DOS
–Residencia de los Hansen.
La voz que estaba al otro lado de la línea no era la que Claire había esperado escuchar.
—¿Diana? —incapaz de permanecer quieta, cogió el viejo aparato de teléfono giratorio y se puso a pasear a lo largo de todo el despacho y después dio la vuelta—. ¿Qué estás haciendo en casa? Creía que tenías trabajo de campo este fin de semana.
—Hong y yo hemos tenido una pequeña discusión.
—¿Cómo la discusión que tuviste con Matt?
—No.
Pronunció la segunda letra alargándola con desdén, como sólo una adolescente podía conseguir hacerlo. A los veinte años esa habilidad se perdía. Tres años, se dijo Claire, sólo tres años más. Ella tenía diez años cuando Diana había nacido, y la súbita aparición de una hermana menor había llegado como una sorpresa absoluta. Durante años, aunque adoraba a Diana inmensamente, la sorpresa se había convertido en aprensión: estar alrededor de ella era de alguna forma similar a estar alrededor de un cartucho de dinamita a punto de explotar.
—Se supone que esa gente te está entrenando. Podrías aceptar que saben lo que hacen.
—Sí, bueno, pero son viejos y nunca me dejan hacer nada.
—Ahora no tengo tiempo para discutir esto contigo. Dile a mamá que se ponga, por favor.
—Ejem, Claire, es domingo por la mañana.
Le llevó un minuto darse una colleja con el teléfono. Lo había olvidado por completo.
—¿Podrías decirle que me llame en cuanto vuelva de la iglesia?
—No has dicho la palabra mágica.
—¡Diana!
—Tía, estoy de broma. De todas formas ¿qué te pasa? Tu voz suena como si acabases de echarle un vistazo a las profundidades del infierno.
Mientras reflexionaba, no por primera vez, sobre la terrible cantidad de poder que tenía su hermana pequeña, procedente de alguien con una confianza en sí misma igual de terrible, Claire suavizó el persistente temblor que había en su voz.
—Simplemente dile que me llame. Por favor —leyó el número escrito en el disco—. Es importante.
Dean escuchó a Claire hablar por teléfono mientras subía las escaleras del sótano. Ignoró la tentación de escuchar a hurtadillas —por mucho que desease saber qué estaba diciendo ella, habría resultado de mala educación— y continuó hacia la cocina, en dónde se encontró con Austin, que intentaba abrir la nevera.
—Se han inventado mandos para abrir la puerta del garaje con los que sólo hay que apretar un botón y ya puedes aparcar el coche, ¿pero alguna vez ha pensado alguien en inventar una cosa así para el frigorífico? No —retiró las garras de la goma que sellaba la puerta y levantó la vista hacia Dean—. ¿Qué es lo que tiene que hacer aquí un gato para que le den de desayunar?
—¿Estás bien?
—¿Y por qué no iba a estarlo?
—Hace unos minutos…
Austin lo interrumpió con un resoplido explosivo.
—Eso era entonces, y ahora es ahora —se irguió apoyado en las patas traseras y apoyó las patas delanteras justo por encima de la rodilla cubierta de tela tejana de Dean, con las garras lo suficientemente fuera como para enfatizarlo—. Pareces buen tío, ¿por qué no me das de comer?
—¡Austin!
—Ese es mi nombre —suspiró mientras bajaba para volver a colocarse a cuatro patas—. No me lo desgastes.
Cuando Claire apareció por la esquina, estaba asombrada de lo familiar que le resultaba todo, como si aquella fuese la vigésimo segunda vez que entraba en la cocina en lugar de la segunda. Situada entre Sara la durmiente y el infierno, le daba una cómoda sensación de hogar. Se estremeció.
—¿Estás bien? —preguntó Dean.
—Estoy bien. Sólo es que he tenido una visión de un futuro desagradable —sacudió la cabeza con el deseo de librarse de ella, y añadió—. Mi madre no estaba en casa, pero le he dejado un mensaje a mi hermana. Llamará más tarde.
Austin saltó sobre el mostrador.
—¿Por qué estaba tu hermana en casa?
—Lo normal.
—¿Se ha hecho daño alguien?
—No he preguntado.
Dean se apoyó sobre el fregadero y se miró los pies cubiertos con unos calcetines. Si ella no fuese su jefa, le habría preguntado si no le parecía que ya era un poquito mayor como para llamar a su mamá cada vez que tenía un problema.
—¿Dean?
Levantó la vista y se encontró con Claire observándole.
—¿Un penique por tus pensamientos?
Instintivamente agarró la moneda que ella le lanzó y, para su sorpresa, se encontró repitiendo sus meditaciones en voz alta.
—No, no soy demasiado mayor para llamar a mi madre —dijo ella cuando acabó, ignorando lo que murmuraba el gato—. Pero ya que lo preguntas, te diré que mi madre lleva en este negocio bastante más tiempo que yo, y puedo utilizar sus consejos profesionales ya que nada de lo que ha ocurrido esta mañana es lo que yo esperaba. Ni la habitación seis, ni la sala de la caldera, ni tú.
—¿Ni yo?
—Si Austin no hubiera estado tan convencido de que formabas parte de todo este jaleo, ahora mismo estaríamos por ahí sentados reordenando tus recuerdos.
Dean reprimió su respuesta inicial. ¿Para qué iba a preguntarle si podía hacer eso si no había absolutamente nada en aquella declaración que sugiriese que no podía hacerlo?
—Si no te importa, me gustaría conservar mis recuerdos tal y como están.
—Mejor para ti. —Austin se sentó y se quedó mirando fijamente para la nevera—. Así que si no vamos a arreglar el status quo hasta que tu madre le eche un vistazo, ¿a qué estamos esperando? ¿Cuándo comemos?
Claire suspiró.
—Creo que Dean está esperando una explicación.
—Ya se lo he explicado —protestó Austin, y salió retorciéndose de debajo de la mano de Claire—. Me ha dicho que creía en la magia. Y yo le he dicho que eso es lo que está ocurriendo.
—No es una gran explicación.
—Es suficiente para salir del paso hasta después de desayunar.
Se rindieron a lo inevitable. Mientras Dean cocinaba para Claire, ella subió corriendo a su cuarto a por una lata de comida para gatos.
Mientras colocaba el platillo de puré beige en el suelo, Austin levantó la vista disgustado y miró para ella.
—Puedo oler unas salchichas estupendas —se quejó.
—Que no puedes comer. Recuerda lo que dijo el veterinario, a tu edad la comida para gatos geriátrica te ayudará a continuar vivo.
—Una salchicha no puede hacerle daño —comentó Dean mientras miraba para el platillo y ponía la misma cara que el gato.
Claire lo agarró por la muñeca y volvió a colocar sobre el plato la mano que sostenía el tenedor con la salchicha pinchada.
—Austin tiene diecisiete años —le dijo—. ¿Le darías una salchicha de esas a una persona de ciento dos años?
—Supongo que no.
—Tú tampoco vivirás eternamente, sólo lo parecerá —murmuró Austin con la boca llena.
Mientras Dean llevaba el plato lleno hacia una de las mesitas del comedor, Claire intentaba organizar sus pensamientos. De las tres sorpresas de aquella mañana, cuatro si contaba la desaparición de Augustus Smythe dejándole el hotel, Dean era la que se sentía menos capacitada para manejar. En el fondo, Sara, el infierno y Augustus Smythe eran variantes dentro de una misma temática —variantes extremas, realmente extremas, por supuesto, pero nada que fuese completamente único—. Por otro lado, en casi diez años sellando lugares, nunca le había tenido que dar explicaciones a un testigo. Sí que había manipulado percepciones para poder hacer su trabajo. Bueno, a decir verdad, la verdad absoluta, no.
Cuando Dean colocó el plato sobre la mesa, ella se quedó mirando horrorizada los huevos revueltos, salchichas, tomates a la plancha y tres tostadas.
—Ahí hay más comida de la que normalmente me como a lo largo de un día entero.
—Supongo que por eso estás tan…
—¿Tan qué?
—Nada.
—¿Qué?
—Flaca —mientras las orejas se le iban poniendo rojas poco a poco, Dean colocó cuidadosamente los cubiertos a cada lado del plato y volvió a la cocina corriendo—. Eh, creo que entonces yo me tomaré otro café.
Cuando él le dio la espalda, Claire puso los ojos en blanco. No era flaca, era menuda. Y él era tan… en una rápida sucesión consideró y descartó serio, honesto y categórico. Antes de llegar a la palabra trabajador, decidió que mejor optaba por joven y lo dejaba así.
—¿No vas a tomar tú nada de esto? —le preguntó cuando volvió con su taza.
Ligeramente sorprendido, meneó la cabeza.
—Comí antes de que te levantases.
—Eso fue hace horas. Trae otro plato, puedes tomarte la mitad de esto.
—Y si yo trajese otro plato… —comenzó a decir Austin.
—No —al ver que Dean dudaba, Claire le pinchó la conciencia—. Créeme, no me lo voy a comer todo, vomitaría.
Unos minutos más tarde, con un desayuno menos intimidatorio entre ella y Dean, que comía al otro lado de la mesa con el hambre con la que sólo puede comer un hombre joven que lleve tres horas sin comer, Claire se giró de repente hacia el gato y le dijo:
—¿Estás seguro de que él forma parte de esto?
—Estoy convencido.
—También estabas convencido aquella vez en Gdansk.
Austin resopló.
—Mi polaco estaba un poco oxidado, si lo dices por eso —se quedó mirando al vacío por encima de ella, con la cola golpeando al paso de los segundos como si fuese un metrónomo peludo.
—De acuerdo, tú ganas —masticar y tragar un bocado de tomate retrasó lo inevitable sólo unos segundos más. Al sentir el peso de la mirada de Dean siguiendo al gato, levantó la cabeza y se aclaró la garganta—. Para empezar, quiero que seas consciente de que lo que voy a decirte es información privilegiada y no la repetiré. Para nadie. Nunca.
Envuelto por el reconfortante y persistente olor de las salchichas y los huevos, Dean realizó un rápido repaso a los acontecimientos de la mañana.
—No es nada personal, ¿pero quién iba a creerme?
—Te sorprenderías. Cuando yo me levanté esta mañana, no esperaba acabar contándotelo a ti —se inclinó hacia delante con los ojos entrecerrados—. Si esta información cae en las manos equivocadas…
Incapaz de evitarlo, Dean imitó el movimiento de ella y bajó la voz teatralmente.
—¿Está en juego el destino del mundo?
—Sí.
Cuando se dio cuenta de que lo decía en serio, habría jurado que todos y cada uno de los pelos del cogote se le habían puesto de punta. Era una sensación desagradable. Apartó la silla de la mesa, de repente se le había quitado el apetito.
—De acuerdo. Quizá sea mejor que no me lo cuentes.
Claire le lanzó una mirada de enfado al gato.
—Demasiado tarde.
—Pero ni siquiera me conoces. No sabes si puede confiar en mí.
La posibilidad de no poder confiar en él no se le había pasado por la cabeza. Seguramente un desconocido total le hubiera dejado al cuidado de sus paquetes mientras se inclinaba a atarse los cordones de los zapatos. Si un juego necesitaba de un tanteador, siempre era él el elegido. Las madres podían dejar a sus hijos con él tranquilamente, y volver horas después sabiendo que sus queridos habían comido, bebido y se habían divertido de forma inofensiva. Y además te limpia las ventanas.
—Yo sé que podemos confiar en ti —murmuró Austin mientras saltaba sobre una silla vacía y miraba desde el borde de la mesa un trocito de salchicha que no se habían comido—. Venga, sigue. Soy viejo, no tengo todo el día. ¿Vais a acabaros eso?
—Sí —mientras dejaba el plato vacío, Claire ideó y desechó varios posibles comienzos. Al final suspiró—. Supongo que Austin tiene razón…
—Bueno, muchas gracias.
—… todo comienza por creer en la magia.
—¿Y acaba con? —preguntó Dean con cautela.
—El Armagedón. Pero si no te importa, eso mejor lo dejo para otro día —cuando él le dijo que podía dejar el Armagedón para cuando quisiera, Claire continuó—. La magia, por decirlo de una forma sencilla, es un sistema que sirve para aprovechar y controlar las posibilidades de una fuente de energía compleja.
—¿Energía procedente de dónde?
—De algún otro lugar —estaba claro que él se había perdido. Suspiró—. No tiene una presencia física, simplemente existe —de hecho, se decía que una parte de ella se había explicado una vez diciendo «SOY», pero aquel no era un detalle que Claire pensase que debía añadir.
—Simplemente existe —repitió Dean. Ya que ella parecía estar esperando para ver si él estaba dispuesto a aceptar aquello, se encogió de hombros y dijo—. De acuerdo —en aquel punto, pareció más seguro.
—Vamos a comparar la magia con el béisbol. Todo el mundo es más o menos capaz de jugar, pero no todo el mundo tiene capacidad para hacerlo en primera división —complacida con la analogía, Claire tomó una nota mental para recordarla. Podría utilizarla en caso de que se volviese a encontrar en aquella situación: propietaria de un hotel entero en el que había un demonio durmiente, un agujero que daba al infierno en el sótano y un guapo y joven conserje con quien su gato se había ido de la lengua. Sí, correcto. Resopló por la nariz.
Desconcertado por aquel aleteo de nariz, Dean arrastró los pies por debajo de la mesa, echó un vistazo por el comedor que conocía tan bien, y finalmente dijo:
—¿Podría hacerlo yo?
—Con entrenamiento y disciplina, mucha disciplina —añadió, por si acaso a él le daba por pensar que era fácil—, todo el mundo puede hacer pequeñas cosas mágicas. Pero son tan pequeñas que la mayoría de la gente piensa que no merece la pena el esfuerzo.
Dean se sintió como si le acabase de regañar su profesora de quinto curso, una mujer muy seria recién salida de la facultad de magisterio y con quien todos los chicos de la clase habían chocado, se deslizó en la silla hasta que los hombros se le quedaron casi al mismo nivel que la mesa y estiró las piernas, cruzadas a la altura de los tobillos, a lo largo de la estancia.
—Sigue.
—Gracias —un irritado por ser tan amable iba implícito en aquel tono. ¿Quién se creía que era?—. La mayor parte de la energía con la que trata la magia procede de la parte central de las posibilidades existentes. El extremo superior sólo se utiliza en casos de emergencia y el extremo inferior está fuera de todo límite. Para evitar una discusión, llamémosle al extremo superior «el bien» y al extremo inferior «el mal» —hizo una pausa, en espera de una objeción que nunca llegó—. ¿Es suficiente con eso? Me refiero a que el bien y el mal no son precisamente conceptos del siglo XX.
—Lo eran en casa de mi abuelo —le dijo Dean. Lacónicamente invitado a explicar algo más, se encogió de hombros tímidamente—. Mi abuelo era pastor anglicano.
—¿Era el reverendo McIsaac el abuelo que te crio?
Asintió.
—¿Qué les ocurrió a tus padres? —Claire no acabó de comprender la expresión de su rostro, pero al ver que el silencio se había prolongado demasiado, sospechó que él no iba a responder—. Lo siento, ha sido una falta de tacto por mi parte. La verdad es que no se me da muy bien tratar con la gente.
—Quel surprise —murmuró Austin con la cabeza apoyada en las patas delanteras.
—No pasa nada. —Dean se puso a darle vueltas sobre la mesa a uno de los cuchillos del desayuno, con la mirada fija en el filo giratorio—. Murieron cuando yo era un bebé —dijo al cabo de un rato—. Un incendio en la casa. Pasa muchas veces cuando la estufa de madera se carga en la primera noche fría del invierno y descubres las condiciones en las que se encuentra tu chimenea. Mi padre me tiró desde la ventana del piso de arriba sobre un banco de nieve justo antes de que el edificio se derrumbase.
—Lo siento.
—Nunca los conocí. Siempre estuvimos mi abuelo y yo solos, mi padre era su único hijo, y no dejó que ninguna de mis tías me criase. Él fue quien me enseñó a cocinar —por fin Dean tuvo que mirar a Claire a la cara. Muchas chicas caían en el tópico de «pobre bebé» en aquel punto de la historia y las cosas nunca volvían a ser como antes después de aquello. Mientras agarraba el cuchillo entre dos dedos, levantó la vista y vio en ella simpatía pero no lástima, así que siguió contándole el resto—. Podrían haberse salvado si no hubieran subido las escaleras para buscarme. Siempre he sabido, sin ninguna duda, lo mucho que me querían. No hay mucha gente que pueda decir eso.
Mientras se tragaba el nudo que tenía en la garganta, Claire se inclinó hacia adelante y le tocó ligeramente la parte posterior de la mano.
—No necesito preguntarme por qué eres tan estable.
Se encogió de hombros tímidamente.
—¿Yo?
—¿Ves a alguien más aquí que no sea un gato? —Austin se acercó e hizo caer el cuchillo sobre la mesa—. Gracias por compartirlo. Y ahora, ¿podemos continuar?
En parte para molestar al gato, en parte para dejar que las emociones se asentasen, Claire esperó mientras Dean se peleaba con las manchas de mantequilla y migas de tostada que había en el suelo antes de retomar los dispersos hilos de la explicación.
—¿Estás preparado?
Asintió.
—De acuerdo, pues volvamos a la energía buena y a la energía mala. Entre esta energía y lo que la mayor parte del mundo considera la realidad, hay una barrera. A falta de un término mejor, continuemos llamándole la estructura del universo. Aquellos que emplean la magia aprenden a agujerear esta barrera y sacarle la energía que necesitan. Por desgracia, también puede agujerearse por accidente —tomó un largo trago de café—. Para poder continuar, tendré que simplificarlo a grandes rasgos, así que por favor no pienses que estoy insultando tu inteligencia.
—De acuerdo —todavía parecía ser la respuesta más segura.
—Cada vez que alguien hace algo bueno, abre un agujero en la estructura, libera un poco de energía buena y todo el mundo se beneficia de ello. Cada vez que alguien hace algo malvado, libera un poco de la energía mala y todo el mundo sufre.
—¿Cómo de bueno? —se preguntó Dean—. ¿Y cómo de malo?
—Los agujeros son proporcionales. Si, por decir algo, te sacrificas para salvar a otro o en cambio sacrificas a otro para salvarte tú, los agujeros serán más grandes —hizo una pausa para mirar cómo las gotas de lluvia golpeaban la ventana por detrás de su cabeza. Las gotas se iban fusionando hasta que su peso las empujaba en diminutos ríos que bajaban hacia el suelo—. El problema es que los agujeros pequeños pueden hacerse más grandes. La maldad que comienza a rezumar por un pinchazo del tamaño de un alfiler inspira más maldad, que aumenta el agujero, lo cual inspira una gran maldad… Bueno, ya has captado la idea.
—A no ser que sea más tonto que una croqueta para gatos —gruñó Austin—. No me puedo creer que esa sea la mejor explicación que se te haya ocurrido.
Claire bajó la mirada en dirección a él y entornó los ojos.
—De acuerdo, entonces piensa tú una explicación mejor.
El gato le dio deliberadamente la espalda, retorciéndose sobre la silla.
—No quiero.
—No sabes.
—Te he dicho que no quiero.
—¡Ja!
—¿Perdón? —Dean agitó una mano en el aire para atraer la atención de Claire—. ¿Es eso lo que ha ocurrido en la sala de la caldera? ¿Alguien hizo algo malo y por accidente abrió un agujero?
—No exactamente —dijo ella lentamente, mientras intentaba decidir cuánto debía saber él—. Hay algunos agujeros que están hechos a propósito. Siempre hay gente por ahí que quiere lo que se supone que no debe tener y es tan arrogante como para creer que podrá controlarlo —meneó la cabeza al recordar el lugar de un accidente con el que se había encontrado en su primer año trabajando sola—. Pero no puede.
Dean supo leer el contexto, aunque no los detalles, en aquel movimiento.
—¿Algo turbio?
—Puede serlo. Una vez encontré un cadáver, un cadáver completo, en la guantera de un Plymouth Reliant del 84.
—¿El GM de 1,2 litros o el del motor Mitshubishi?
—¿Importa para algo?
—Sí, si tienes que comprar alguna pieza.
Claire tamborileó con las uñas contra la parte superior de la mesa.
—Estoy hablándote de un cadáver escondido en una guantera, no de ir a comprar recambios al Canadian Tire.
—Lo siento.
—¿Puedo continuar?
—Claro.
—Gracias. La mayoría de los agujeros pueden cuidarse con el equivalente mágico a una pistola de silicona. Algunos son un poco más complicados, y unos pocos son lo bastante grandes como para que pueda salir por ellos una cantidad considerable de maldad que cause estragos antes de que se pueda hacer nada con ellos.
Los ojos se le abrieron inmensamente, y parecían todavía más grandes al verse magnificados por los cristales de sus gafas.
—¿Ha ocurrido eso alguna vez?
Ella dudó y luego se encogió de hombros, eso también podría contárselo.
—Sí pero no ocurre a menudo: el hundimiento de la Atlántida, la destrucción del Imperio Minoico…
—La inexplicable popularidad del dinosaurio Barney —añadió Austin irónicamente.
Claire volvió a entornar los ojos y Dean decidió que sería más seguro no reír.
—Los agujeros —anunció, con un tono que prometía que habría consecuencias si el gato volvía a interrumpirla— que permiten acceder a la maldad atraen a uno entre dos tipos de monitores.
—¿Monitores electrónicos?
—No —hizo una pausa y frotó la taza con el pulgar para quitarle un resto de carmín. Aquello estaba resultando más fácil de lo que ella había imaginado que sería. En aquel momento, antes de que la tenue conexión que habían adquirido durante el transcurso de la mañana se volviese a disolver en la relación entre dos prácticamente desconocidos, sospechó que Dean aceptaría cualquier cosa que ella dijese.
SIGUE, APROVÉCHATE DE ÉL, RÍETE UN POCO. ¿QUIÉN SE VA A ENTERAR?
La taza golpeó la mesa, y se quedó meciéndose hacia delante y hacia atrás.
Dean la agarró antes de que los últimos posos del café de Claire se derramasen sobre la mesa.
—¿Estás bien?
—Sí —abrió y cerró los ojos cuatro o cinco veces para volver a enfocar—. Por supuesto. ¿Has escuchado algo ahora mismo?
—No.
Estaba claro que decía la verdad.
—¿Estás segura de que estás bien?
—Estoy bien —la voz había resonado ligeramente fuera de frecuencia, como si quien hablaba no hubiera conseguido sintonizar bien con su cabeza. Teniendo en cuenta la naturaleza del lugar que estaba en la sala de la caldera, aquella podía ser la única fuente posible de una tentación tan personal. Y sólo había una respuesta posible.
—Entonces, estábamos hablando de los monitores. ¿Y ahora qué pasa? —exigió ante la presión de la mirada de Austin, que la arrastró a una segunda pausa.
—Nada.
—Me estás mirando fijamente.
—Estoy siguiendo cada palabra que dices —le dijo.
Tenía un aspecto tan irritantemente inescrutable, que Claire supo que sospechaba algo. Que se fastidiase.
—Los monitores —volvió a comenzar, fijando su mirada en Dean y manteniendo al gato fuera de su campo de visión periférica— son los que usan la magia, y se les conoce como Primos y Guardianes. Los Primos tienen menos poder que los Guardianes, pero son más. Pueden mitigar los resultados de un accidente, pero no pueden sellar el agujero. Pueden vigilar y esperar hasta que haya necesidad de llamar a un Guardián.
»En los lugares que no pueden ser sellados porque los agujeros ya se han hecho demasiado grandes, los Guardianes, a los que siempre se les llama Tía o Tío por alguna razón que nadie ha conseguido explicarme nunca, se convierten en una masilla con la que sellan el agujero ellos mismos. Muchos viejos y viejas excéntricos, solitarios, están en realidad salvando el mundo.
Dean se quitó las gafas y se frotó el puente de la nariz.
—¿Así que los Guardianes son de los buenos?
—Correcto.
—¿Y la mujer que está dormida en el piso de arriba es de los malos?
—Es una Guardiana que se volvió mala —aquellas palabras surgieron sin ninguna emoción, porque la única emoción que se podría aplicar a aquella situación parecía excesiva para poder degustarla después del desayuno—. Una Guardiana mala.
—¿Una tita mala? —preguntó, incapaz de evitar que un extremo de la boca se le curvase en una sonrisilla.
—Es un título, no un parentesco —le espetó Claire. Pareció tan abatido que no pudo evitar añadir—. Pero básicamente sí. Encontramos su nombre escrito en la sala de la caldera. Por nuestra seguridad, no podemos decirte cuál es.
Dean se recolocó las gafas y se estiró en la silla con los hombros erguidos y ambos pies apoyados sobre el linóleo impoluto.
—¿Escrito en la sala de la caldera? ¿En la pared?
—En realidad en el suelo —estaba a punto de tener la reacción más fuerte de toda la mañana. Claire no estaba completamente segura de cómo se sentiría ella ante aquello.
—De acuerdo. En cuanto acabéis me pondré a ello.
—¿A ello? ¿Y qué harás?
—Pues hacerlo desaparecer. Tengo un limpiador industrial diseñado específicamente para borrar graffiti —le dijo con el tono de reverencia que la mayoría de hombres de su edad reservaban para hablar de placeres menos limpios—. La primavera pasada unos niños decoraron una de las paredes laterales, la que da al caminito de entrada, y este producto lo arrancó todo del ladrillo. También se llevó por delante un poco de la piedra, pero lo arreglé.
—Limítate a quedarte fuera de la sala de la caldera, muchas gracias —aunque hubiera sido una solución inmejorable, no parecía que fuese a funcionar. Por fortuna, el campo de fuerza lo mantendría alejado de intentarlo por su cuenta.
Meneó la cabeza con el ceño fruncido.
—Odio dejar suciedad…
—No me importa —le sonrió Claire con los labios apretados desde el otro lado de la mesa—. Esta vez lo harás.
—De acuerdo, tú eres la jefa —suspiró mientras se recostaba en la silla—. ¿Pero por qué no puedes decirme su nombre?
—Porque Austin tiene razón…
—Normalmente la tengo —murmuró el gato.
—… y de verdad que no queremos despertarla.
Dean asintió.
—Porque es el mal. ¿Qué hizo? ¿Intentó usar el poder que salía del agujero en beneficio propio?
Claire sintió que se le desencajaba la mandíbula.
—Eso es exactamente lo que intentó hacer. ¿Cómo lo sabías?
—Pensé que era evidente. Vaya, el lado oscuro de la fuerza la corrompió, pero apareció otro Guardián que la detuvo justo a tiempo y, aunque fue vencida en una lucha limpia, no se la podía matar porque eso haría que los buenos quedasen a su mismo nivel, así que en lugar de hacer eso, la durmieron como solución temporal.
Claire se le quedó mirando con la boca abierta desde el otro lado de la mesa.
Dean sintió que le ardían las mejillas.
—Pero sólo estoy haciendo suposiciones —ya que ella no respondía, se retorció incómodo en la silla—. Es lo que harían en la película.
—¿Qué película? —la pregunta salió en un tono una octava más elevado de lo normal.
—No es una película que exista de verdad —se apresuró a protestar Dean, que no estaba completamente seguro de qué sería lo que había hecho mal—. Es lo que harían en una película. Si hiciesen una película sobre esto. Pero no la harán —nunca había escuchado reír a un gato en su vida—. Aún no sé por qué su nombre la despertaría.
Claire ignoró a Austin, que parecía correr peligro de caerse de la silla, recogió lo que quedaba de su dignidad hecha jirones, consciente de que aquel testigo siete años menor que ella había pronunciado la última frase por bondad, con lo que le devolvía deliberadamente a ella el control de la conversación.
—Los nombres —dijo fríamente— son algo más que simples etiquetas: son una de las cosas que nos conectan con los demás y con el mundo —aquella era una de las razones por las que ella no tenía intención de identificar el agujero que había en la sala de la caldera. Si Dean pensaba en el infierno con un nombre, le proporcionaría a la oscuridad una conexión con él y un acceso más fácil.
Aquella era una de las razones.
De hecho sería lo que harían en la película.
—Si se despierta —se preguntó Dean frunciendo ligeramente el ceño— ¿podrás con ella?
—¿Qué dices?
Rápidamente tradujo la pregunta a algo que un continental pudiese comprender.
—¿Es más fuerte que tú?
—¡No!
Austin resopló.
—De acuerdo, no lo sé. —Claire miró al gato—. Es una Guardiana poderosa, si no, no hubiera sido capaz de sellar el agujero, por no decir intentar utilizarlo. Pero… —entrecerró los ojos—. Yo también soy una Guardiana poderosa, si no, no me habrían llamado para que viniese. Despertarla podría ser la única forma de saber cuál de las dos es más fuerte, y no es que esté deseando correr el riesgo de que toda esta zona quede destruida sólo por una cuestión de ego.
—¿Así que ella está sellando el agujero? ¿Cómo el corcho de una botella?
—Básicamente.
—¿Y tú estás aquí para descorcharla y cerrar el agujero?
—Es más complicado que eso.
—¿Y por eso has llamado a tu madre?
—Sí.
—De acuerdo —inspiró profundamente y dejó las dos manos apoyadas sobre la mesa—. Entonces la mujer que está en la habitación seis es una Guardiana mala.
—Correcto.
—¿Y tú eres una Guardiana buena?
Claire se echó hacia atrás y sacó una tarjeta de visita de vinilo del bolsillo de su chaqueta.
—Me las hizo mi hermana. Pretendía que fuesen una broma, pero son bastante exactas.
Se notaba que la tarjeta estaba hecha a mano y tenía los extremos sucios por haber sido impresa con un sello de goma.
—¿Debería llamarte Tía Claire?
—No.
No había escuchado nunca un no tan categórico. No había ni asomo de un quizás, no había posibilidad de compromiso. Cuando ella le indicó que se podía quedar con la tarjeta, la deslizó dentro del bolsillo de su camiseta.
—Siempre he querido ver magia de verdad.
Claire se inclinó hacia delante, con los ojos entrecerrados y las manos completamente apoyadas en la mesa.
—Deberías desear no tener la oportunidad de verlo.
Hubiera resultado una advertencia más dramática si no hubiera apoyado la mano directamente sobre un poco de mermelada que se había caído sobre la mesa.
Dean le tendió una servilleta y consiguió no reírse pese a que le costó controlar que las comisuras de los labios se le retorciesen ligeramente.
—Entonces, ¿el señor Smythe también era Guardián?
Claire enseñó los dientes en un gesto que no era exactamente una sonrisa.
—Augustus Smythe era, y es, un gusano despreciable que se largó y me cargó a mí con el muerto. Además de eso, es un Primo.
—¿Fue él quien la durmió?
—No, un Primo no puede manipular ese tipo de poder —por mucho que le molestase admitirlo, la pequeña sinopsis que le había hecho a Dean tenía que ser en esencia correcta—. En algún momento hubo otro Guardián implicado.
—Pero el señor Smythe es un Primo, y tú me has dicho que los Primos controlan los sitios que no están sellados.
—¿Qué me quieres decir con eso?
—Tú has dicho que el lugar estaba sellado, que ella lo estaba sellando igual que el corcho de una botella…
—No, tú has dicho que era como el corcho de una botella.
—De acuerdo. Pero si el agujero está sellado, ¿qué hacía aquí el señor Smythe?
—Seguramente controlaba el sello ya que ella no puede, y la controlaba a ella, ya que el poder que la mantiene dormida surge del lugar.
—¿El poder del Mal la mantiene dormida?
—Créeme… —tiró la servilleta sobre el plato—. No es probable que vaya a corromperla.
—Pero si era una solución temporal, ¿por qué estaba aquí el señor Smythe desde 1945?
—¿En serio?
—Seguro. Estaba todo el tiempo quejándose de ello —con un rápido movimiento de dos dedos, Dean comenzó a darle vueltas de nuevo al cuchillo—. ¿Por qué desapareció el señor Smythe de la forma que lo hizo?
—No tengo ni idea —el asa de su taza crujió ligeramente entre sus dedos—. Pero de verdad que me gustaría preguntárselo.
—¿Qué harás ahora?
—No precipitarme. En absoluto, no lo haré hasta que no tenga una segunda opinión. Cuando tenga más información, me pondré a trabajar en cerrar cosas, pero mientras el agujero permanezca cerrado, es completamente seguro. No corremos peligro inmediato.
—¿No corremos peligro inmediato? —repitió Dean. Al verla asentir reclinándose en la silla, continuó dándole vueltas al cuchillo—. Esa es una, ejem, frase interesante. ¿Y hay algún peligro a largo plazo?
—Depende.
—¿De qué?
—No te lo puedo decir.
—Hay un montón de cosas que no me estás diciendo, ¿verdad?
—Hay un montón de cosas que yo no sé.
—¿Se suponía que el señor Smythe debería haberte dejado más información?
Claire resopló, y sonó bastante parecida a Austin en sus momentos más sarcásticos.
—Como mínimo.
—Y por eso te necesitamos —le dijo el gato, que levantó la vista de una bola de pelo húmeda—. Smythe no está aquí, y tú sí.
—Pero yo no sé nada —protestó Dean.
—Entonces haríais buena pareja. Ella se cree que lo sabe to… ¡Eh! —protestó cuando Claire lo levantó y lo tiró al suelo—. ¡Era una broma! Guardianes… —murmuró mientras volvía a saltar sobre la silla—. No tienen ningún sentido del humor.
Lo más inteligente, decidió Dean, sería ignorar aquella observación por completo. Detuvo el cuchillo y levantó la vista de su alargado reflejo sobre el filo.
—¿Te importa que te pregunte de dónde salen los Guardianes y los Primos?
—De las afueras de Wappakenetta —ante las miradas inexpresivas de Dean y Austin, suspiró—. Tenemos sentido del humor, pero nadie sabe apreciarlo. Si tu pregunta se refiere a la historia, los Guardianes y los Primos son descendientes de Lilith, la primera esposa de Adán.
Dean se echó a reír.
—No estoy bromeando.
—¡No puedes estar diciéndolo en serio! ¿La primera esposa de Adán?
Ella le quitó importancia su pregunta haciendo un desdeñoso gesto con la mano en el aire, que había tomado prestado de Marlon Brando en El Padrino, disfrutando de la reacción de Dean.
—Sólo sé lo que me han dicho, pero algunos de los nuestros saben mucho de genealogía.
—¡Pero estás hablando de Adán y Eva!
—No, estoy hablando de Adán y Lilith.
—¿Tomando la Biblia, la Biblia Cristiana, como una verdad literal? —Dean sospechó que su abuelo, que tenía una postura bastante radical para ser un pastor anglicano, se hubiera quedado consternado.
—No, no una verdad así. El linaje, quiero decir Primos y Guardianes, considera que todas las religiones son intentos de explicar su energía. Piensan que contienen Verdades en mayúscula cuando sencillamente son verdad.
—Pero has dicho Adán y Lilith —le recordó Dean—. Dos veces.
¿Serían todos los testigos tan literales, o sólo aquel?
—Olvídalos. Olvídalos dos veces. Si lo prefieres, digamos que tuvo que haber, en algún momento una pareja creadora, los que fueron en esencia los primeros humanos. Supongamos que hubo una segunda mujer que tenía un código genético que le permitía lidiar con la magia, cosa que la otra no tenía. Es la misma historia pero con diferentes palabras.
—De acuerdo —inspiró profundamente, siguiendo la teoría hasta extraerle una conclusión lógica, y medio se preparó para agacharse—. ¿Así que, en esencia, tú no eres, bueno, no eres por completo, humana?
Se lo tomó mejor de lo que él pensaba y pareció más intrigada que insultada, como si nunca antes se le hubiera ocurrido aquella idea.
—Supongo que depende de cómo establezcas tus parámetros. Si estás hablando biológicamente…
—No hablaba de eso —la interrumpió Dean antes de que pudiera añadir más detalles. Por desgracia, aquello no la detuvo.
—… somos ciertamente capaces de procrear, pero eso no significa nada, ya que los dioses de la antigua Grecia también podían.
—¿Eran reales?
—¿Cómo quieres que lo sepa? —una uña pintada golpeó suavemente un lado de la taza mientras pensaba en ello—. Según esos parámetros, supongo que podrías decir que somos… —de repente sonrió y, tomado completamente por sorpresa, él se encontró perdido—… semimíticos.
Austin resopló.
—No me digas más. Semimíticos.
—Abarca todas las bases —protestó Claire.
—¿Quieres abarcar todas las bases? Pues juega al béisbol con los Yankees —meneando la cabeza, Austin levantó la vista hacia Dean—. Es humana. Los Guardianes son humanos, los Primos son humanos. Casi no te conozco, pero doy por hecho que eres humano. No estoy diciendo que sea algo bueno, sólo que es así.
—De acuerdo. —Dean levantó las dos manos señalando que se rendía—. Entonces, si el señor Smythe es un Primo y ella es una Guardiana, ¿tú qué eres?
Austin se levantó hasta su altura máxima, y todo su ser, desde las orejas al rabo, sugería que había sido mortalmente insultado.
—Yo soy un gato.
—Un gato. Vale.
Mientras Dean fregaba los platos del desayuno e intentaba encajar las experiencias de aquella mañana en huecos de su visión del mundo que previamente estaban vacíos, Claire repasó los papeles que Augustus Smythe había dejado en el despacho del hotel con la esperanza de encontrar alguna respuesta. Si los libros de registro estaban completos, el hotel nunca había sido un destino muy popular y las reservas habían bajado considerablemente desde que Smythe había cambiado el nombre de Hotel Brewster por el de Pensión Campos Elíseos en 1952.
—También podría haberlo llamado La antesala del infierno —murmuró a modo de burla mientras pasaba páginas amarillentas sin sentirse en absoluto impresionada por aquel presentimiento fugaz previo. Parecía ser que la habitación cuatro, la que no tenía ventana, había sido muy popular a lo largo de la vida del hotel, y todos los huéspedes que la habían ocupado parecían tener una letra uniformemente mala.
Tuvo que sacar a Dean de la cocina para poder abrir la caja fuerte.
—Lo mínimo que podía haber hecho Augustus Smythe —refunfuñó, con los brazos cruzados y las cejas dibujando una profunda uve sobre su nariz— sería haberme dejado la combinación.
—Te dejó a Dean —observó Austin desde el escritorio—. Probablemente imaginó que le sacarías más provecho.
Con las orejas coloradas, Dean retorció la manilla arrodillado en el suelo y se levantó cuando la caja fuerte se abrió.
—¿Algo más, jefa?
Después de haber perseguido a Austin escaleras arriba a lo largo del primer tramo hasta verse obligada a aceptar que cuatro patas viejas suficientemente motivadas seguían siendo más rápidas que dos, Claire se volvió a meter bajo el mostrador.
—Ahora mismo no.
Cuando se levantó sus miradas se cruzaron.
—¿Qué?
Dean sintió un urgente e inexplicable impulso de tartamudear. Consiguió controlarlo conversando lo menos posible.
—¿La combinación?
—Interesante. Escríbela. Utiliza la parte trasera de esta vieja factura que está sobre la mesa —añadió mientras caminaba hacia la caja fuerte. En cuclillas, escuchó cómo el lápiz se movía contra el papel y después la combinación apareció por encima de su hombro.
—Seis a la izquierda, seis a la derecha, siete a la izquierda.
—Correcto. Tengo que, esto, acabar de fregar los platos.
—Buena idea —mientras él volvía a la cocina, Claire sonrió. La verdad era que se ponía de un color encantador a la menor oportunidad. Después volvió a bajar la vista hacia el trozo de papel y meneó la cabeza. Seis sesenta y siete. Qué mono. El infierno estaba en el sótano, la caja fuerte estaba en el primer piso, sumándole uno al Número de la Bestia. Primero los Campos Elíseos, ahora esto. Augustus Smythe parecía deleitarse en ir dejando oscuras pistas. ¿Un grito pidiendo ayuda o mera necedad?
En la caja fuerte encontró un pesado sobre de tela marcado con el sello de los gastos. En la parte de atrás estaba escrito Impuestos, Viandas, Mantenimiento y Personal, en elegante letra de imprenta. Otra mano, más tardía, había añadido Electricidad y Teléfono. El sobre estaba vacío.
No hay facturas destacables, Claire volvió a poner el sobre dentro de la caja fuerte y cerró la puerta. Genial. Cuando el sello desaparezca y algo que se autodenomina Belcebú lidere un ejército demoníaco que salga de la sala de la caldera, las luces continuarán encendidas y un personal bien mantenido podrá llamar al 112 mientras les arrancan las entrañas.
Cuando se echó hacia atrás sobre los talones, el flash azul brillante de una carrera que tenía lugar en la parte interior de una estantería baja captó su atención. Con el pulgar y los dos primeros dedos de la mano derecha levantados, por si acaso, se inclinó hacia delante y con la mano izquierda golpeó con fuerza una pila polvorienta de libros de cuentas hasta hacerlos caer al suelo. El agujero que había en la esquina pertenecía sin duda a un ratón.
Lo cual no significaba que sólo lo utilizasen ratones.
Normalmente los ratones no eran de color azul brillante.
Se acercó más y realizó una prueba con precaución.
—¿Algún problema?
—¡AU! —se apartó de la estantería arrastrándose y frotándose la cabeza y se quedó mirando para Dean—. ¡Intenta hacer un poco más de ruido cuando te acerques por detrás a la gente!
—Lo siento. He acabado con los platos y me preguntaba si querrías que ponga un candado nuevo en la habitación seis.
—Está claro —era una respuesta emocional, no racional. Sara no se largaría del cuarto en ningún momento cercano y, en caso de que decidiera hacerlo, un candado no la detendría, pero para su tranquilidad mental tenía que haber una sensación de seguridad—. Yo llamaría a un cerrajero para que reparase la chapa de la puerta.
—Pero la verá.
—No, no la verá.
Era otra de aquellas declaraciones del tipo reordenar recuerdos con las que Dean no tenía ninguna intención de discutir.
—De acuerdo —se colocó en cuclillas al lado de ella y se quedó mirando el agujero—. Parece reciente. Colocaré unas trampas.
—¿Ratoneras?
La mirada ladeada que él le dirigió parecía ligeramente preocupada.
—Sí, ¿por qué?
—¿Has pillado a alguno?
—Todavía no —sacudió la mano mientras se levantaba—. Son listos. Se llevan el cebo y evitan que se suelte la ratonera.
Claire se debatió consigo misma durante un momento y luego puso su mano sobre la de él.
—Quizá no sean ratones —dijo mientras él la hacía ponerse en pie sin esfuerzo—. Sólo leo lo que queda de la firma de un escape, pero este lugar podría estar fácilmente infestado de diablillos —lo cual explicaría por qué sus zapatillas de deporte todavía estaban húmedas esta mañana.
—¿Diablillos?
—He visto algo y era de color azul brillante —ligeramente sorprendida porque él todavía no la había soltado, Claire liberó sus dedos del apretón.
—¿Diablillos? —suspiró Dean—. Vale. ¿Hay algo que pueda hacer ahora al respecto?
—No, ahora no.
—En ese caso, si me necesitas estaré en el piso de arriba.
—No entres en el cuarto.
Pareció incómodo.
—Estaba pensando en quitarle el polvo.
—No lo hagas.
—Pero si está completamente cubierta de…
—No.
Según el diario del lugar, que encontró escondido entre un montón de revistas porno de principios de los setenta en el cajón del medio de la parte izquierda de la mesa, tres Guardianes habían sellado el agujero antes que Sara: el Tío Gregory, el Tío Arthur y la Tía Fiona. La Tía Fiona había muerto bastante repentinamente, lo cual explicaba por qué Sara había sido llamada para prestar un servicio activo a una edad relativamente temprana: ella era la Guardiana más cercana lo suficientemente fuerte como para mantener el sello cuando había surgido la necesidad.
—Una edad relativamente temprana —resopló Claire mientras se frotaba los ojos. Los papeles amarillentos que estaba repasando parecían absorber el charco de luz que emitía la lámpara de mesa pasada de moda, sin conseguir que la difuminada letra manuscrita resultase más legible—. Tenía cuarenta y dos años.
Sara había dejado muy claro en su primera entrada en el diario del lugar que odiaba el hotel y todo lo que tuviera que ver con él. Aquella era también su única entrada.
—Oh, esto me ayuda mucho. Un villano considerado hubiera tenido la cortesía de hacer anotaciones completas.
Confiada de sus habilidades, Claire no tenía ninguna duda de que había sido llamada al hotel para cerrar definitivamente el lugar. Era la única explicación lógica. Por desgracia, al sellar el agujero se cortaría el poder que mantenía dormida a la Tía Sara, y Claire hablaba en serio cuando le había dicho a Dean que no quería descubrir cuál de ellas era más poderosa.
Los Guardianes capaces de abusar del poder que el linaje les había proporcionado eran casos extraños. Claire sólo había escuchado hablar de dos ocasiones en las que aquello había ocurrido a lo largo de la historia. Las batallas de Guardián contra Guardián, bondad contra maldad, se habían ganado las dos veces tras pagar un precio terrible. La primera había tenido como resultado la erupción del Vesubio y la pérdida de Pompeya. La segunda, la música disco. Claire sólo tenía recuerdos infantiles de los años setenta, pero no habría querido ser la responsable de hacer pasar al mundo de nuevo por algo así.
La entrada de Augustus Smythe debería, y seguramente lo hacía, describir cómo había llegado a monitorizar el lugar, pero aquello era ilegible. La tinta se había derramado en el último tercio del libro de cuentas, las páginas la habían absorbido y se habían secado dando lugar a algo cuya descripción más aproximada sería un ladrillo de color azul índigo. Las revistas porno habrían resultado de la misma ayuda.
—¿Será coincidencia? —le preguntó Claire al silencio—. No lo creo —el sonido de algo que se escabullía alegremente por dentro de la pared confirmó sus sospechas.
Estaba rebuscando entre otra pila de facturas pagadas en el cajón superior de la mesa cuando, por primera vez en aquel día, sonó el teléfono. Acostumbrada al educado gorjeo con el que interrumpía la electrónica moderna, Claire había olvidado lo altos y exigentes que podían llegar a sonar aquellos antiguos modelos giratorios negros.
Tosiendo y asfixiada, cogió el auricular.
—¿Hola?
—¿Claire?
—Mamá…
—¿Qué pasa?
Asustada ante la intensidad de la pregunta, Claire se giró bruscamente pero no pudo ver ni escuchar nada que se moviese cerca de ella.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué sabes?
—Estabas ahogándote.
—Oh, era eso —mientras se limpiaba la barbilla con la mano libre, Claire se relajó—. El teléfono me asustó y me atraganté con la saliva. No pasa nada —volvió a tomar aliento y le explicó el problema.
—Oh, cariño.
—Exactamente. ¿Crees que podrías venir y echarle un vistazo? A los dos. Para decirme lo que piensas.
—Me gustaría ayudarte, Claire, pero no sé si debo. Si se me necesitase, me habrían llamado.
—Te necesito. ¿Quién ha dicho que una llamada no puede ser por teléfono? —sintió cómo su madre se ablandaba—. Esto es enorme. No quiero estropearlo.
—En estas circunstancias, eso no alegraría a nadie —hizo una pausa. Claire esperó metiendo el dedo entre los negros rulos del cable del teléfono—. Estaría bien pasar un tiempo contigo. ¿Te gustaría que trajese a tu hermana?
—Mejor no, mamá.
—Hace casi un año que no la ves.
—Hablamos por teléfono.
—No es lo mismo.
—Sí, ya lo sé. Pero por favor, que se quede en casa de todas formas —la idea de que Diana estuviese dentro de un radio de quince kilómetros de un acceso abierto al infierno le trajo a la cabeza la imagen de los Cuatro Caballeros pisoteando el mundo bajo las herraduras mientras huían aterrorizados.
Después de proporcionarle los detalles de la dirección, Claire colgó, miró hacia el recibidor en penumbra y suspiró.
—¿Están ya secas tus botas de trabajo, Dean?
Bajó la vista hacia sus pies.
—Deberían estarlo. ¿Por qué?
—Caminas muy sigilosamente sin ellas. Por favor, póntelas.
Sin ser consciente de haberse dado la vuelta, ya había dado tres pasos silenciosos, apagados y con calcetines sudados hacia la puerta trasera cuando recordó lo que había venido a decir al recibidor.
—Acabo de preparar una cafetera nueva, por si te interesa. Y galletas de nueces.
Dean se quedó mirando a Claire por encima de su séptima galleta.
—¿Así que tu madre es tu prima?
—No. Es una Prima.
—¿Y tu padre es…?
—También es un Primo.
—Y tú y tu hermana pequeña, Diana, sois Guardianas.
—Sí.
Abrió y cerró los ojos detrás de las gafas.
—¿Así que tú eres la Tía de tu madre?
—No.
—Pero…
—¡Mira, no fui yo quien se inventó esta nomenclatura estúpida! —con la seria sospecha de que Dean lo estaba complicando a propósito, Claire se bebió de golpe su último trago de café, se atragantó y acabó duchando el mantel y a sus dos compañeros.
—Oh, muchas gracias. —Austin saltó al suelo y sacudió vigorosamente una de sus patas traseras—. ¡Me la acababa de limpiar!
Después de ofrecerle a la Guardiana que todavía escupía una servilleta, Dean se apresuró a limpiar la suciedad con otra. Cuando las cosas volvieron a la normalidad y una vez el gato se hubo apaciguado, preguntó:
—¿Por qué tu madre no llegará hasta mañana por la tarde?
—Es cuando llega el tren de Londres. Mañana por la mañana la llevarán de Lucan a Londres, después cogerá el tren de Londres a Toronto para tomar la conexión de la 1:14 en la Union Station, con lo cual estará aquí sobre las cuatro.
—Oh —él había medio deseado escuchar que aquel retraso se debía a que tenía que aspirar la alfombra voladora o esperar a que se despejase el camino aéreo para las escobas que alcanzaban grandes alturas. Tras la emoción de aquella mañana, estaba preparado para la siguiente entrega de lo extraño. No le había pasado nada tan interesante desde que se había ido de casa. De hecho nunca le había pasado nada tan interesante en casa, pese a que la reacción de su abuelo ante la ceja agujereada de su primo Todd se había aproximado bastante—. ¿Por qué no conduce?
—Porque no puede. Ninguno de nosotros puede.
Dean parpadeó. De acuerdo, aquella era la cosa más extraña que había escuchado hasta el momento.
—¿Ningún miembro de tu familia?
—Ningún miembro del linaje.
—¿Por qué no?
—Tenemos muchas distracciones. Vemos cosas que el resto de la gente no ve.
Había habido un par de miembros de la familia de Dean que veían cosas que el resto de la gente no veía, pero normalmente se les acostaba para que durmiesen la mona.
—¿Cosas como ratones azules? —preguntó inocentemente mientras mordía otra galleta.
—No, nada que ver con los ratones azules —le dijo secamente. Si respondía a sus provocaciones, continuaría haciéndolo, y ella ya tenía una hermana pequeña: no necesitaba otro más—. Son pedazos de la energía, pequeñas posibilidades que… ¡Austin! ¡Sal de ahí! —se puso en pie de un salto y arrancó el platito de la mantequilla de debajo de la lengua del gato—. ¿Sabes lo que le hace esto a tus arterias? —preguntó—. ¿Es que estás intentando matarte?
—Tengo hambre.
—Tienes un bol de croquetas geriátricas frescas en el suelo, al lado de la nevera.
—No las quiero —murmuró enfurruñado—. No le dirías a tu abuela que se las comiese.
—Mi abuela no lame la mantequilla.
—¿Qué te apuestas?
Claire le dio la espalda y lo ignoró deliberadamente.
—Pequeñas posibilidades —repitió— que a veces se filtran y se desatan en el mundo.
Dean echó un vistazo alrededor del comedor.
—¿Qué aspecto tienen?
—Depende de tus antecedentes. Eres un McIsaac, así que, si tuvieras una Visión, como mínimo verías manifestaciones celtas tradicionales. Dado que Terranova es rica en leyendas propias, seguramente también recibirías unas cuantas manifestaciones indígenas.
—¿Estás hablando en serio? —le preguntó con una gran sonrisa—. ¿Goblins y fantasmas y cosas que se te aparecen en el medio de la noche?
—Si quieres.
Su sonrisa se desvaneció.
—No quiero.
—Entonces no los menciones.
Abajo, en la sala de la caldera, después de haber pasado las últimas horas comprobando la encuadernación, la inteligencia que había en el hoyo descansaba. Si respirase, estaría jadeando.
NO HA CAMBIADO NADA, observó amargamente.
A pesar de contenerlo físicamente, el pentagrama no podía apartarlo del mundo. Simplemente no había forma de que fuese tan fácil.
Se había filtrado entre las posibilidades.
Había tentado. Se había burlado. Y, una vez, a causa de la concentración atrapada en un punto, había conseguido colarse entre un poco de enojo de su tamaño.
EL VIEJO SE HA IDO.
EL JOVEN ESTÁ TODAVÍA AQUÍ.
El calor subió momentáneamente, como si el propio infierno hubiera resoplado, ese santurrón, menuda pérdida de tiempo.
HAY UNA GUARDIANA NUEVA.
YA HEMOS TRATADO ANTES CON GUARDIANES.
CON LA ANTERIOR NO FUE EXACTAMENTE TRATAR. ¿NO ESTABA INTENTANDO CONTROLAR…?
¡CÁLLATE!
También hablaba consigo mismo.