gastado.
—El señor Smythe no compraba nada nuevo.
—No son cosas nuevas lo que necesitamos. —Claire golpeó la mesa con las uñas, pensativa—. Si cuentas esto, lo negaré todo, pero la señora Abrams me ha dado una idea que podría atraer a más huéspedes.
—¿Es buena idea? —preguntó Austin mientras saltaba sobre una silla vacía—. Eres Guardiana, ¿lo recuerdas? Tienes un trabajo.
—Y haré mi trabajo, muchas gracias —le espetó mientras se volvía para mirarle—. Pero un pequeño paréntesis antes de enfrentarme al caos que hay en el salón no hará que se acabe el mundo —hizo una pausa y se replanteó esto último durante un momento—. No, no ocurrirá. Además, no tengo ninguna intención de permitir que este hotel caiga todavía más en el olvido bajo mi vigilancia. Hay cientos de cosas por hacer que deberían haber sido hechas hace años. Si Augustus Smythe hubiera estado ocupado, habría sido más feliz.
El gato resopló.
—¿Has visto el resto de esas postales? Estaba bastante ocupado.
—Como mucho tenía una mano ocupada. —Claire dejó la cuchara y cruzó los brazos—. Era un mironcete asqueroso. ¿Es así como me sugieres que emplee mi tiempo?
—La verdad es que lo que estaba a punto de sugerirte era que compartieses la sopa con el gato.
—Todavía no comprendo qué estamos haciendo. —Dean giró la llave en la cerradura del ático y arrastró la puerta para abrirla—. Aquí no hay nada más que basura.
—Los muebles del comedor son basura —corrigió Claire—. Los muebles del ático son antigüedades —tras encender la más grande de las dos linternas, subió las escaleras de caracol con cuidado.
Dean la miró subir mientras se decía que no sería seguro que los dos estuvieran sobre las escaleras al mismo tiempo y casi se lo creía. Cuando ella salió del último escalón que llevaba al ático, él se puso a subir.
—¡Mira todo esto! —a pesar de que la luz del sol entraba a raudales entre la mugre de las ventanas, el volumen de muebles almacenados hacía que la mayor parte del ático se mantuviese en penumbra. La luz de la linterna iluminaba somieres de hierro, palanganas de porcelana con pie, montones de sillas de madera, sombras de lámparas de pie de las que colgaban flecos y alfombras estampadas enrolladas—. No han tirado nada desde que se abrió el hotel.
—Y no se ha limpiado nada desde que lo dejaron aquí.
Mientras daba las gracias por haber encontrado el lugar del accidente antes de haber tenido que pasar días revolviendo en aquel desorden, Claire dirigió la luz hacia su compañero.
—¿Qué tienes con esa obsesión por limpiar?
—No es una obsesión.
—No es normal —apuntó con la luz hacia la habitación seis, en el piso de abajo—. Incluso querías quitarle el polvo a ella.
—¿Y qué? —inclinándose, Dean apartó de su camino el extremo de una alfombra enrollada sin ningún esfuerzo—. Mi abuelo siempre decía que la limpieza estaba cerca de la santidad.
La limpieza estaba viviendo al lado de un agujero que da al infierno, pero Claire no había cambiado de idea con respecto a dejar que él lo supiera. Ni tan siquiera si volvía a flexionar aquella combinación de músculos en concreto.
—Mira a ver si puedes encontrar los antiguos muebles del comedor.
—Por el aspecto que tiene este lugar, seguramente también encontraremos el Arca de la Alianza y el Santo Grial.
Ella se estremeció.
—No bromees con eso.
Claire se abrió paso hacia la parte trasera del edificio escurriéndose por detrás de un tubo para vapor forrado de pegatinas de barcos de crucero, entre los que se encontraban tanto el Titanic como el Lusitania. Estaba lejos de donde debería estar, era evidente que uno de los Guardianes anteriores había tomado prestado un poco más de Espacio.
Bueno, espero que guardasen el recibo… Por el rabillo del ojo observó cómo algo pequeño y rojo corría sobre lo alto de un armario y desaparecía detrás de una sombrerera a rayas rosas y grises.
—Oh, no.
—¿Algún problema, jefa? —escuchó un sonido de muebles que eran apartados a un lado mientras Dean luchaba por llegar a donde estaba ella.
—No exactamente, pero he visto algo: algo pequeño que se movía muy rápido. Por desgracia, necesitaríamos dos horas de excavación o un gimnasta olímpico para llegar hasta ese lugar.
Cesó el sonido de movimiento en la distancia.
—Sólo era un ratón. Hay huellas y cagadas por todas partes.
Sonaba tan seguro que Claire ni tan siquiera se molestó en señalar que los ratones pocas veces eran de color rojo fuego brillante.
—No te preocupes por ello. Luego traeré unas trampas.
Lo mismo haría ella, y la verdad es que pensaba que las suyas tendrían más éxito.
Claire ignoró cómo su reflejo se movía ligeramente fuera de donde debería estar, rodeó un elaborado espejo de pie y terminó bajo la parte descendente del tejado.
—Esto —dijo mientras apagaba la linterna— es muy extraño.
Al lado de una de las ventanas, colocados en un relativo aislamiento, había una cama y un colchón, una cajonera, una vieja radio, una palangana de pie para lavarse con un juego de porcelana y un par de sillas con el respaldo compuesto por travesaños horizontales.
Al dar un paso atrás, Claire pudo ver algo que apartó de su mente todos los pensamientos relacionados con la decoración al estilo V. C. Andrews. Justo en un extremo de la «habitación» estaba exactamente la mesa que estaba buscando. En ella podrían sentarse fácilmente doce comensales, y lo único que necesitaba era que la puliesen un poco.
—¡Dean! ¡La he encontrado! —apartó una pila de periódicos que había en el suelo y a duras penas acababa de emerger, estornudando y tosiendo entre una nube de polvo, cuando Dean surgió de entre un montón de palanganas y otro tubo de vapor, tras haber descubierto un camino ligeramente más ancho hacia aquel lugar.
—Parece bastante sólida —admitió mientras rodeaba la mesa. Frunció el ceño con expresión pensativa y levantó un extremo—. Es bastante pesada. ¿Cómo piensas bajarla? —tras soltar el borde de la mesa, se inclinó para revisarla por debajo, más de cerca, resaltando las uniones con la luz de la linterna—. Las escaleras son muy estrechas, y no se puede desmontar.
—La bajaré de la misma manera que la han subido —pasando por alto la vocecilla que en el fondo de su mente le sugería que estaba alardeando mucho, Claire repasó detenidamente las posibilidades y tomó poder—. Primero amontonaré en el pasillo las sillas y mesas que hay ahora en el comedor.
Haciendo un esfuerzo para escuchar, Dean creyó oír el débil sonido del acero inoxidable resonando contra el acero inoxidable y el sonido ligeramente más alto de un gato enfadado.
—Después… —hizo un dibujo en el polvo que había sobre la mesa—… enviaré esta preciosidad a reemplazarlas.
La mesa desapareció.
—Rapporter cette table!
Mientras meneaba vigorosamente una mano ante su rostro, Claire intentó mirar a Dean entre la reestablecida nube de polvo.
—¿Qué has dicho?
Estornudó.
—No he sido yo.
En el silencio que siguió a su negación se podía escuchar hasta cómo se asentaba el polvo.
—Qué tranquilidad.
—Demasiada tranquilidad —corrigió Claire.
Con un crujido siniestro, los papeles dispersos se elevaron en el aire cabalgando sobre un remolino invisible. Giraron en su sitio durante un momento, cada vez más rápido, y después se echaron hacia atrás con un latigazo.
Claire se abalanzó sobre Dean justo cuando él la buscaba para rescatarla. Sus frentes chocaron. Golpearon el suelo juntos mientras los papeles volaban por encima de sus cabezas.
Claire se colocó a cuatro patas, sintiendo un pitido en los oídos.
—¿Qué crees que estás haciendo?
—¡Intento salvarte!
—¡Oh! ¿Y cómo?
—¡Así! —se echó hacia ella y la volvió a tirar al suelo cuando los papeles pasaron por segunda vez. El extremo de un sobre le hizo un pequeño corte en la mejilla.
—¡Apártate de mí!
—¡De nada! —demasiado acelerado por la adrenalina como para sentirse avergonzado, él rodó sobre su espalda y miró cómo ella se ponía en pie—. ¿Qué estás haciendo?
—¡Ponerle fin a esto! —señaló hacia los papeles con un dedo rígido—. ¡Ahora!
Todo excepto una postal cayó al suelo en picado. La postal hizo un último revuelo.
—¡Tú también! —le espetó Claire.
Se consumió de una llamarada y cayó en forma de una fina capa de ceniza sobre el resto.
Con las manos en las caderas, se quedó mirando el espacio vacío donde había estado la mesa.
—Podemos hacerlo de la manera fácil o podemos hacerlo de la manera difícil. Tú eliges.
El silencio adquirió un cierto tono burlón.
—Recuerda que te he advertido.
—¿Y ahora qué? —preguntó Dean mientras se ponía lentamente en pie, con un ojo precavido sobre los objetos más grandes, como las sillas, que también podrían ser consideradas móviles.
Claire se inclinó y recogió un poco de la ceniza con el dedo índice izquierdo.
—Ahora haré que lo que sea se muestre.
—¿Puedes hacer eso?
—Por supuesto —le soltó—. Mira la tarjeta.
—¿La tarjeta?
—La tarjeta de visita que te di antes.
La sacó de su cartera mientras ella caminaba hacia el alféizar de la ventana y recogía un poco de polvo con el dedo índice derecho.
—Antes no decía esto.
—No hacía falta. Y ahora, silencio —con ambas manos extendidas a la altura de los hombros, atrajo el poder.
El símbolo que había dibujado con la mano izquierda brilló en verde, el símbolo que había dibujado con la derecha brilló en rojo.
—Las cenizas y el polvo a la tierra pertenecen. ¡Hazte visible porque a mí me apetece!
Dean volvió a mirar la tarjeta. Ahora rezaba: (poesía opcional). Parecía que la hermana de Claire sabía muy bien cuáles eran las limitaciones de Claire.
Entre los símbolos, luchando contra la invocación a cada centímetro de su camino, comenzó a materializarse la figura de un hombre. Todavía translúcido, se sacudía hacia delante y hacia atrás intentando quebrar el poder que lo ataba. Cuando por fin se dio cuenta de que no podría ganar, apareció enfocado de repente, con lo que rápidamente el aire a su alrededor vibró. Era de estatura y constitución medias, llevaba un abultado jersey de cuello alto y unos vaqueros descoloridos y tenía una sonrisa sarcástica.
Los símbolos perdieron el color y continuaron brillando en blanco.
—Tu nombre —ordenó Claire.
—Jaques Labaet —mientras entornaba los ojos se retiró de la cara el cabello rubio oscuro que le llegaba hasta los hombros—. Y no estoy para servirte —cuando intentó dar una zancada hacia adelante, unas líneas de poder lo arrojaron de nuevo hacia atrás, entre los símbolos. Frunció el ceño por encima del puente de una nariz prominente—. De acuerdo, quizá si lo esté.
—Dame tu palabra de que no volverás a atacar y te liberaré.
—¿Y si no lo hago?
Los símbolos se hicieron más brillantes.
—Exorcismo.
Con una mano levantada para protegerse los ojos, Jacques meneó un dedo ante ella como reprendiéndola.
—Eres Guardiana. No puedes hacer eso, hay unas normas.
—Tú has derramado sangre. —Claire asintió en dirección al corte que Dean tenía en la mejilla—. Sí que puedo.
—Ah —frunció los labios y se quedó pensando—. D’accord. Tú ganas, te doy mi palabra.
Los símbolos desaparecieron.
—Eres una mujer de action rapide, te concedo —abriendo y cerrando los ojos para librarse de los reflejos, dio un paso hacia ella—. Pero sobre todo eres… hermosa —su boca se curvó ligeramente en una sonrisa torcida que suavizó las largas líneas de su cara, creando una expresión que de alguna forma conseguía combinar lujuria e inocencia. Claire encontró aquella combinación extrañamente atractiva—. Tes yeux sons comme du chocolat riche de fonce… Tus ojos son como piscinas del mejor chocolate, se funde y prometen tanta dulzura. ¿Alguna vez te dicen eso?
—No.
—¿Estás segura?
Parecía tan sorprendido que ella tuvo que sonreír.
—Lo recordaría.
—Que estúpidos son los hombres mortales —tras un teatral suspiro, su voz se hizo profunda como una caricia—. Tus labios son como pétalos de una rosa carmesí, tu garganta es como una columna de alabastro en el templo de mi corazón, tus pechos…
—Creo que ya basta, gracias —había tal mezcla de adulación y descarado oportunismo en el inventario que Claire encontró imposible sentirse insultada.
Jacques extendió sus expresivas manos.
—Sólo pretendía decir…
De pie en una esquina del espacio abierto, Dean se aclaró la garganta.
—Ella ha dicho que basta.
—¿En serio? Et maintenant, ¿qué he dicho yo de los hombres mortales? —levantó una ceja para resaltar una mirada despectiva—. Ah, oui, que son estúpidos. ¿Eres mortal, hombre? No, espera, no es un hombre, es un muchacho.
Mientras se colocaba detrás del hombro izquierdo de Claire, Dean bajó la voz.
—¿Qué es esto?
—Esto es Jacques Labaet —no podría decir si se sentía divertida o molesta por la interrupción de Dean, sobre todo porque no podría decir si estaba intentando apoyarla o protegerla—. Es un fantasma.
—¿Un fantasma? —repitió Dean. Se dio la vuelta y se encontró nariz contra nariz con el fantasma.
—¡Bu! —dijo Jacques.
—Acabamos de dejar Kingston, rumbo a Quebec City. El tiempo es malo, pero siempre es malo en los lagos en otoño, y creemos que será mejor que quedarnos atrapados con los ingleses hasta congelarnos. Apenas llegamos al cabo Fredrick cuando todo se fue al infierno.
Claire hizo una mueca de dolor, pero no hubo respuesta por parte de la sala de la caldera.
—Pardon. No debería utilizar un lenguaje así delante de una dama —tras enviarle un beso, Jacques continuó con su historia—. Se levanta viento, que ruge como si estuviera vivo. Recuerdo que algo duro, no sé el qué, me cogió por aquí —se dio un golpecito en el jersey justo debajo del esternón—. Recuerdo el agua fría y después, rien. Nada —levantó los hombros y los dejó caer con un gesto muy galo—. Me dijeron que aparecí en la orilla, más muerto que vivo. Yo no sé por qué me llevaron allí. Dos días después, morí.
—Y ahora eres un fantasma. —Dean quería que aquello quedase completamente claro. Cada comunidad, en su tierra, tiene por lo menos una historia de apariciones locales, ya sean maridos fantasmas, ciervos fantasmas, barcos fantasmas, y si aquel hombrecillo tan molesto era una cosa real, entonces aquellas viejas historias también podían serlo y entonces debía una considerable cantidad de disculpas. Tendría que hacer unas cuantas llamadas telefónicas cuando se calmasen las cosas.
—Oui. Un fantasma. —Jacques deleitó al hombre vivo y más joven con una larga y dura mirada, y después le dio la espalda deliberadamente—. Primero me aparecía en la habitación en la que morí. No estaba tan mal, a pesar de que, así te lo digo, este lugar no es muy popular entre los vivos. Cuando ese tal Augustus Smythe, esa espece de mangeur de merde, subió todo al ático, yo también tuve que marcharme y aparecerme en este lugar desde entonces.
—Como fantasma.
—¿Es que tiene que repetirlo continuamente? —le reclamó Jacques a Claire. Antes de que ella pudiese responder, él giró la cabeza completamente sobre sí mismo para mirar para Dean—. ¿Te sentirás mejor si desaparezco? ¿Todo yo? —se desvaneció—. ¿Partes de mí? —su cabeza reapareció.
—Llevas setenta y dos años muerto —le recordó Dean con desdén. Si el fantasma pretendía asustarlo apareciendo y desapareciendo, no lo había conseguido. El acto completo le recordaba al gato de Cheshire que aparecía en la versión de Disney de Alicia en el país de las maravillas—. Setenta y dos años es bastante tiempo muerto. Tú debes de estar acostumbrado a ello, pero yo no.
El cuerpo de Jacques volvió a ser visible y se le vio en pie, con los puños cerrados y el mentón elevado en el aire.
—Nadie te ha pedido que te acostumbres, terranovés. ¡Si no te gusta, te puedes largar!
Al ponerse lenta y deliberadamente en pie, se vio que Dean era considerablemente más grande.
—Yo vivo aquí.
—¡Y yo morí aquí, enfant, bastante antes de que tú nacieses en ese trozo de roca sobre el agua!
—¿Sabes que, para estar muerto, tienes una actitud muy desagradable?
—¿Lo dices tú?
—Sí.
—Esta es la razón por la que castramos a los gatos —le dijo Claire a nadie en particular—. Sentaos. Los dos. Estáis comportándoos como idiotas —aunque comprendía que los hombres estaban programados para defender su territorio, aquello era ridículo.
—Sólo porque tú me lo pides, ma petite sorcière —murmuró Jacques malhumorado, mientras se echaba hacia atrás para dejarse caer en la cama—, toleraré a este trozo de carne.
Dean se acercó a la silla, meneó la cabeza y continuó de pie.
—No. Me ha llamado terranovés como si fuera un insulto, y no le toleraré eso a nadie, esté vivo o esté muerto.
—¿Piensas que voy a disculparme? —Jacques se echó hacia atrás para apoyarse sobre un codo y levantó la mano que tenía libre en un gesto de desprecio—. Yo creo que no.
—De acuerdo —con los labios completamente apretados dibujando una fina línea, Dean se dio la vuelta sobre un talón y se encaminó a las escaleras—. Lo siento, jefa, pero si me necesitas estaré en la cocina.
—¡Ja! ¡Venga, huye! ¡He asustado a hombres mejores que tú! —cuando Dean desapareció tras los muebles apilados, Jacques se calló y le dirigió una mirada especulativa a Claire—. ¿No vas a detenerle?
—¿Cómo?
—Ah, oui, ¿no puedes enviarle un exorcismo del miedo? —después su expresión se suavizó, entrelazó los dedos detrás de la cabeza con una sonrisa torcida más explícita que sugerente—. O quizá es que quieres estar a solas con él de la misma manera que yo quiero estar a solas contigo. ¿Es eso?
—No. ¿Has intentado apartarlo?
—Non. Pero pretendo sacar provecho de ello.
Claire puso los ojos en blanco.
—No creo. Quizá yo también debería marcharme.
—¿Me dejarías solo? —mientras dejaba que su cabeza cayese sobre el colchón, Jacques suspiró profundamente—. Durante más largos y cansados años. Solo —hizo una pausa durante un instante y luego repitió—. Solo.
Toda la interpretación, toda la alegre seducción, había desaparecido. A pesar de que ella sabía que debía mantenerlos a los dos a una distancia tanto profesional como personal, Claire no podía evitar tener reacciones emocionales. Se levantó del sillón, caminó hacia él y se sentó en el borde de la cama. Esta se hundió bajo su peso.
—No tienes que quedarte aquí solo, Jacques, ya no. Puedo hacer que pases.
—¿A dónde? Esa es la cuestión —con una mirada seria, colocó su mano sobre la de ella—. Te digo, Guardiana, que no fui el mejor de los hombres. No fui mal hombre, pero tampoco puedo estar seguro de haber sido bueno. Me gustaría saberlo antes de marcharme.
Claire podía comprender aquello. Especialmente teniendo en cuenta lo que estaba esperando en la sala de la caldera.
—Entonces —él se colocó de lado y apretó los dedos alrededor de los de ella—, ya que parece ser que me quedaré aquí durante un tiempo y parece ser que estamos juntos y solos, de una forma tan adecuada sobre una cama, quizá podríamos conocernos mejor.
Mientras arrancaba su mano de la de él, que la agarraba tan fuerte como puede hacerlo un humo frío, Claire se puso en pie de un salto.
—¿Es que no paras nunca? ¡Aunque me doy cuenta de tu necesidad de tener compañía, no me gusta que me estés haciendo propuestas continuamente!
Con los ojos como platos, él tenía una expresión de dolida inocencia.
—Pero la primera vez que te vi me pareciste tan hermosa, ¿cómo no iba a desearte?
—Eso tiene más que ver con todo el tiempo que llevas solo que con cómo sea yo.
—También veo a Dean y no lo deseo —señaló intentando razonar—. Y no le echo la culpa a que sea por llevar tanto tiempo solo.
—¿Qué esperas? Estás muerto.
Se incorporó sobre un codo, apoyó la barbilla sobre la palma de la mano y meneó los hombros sugerentemente.
—El espíritu está dispuesto…
—Pero la carne es inexistente.
—Eres Guardiana. Durante un tiempo podría ser tu íncubo.
Claire tanteó a sus espaldas en busca de una silla y se sentó con bastante brusquedad.
—¿Cómo sabes eso?
—Cuando morí hubo una Guardiana durante no más de diez o quince años. Venía a mi habitación, de temps en temps, vaya, de vez en cuando. No era tan joven como tú, pero nadie más se ofrecía…
A Claire se le puso de punta el vello en la parte de atrás del cuello y luchó contra la necesidad urgente de girarse y comprobar lo que había en el espacio que estaba detrás de ella.
—¿Rubia teñida, rellenita, con boquita de puchero y un carmín muy rojo?
—Oui —entrecerró los ojos—. ¿Conoces a Sa…?
—No digas su nombre. Todavía está aquí.
—Entonces yo… —desapareció—… no estoy.
Ligeramente sorprendida, Claire repasó la zona intentando encontrarlo. No quería tener que obligarlo a volver.
—Creía que vosotros dos… ya sabes.
—Non. No lo sabes —su voz procedía de un lugar cercano a la ventana—. Hay leyendas que hablan de mujeres como ella, que intentan absorberle el alma a un hombre a través de su…
—Me lo puedo imaginar —se apresuró a interrumpirlo Claire, que no estaba de humor para una descripción gráfica en ningún tipo de lenguaje.
—¿Por qué está esa todavía aquí?
¿Cuánto contarle?
—¿Sabes lo que hacen los Guardianes?
—Ella me lo contó. Vigilan los lugares por los que el mal puede penetrar en el mundo —se rematerializó sobre la cama con las piernas cruzadas, con sus expresivos rasgos fruncidos de preocupación—. Pero yo creo que lo que quería era quedarse el mal para ella. No sé lo que ocurrió, pero de repente dejó de venir y aquí estaba Augustus Smythe. Él no es Guardián.
—No, es un Primo. Es menos poderoso. A ella… —era imposible que no se le pegase la inflexión de Jacques—… la durmieron por intentar apoderarse del, ejem, mal. —Claire no veía ninguna razón para tener que concretar más, especialmente teniendo en cuenta el estado de transición de Jacques y su falta de certeza acerca de su destino final.
—¿La durmieron? —su voz se elevó, haciendo que sonase más como un chillido que como una pregunta—. ¿Y si se despierta?
—No ocurrirá.
—Eso dices tú. Yo ya me sé esa cantinela. ¿Y qué ocurre ahora? ¿Qué me ocurre a mí?
Claire frunció el ceño, sin tener claro a qué se refería él.
—A ti no te ocurrirá nada. Ella no puede hacer nada mientras esté dormida, si no ya lo hubiera hecho.
—Je ne demande pas ce quelle peut faire a moil —la agitación lo hizo volver al francés—. Ya sé lo que me puede hacer —levantó las dos manos e hizo un visible esfuerzo para calmarse—. Estoy preguntando qué harás tú ahora conmigo.
—¿Que qué haré? —era insistente, había que reconocerlo—. Nada.
—No me ha ocurrido nada durante años. —Jacques volvió a recostarse y se lanzó un brazo sobre los ojos.
—¿Podrías hacer el favor de recolocarte eso? Es asqueroso.
Jacques suspiró pero accedió.
—¿Por lo menos me visitarás?
—Cuando pueda.
—Ah, ¿no tienes tiempo porque has de vigilar el lugar por donde el mal puede entrar en el mundo?
—Estoy trabajando en sellar el agujero.
—¿Y cuando el agujero esté sellado?
—Entonces me iré a otro lugar.
Abrió un ojo y la miró.
—¿Volverás a traerme mi mesa?
—No, tú no la necesitas —cuando comenzó a protestar lastimeramente, Claire le cortó—. ¿Comenzaste a aparecerte en el ático cuando Augustus Smythe subió los muebles de la habitación en la que habías muerto, verdad?
—Oui.
Se mordió un extremo del labio inferior.
—¿Sabía él que estabas aquí?
—Lo sabía, y no le importaba. —Jacques volvió a girarse hacia su lado. La tristeza hizo que sus ojos se pusiesen sorprendentemente oscuros—. Tantos años sin nadie a quien tú le importes, sabes, cherie, yo creo que esto es peor que el infierno.
Lo cual explicaba por qué no había ninguna respuesta desde el sótano. El infierno apreciaba el dolor.
—Tengo una idea.
Una cosa pesada golpeó el suelo de la habitación que estaba encima del comedor. Dean y Austin se quedaron mirando hacia el techo.
—¿Qué crees que estará haciendo ahí arriba?
—Está todavía en el ático —le dijo Austin—. Así que la pregunta es: ¿qué está haciendo ahí arriba?
Dean se inclinó con el trapo de limpiar el polvo, con una cierta carga de violenta actividad.
—Buscar antigüedades.
—Estoy sorprendido de que los hayas dejado a solas —el gato se dejó caer sobre el extremo limpio de la mesa y se estiró cuan largo era—. Una mujer. Un hombre. ¿No me has dicho que era marinero? Ya sabes lo que se dice de los marineros.
—No se dice nada de los marineros muertos —miró al gato de lado—. Austin, ¿puedo preguntarte una cosa personal? ¿Estás castrado?
Austin dio una vuelta sobre sí mismo y abrió y cerró los ojos.
—Querido, eso es muy personal. ¿Por qué lo preguntas?
—Por algo que dijo Claire.
—Todo lo ve, todo lo cuenta —el gato resopló—. Si has de saberlo, sí, lo estoy. Estaba con una familia menos culta y, como se demostró, alérgica, antes de vivir con Claire.
—¿Y cómo te sientes al respecto?
—Amplió mis horizontes. Ya no me sentía forzado por la biología a perseguir sin fin a hembras calientes y pude centrar mi atención en la filosofía y el arte.
Dean asintió con comprensión.
—Te fastidió.
—¡Pues claro que me fastidió! —con las orejas echadas hacia atrás, Austin levantó la vista hacia él—. ¿A ti no te fastidiaría? Pero… —se pasó un momento arreglándose el punto de pelo negro del tamaño de una moneda que tenía a un lado de una pata blanca—… lo superé. Al final resultó ser un alivio poder salir y no volver a casa con una oreja partida por algún Goliat felino con ansias de superpoblar el vecindario.
—¿Le hablabas a la otra familia?
—No después de eso.
Un crujido de aire removido anunció la súbita aparición de una silla con un respaldo de travesaños horizontales en la esquina más alejada del comedor. Vino seguida de cerca por Jacques, que no removió el aire pero lo tomó para componer su volumen personal.
—Liberté! ¡Soy libre! ¡Ella tenía razón! ¡Voy a donde vayan los muebles! —avanzó hacia donde estaba Dean, con los brazos flotando muy separados—. Liberado, soy contento de pedirte disculpas.
Dean dio unos pasos hacia atrás al ver que Jacques caminaba a través de la mesa.
—No te digo terranovés como insulto, a pesar de que procedas de la colonia de los despreciables británicos.
—Terranova se unió a Canadá en 1949 —le dijo Dean estirándose en tensión.
—Bon. Exactamente lo que necesitaba este país, más anglais. No importa, volvemos a empezar, tú y yo. Así que dime, Dean, ¿por qué estás en este lugar? —hizo una pausa y lo miró de arriba a abajo—. ¿No deberías estar pescando o golpeando focas o algo así?
Dean se cruzó de brazos.
—Estoy aquí —dijo con los dientes apretados— porque Claire me necesita.
—¿Para qué? —al ver que la expresión de Dean se oscurecía, Jacques levantó las dos manos, con las palmas hacia afuera—. No, no es otro insulto. Quiero saberlo porque pienso en ti. Ya que yo debo quedarme, tú puedes irte y yo podré hacer por Claire lo mismo que tú haces —el volumen de su voz descendió drásticamente—. ¿Sabes de lo de ella? ¿La que está durmiendo arriba? Te diré una cosa, no es seguro para un hombre joven estar en el mismo edificio en el que está ella.
—Debes de pensar que soy estúpido de verdad —gruñó Dean—. Seguro como que hay mar que no es en mi seguridad en lo que estás pensando —si en algún momento se había planteado hacer las maletas y largarse de aquella extraña situación, lo seguro era que ahora ya no tenía intención de irse a ningún sitio.
—Entonces piensa en la seguridad de la Guardiana. Mientras estés aquí, deberá protegerte todo el tiempo. Su atención está dividida.
—¡Yo puedo protegerme a mí mismo!
—¿Cómo?
—Tiene tanta fuerza como diez hombres —murmuró Austin, dejando caer el mentón sobre las patas— porque su corazón es puro.
Colocados nariz contra nariz, los dos hombres lo ignoraron.
—Si Claire me deja tener un cuerpo…
—¿Si Claire qué? —interrumpió Dean.
El gato levantó la vista.
—Es una cosa de íncubos. Generalmente no está bien vista por el linaje, pero ha habido excepciones.
—Y a mí ya me han aceptado —anunció Jacques con prepotencia, y desapareció.
—Odio cuando hacen estas cosas —dijo Austin volviendo a dejar caer la cabeza—. Nunca sabes si de verdad se han ido —al ver que Dean se había girado hacia él, con los ojos inmensamente abiertos tras los cristales de sus gafas, añadió—. Yo lo sé, por supuesto, pero tú no.
—¿Se ha ido?
—Sí. —Claire respondió mientras entraba en el comedor quitándose telarañas de los hombros—. Está arriba investigando el resto del hotel. He repartido las cosas de la habitación en la que murió lo máximo posible.
—¿En mi apartamento?
—Por supuesto que no. No he puesto nada en ningún lugar del sótano.
Dean cruzó los brazos.
—¿Es cierto lo que ha dicho?
—Depende. ¿Qué ha dicho?
—Que tú… —levantó una ceja y de repente a Dean le resultó difícil continuar—. Que tú le has dado un cuerpo.
—¿Ha dicho que yo le he dado un cuerpo?
El tono de su voz hizo que la temperatura de la habitación bajase unos diez grados. Con los brazos cruzados formando una barricada, Dean no pudo evitar dar un paso atrás.
—No exactamente.
—¿Qué ha dicho exactamente?
No era una petición. Mientras se humedecía los labios resecos, Dean repitió la conversación.
Claire suspiró y levantó la mano derecha en el aire sacudiendo los dedos.
—Primero, según lo que dicen mi madre y el gato, tú no necesitas mi protección y, tal y como están las cosas ahora mismo, no hay nada de lo que protegerte. Segundo, te necesito para dirigir este lugar. Ten por seguro que Jacques no va a cocinar, ni limpiar, ni desatascar los lavabos. Tercero, yo no hice ninguna excepción con él, fue ella quien la hizo.
Sintiéndose al mismo tiempo estúpido y reconfortado, Dean miró cómo su dedo se deslizaba por el borde de la mesa.
—¿Y tú lo harías? —el silencio hizo que su mirada volviese al rostro de Claire—. Bueno, no importa.
—Sabia elección —murmuró Austin.
Claire volvió a suspirar. Antes su vida era tan sencilla.
—Mira, Dean, me doy cuenta de que Jacques ha hecho que suene como si él y yo, como si nosotros… —hizo una pausa para preguntarse por qué estaba sintiendo tanta vergüenza por algo que no había pasado. ¿Quizá porque en algún lugar en lo más profundo de su mente había llegado a planteárselo? Se aclaró la garganta y volvió a comenzar—. Ponte en su lugar, atrapado entre la vida y la muerte, atrapado solo en el ático durante décadas.
—Vale, supongo que de alguna manera lo siento por él —concedió Dean de mala gana—. Pero todas las historias de fantasmas que he oído en mi vida indican que como mínimo será un incordio.
El bote de limpiador de muebles chocó de repente contra el suelo.
—¿Lo ves?
—Ha sido Austin.
Se abrió una de las puertas del armario y un salero de plástico para los huéspedes cruzó media habitación suspendido en el aire.
—Eso ha sido Jacques.
—Simplemente estaba cumpliendo con las expectativas —se materializó al lado de Claire, sonriendo perversamente.
—Reglas terrenales —le dijo Claire mientras cruzaba los brazos e intentaba no sonreír—. Primera, no tirar cosas.
—Ha empezado él. —Jacques señaló hacia el gato con la cabeza.
—Si él bebiese veneno, ¿tú también lo harías?
—¿Qué sentido tendría?
Claire tuvo que admitir que, dadas las circunstancias, había sido una pregunta tonta. De hecho, en la mayoría de las circunstancias era una pregunta tonta.
—Segunda, cuando estés en una habitación en la que estemos Dean o yo, o los dos, debes ser visible.
—¿Y la tercera? Siempre hay una tercera, ¿sí?
—Tercera, si vamos a vivir juntos durante una temporada, hagamos un esfuerzo para llevarnos bien.
—No puedo bajar contigo. —Jacques se colocó en cuclillas en la parte superior de las escaleras para ver mejor cómo bajaba Claire—. ¿Por qué no puedo?
—Porque no hay nada tuyo en el sótano.
—¿Es porque él vive en el sótano e intentas evitar que no nos peleemos por cuál es más importante en tu vida?
—Algo así. —Claire sonrió mientras salía de su campo de visión. De momento, resultaba sorprendentemente entretenido ser el centro del universo de alguien.
—Limpiar es trabajo de mujeres —repantigado sobre la cama, el fantasma echó un vistazo por toda la habitación.
Dean recogió cuidadosamente el cable de la aspiradora alrededor de la parte trasera de la máquina.
—¿De verdad?
—Oui. Cualquier hombre lo sabría.
—¿Igual que lo sabes tú? —recogió su cubo lleno de compartimentos para los productos de limpieza.
—Oui.
—¿Y por qué no se lo dices a Claire?
—¿Que limpiar es trabajo de mujeres?
—Sí.
—No puedo. Está en el sótano.
Dean lamentó haber perdido aquella oportunidad. Aunque sólo hubieran pasado tres días se hacía una idea bastante buena de lo que Claire respondería a una declaración de aquel tipo.
—Creo que tienes que frotar con más fuerza.
—¿Es que no tienes nada que hacer? —gruñó Dean frunciendo el ceño en dirección al fantasma. Mientras buscaba pintura para la señal, se había topado con una lata de disolvente para pintura y, a pesar de que el comedor todavía estaba en estado catastrófico, Claire había decidido que debía pasar el resto de la tarde arrancando la cubierta del mostrador de la entrada.
Sentado sobre la encimera, Jacques se quedó pensando, dando golpes sin sonido con los talones.
—No —dijo alegremente un momento después—. Me quedaré aquí mirándote.
—No.
—Dean.
Se inclinó y rodeó las piernas que se meneaban.
—¿Sí, jefa?
Tras sacar una segunda caja de vídeos triple-X del salón, Claire se apartó el cabello de la cara con la parte de atrás de la mano.
—Jacques no está estropeando nada. Ayudaría si pudiese.
—Lo haría —le dio la razón Jacques alegremente—. Bien cierto que ayudaría si pudiese.
—Sí, seguro —hasta aquel momento, Dean siempre había podido concederle a cada nuevo conocido el beneficio de la duda. Hasta aquel momento, siempre habían estado vivos, pero si la razón por la que no le gustaba Jacques era simplemente porque estaba muerto, ¿no le hacía aquello ser igual de intolerante que si no le gustase por ser canadiense francés? Pero si no le gustaba por la forma en la que se comportaba cuando Claire estaba presente, aquello era…
Dejó caer todo su peso detrás del mostrador.
… harina…
Le sobresalieron los músculos de la mandíbula mientras rechinaba los dientes.
… de otro costal.
—Creo que ahí has dado en un clavo —señaló Jacques para continuar la conversación.
—¿Claire?
Se detuvo, con una mano sobre el pomo de la puerta.
—¿Qué ocurre, Jacques?
—No has puesto nada mío en tu habitación —de pie en el umbral, empujó una barrera invisible—. No puedo entrar.
—Ya lo sé.
Se quedó mirándola sentidamente.
—Sólo quiero estar donde tú estés.
—¿Por qué no intentas volver al ático, donde está tu cama, y ya te veré por la mañana? —empujó la puerta para cerrarla.
—¡Aunque me cierres la puerta en las narices, seguiré deseándote! Tuvo que sonreír.
—Buenas noches, Jacques —tras apagar la luz y quitarse la ropa, se metió en la cama.
—¿Claire? —su voz llegaba débilmente desde el otro lado de la puerta—. Me sentaré en la silla y nada más. Te doy mi palabra de Labaet.
—Buenas noches, Jacques —un momento después, suspiró—. Jacques, vete. Todavía puedo sentir que estás ahí.
—Estoy haciendo guardia para que tu sueño no se vea perturbado.
—La única cosa que perturba mi sueño eres tú. ¿Por qué no te vas?
—Porque… —hizo una pausa y ella lo escuchó suspirar. O sintió la emoción que había en el suspiro: ya que no respiraba, tampoco podía exhalar—. Porque llevo demasiados años solo.
Solo. De nuevo, la palabra vibró entre ellos, y de nuevo evocó una emotiva respuesta. Claire no podía negar que sentía la necesidad de traer el pequeño cojín de ganchillo —el cojín que le daba acceso a su salón— a la habitación. No podía negarlo, pero consiguió resistirse.
—Te puedes quedar en la puerta si quieres —un momento después empujó la cara hacia el lado de Austin y murmuró—. Esto podría convertirse en un problema.
—Bueno, lo sería si yo estuviera ahí —le tocó el hombro con una de las patas delanteras—. Te sientes atraída por él, ¿verdad?
—No seas ridículo, soy una Guardiana.
—¿Y qué?
—Me da pena.
—¿Y?
—Está muerto.
Abajo, en la sala de la caldera, las llamas que se reflejaban en la campana de cobre eran de un color rojo plomizo. Podrían haberle dicho a la Guardiana que el espíritu estaba atrapado bajo la misma tapadera que lo mantenía a él —atrapado y agarrado por accidente.
PERO NO NOS HA PREGUNTADO.
Hubiera sido todavía más molesto si no hubieran percibido el tipo de tensiones amorosas que podían ser explotadas ahora.