ONCE
Claire se despertó de un sueño complicado, en el que las imágenes del infierno se desdoblaban como unos excesivos efectos especiales, se dio cuenta de la fecha y consideró seriamente la posibilidad de quedarse en la cama. A pesar de que los orígenes de Halloween eran bastante más antiguos que las creencias que habían definido el hoyo que había en la sala de la caldera, las empresas de tarjetas de felicitación habían determinado que las viejas brujas con sombreros de punta y los hombres vestidos con calzoncillos largos rojos y horquillas impusiesen su dominación sobre la historia.
Si el infierno intentaba hacer algo grande, lo intentaría el treinta y uno de octubre.
¿BIEN?
NO. SERÍA DEMASIADO EVIDENTE. ESTARÁ ESPERANDO QUE OCURRA ALGO ESTA NOCHE.
PERO SI NO PASA NADA, ¿NO LE HARÁ ESO SOSPECHAR?
El infierno lo valoró durante un momento, tienes razón. Sonó sorprendido. ME TOMARÉ MI TIEMPO, DEBES HACER LO QUE TE PLAZCA.
PERO SIN TI…
INTÉNTALO MÁS.
—Me parece que Diana será más catalizadora que ayuda, mamá.
—No me gusta la idea de que estés ahí sola, esta noche entre todas las noches.
Lo cual era bastante cierto. Por otro lado, Claire no podía culpar a su madre por intentar sacar a Diana de casa en la noche de Halloween, no después del incidente de los caramelos que cambian de color al chuparlos.
—No te preocupes, estaré bien. Gracias a las filtraciones, el escudo no ha sido nunca tan fuerte.
Claire sintió más que escuchó el suspiro de su madre.
—Pero ten cuidado.
—Lo tendré.
—Comprueba bien el escudo de ella.
—Lo haré.
—Tu padre dice que deberías intentar convencer a Jacques de que pase al otro lado. Dice que no es bueno para un espíritu andar dando vueltas en el plano físico y que los lazos entre los mundos serán débiles durante las próximas veinticuatro horas. Dice que… —se detuvo y apartó la boca del auricular—. ¿Quieres hablar tú con ella, Norman? —aquel segundo suspiro tenía un tono diferente—. Tu padre, que parece pensar que yo no tengo nada mejor que hacer que transmitirte sus comentarios, dice que la presencia de Jacques podría llamar a otros espíritus y que mejor que coloques alarmas contra ello a no ser que quieras alojar a una compañía completa de fantasmas.
—Dile a papá que Jacques lleva más de setenta años apareciéndose por aquí y que eso todavía no ha ocurrido. Dile que seguramente sea por la naturaleza del lugar, los fantasmas no quieren estar cerca de él.
—¿Quieres hablar tú con él?
—No, puedes decírselo tú. Me tengo que ir, mamá —inclinándose sobre el mostrador, echó un vistazo al pasillo en dirección a la cocina, pero no vio nada—. Dean y Austin están solos en la cocina.
—¿Eso es un problema?
—Podría serlo. Ha estado desapareciendo pienso geriátrico, pero no creo que se lo haya comido Austin. Quiero pillarlos con las manos en la masa.
—¿Crees que lo están destruyendo?
—No. Dean nunca tiraría la comida.
—Estoy segura de que no piensas que se lo está comiendo él.
—No, pero él se ocupa de cocinar… —tras los adioses finales, Claire se metió bajo el mostrador y salió en dirección a la parte trasera del edificio. Al rodear la esquina que daba a la cocina, se detuvo un momento—. ¿Qué estáis haciendo?
Mientras sacaba un puñado de masa de las entrañas de una calabaza a un colador, Dean levantó la vista y sonrió.
—Olvidamos comprar una el sábado, así que he ido esta mañana al mercado.
—¿Estás haciendo un Jack-o’-lantern, una calabaza de Halloween? ¿Es que has olvidado lo que hay en el sótano?
—No, pero…
—¿De verdad crees que, dadas las circunstancias, es buena idea atraer a niños a la puerta? —el rostro se le oscureció y los hombros se le hundieron.
—Supongo que no. ¿Pero entonces qué hacemos con las golosinas?
—¿Qué golosinas?
—Todas las bolsas de chocolatinas y otras cosas que compramos el sábado.
—Hay dos bolsas menos de las que había —señaló Austin desde su punto soleado sobre la mesa del comedor.
—¿Dos bolsas? —Dean se quedó mirando horrorizado a Claire, que miró al gato.
—Chismoso —al dar por hecho que no vendrían pequeños visitantes a llamar a la puerta, también había dado por hecho que las golosinas eran para tomar en casa y había actuado en consonancia. De acuerdo, quizá algo más que en consonancia.
Con un profundo suspiro, Dean acarició con las manos los lados de la calabaza, y mantuvo los dedos sobre las curvas de color naranja oscuro.
—Supongo que puedo hornear algo. Y si quiero ver los disfraces de los niños, supongo que esta noche me puedo acercar a casa de Karen.
Su voz denotaba una sincera decepción. No estaba intentando manipularla, a pesar de cómo pudiera estar respondiendo ella. Claire no fue capaz de decidir si aquello formaba parte de su encanto o era algo realmente, realmente molesto.
—De acuerdo. Supongo que un Jack-o’-lantern y unos cuantos caramelos no pueden hacer daño.
—Depende de cómo se introduzcan —observó Austin.
—Así que tú eres lo que se llama una Guardiana hoy en día —la imagen de su madre en el espejo cruzó los brazos sobre el pecho—. Pones al muchacho en peligro sólo porque no eres capaz de decirle que no —entornó los ojos rojos—. De verdad que espero que no te sientas culpable por decirle continuamente que no en otros frentes.
Claire terminó de lavarse los dientes y escupió.
—¿Qué otros frentes?
—No me vayas a decir que no te has dado cuenta de su ardiente deseo. Su pasión abrasadora que sólo tú puedes saciar.
—¿Es que acabas de comprar a otro escritor de romances?
—Venga, búrlate más, despelléjame… —la piel desapareció de toda la cara—. Me da igual si le rompes el corazón.
—Oh, déjalo ya. No estoy rompiéndole el corazón —tras dejar el cepillo de dientes sobre la repisa, Claire salió ruidosamente del cuarto de baño.
La imagen persistió.
—Una madre lo sabe —dijo con una sonrisa sin labios.
—¿Quieres decir que quieres que me vaya? —exigió Jacques mientras sus bordes parpadeaban enfocados y desenfocados—. Pensaba que estabas contenta de tenerme aquí, contigo.
Claire no pretendía herir los sentimientos del fantasma, pero ya que él era prácticamente todo sentimientos, supuso que aquello era inevitable.
—Lo único que he dicho es que si quieres cruzar al otro lado, esta sería una buena noche para hacerlo. Las barreras entre el mundo físico y el espiritual serán finas y… ¡Austin!
El gato levantó la vista y sacó las patas delanteras del tiesto de plástico verde del ficus.
—¿Qué?
—Ya sabes el qué.
—Se podría pensar —murmuró mientras salía indignado del salón, con la cola convertida en una bandera desafiante que movía hacia adelante y hacia atrás— que tras diecisiete años confía en mí. Utiliza una vez un tiesto y ya estás marcado para tus siete vidas.
Cuando el monólogo enfermizo del gato se desvaneció, Claire volvió a centrar su atención en Jacques.
—Estás estancado aquí —le recordó—, a medio camino entre dos mundos, y algún día tendrás que moverte.
—Algún día —repitió él mientras trazaba con los dedos la curva de la mejilla de ella—, si, como tú dices, me muevo, ¿me echarás de menos, cherie?
—Sabes que sí.
—Pour quoi?
—Porque disfruto de tu compañía.
—No como podrías.
Lo que parece que necesitas es que Jacques posea el cuerpo de Dean.
Se sacudió el recuerdo de la cabeza antes de que el infierno pudiese hacer ningún comentario, pero Jacques pareció ver algo en su rostro que le hizo sonreír.
—Quizá desees que me vaya porque tienes miedo del sentimiento que despierto en ti. O del sentimiento que yo tengo hacia ti.
—Jacques, estás muerto. Sólo una Guardiana podría darte carne, y yo soy la única Guardiana en tu… —a punto de decir vida, hizo una pausa y lo reconsideró—… en tu existencia.
—Entonces es el destino.
—¿Qué es?
—Tú y yo.
—Mira, sólo quería preguntarte si querrías dar el paso, ya que no quieres, yo tengo otras cosas que hacer —tras tomar el poder suficiente para apartarlo de su camino en el caso de que no se moviese, se dirigió a la puerta.
Él se echó a un lado para dejarla pasar.
Con los dedos rodeando el pomo de la puerta, se detuvo, esperando que Jacques le hiciera una súplica final pidiendo carne. No lo hizo, y ella abandonó la habitación sintiéndose vagamente engañada.
—¿Qué estás haciendo, jefa?
Claire dejó el rotulador plateado sobre la mesa y se sacudió un calambre que le había dado en la mano derecha.
—Estoy justificando el peligro potencial de esta noche. Intentando ser Guardiana a pesar de la situación —hizo un gesto con la cabeza hacia la enorme ensaladera de madera llena de minúsculas chocolatinas, chicles con forma de ojo y gominolas de araña—. Cada golosina tiene una runa escrita en el envoltorio que anula cualquier cosa mala que puedan coger los niños.
—¿Es como darles fruta y nueces en lugar de caramelos? Estaba bromeando —añadió a toda prisa cuando Claire hundió las cejas—. Quiero decir que ya sé que hay psicópatas por ahí sueltos y creo que es genial que estés haciendo algo al respecto.
—Gracias. Cada vez que uno de esos psicópatas esquiva un tratamiento médico al pasar la prueba de la calle y de sus padres, se desgarra otro agujero en la estructura del universo y, dado el bagaje metafísico que conlleva esta época del año, cualquier cosa podría colarse por él. Principios de noviembre es una época de mucho trabajo para el linaje.
La chocolatina que había cogido parecía ridículamente diminuta mientras se la lanzaba de una mano a otra.
—¿Puedo preguntarte una cosa? ¿Por qué no los detienes antes de que hagan daño a los niños?
—¿Te refieres a por qué no hacemos que todo el mundo se comporte en vez de limitarnos a limpiar el desastre una vez que ha ocurrido? Mi hermana solía preguntar eso todo el rato —había parado de hacerlo, pero Claire sospechaba que Diana todavía creía que el mundo sería un lugar mejor si estuviese a su cargo. Eso pensaban muchos adolescentes, el problema era que Diana tenía suficiente poder como para intentarlo—. Es por todo ese tema del libre albedrío: no tenemos más moralmente permitido tomar decisiones por la gente de lo que lo estás tú. Sólo estamos aquí para tratar con las consecuencias metafísicas.
—¿Hay algo que yo pueda hacer?
—Puedes quedarte en la puerta y repartir estas cosas.
—Me refería…
—Ya lo sé —había momentos, reflexionó Claire, en los que un comentario bromista no era suficiente—. Eres buena gente, Dean. Eso ayuda a que el universo se refuerce por sí mismo.
—Una especie de aislante moral —le dijo Austin mientras se desenrollaba sobre uno de los estantes más altos—. ¿Y ahora podría uno de los dos, preferentemente el más alto, ayudarme a bajar?
Después de que el gato se hubiera asentado sobre el monitor y Dean hubiese vuelto a la cocina a buscar la calabaza, Claire lanzó otra chocolatina dentro de la ensaladera y dijo:
—Gracias.
—No pasa nada. Estabais teniendo una conversación honesta y profunda, así que me imaginé que enseguida os quedaríais sin cosas que deciros.
—Sabes… —lo pinchó con un palito de caramelo—… puedes llegar a ser realmente desagradable.
—Sólo porque tengo razón.
El caramelo golpeó la ensaladera con más fuerza de la necesaria.
—Vuelvo a tener razón, ¿verdad?
—Cállate.
El atardecer cayó sobre la ciudad, se encendieron las farolas y los grupos de niños, muchos de ellos con aburridos adultos a remolque, comenzaron a ir de puerta en puerta.
En la sala de la caldera, los trocitos de infierno dejados por la recién formada personalidad enviaron invitaciones.
Mientras el primer grupo de niños subía las escaleras, las alarmas clavadas en el umbral con un tenedor para ensalada…
—¿Por qué un tenedor para ensalada?
Claire se encogió de hombros.
—Fue la primera cosa que encontré.
… continuaron sin encenderse.
Sólo dos de los cuatro llevaban algo reconocible como disfraz. Uno de los otros se había frotado la cara con un poco de tierra, aunque aquello podría no haber sido a propósito. Se quedaron allí de pie en silencio, extendiendo las fundas de almohada mientras Dean sacaba la ensaladera.
—¿Queréis coger vosotros un puñado o lo hago yo? —preguntó entusiasta.
Tras una silenciosa consulta, la más alta de los cuatro movió bruscamente la cabeza en dirección a la ensaladera.
—Hazlo tú. Tienes las manos más grandes.
—¿No se supone que tenéis que decir «truco o trato»? —preguntó Claire mientras Dean dejaba caer las golosinas con runas en las bolsas.
Un niño pequeño, vagamente vestido como Luke Skywalker, emitió una risilla.
—¿Qué es tan divertido?
La portavoz puso los ojos en blanco.
—Decir truco o trato está pasado de moda —tras agarrar sus fundas de almohada, se giraron todos a una, volvieron a la acera de un salto y salieron corriendo.
—Estoy segura de que cuando era niña nos lo trabajábamos más —murmuró Claire mientras cerraba la puerta.
Sentado sobre el mostrador con las piernas cruzadas, Jacques se rematerializó.
—Cuando yo era niño, en la casa de Monsieur Bouchard tiramos el… ¿cómo se dice, eso que está fuera de la casa?
—Letrina. Retrete.
—Oui. Lo tiramos, pero no sabemos que Monsieur Bouchard está dentro.
Se giraron para mirar para Dean.
Se encogió de hombros.
—La verdad es que yo no noto ninguna diferencia.
Una princesa, un pirata y cuatro juegos de ropa de calle más tarde, las alarmas del umbral se iluminaron en rojo.
Claire abrió la puerta.
El boggart[1] sonrió, enseñando las puntas rotas de sus dientes amarillentos.
—Truco o trato.
Dejó caer un puñado de caramelos sin runas en su mano extendida.
—Trato.
—¿Estás segura? —pareció decepcionado con su elección—. Tengo buenos trucos.
—Estoy segura.
Sin molestarse en quitarles el envoltorio, se metió un par de chocolatinas en la boca.
—Buen trato —anunció tras masticar vigorosamente durante un momento y tragar audiblemente—. ¿El año que viene por las mismas fechas?
—No prometo nada.
El boggart asintió.
—Una Guardiana lista —un salto hacia atrás lo llevó a la acera, donde se detuvo, casi invisible en la oscuridad que iba en aumento—. Llegan los mayores —gritó, y se desvaneció.
—Eso no era un niño con un disfraz muy bueno, ¿verdad? —preguntó Dean mientras Claire daba un paso atrás y cerraba la puerta.
Comprobó las alarmas.
—No. Y cualquier otra noche seguramente no lo habrías visto.
—Entonces, ¿qué era?
—¿Recuerdas las chispas de energía de las que te hablé el primer día que estuve aquí?
Frunció el ceño pensativamente y se rascó la parte trasera del cuello.
—¿Las que tú ves y que hacen que no puedas conducir?
—Básicamente. Hay lugares en los que esta noche la estructura del universo es prácticamente de tela de gasa, de forma que muchas chispas pasan a través de ella. Una vez fuera, parece ser que algunos de ellos son llamados aquí. Este era un boggart.
—¿Humphrey?
—Lo dudo.
—¿Era peligroso?
—No —se estiró en las escaleras y alargó las piernas hacia el recibidor—. Pero podría haberse vuelto destructivo si no lo hubiese comprado.
Él miró para la ensaladera.
—¿Con chocolatinas?
—¿Por qué no?
—De acuerdo. ¿A qué se refería con lo de los mayores?
—Más grandes que él. Más poderosos, más peligrosos.
—¿Vendrán esta noche?
—No lo sé. Podrían dejar de venir si apagamos el Jack-o’-lantern y apagamos las luces delanteras, pero podrían no dejar de hacerlo.
—Entonces deberíamos apagar la vela y las luces y ver qué pasa.
Ella entornó los ojos.
—No.
—¿No?
—No me escondo en la oscuridad.
—Pero ni tan siquiera querías hacer esto —estaba poniendo lo que Claire ya había comenzado a reconocer como su cara de responsable—. Fue idea mía y…
—¿Y qué? —lo cortó y se puso de pie cuando Austin anunció que se acercaban más niños—. Ya que hemos comenzado, vamos a acabarlo. Y tú también deberías disfrutarlo.
La gitana y el cazafantasmas —a pesar de que podrían haber sido un pirata y un alcantarillero, Claire no estaba completamente segura— se quedaron atónitos cuando abrieron la puerta antes de que llamasen.
—¿Cómo habéis sabido que veníamos? —preguntó la gitana/pirata.
Claire hizo un gesto con la cabeza hacia la ventana, donde se veía la silueta de Austin al lado de la calabaza.
—Me lo ha dicho el gato.
El cazafantasmas/alcantarillero resopló.
—Mentira.
—Mi padre dice que este sitio está encantado —anunció la gitana/pirata.
—Tu padre tiene razón.
—Genial. ¿Podemos ver al fantasma?
—No.
Aceptaron su negativa con la gracia resignada de los niños acostumbrados a que se les deniegue el acceso al mundo de los adultos.
—¿Me lo ha dicho el gato? —preguntó Austin mientras ella cerraba la puerta.
—Eh, es Halloween.
—En ese caso deberías haberles enseñado al fantasma —señaló Jacques mientras lanzaba la cabeza.
—¡Jacques!
Tras cogerla con una mano, se la volvió a colocar sobre los hombros en una provocativa posición.
—Si me dieses carne, no podría hacer esto.
Intentando no estremecerse, Claire lo miró.
—Si te diese carne ahora mismo, te pegaría un bofetón.
Se le ensanchó la sonrisa.
—D’accord.
—No.
—Provocadora.
Las alarmas se iluminaron en rojo.
—Bueno… —Claire miró a su alrededor, hacia el hombre, el gato y el fantasma, mientras se acercaba a la puerta—… veamos quién es el próximo concursante.
En el escalón había una mujer joven. Tenía el cabello corto y castaño, los ojos marrones, y un lápiz de labios Satin Claret y pintauñas a juego.
Claire tamborileó sobre la jamba de la puerta impacientemente con sus propias uñas Satin Claret.
—Tienes que estar de broma.
La mujer joven se encogió de hombros.
—¿Truco o trato?
Claire sintió a Dean jadear detrás de ella.
—Jefa, eres tú.
—No exactamente. Es una imitación, una especie de ser paralelo. Técnicamente, es una muerte simbólica.
—¿Una qué?
—No te preocupes por ello —cruzando los brazos, Claire miró a la imitación a los ojos y dijo con su mejor voz de profesora de primaria—. No tienes nada que hacer aquí. Vete. ¡Lárgate! ¡Desaparece de aquí!
Con aspecto de sentirse avergonzada ante aquel incidente, la imitación bajó los escalones en silencio y desapareció de la vista.
—Sinceramente —suspiró Claire mientras cerraba la puerta—, antes eran cazados por los mortales, una creería que se lo pensarían dos veces antes de intentarlo con una Guardiana.
—Dudo que tuviese otra opción —señaló Austin rascándose vigorosamente detrás de una oreja—. Una vez ha sido llamada, tenía que venir. Las cosas se van a poner mucho peor antes de ponerse mejor.
—¿Lo sabes, o estás haciéndote el listo?
Se lamió la nariz y se negó a contestar.
Tres grupos vestidos con ropa de calle, un par de personajes de Disney y un hada mala más tarde, Dean se dirigió a la cocina con el pretexto de ir a buscar café. Iba a buscar café, pero aquella no era la única razón para ir a la cocina.
El hada mala parecía más bien una de las indigentes más coloridas de la ciudad y murmuraba algo que sonaba como a direcciones para llegar a la estación de autobuses cuando Claire la desterró con una cruz de hierro que sacó de su mochila. Ya que no tenía su propia mochila, Dean abrió la caja del pan y de ella salió el siguiente premio: una magdalena-amuleto.
En realidad no era una verdadera magdalena sino restos de comida precocinada de la cena, pero tendría que servir en caso necesario. Al ser pastor anglicano, su abuelo había luchado una continua batalla contra las supersticiones que se desarrollaban en las comunidades aisladas y le había contado cómo en los sesenta muchos de los hombres más tradicionales se llevaban magdalenas al bosque para que los protegiesen de que los pequeños espíritus los llevasen por el mal camino. Dean nunca había pensado en preguntar qué había querido decir exactamente su abuelo con lo de los pequeños espíritus, pero razonó que cualquier cosa que pudiera subir las escaleras hasta la puerta podía ser uno de ellos.
Envolvió el amuleto en una servilleta de papel y se lo metió cuidadosamente en el bolsillo derecho delantero de sus vaqueros. Al darse la vuelta para marcharse, un movimiento en el aparcamiento captó su atención.
Su furgoneta era el único vehículo que estaba allí. Si alguno de los chicos más mayores iba a hacer algún daño, se lo harían a su furgoneta.
Tendrían que pasar sobre su cadáver. Aquella furgoneta lo había traído de Terranova a Kingston en febrero y, en uno de los peores inviernos que se recordaban, había pasado por todo lo que le había pedido. Y por una cosa que no le había pedido, pero los surtidores de gasolina no habían llegado a explotar y la policía había decidido que el culpable había sido el enorme trozo de hielo negro y no su forma de conducir, así que técnicamente había sido un viaje tranquilo. Además, adoraba aquella furgoneta.
Moviéndose silenciosamente hacia la ventana, echó a un lado las persianas verticales lo suficiente como para poder echarle un vistazo al enemigo: no tenía sentido apurarse a salir como un idiota si su furgoneta estaba a salvo.
La mujer más hermosa que había visto en su vida le miró, sonrió y graciosamente le hizo una señal para que se acercase.
Dean tragó saliva, sintiendo cómo la nuez le subía y le bajaba como una boya en altamar.
La sonrisa de ella se acentuó.
Moviéndose por los espacios que quedaban entre las tablillas verticales para no tener que apartar la vista de ella, Dean se dirigió a la puerta.
—¿Dean? —Austin se restregó contra sus espinillas—. ¿Qué estás mirando?
Sintió la lengua gruesa. Tenía que forzarla para emitir palabras.
—A una mujer irresistiblemente hermosa.
—¿Ahí fuera? ¿En el aparcamiento?
—Me necesita. Necesita que vaya hacia ella.
—Oh-oh. Vuelve a mirar.
Un súbito dolor en la pantorrilla hizo que el mundo volviese a enfocarse para Dean. Fuera, en el aparcamiento, la belleza ya no era tan irresistible. En sus ojos había oscuras sombras, sus dientes eran demasiado blancos y no parecía haber mucha diferencia entre dónde acababa ella y comenzaba la noche. Sintiéndose como si estuviera al borde de un acantilado envuelto por la niebla, Dean se metió los dedos temblorosos en el bolsillo y agarró un extremo del amuleto.
La fe lo es todo cuando se trata con productos horneados.
Una figura mística, con una vaga forma femenina, dirigió su mirada ardiente hacia el gato y bufó enfadada.
—Sí, sí, lo que sea. Buen intento, ahora piérdete. Venga —añadió cuando el espíritu desapareció—, dame un trozo del cerdo que ha sobrado de la cena y vuelve al recibidor antes de que aparezca nada más.
Consciente de la sangre que poco a poco le empapaba los vaqueros, Dean le dio de comer y lo siguió sin discutir.
—¿Y bien? —preguntó Claire con impaciencia en cuanto entraron en la luz.
—Yo tenía razón, tenía problemas. A juzgar por la reacción de él y por el ruido que hizo la cosa antes de desaparecer, diría que era una Lhiannan-Shee[2].
—¿Una hadita dulce?
—No era tan dulce —protestó Dean al recordar su aparición final.
—Todos tenemos nuestros días malos. —Claire lo agarró por el codo y le hizo darse la vuelta—. ¿Estás bien?
—Claro —se sentía un poco mareado y le picaba la piel por la zona en la que el pelo se le había puesto de punta por todo el cuerpo, pero todavía tenía alma, así que el resto parecía ser demasiado insignificante para mencionarlo.
—¿Qué te ha pasado en la pierna?
—Austin.
—Eh, tenía que atraer su atención, ¿no? —protestó Austin cuando Claire se giró con una ceja levantada en dirección a él.
—¿Con un intento de amputación?
Mientras se lavaba una de las patas delanteras industrialmente, la ignoró.
—Conozco a un hombre que murió por un arañazo de gato —anunció Jacques, rematerializándose en la mitad de las escaleras—. El arañazo se puso… ¿cómo se dice septique?
—Infectado.
—Out. Tuvieron que cortar y muere.
—Murió.
—Out —le sonrió a Dean—. ¿Te cortamos la pierna ahora o más tarde?
—Estoy bien.
—Me siento insultado —resopló Austin—. Mis patas están limpias.
—Quizá será mejor que vayas a lavarte la pierna —le sugirió Claire haciendo un gesto con la cabeza en dirección a la suite—. Utiliza mi cuarto de baño. Hay una crema antibiótica en el cajón de las medicinas.
Ante la visión de la mancha circular y áspera, Dean tomó aire entre dientes. Tenía unos ocho centímetros de diámetro y era de un color rojo oscuro, más oscuro en la parte superior.
—Oh, vaya. Ahora mismo vuelvo.
—¿A dónde vas?
—A cambiarme. Si no pongo estos vaqueros en agua fría rápidamente, nunca conseguiré quitarles la sangre.
—¡No mires por ninguna ventana! —le gritó Claire mientras corría hacia el sótano—. No le creo —dijo por encima del ruido de sus botas de trabajo que golpeaban las escaleras al bajar—. En un momento está terriblemente asustado y al siguiente, un problema de lavado le barre la experiencia que ha tenido de la mente.
—Tiene razón en lo de la mancha de sangre y el agua fría —señaló Jacques—. ¿Ves esto? —se golpeó los muslos—. Estaban cubiertos de sangre cuando me caí al lago y ahora están limpios para toda la eternidad.
Claire tomó una chocolatina.
—No empieces.
Unos minutos más tarde, Dean volvió a entrar en el recibidor con unos vaqueros tan limpios que los pliegues tenían un tono azul más claro.
—¿Y bien?
Sonrió.
—Me han herido peor estando en el banquillo.
—La próxima vez ya las clavaré un poco más profundas —murmuró Austin mientras venía otro grupo de niños.
Durante más o menos media hora, una continua procesión de niños del vecindario subió las escaleras para reclamar su botín. Claire mantenía un ojo atento en las alarmas mientras Dean estaba en el umbral de la puerta abierta, sirviendo caramelos felizmente. Cuando la cantidad de gente fue disminuyendo y las escaleras se vaciaron, ya era noche cerrada.
—Eh, jefa, hay una vaca con pinta de mala en la calle.
—¿Una vaca?
—Sí, tiene púas en los cuernos y los ojos rojos y brillantes.
—Teniendo en cuenta cómo se han ido manifestando el resto de las cosas, probablemente sea un animal fantasma.
—¿Qué debo hacer?
—Cierra la puerta, se marchará.
Con el ceño fruncido, hizo lo que le dijeron.
—Estos bichos no pueden hacerle daño a los niños, ¿verdad?
—¿Alguna vez has escuchado hablar de un niño herido por una vaca el día de Halloween?
—Bueno, no, pero…
—Este tipo de manifestación no te puede hacer daño si no crees que te puede hacer daño y, francamente, no hay mucha gente que crea ya en los espíritus tradicionales. —Las alarmas se iluminaron en rojo y Claire abrió la puerta—. Seguramente quede todavía suficiente memoria colectiva para pegarles un buen susto, pero no es de lo que trata esta no… oh, cielos —se quedó mirando a un hombre muy alto que llevaba algo que parecía una armadura de plástico negro y sintió un ligero escalofrío ante la amenaza que había en los negros ojos de plástico.
—¿Verdad o desafío? —su voz era oscura, incluso profunda si aquello era posible.
Era básicamente la misma pregunta. El truco era no dejarle ni un instante para mostrar incertidumbre.
—Verdad.
—Crees que puedes hacerlo sola, pero no puedes.
—¿De qué me estás hablando?
—Tú ya has tenido tu turno —podía sentir diversión en su oscuro tono de voz—. Ahora me toca a mí.
—¡Eh, Nicho, mira quién es!
Un par de niños de seis o siete años cargaron contra las escaleras y se agarraron a la capa negra que arrastraba.
—Eres genial, tío.
—Eres nuestro favorito.
—Eres tú de verdad, ¿a que sí?
Se giró lo suficiente como para dirigirles una mirada inquietante.
—Sí. De verdad.
—Genial.
—Más que genial.
—¿Nos das tu autógrafo?
—¿Vendrás a casa con nosotros para conocer a nuestra madre?
—¡No, no! ¡Mejor! Ven mañana a la escuela con nosotros.
—Sí, podrías hacer pedazos a esos tíos que no nos dejan subirnos a los columpios.
—¡Hacerlos pedazos!
Los rasgos de la máscara estaban, por supuesto, inmóviles, pero Claire pensó que había detectado un ligero indicio de pánico que se iba construyendo mientras las preguntas y comentarios continuaban a la velocidad de una ametralladora.
—Pareces mucho más alto en la peli.
—¿De dónde has sacado esas botas tan guais?
—Nos encantó cómo congelaste a aquel tipo sin tan siquiera tocarlo.
—¿Saldrás en la peli sobre lo que pasó antes?
—Tengo el muñeco de micro machine que es igual que tú.
—Yo he hecho un dibujo de ti en la parte interior de mi libro. Era bastante bueno, pero me metí en un lío.
—¿Puedo coger tu luz…?
—No —les arrancó la capa de las manos.
—Oh, venga, sólo una vez.
—Yo también.
—He dicho que no.
—No la romperemos.
—Sí, venga, no seas gilipollas.
Respirando con dificultad, se apresuró a bajar las escaleras, irrumpió en la acera y desapareció.
—Genial.
—Sí, más que genial.
El más alto de los dos levantó la vista hacia Claire en un gesto especulativo.
—¿Tienes ositos de goma?
—Estoy desapareciendo. Estoy desapareciendo…
Mientras balanceaba el cubo vacío, Claire le cerró la puerta a la aparición que se desvanecía.
—Por lo menos ha seguido el guión.
—Siempre he pensado que la CBC exageraba al hablar de los efectos de los medios de comunicación estadounidenses —dijo Dean pensativamente—, pero ahora ya no estoy tan seguro.
—¿No eres un poco pequeña para estar fuera tan tarde?
La diminuta niña miró cómo los caramelos caían seguros dentro de su bolsa antes de responder.
—Mi papá acaba de llegar a casa.
La figura en la sombra que había al pie de las escaleras levantó un brazo en un saludo avergonzado.
—Ya veo. Bueno, ¿qué se supone que eres?
Movió la cabeza para hacer que un par de orejas de caballo de papel con un aspecto realista se meneasen, y dio la vuelta sobre si misma para que Claire pudiese ver la cola que llevaba enganchada en la parte trasera de la chaqueta.
—Soy un poni.
—Oh. Lo siento.
—Tienes un gato en la ventana —continuó—. Yo quiero tener un gato, pero mi madrastra es alérgica. ¿Puedo entrar y acariciar al gato? Sólo un minuto —con la cabeza ladeada, sonrió dulcemente—. Por favor.
—¿Y tu padre?
Se volvió a dar la vuelta.
—¡Papá! ¿Puedo entrar a acariciar al gato?
El brazo se levantó en lo que podría ser un gesto de asentimiento.
Como a la mayoría de los gatos, a Austin no le gustaban mucho los niños pequeños. Claire sonrió y estaba a punto de apartarse del camino cuando se dio cuenta de que el umbral parecía estar de un color más oscuro que el resto de la madera. Tras buscar en su bolsillo, sacó un sobrecito de sal y, mientras la niña abría mucho los ojos, lo partió en dos y se lo tiró a la cara.
Se desvaneció el glamour.
Las runas se iluminaron en rojo.
La niñita se estiró hasta llegar a los casi dos metros de alto, su disfraz se desvaneció aunque las orejas de caballo se mantuvieron en su lugar y unos colmillos curvos le salieron de la mandíbula inferior, mientras unas manos desproporcionadas rascaban los ladrillos a ambos lados de la puerta.
El papá sacó fuego por la boca.
Claire y Dean juntos cerraron la puerta de golpe.
—Ha estado cerca —dijo Claire cuando sintió que el pestillo por fin estaba en su lugar.
Con los hombros contra la madera, Dean dejó salir un aire que no recordaba haber tomado.
—¿Siempre llevas sal en el bolsillo?
—Una pregunta extraña viniendo de un hombre que lleva un trozo de carne.
—¿No sois un poco mayores para salir esta noche?
Uno de los tres jóvenes skin heads idénticos frunció el ceño, diferenciándose momentáneamente de los otros dos.
—¿No eres un poco fea para juzgar a los demás?
—Sí, danos los putos caramelos.
El adolescente que estaba en el medio les dio un codazo a los dos en las costillas.
—Lo que queríamos decir, señora, era truco o trato.
Claire se lo pensó un momento mientras los chicos ponían una pose afectada.
—Truco —dijo finalmente, y cerró la puerta.
El muchacho que tenía la bota metida en el hueco de la puerta se llevó una desagradable sorpresa. Pudieron escuchar su grito incluso a través de la pesada madera.
—Creo que esa puta me ha roto el pie, tíos.
—Iban a tirarnos huevos de todas formas —explicó Claire—. Así que pensé que para qué malgastar los caramelos.
—¿Tirarnos huevos? —repitió Dean.
Lo agarró del brazo, deteniéndolo.
—No te preocupes por ello.
—¡Estos tíos no se detendrán en los huevos!
—Yo creo que sí —unos minutos más tarde, mientras miraban por la ventana cómo el último de los huevos lanzados se detenía a unos centímetros del hotel y volvía atrás, como todos los demás, estampándose contra el ahora chorreante y furioso lanzador, suspiró—. Supongo que me he equivocado.
El trozo de ladrillo roto siguió el mismo camino que los huevos.
—Una corriente de aire peliaguda. Eso ha tenido que doler.
Claire se colocó físicamente entre Dean y la puerta cuando este intentó seguir el baile del fuego fatuo escaleras arriba y abajo. Se permitió pensar brevemente en la firme resistencia que tenía el estómago de él, después metió el hombro dentro y lo lanzó lo bastante lejos en dirección al recibidor como para poder cerrar la puerta.
—Ya está —dijo cuando se encontraba segura tras el mostrador—. Son las diez de la noche. Ya no vendrán más niños. Creo que podemos apagar la vela y las luces de fuera, con el honor intacto.
La tapa de la calabaza se negó a levantarse y todo el aire que soplaron dentro de la cara dibujada en ella no consiguió apagar la vela.
—Oh, cáscaras.
Dos de las chocolatinas que quedaban se volvieron almendradas. Otras dos no.
—¿Abuelo?
—No es una trampa, Dean, lo prometo. Sal, tenemos mucho de qué hablar.
—Pero si estás muerto.
—Nunca he dicho que no lo estuviera, pero esta es la noche en la que caminan los muertos.
—Las almas que no pueden descansar.
—¿Y piensas que yo puedo descansar después de lo que hiciste? ¡Vuélvelo a pensar!
—Pero a la tía Carole le encanta la casa.
—Te la dejé a ti, ingrato.
—Abuelo, déjame que te explique —al levantar un pie para traspasar el umbral, Dean notó que algo crujía en su bolsillo y se metió una mano dentro para ver qué era.
El amuleto.
Los escalones estaban vacíos.
—Creí que te había dicho que no abrieses mientras yo no estuviera. —Claire salió de su salón cuando él se echaba hacia atrás y cerraba la puerta—. ¿Qué había ahí fuera?
—El fantasma de mi abuelo.
—¿Está muerto? Lo siento, qué pregunta tan tonta —salió al recibidor y examinó su rostro—. Realmente no era él, ¿lo sabes?
—Sí, lo sé.
—No tienes muy buen aspecto. Quizá deberías irte a la cama.
—¿Continuarán viniendo?
—Sí. Seguramente hasta el amanecer.
Levantó la barbilla y se cuadró de hombros.
—En ese caso me quedaré.
—¿Qué era eso?
—Un fachan[3]. Los clásicos han vuelto.
—Ese asado era para la cena de mañana.
—Créeme, no se hubiera conformado con caramelos.
El amanecer parecía tardar una eternidad.
—¿Quedan golosinas?
Claire levantó la ensaladera a su lado e intentó enfocar el contenido. Cayeron media docena de envoltorios.
—Parece que me las he terminado.
—Otra vez, ¿qué eran esas dos últimas cosas?
—Un ogro y un dvergar, un enano nórdico. ¿Por qué? —sopló con aire de cansancio.
Dean se quitó las gafas y se frotó los ojos.
—¿De verdad has hecho girar la paja hasta convertirla en oro?
—Estaba dando vueltas en círculo, así que técnicamente estaba girando —el dvergar no parecía muy feliz, pero ya que había obtenido el trato, no podía hacer el truco. El ogro, por otro lado, había arrancado la verja que rodeaba el lugar y la había lanzado junto con el cartel del hotel a la calle. Tratar con un ogro significaba darle la cena.
Los ogros comían personas. El truco consistía en saberlo.
Austin levantó la cabeza de las patas y bostezó.
—Ha salido el sol, y la vela acaba de apagarse —saltó del alféizar de la ventana mientras la calabaza se apagaba sola, humeando ligeramente.
Mientras se empujaba las gafas aproximadamente al lugar en el que deberían estar, Dean se puso en pie y se dirigió a la puerta.
—Creo que sacaré esos trastos de la carretera antes de que haya un accidente.
Tras arrastrarse para ponerse en pie, Claire esperó un momento hasta que el mundo dejó de dar vueltas.
—Creo que voy a ir a vomitar.
¿Y ESO ES TODO? LOS ASUSTAS UNA O DOS VECES, CAUSAS UN LIGERO DESPERFECTO Y LOS CANSAS. PUES MIRA TÚ QUE BIEN. LA GUARDIANA HA CREADO UN ESCUDO CONTRA TODO LO QUE LE LANZAS Y NI UNA SOLA VEZ HA TOMADO PODER DE MÁS ABAJO DEL MEDIO DE LAS POSIBILIDADES.
VEAMOS SI TÚ LO HACES MEJOR. EL RESTO DEL INFIERNO SONÓ OFENDIDO.
¿MEJOR?
DE ACUERDO. BIEN. PEOR.
ESPERA POR ELLO…
Apoyado sobre una rodilla, el agente de policía tocó el agujero desgarrado en el cemento y meneó la cabeza.
—¿Cuándo ocurrió esto exactamente?
—Hacia las cuatro de la madrugada.
—Las cuatro y doce —corrigió la señora Abrams—. Lo sé porque cuando escuché el ruido, y fue un ruido tremendo, miré el despertador que, a pesar de que lo compré antes de que muriese el señor Abrams, que Dios lo bendiga, marca la hora exacta.
—Las cuatro y doce —repitió el agente—. ¿Vieron quien fue?
—¡Oh, no! No iba a exponerme a este tipo de gamberrismo destructivo. Para eso es para lo que se le paga a la policía, y por eso los he llamado.
—En realidad estaba preguntándole a la señora Hansen.
Ya que era posible que los cristales salieran volando, Claire se había mantenido apartada de la ventana y por lo tanto podía responder sin mentir.
—Lo siento, no vi nada.
—Seguramente fuese una panda de estudiantes de la universidad. Se toman unas cuantas copas de más y se vuelven locos.
—Eso suena razonable —concordó Claire mientras se ponía en pie. No era lo que había ocurrido, pero sonaba razonable. Por conveniencia, se echaba la culpa de la mayor parte del vandalismo de Kingston a las pandas de estudiantes de la universidad que andaban dando vueltas tras haberse tomado unas copas de más. De vez en cuando se les divisaba en la distancia, pero nadie había sido nunca capaz de identificar a ningún individuo ya que, igual que otras criaturas legendarias, se desvanecían en cuanto uno se acercaba demasiado.
—Cuando los arreste —dijo la señora Abrams, tan decidida a llevar a cabo su tarea cívica que agarró al agente de la manga— hágamelo saber. Yo soy la que ha llamado, la señora Abrams, (con una «be» y una «ese» al final).
—Usted es la señora del perro, ¿verdad?
—¿Ha escuchado hablar de mi Baby? —le sonrió abiertamente.
El agente suspiró.
—Oh, sí.
Otra llamada arrastró al aliviado policía hacia su coche e hizo que se marchase. La señora Abrams trasladó su atención a Claire.
—¿No has olvidado que el profesor Jackson vendrá pasado mañana, verdad, Kimberly, querida?
—Estamos deseándolo, señora Abrams.
—Estoy segura de que te ocuparás maravillosamente de él. Seguramente pase a visitarlo mientras esté aquí. Nunca haríamos nada comprometedor, aunque —puso una sonrisita tonta— yo era muy progresista en mis años mozos.
Lo peor de todo era que estaba diciendo la verdad. Estremeciéndose ligeramente, Claire entró en la casa y se pasó el resto del día intentando enganchar el sueño sin soñar con la señora Abrams y el profesor en posiciones progresistas. Si no se hubiera asegurado de que todos los escudos los contenían, habría dado por hecho que los sueños, con detalles gráficos a todo color y sonido, procedían del hoyo.
—¿Es usted Claire Hansen?
Claire lo comprobó, pero la mensajera no había sido enviada por el infierno. Lo cual tenía sentido después de pensarlo durante un momento: si algo tenía que ser entregado al siguiente día laborable, el infierno hubiera preferido que fuese tarde.
—Sí, soy Claire Hansen.
—Firme aquí.
—¿Por qué?
A pesar de que la mujer joven puso cara de ir a hacer un maleducado comentario, mantuvo un tono de voz muy profesional.
—Tengo un paquete para usted.
—¿Quieres que firme yo, jefa?
—¿Usted es Claire Hansen? —preguntó la mensajera.
—No, pero…
—Entonces es ella la que tiene que firmar.
A cambio de su firma Claire recibió un sobre de papel manila llenísimo y un recibo ilegible.
—¿De quién es? —preguntó Dean cuando la mensajera hubo bajado su bicicleta por las escaleras y se hubo marchado.
—Lo que es más importante —murmuró Jacques apreciativamente, rematerializándose al lado de la ventana—. ¿Qué llevaba puesto? Parecía que tenía las piernas pintadas de negro.
—Eran unas medias ajustadas.
—Oui, eran ajustadas. Yo no me quejo, ¿pero está eso permitido?
—Claro.
Emitió un pesado y etéreo suspiro.
—Morí demasiado pronto.
—El paquete es de Hermes —lo interrumpió Claire con mucho énfasis.
Austin rio entre dientes.
—Hay alguien a quien no le gusta ser el centro de la atención.
Ignorándolo, extrajo una toalla doblada del sobre y frunció el ceño.
—¿Por qué nos envía Hermes una toalla?
—Es una de las nuestras —declaró Dean tocando el tejido—. Seguramente se mezcló con sus cosas por error.
—Es el dios de los Ladrones, Dean. Dudo que fuese un error y, ya que también dudo que su conciencia haya mejorado, me pregunto por qué la habrá devuelto —un trozo de papel, lleno por ambos lados con línea tras línea de escritura, cayó de un pliegue—. Puede que esto lo explique todo.
Querida Guardiana.
Hace tres días partimos de su establecimiento con uno de los objetos tradicionalmente liberados de las habitaciones de hotel. Desde aquel momento, dos ferrys han intentado hundirse bajo nuestros pies, y se hubieran hundido si Poseidón no hubiera estado a bordo y les hubiese ordenado a las olas que nos llevasen a la orilla. Nuestro vehículo se ha estropeado siete veces… Hefesto está contento, nadie más lo está. Por primera vez desde que comenzamos a viajar los policías fronterizos nos han pedido que nos identifiquemos y después, cuando les informé de que nos dirigíamos a Rochester, registraron la furgoneta. El bolsillo en el continuo espacio-tiempo no les molestó tanto como las cámaras que Zeus compró en Toronto y de las que perdió las facturas. Cuando por fin se nos dejó entrar en Estados Unidos después de que la persona más rígida ante la ley que he tenido el no placer de conocer nos advirtiese de que no podríamos volver a Canadá —y, debo añadir, a su admirable sistema de la seguridad social—. Afrodita tuvo un brote de una antigua dolencia, y la visita a la clínica fundió su tarjeta de crédito. Mientras esperábamos por ella, alguien nos robó los cheques de viaje. No eran American Express.
La lista continuaba por el resto de la parte delantera y trasera de la hoja, y acababa con:
Así que le devuelvo el objeto que la divinidad ha determinado como la causa de nuestras recientes dificultades.
Por favor, disculpe la pequeña quemadura que tiene. Su sistema de seguridad es admirable, aunque excesivo.
Mitológicamente suyo,
HERMES
—¿Qué sistema de seguridad? —preguntó Dean.
—Sospecho que tras todos estos años con un lugar de accidente activo, el hotel es capaz de proporcionarse su propia seguridad. —Claire tocó la tela afelpada con cariño—. Así de repente, diría que robar nuestras toallas es una muy mala idea.
DETENER LAS FILTRACIONES NO DEBILITARÁ EL ESCUDO, Se dijo el infierno, malhumorado.
NO ESTOY DETENIENDO LAS FILTRACIONES. LAS ESTOY ACUMULANDO.