DIEZ
El último sábado de octubre ya era obvio que las filtraciones se habían contenido con éxito. El infierno lo había intentado direccionándolas, esparciéndolas y cortándolas por completo, pero nada había funcionado. Cuando un súbito golpe de frío envió a Claire a la sala de la caldera para reajustar la calefacción, se encontró con el infierno cabizbajo y malhumorado.
De todas formas, continuó realizando apariciones personales. Mientras el mal existiese, el infierno se explicaría poniéndose la cara de Dean en el espejo de Claire, la tentación personal era su especialidad.
Unos precavidos experimentos con el ascensor determinaron que si la puerta la abría alguien desde fuera, en el pasillo, los pasajeros podían salir en el piso deseado. Las filtraciones, o la ausencia de ellas, no afectaban ni al funcionamiento mecánico ni a la variedad de los destinos. Por lo que Claire pudo determinar, el ascensor no tenía conexión con el infierno, y tan sólo una tenue conexión con la realidad.
Pero con la reducción de las filtraciones se produjo una desafortunada baja.
—Supongo que esta será la próxima cosa de la que te deshagas —suspiró Austin subido al busto silencioso del rey del rock and roll.
El salón, vaciado hasta quedar sólo lo esencial, tenía un aspecto lobotomizado, como si se le hubiera extraído quirúrgicamente toda la personalidad. Desnudo de sus accesorios, los floridos muebles de excesivo tamaño de Augustus Smythe parecían vergonzosamente grandes.
A pesar de que tenía la clara intención de deshacerse de la cabeza de escayola, Claire se había rendido a la mirada de color verde pálido que le hacía demandas poco sutiles desde lo alto del tupé brillante.
—Si tanto significa para ti, puede quedarse.
—¿Harás que empiece de nuevo?
—No.
—Podrías adaptarlo para que funcionase desde el medio de las posibilidades.
—No.
—Pero…
—He dicho que no. Será más fácil salir y comprarse un juego completo de Cds y un aparato de música —o bien Augustus Smythe se había llevado con él su aparato de música cuando había abandonado el lugar o, a diferencia de la mayoría de los hombres, que tenían tendencia a comprarse equipos de música antes que otras cosas sin importancia como comida o ropa, nunca había tenido uno.
—Si tienes miedo de un poco de trabajo pesado…
—No empieces, Austin. Elvis ha abandonado la casa —antes de que el gato pudiese alegar algo a su resolución con las uñas, Claire se giró sobre un talón y se dirigió al dormitorio.
El busto no había sido el único entretenimiento en los aposentos de Augustus Smythe que funcionaba con filtraciones. Tras agarrar la cortina con flecos que colgaba ante la postal, la abrió y apenas fue capaz de ahogar un chillido atónito.
—¿Qué? —Diana se retorció lo bastante lejos como para comprobar que nada especialmente asombroso se había colado en el espacio que había detrás de ella. Cuando vio que no había nada, se encogió de hombros y centró su atención en el exterior de la postal—. No tienes buena cara, Claire. Quizá deberías sentarte.
Sin haber prestado verdadera atención a la sugerencia de su hermana, Claire se tambaleó hacia atrás hasta chocar con el borde de la cama y se sentó.
—¿Qué estás haciendo ahí dentro?
—Practicar postales. Mamá me dijo que tú tenías una en funcionamiento así que pensé que vería si podría colarme en ella…
Claire comenzó a respirar de nuevo. La habitación de Diana no había formado parte de la pequeña galería de fotos guarras de Augustus Smythe.
—… así tú también podrías verme a mí, y no se me podría acusar de estarte espiando.
En teoría, aquello no podía ser posible: como Guardiana que era, Claire sabría si estaba siendo observada, incluso aunque fuese por otro Guardián. De todas formas, ya que Diana acababa de colarse dentro de una postal sin poder sin ninguna dificultad aparente, algo que Claire dudaba que hubiera conseguido llevar a cabo incluso con diez años más de experiencia, no iba a declarar que no se pudiera hacer. Así que dijo la siguiente mejor opción:
—Como me hagas una postal, te arrancaré el hígado y haré que te lo comas.
Diana sonrió.
—Como si pudieses hacerlo. ¿Te crees que soy tan tonta como para acercarme tanto?
—Hablando de estar cerca, ¿cuándo volviste de Filipinas?
—La semana pasada aterricé en San Francisco, puse mi granito de arena en un lugar que Michelle estaba tratando en Berkeley, fui en tren a Chicago, ayudé a One Bruce a sellar dos lugares pequeños (los dos estaban en el medio de grandes cruces, ¿te lo puedes creer?) y volé a casa desde allí. Ya no puedo esperar a poder hacer todas esas cosas yo sólita.
Claire no podía recordar haber escuchado que hubiera habido ningún terremoto ni descarrilamiento de tren, y ya que Chicago parecía estar funcionando por lo menos igual de bien que siempre, suspiró con alivio.
—¿Y la escuela?
—Me pondré al día —mientras se dejaba caer sobre una vieja mecedora que hacía mucho que se le había quedado pequeña pero de la que se negaba a deshacerse, Diana se inclinó hacia la izquierda hasta tener que apoyarse en el suelo con el brazo, y luego repitió el mismo movimiento hacia la derecha.
—¿Qué haces?
La jovencita se estiró.
—Estaba intentando obtener un mejor ángulo de tu habitación. Mamá dice que Dean está muy bueno, así que lo estaba buscando.
—¿Mamá dijo que Dean estaba muy bueno?
—No exactamente: dijo que era «un joven muy atractivo», yo lo he traducido.
—Este es mi dormitorio.
Diana resopló.
—Ah, por eso tienes una cama.
—No quiero ni saber por qué piensas que Dean debería estar aquí.
—Bueno, ostras, Claire, espero no tener que explicártelo yo. A tu edad —tras reírse de su propia gracia, cruzó las piernas y se echó hacia atrás hasta que pareció que se había colocado sobre los restos aplastados de una flor de plástico roja.
—Ve a buscarlo, por favor.
Incluso a través de la postal, Claire sintió el arranque de energía que su hermana menor había puesto en la palabra mágica.
—No —dijo cruzando los brazos—. No voy a exhibir a Dean para satisfacer tus lascivos intereses.
—Ohhh, lascivos. Que gran palabra. ¿Así que lo lleváis bien, no?
—¡Diana! —una justificada indignación la impulsó a ponerse en pie—. Dean es un buen chico que hace la mayor parte de… —Diana levantó la ceja izquierda. Tenía tan poco sentido mentirle como lo tenía que ella mintiese—… casi todo… de acuerdo, todo el trabajo que hay aquí. Un tío majo. ¿Sabes tan siquiera lo que eso significa?
—Sí, claro. Significa que no se está comiendo nada.
—¡Diana!
—Relájate. Sólo estoy tirando de tu cadena —con los labios fruncidos, puso cara de disgusto—. Tía, espero no ser una mojigata tan grande cuando tenga casi treinta años. Le conté a One Bruce y a Michelle lo de que te has quedado en un lugar insellable y los dos me dijeron que a los Guardianes se les envía a dónde se les necesita. No fue de mucha ayuda, pensé. De todas formas, ya que estás asentada, les di a los dos el número de teléfono. Parecieron pensar que si tú estás en un sitio y yo todavía en fase de entrenamiento, y las dos estamos en contacto porque somos familia, tenemos la oportunidad de establecer algunas líneas de comunicación entre Guardianes. Lo cual me recuerda que el Boticario está pensando establecer un servidor online, así que podremos comenzar a utilizar el e-mail para estar en contacto. Aquí estamos, apuntándonos al siglo XX a tiempo para el XXI.
A menudo mantener una conversación con Diana era como ir de compras a un almacén de saldos: montones de temas abarrotaban los pasillos, almacenados hasta la altura del techo en un orden difícilmente discernible. El secreto era extraer una sola cosa a la que responder.
—El Boticario ni tan siquiera tiene electricidad.
—Ya lo sé. Dice que puede funcionar rodeándola. ¿Y qué pasa contigo y ese tal Jacques del que me habló mamá?
Claire suspiró.
—Jacques está muerto.
—Ya lo sé, pero si el Boticario puede hacer que el e-mail funcione sin electricidad… —dejó que su voz se detuviera pero que sus cejas oscilasen sugerentemente arriba y abajo—. Parece que lo que de verdad necesitas es que Jacques posea el cuerpo de Dean.
HOLA.
—Eso no ocurrirá nunca —a pesar de que Claire dirigía su respuesta tanto al infierno como a su hermana, sólo su hermana lo reconoció.
—Ya lo sé.
—Ya lo sabes, ya lo sabes, ya lo sabes: comienzas a hablar como Austin.
Diana le dirigió una mirada exasperada a Claire.
—Mantener la paz y cumplir con el destino no significa que no podamos ser felices.
—Soy tan feliz como puedo serlo en estas circunstancias.
—¿Quién está hablando como Austin ahora? ¿Qué te hace pensar que estoy hablando de ti?
Claire hizo una mueca de dolor. Aquello había sido increíblemente insensible por su parte.
—Lo siento, Diana. ¿Has tenido algún problema en el que quieras que te ayude?
Sonrió y meneó la cabeza.
—No. Pero si quieres, vendré y pensaré cómo tratar con Sara, sellar el hoyo y poner tu culo en la carretera de nuevo.
—¡Diana!
—Oh, Claire, relájate —las oscuras cejas se hundieron en un frunce desdeñoso—. Estoy a quinientos cuarenta y un kilómetros de distancia, ella no va a escucharme.
—¡Te has metido en una buena como lo haya hecho! —Claire no sentía nada a través del escudo. Por desgracia, aquello sólo significaba que ella todavía no había atravesado el escudo—. Si me disculpas, e incluso si no, iré a comprobar si has desatado el Armagedón —ignorando sus protestas, cerró la cortina con una mano y tiró de su cuello alto de algodón con la otra, mientras se convencía a sí misma de que la habitación no se había calentado de repente. Cruzó el salón más que corriendo.
—¿Puedo asumir que no te estás apurando para darme de comer? —preguntó Austin—. ¿Con quién hablabas?
—Con Diana.
—¿Trastornando una postal sin poder? Típico. ¿Qué se contaba?
—No mucho. Dijo su nombre. En alto. A través de una conexión con poder. Si la ha despertado…
Austin alcanzó a Claire en la puerta.
—¿Qué vas a hacer?
—Pues a ver… ¿te sabes alguna nana?
Fuera, en el recibidor, Dean levantó la vista de su intento de abrir una nueva lata de pintura mientras Guardiana y gato corrían escaleras arriba.
—¿Algún problema, jefa?
—No lo sé.
—¿Necesitas mi ayuda?
Cinco semanas antes, incluso tres semanas antes, le habría espetado un impaciente «No». ¿En qué podría ayudar un testigo a una Guardiana que intentaba controlar al infierno? Ahora se había detenido y había valorado las posibilidades antes de responder:
—No puedes hacer nada.
—¿Es ella? —preguntó Jacques, que se materializó cuando comenzaban a subir el segundo tramo de escaleras.
—Podría ser. —Claire jadeó, maldiciendo en silencio las circunstancias que habían hecho que no se pudiese usar el ascensor. Abrir el candado pareció llevarle una eternidad, y la falta de ruidos procedentes del interior de la habitación seis era sorprendentemente incómoda.
El escudo estaba intacto. La Tía Sara yacía, como antes, sobre la cama. Las únicas huellas que había sobre el polvo eran las de los dedos de Claire, que estaban sobre las de su madre, que estaban sobre las de ella y las de Dean. Dio un paso adelante, siguiendo el camino, y estudió el rostro de la mujer dormida con los ojos entrecerrados.
No había cambios.
Con un profundo suspiro, tomó la que sintió como su primera bocanada de aire sin opresiones desde que Diana había pronunciado el nombre de la Tía Sara.
Y estornudó.
Con la nariz moqueando y los ojos que comenzaban a picarle, salió de la habitación y volvió a cerrar la puerta.
—¿Estamos seguros? —exigió Jacques desde lo alto de las escaleras—. ¿Duerme?
—Duerme —lo tranquilizó Claire mientras se secaba la nariz con un trozo de pañuelo de papel gastado que había encontrado en el bolsillo delantero de los vaqueros.
—Admítelo —la pinchó Austin mientras comenzaban a bajar las escaleras. El fantasma se les había adelantado para comenzar a explicarle a Dean los detalles—. Estás un poco decepcionada.
Claire se detuvo en seco y miró al gato. Un momento después, cerró la boca y se apuró a contestarle.
—De acuerdo, esto lo decide todo. Nos tomaremos un descanso en las reformas. Has estado inhalando demasiada pintura.
—No es que estés deseando despertarla tú —continuó Austin—, pero te encantaría saber quién ganaría si estuvieseis cara a cara. Guardiana contra Guardiana.
—Se te ha ido la cabecita peluda.
—Una batalla final que lo decida todo. La ganadora se lo lleva todo.
—Sé realista.
—No puedo evitar darme cuenta de que no estás emitiendo ninguna negación.
EL ORGULLO ES UNO DE…
Los vuestros. Ya lo habéis dicho.
¿TE HAN DICHO ALGUNA VEZ QUE ES DE MUY MALA EDUCACIÓN INTERRUMPIR ASÍ?
Lo siento.
UNA DISCULPA INNECESARIA. LA SINCERIDAD CUENTA.
Sal de mi cabeza.
—Jacques me ha contado lo que ha ocurrido, ¿va todo bien? —preguntó Dean en cuanto llegaron al recibidor.
—Austin está senil —le dijo Claire con los dientes apretados—. Pero aparte de eso, las cosas parecen ir bien.
La miró recorrer el pasillo en dirección a la cocina y meneó la cabeza.
—De nuevo —suspiró—. Me dejas confundido —dio un paso atrás y puso el pie derecho directamente sobre la bandeja de pintura.
Se le ocurrieron dos cosas mientras miraba cómo el pigmento verde le empapaba la bota.
Él no había dejado la bandeja de la pintura ahí.
Y no era posible que hubiera visto una cosa de unos diez centímetros de alto, de color lavanda, escondiéndose detrás del mostrador.
Desde que Claire había comenzado a darle el dinero para la compra, aquel era el primer sábado que había bastante más de setenta dólares en el sobre. Dean silbó suavemente cuando sacó el fajo y comenzó a contar los billetes.
—Ciento cuarenta, ciento sesenta, ciento ochenta y cinco dólares —los volvió a lanzar dentro de la caja fuerte, y el sobre aterrizó con un clone que no parecía de papel.
—Ciento ochenta y seis dólares —le corrigió Claire mientras sacaba un billete solitario de una esquina del fondo.
—Comida para gatos gourmet para dar y tomar —sugirió Austin desde lo alto de la pantalla del ordenador.
—Ya tomas comida para gatos gourmet.
—No, es geriátrica. No me importa lo que cueste, no es lo mismo que esa cosa en envases individuales que anuncian en la tele.
—¿Y también te gustaría que te la sirviésemos en un plato de cristal de bohemia?
Se sentó y pareció interesado.
—No estaría mal.
—Sigue soñando.
—Eres una tacaña, eso es lo que eres —tras volver a tumbarse, colocó la barbilla sobre las patas delanteras—. Tiéntame, provócame y luego dame de comer los mismos viejos subproductos de ternera.
—Y si no es para Austin, ¿para qué es? —preguntó Dean—. Tenemos un montón de comida.
—Congelada y enlatada —le recordó Claire mientras le tendía el dinero—. Quizá debas traer comestibles frescos.
Repasó el fajo con el pulgar.
—Con esto se puede comprar mucha lechuga.
Al final, incapaz de sacudirse de encima la sensación de que necesitaba sentirse implicada, Claire decidió ir con él. Resultaría extraño abandonar el hotel tan pronto después de haber salido a comprar el teclado nuevo —algo que la mayoría de los Guardianes ligados a un lugar no podían hacer—, pero si el propio infierno estaba reforzando el escudo, ¿qué podría ir mal?
Austin, cuando se le pidió su opinión, bostezó y dijo:
—Para mí el futuro es incierto. Seguramente me desmaye por falta de comida decente.
—¿Y si prometo traerte unos aperitivos de gambas?
Resopló.
—Poco, tarde y mal.
—Me lo hubiera dicho si hubiera visto algún problema —le aseguró Claire a Dean unos minutos más tarde, mientras subía al asiento del pasajero de la camioneta—. Le gusta demasiado tener razón como para no hacerlo.
Baby anunció su regreso dos horas y media más tarde, con un ensordecedor festival de ladridos y una potente flatulencia.
—Podríamos tener viento del norte —murmuró Claire, tambaleándose ligeramente bajo el peso de las bolsas de la compra que transportaba—. Pero no. Tiene que venir del lago y pasar directamente sobre la sección de trompetas caninas. ¿Qué ha comido ese perro?
—Bueno, llevamos tiempo sin ver a la señora Abrams —señaló Dean mientras abría la puerta trasera.
—¡Yuju! Colleen, querida. ¿Tienes un momento?
Mientras acusaba a Dean en silencio de haber invocado a los demonios, Claire dio un paso atrás y sonrió sobre la valla.
—Ahora mismo no, señora Abrams, querría dejar la comida dentro.
—Oh, querida, habéis vaciado la tienda, ¿verdad? ¿Es que vais a hacer una fiesta?
Ya que lo preguntaba con el tono de quien espera ser invitada en caso de que la fiesta se materializase, Claire se alegró bastante de darle una respuesta negativa.
Mientras se agarraba con una mano el pesado jersey —un molesto color naranja uno o dos tonos más claro que su cabello—, la señora Abrams miró hacia las bolsas con desaprobación.
—Bueno, está claro que no puedes estar planeando comerte tú todo eso. Para una mujer joven es extremadamente importante vigilar su peso, ya lo sabes. No quisiera presumir, pero cuando yo era joven tenía una cintura de cincuenta y cinco centímetros.
—De verdad que tengo que ir a dejar estas cosas, señora Abra…
—Sólo es un momento, querida. La comida aguantará. Después de todo, se trata de negocios. Un amigo mío muy cercano, el Profesor Robert Joseph Jackson, quizá hayas escuchado hablar de él… ¿No? No puedo entender por qué no, es muy importante en su campo. Bueno, pues el Profesor Jackson vendrá a Kingston el tres de noviembre. Está muy ocupado con el tema de Halloween, ya sabes. Me gustaría que se quedase aquí, por supuesto, pero Baby siente una extraña antipatía por él —se inclinó hacia el gran perro—. Le he dicho que conocía el hotelito más lindo y que estaba justo en la casa de al lado, y me dijo que estaría encantado de quedarse contigo.
Claire sentía cómo la bolsa que contenía la botella de cristal de aceite de oliva virgen extra comenzaba a resbalar.
—Le esperaré, señora Abrams. Gracias por recomendarnos —maleducada o no, comenzó a caminar hacia la puerta.
—Oh, no ha supuesto ninguna molestia, Colleen querida. Estoy contenta de ver que has seguido mis consejos y has comenzado a renovar este viejo lugar. Tiene tanto potencial, ya lo sabes. Veo que ese joven todavía está contigo. Es tan bonito ver a un hombre joven con ganas de trabajar.
—Cierto —concordó Claire mientras Dean la rescataba cogiéndole dos de las cuatro bolsas—. Que tenga un buen día, señora Abrams.
—Recuerda que el Profesor Jackson necesitará una habitación tranquila —la última palabra se elevó hasta alcanzar un volumen casi estratosférico mientras su audiencia traspasaba el umbral y entraba en el hotel. Perros que estaban a manzanas de distancia comenzaron a ladrar.
—Me pregunto si no nos estaremos buscando problemas al alquilarle una habitación a un amigo de la señora Abrams.
Dean, que estaba colocando el paquete de queso feta envasado al vacío en la nevera mientras Claire dejaba sus bolsas sobre el mostrador junto a las demás, se giró:
—¿Más problemas que tener un agujero que da al infierno en el sótano?
—Puede que tengas razón.
—Puede que la tenga —concordó Austin mientras saltaba de la silla al mostrador—. Pero por suerte se la esconde el pelo. Mientras estabais fuera, llamó un tal Hermes Gruidae. Traerá a un grupo de turistas ancianos, olímpicos retirados, y necesita cuatro habitaciones dobles y una individual. Le dije que no habría problema.
—¿Olímpicos retirados? —Dean sacó una aceituna negra de un envase gourmet y se la metió en la boca—. ¿De qué deportes?
—No me lo ha dicho. Me ha comentado que no les gusta mucho ir a restaurantes y se preguntaba si les podrías dar de cenar y de desayunar mañana. Con si les podrías me refiero a Dean, ya que dudo que quieran alubias y salchichas con tostadas. Les dije que no habría problema. Estarán aquí sobre las siete. La cena a las ocho —pestañeó—. ¿Qué?
Claire lo miró con desconfianza, cruzada de brazos.
—¿Tú has tomado el recado?
—Por favor, llevo descolgando teléfonos desde que era un gatito.
—¿Y has anotado la reserva del señor Gruidae?
—Bueno, no he escrito nada si es eso lo que preguntas, pero he arañado su nombre en la parte delantera del mostrador.
—¿Qué has hecho qué?
—Estoy bromeando —mientras se retorcía los bigotes, se subió a una de las bolsas de la compra—. Eh, ¿dónde están mis snacks de gambas?
A las seis y cuarenta y cinco las habitaciones estaban preparadas, las bandejas de pintura y los trapos estaban guardados y Dean estaba en la cocina sacando los filetes de salmón del marinado. Dio por supuesto que los exatletas olímpicos controlarían su peso, así que también preparó una gran ensalada griega y un flan de kiwi para los postres.
Preguntándose por qué estaría tan nerviosa, Claire les echó un vistazo a las paredes, recién pintadas de verde cazador por encima del revestimiento de madera de las escaleras, y descubrió con alivio que, a pesar de que todavía olían a pintura fresca, estaban secas.
—Por suerte para nosotros, cuando Dean dice que será lo primero que haga por la mañana, se refiere a antes del amanecer —cruzó por encima del mostrador y se quedó mirando a Austin que corría haciendo un rápido circuito por la oficina—. ¿Y a ti qué te pasa? ¿Se acerca una tormenta?
—No lo sé —se lanzó desde la mesa al mostrador y se resbaló hasta detenerse ante Claire—. Va a pasar algo —tras tres vigorosos meneos de cola, añadió—. Es como si fuese una tormenta. Casi.
A las seis y cincuenta y dos, una amplia furgoneta de las que normalmente se utilizan para trasladar a los viajeros desde el aeropuerto a los aparcamientos de coches de alquiler aparcó delante del hotel.
—Parece que ya están aquí —anunció Claire dirigiéndose hacia la puerta.
Austin saltó al suelo y recorrió corriendo el primer tramo de escaleras.
—Y también la tormenta.
—¿De qué me estás hablando?
Aplastó las orejas contra el cráneo.
—Viejos…
—Por supuesto que son viejos, es una excursión de jubilados —tras ajustar su temperatura corporal para contrarrestar el fresco de la tarde, Claire salió para encontrarse con el conductor en cuanto saliese. Era un hombre medianamente joven, de unos treinta y tantos. Llevaba una chaqueta de pana marrón sobre un par de pantalones color caqui, uno de esos sombreros redondos de lona que eran tan populares entre el tipo de gente que desea pagar cuarenta y cinco dólares por un sombrero de lona y un par de mocasines de cuero negros. Con alas.
—Hago que sustituyan a las sandalias cada otoño —le dijo al darse cuenta de la dirección de su mirada—. No sé qué odio más, si los pies fríos o las sandalias con calcetines —extendió una mano bronceada—. Hermes Gruidae, la segunda parte de mi nombre se da por hecha ya que tengo carné de conducir. Usted debe ser Claire Hansen. Creo que hablé con su gato de las reservas.
—No es mi gato —fue la única cosa que Claire fue capaz de decir.
—No, por supuesto que no. —Hermes pareció sorprendido—. Mi comentario no implicaba posesión, simplemente que fue un gato con quien hablé.
—Eh, claro. Simplemente he salido para decirle que no hay escaleras en la parte de atrás, por si quiere hacer que su gente se baje en el aparcamiento en vez de aquí.
—No es mala idea, pero no creo que pueda conseguir hacer que entren por una puerta trasera —hizo una mueca de dolor cuando una exigente voz le exigió saber la razón del retraso—. La verdad es que son una panda bastante difícil.
La voz hablaba un impecable griego clásico. A pesar de que Claire hablaba sólo inglés y un mal francés de la escuela, los Guardianes eran receptivos para las lenguas, ya que en su trabajo era más importante comprender que ser comprendido.
—Olímpicos retirados —murmuró mientras examinaba las palabras desde un nuevo ángulo—. Oh, Dios.
—Dioses, de hecho —la corrigió Hermes con un tono resignado. Se apresuró a apartarse del camino mientras un hombre anciano con una americana a cuadros salía impetuosamente a la acera.
—Escúchame bien, Hermes, no voy a pasar ni un minuto más sentado en ese… Hooola —con una amplia sonrisa, dio un paso hacia Claire con los brazos extendidos hacia delante—. ¿Y quién es esta hermosa doncella? —preguntó en un inglés igualmente impecable, agarrándola de la mano—. ¿Seguro que no es Elena que ha vuelto para destruirnos con su belleza?
—¡No es hermosa y no es una doncella! —espetó una voz de mujer desde dentro de la furgoneta—. Guárdate bien las manos, cabra vieja. Vuelve aquí y ayúdame a salir de esta cosa.
Claire se dio cuenta demasiado tarde de que sus dedos estaban siendo besados por todas partes y de que un brazo se había deslizado por su cintura, mientras una mano llena de manchas de edad la agarraba húmedamente por la cadera.
—¡Zeus! Te lo advierto…
Mientras pronunciaba en silencio un «más tarde», Zeus le dio un apretón final y volvió a la furgoneta.
Objetivamente, el Señor del Olimpo era más bajo de lo que Claire hubiera esperado, en caso de que en algún momento se hubiera parado a pensar sobre ello, y alguien debería haberle comentado que el cinturón blanco y los zapatos a juego ya no se llevaban al norte de las Carolinas después de que existiese el Día del Trabajo. Había sido guapo en algún momento, pero más de dos milenios de grandes comilonas y ejercicio carnal le habían dejado la mandíbula cuadrada colgando bajo la corta barba rizada y los ojos oscuros hundidos y perfilados de rosa sobre unas bolsas moradas. Llevaba el cabello Fórmula Griega artísticamente peinado de forma que escondiese el cráneo lo máximo posible. Una cámara cara colgaba justo por encima de la amplia curva de su barriga, y tenía la correa escondida entre los pliegues del cuello.
Y si aquel era Zeus…
Hera, que agarraba el brazo de su marido con una mano que parecía una garra, le recordó a Claire a una ex-primera dama del lado estadounidense de la frontera. Tenía la piel muy estirada sobre los huesos de la cara y el maquillaje puesto con más artificio que arte, y parecía como si un fuerte soplido pudiera hacerla saltar en un millón de enfadadas piezas.
—¿La Pensión Campos Elíseos? Sinceramente, Hermes, ¿era esto lo mejor que podías conseguir?
—Es lo que más se ajusta a nuestras necesidades —le dijo Hermes con dulzura.
Claire se encontró con que estaba siendo examinada por unos ojos brillantes parecidos a los de un pájaro tras unos impertinentes levantados.
—Oh, una Guardiana. —Hera olisqueó—. Ya veo.
El segundo hombre que salió de la furgoneta se detuvo para estirarse, con ambas manos en la parte más estrecha de la espalda. Era increíblemente delgado y bastante alto a pesar de sus hombros encorvados, iba completamente vestido de negro —chaqueta, camisa, pantalones, zapatos— con un pañuelo de color carmesí en la garganta. Una nariz ganchuda parecida al pico de un halcón, que resultaba todavía más prominente por sus cadavéricas mejillas, parecía ocupar su rostro, a pesar de que una perilla plateada cuidadosamente recortada y la cabeza completamente llena de cabello plateado hacían lo que podían para equilibrar las cosas.
Una pequeña mujer de cabello blanco con un traje pantalón de color lavanda, envuelta en una multitud de pañuelos color pastel, le siguió.
—¡Oh, mira, Hades! —con los ojos muy abiertos, señaló graciosamente hacia los aleros del hotel—. ¡Una paloma blanca! Es un presagio.
Hades miró atentamente.
La paloma aleteó hacia abajo, y golpeó el suelo con un nítido plaf.
—¿He sido yo? —preguntó Hades—. No quería hacerlo.
—Viejo senil —murmuró Hera empujándolo para pasar.
—No importa, cariño. —Perséfone se puso de puntillas y acarició su mejilla contra el hombro de él—. La próxima vez no mires tan intensamente —recogió un pañuelo que se deslizaba por debajo de un pesado broche de oro, y lo hizo revolotear sobre su cuerpo con unos dedos cargados de anillos—. Oh, cariño. He olvidado mi labor.
—No te preocupes, Sefe. Te la he traído.
Claire no tenía ni idea de quién podía ser la mujer que le tendía a Perséfone la bolsa de la labor. Un repaso por el resto de diosas que tenía en mente no le dio ninguna pista. Tenía un aspecto agradable, llevaba una vestimenta sensata que tendría la aprobación de los viejos observadores de aves ingleses, y a Claire le recordaba a una profesora jubilada obligada a volver al trabajo y a punto de llegar a su límite.
Como si fuera consciente del dilema de Claire, se acercó a ella y le tendió la mano.
—Hola. Usted debe ser nuestra anfitriona. Soy Anfitrita.
Tenía la palma de la mano húmeda y la sentía ligeramente escamosa.
—Encantada de conocerla.
—Es la esposa de Poseidón —canturreó Perséfone—. A no ser que sepa mucho de los viejos y aburridos clásicos, seguramente nunca haya escuchado hablar de ella.
—La hija de un cambiante de forma —murmuró Hera en griego clásico.
—Hera. —Perséfone bailó hacia ella. En sus pendientes de diamante se reflejaba la luz de las farolas—. Lu gurdunu untundu grugu.
Hera se quedó mirando a la Reina de los Muertos.
—Eres patética —dijo un momento después.
—¿Quién es patética? —el cabello y barba canosos de Poseidón caían con suaves ondulaciones sobre su traje de tweed de color gris verdoso. Pestañeó muy solemne a su alrededor hacia la compañía allí reunida, a través de sus gafas con cristales tintados de verde, esperando una respuesta—. ¿Y bien? —dijo un momento después.
Anfitrita lo cogió de la mano y lo apartó de la furgoneta mientras le susurraba algo al oído.
—Bueno, por supuesto que lo es —resopló Poseidón—. La endogamia, ya sabes.
—¿Perdón? —con las rodillas rodeándole las orejas, Hades estaba en cuclillas al lado del cuerpo de la paloma—. Este pájaro está muerto.
Claire vio un profundo embarazo en los ojos de Hermes mientras se apoyaba encorvado contra el lateral de la furgoneta y se apresuró a ocultar una sonrisa, recordando que aquellas reliquias no sólo eran responsabilidad suya: también lo eran de sus parientes.
Al lado de la puerta abierta, dentro, había un hombre con el cabello grisáceo y muy corto, por encima de las orejas, un rostro amplio y bronceado con una vieja cicatriz que le arrugaba una mejilla y la constitución robusta y rectangular de alguien que se ha pasado toda la vida realizando un trabajo físico. Se echó hacia adelante sobre un par de bastones —que Claire dio por hecho que eran de aluminio hasta que escuchó el ruido que hicieron al golpear la acera de cemento. Acero. Sin recubrir—, y se columpió sobre ellas para salir.
—Dita —bramó sobre un amplio hombro—, ¿vienes?
—No, cariño, estoy respirando profundamente —rio una voz desde el interior oscuro de la furgoneta.
La compañía allí reunida suspiró, unificada en la resignación.
¿Afrodita? Le dijo Claire a Hermes moviendo los labios. Él asintió. Lo cual hacía que el hombre de los bastones fuese Hefesto.
La diosa del amor había engordado un poco desde los viejos tiempos. Su cabello era todavía una masa de rizos de color ébano, atados en lo alto de la cabeza, y sus ojos eran todavía de color violeta bajo unas pestañas tan largas que proyectaban sombras sobre la curva de las pálidas mejillas, aunque las mejillas tenían más curvas que en otros tiempos y el diminuto punto de la barbilla de la diosa descansaba sobre una suave cama de carne redondeada. A pesar de que estaba apretadamente atado en una aproximación de su antigua forma, era obvio que dentro de la lycra reforzada el cuerpo de Afrodita había vuelto a sus raíces de diosa de la fertilidad.
Los hombres podían perderse en ese escote, pensó Claire. Aunque si me paro a pensar, lo han hecho.
—Hermes, querido, es un hotelito adorable. No puedo esperar a ver el interior.
—¿Que no puedes esperar a ver el interior de un hotel? —Hera puso los ojos en blanco—. Menuda sorpresa.
—Puta.
—Zorra.
Con un profundo suspiro, Hermes indicó que Claire tenía que dirigirlos. Sintiéndose un poco como el flautista de Hamelín, comenzó a subir las escaleras.
Los olímpicos retirados la siguieron.
—Hades, querido, deja la paloma donde está.
Claire no tenía ni idea de cómo lo había hecho, pero Hermes consiguió meterlos a todos en sus habitaciones a las siete y veinte con la promesa de que su equipaje llegaría inmediatamente. Ya que Dean todavía estaba cocinando, Claire salió a ayudar.
—Un bolsillito en el continuo espacio-tiempo —explicó Hermes cuando a ella se le descolgó la mandíbula ante el creciente montón de maletas, baúles y porta-trajes que cubrían la acera—. Afrodita viaja con más equipaje que la Piquer. Hera utiliza sus propias sábanas, Perséfone tiene más joyas que la familia real británica y Poseidón siempre mete en la maleta un par de docenas de toallas de más.
—Nos llevará una eternidad subir estas cosas arriba.
—No será tan difícil —sonrió—. Después de todo, entrega rápida es mi segundo nombre. Si fuera tan amable de vigilar un momento, por si acaso los vecinos…
Ya que la única vecina que podría mirar parecía haber desertado de su puesto, Claire le dijo que no había moros en la costa. Se le puso el pelo de punta en los brazos cuando Hermes retorció las posibilidades y el equipaje desapareció.
—Todavía disfruto de unas pocas ventajas —dijo con una silenciosa satisfacción—. Gracias por su ayuda. Llevaré la furgoneta al aparcamiento.
Mientras se preguntaba en qué habría sido de ayuda, Claire volvió a entrar.
—Entonces —dijo Austin desde el mostrador—, ¿qué le vas a decir a Dean?
—¿De qué?
—De los exatletas que está esperando.
—¿Crees que podrá soportar la verdad?
El gato hizo una pausa para limpiarse una pata trasera.
—Es mejor que se lo digas tú a que lo averigüe de una manera desagradable. Y si esa panda se queda aquí para poder ser ellos mismos, lo averiguará —echó un vistazo hacia el suelo, con una pata agarrada a un lado del mostrador, y luego levantó la vista hacia Claire—. Sabes, una buena persona de verdad me bajaría de aquí y evitaría que tuviese que hacer presión sobre mis viejos huesos.
Claire lo tomó en brazos y se dirigió a la cocina.
—Hades ha matado a una paloma sólo con mirarla. Supongo que deberíamos advertir a Dean.
—¿Supones? ¿Deberíamos? —Austin resopló—. Si estás cansada de tenerlo por aquí, ¿no sería más fácil despedirlo?
—No estoy cansada de tenerlo por aquí. Simplemente no estoy ansiosa por explicarle algo para lo que no tiene marco de referencia. Tendrás que admitir que no muchos muchachos reciben educación sobre los clásicos hoy en día.
—¿Quieres que aprenda sobre los clásicos? Espera a que Afrodita le eche un vistazo.
Cuando llegaron al comedor, se encontraron a Hermes inclinado sobre la barra inhalando con agradecimiento.
—Espero que no le importe —dijo mientras se acercaba—. Pero me he presentado a Dean y le he explicado un poco la situación.
—¿De verdad? —la barra estaba cubierta de comida, así que Claire dejó al gato en el suelo. Este le dirigió una mirada indignada y se marchó ofendido—. ¿Qué parte?
Al reconocer su tono de voz, Dean se apuró a girarse desde el horno.
—El señor Gruidae…
—Hermes, por favor.
—… me ha explicado que los huéspedes no son realmente ex-atletas, sino que vienen de un lugar llamado Monte Olimpo, en Grecia.
—¿Y eso qué te dice? —preguntó Claire.
Dean suspiró, evidentemente decepcionado.
—Que ninguno de ellos conoce a Fred Hayward. Era un viejo colega de mi abuelo que estuvo en el equipo canadiense de hockey en los Juegos Olímpicos de 1952. Un gran tipo. Murió en 1988, y bueno, pues simplemente me lo preguntaba.
Claire intercambió una elocuente mirada con el mensajero de los dioses, cogió una pila de platos y comenzó a poner la mesa.
—Dean, ¿te dicen algo los nombres Zeus y Hera?
—Claro. Veo la televisión. Bueno, son programas para niños, pero son divertidos.
Hermes pareció tan consternado que Claire lo empujó hacia una silla e intentó convencer a Dean de que había grandes diferencias entre los dioses de la televisión y los reales —incluso después de la jubilación—, y que si no mantenía esas diferencias en mente, aquella iba a ser una comida interesante.
—¿Así que olímpicos retirados significa una panda de viejos dioses griegos? ¿De los de verdad?
—Algunos de ellos, sí —agarró un puñado de cubiertos.
—¿Cómo en los mitos y esas cosas?
—Post-mitos, pero en esencia, sí.
—Los tenedores van a la izquierda.
—Ya lo sé.
Mientras agarraba una bandeja de horno de patatas horneadas con limón y eneldo, Dean se dio la vuelta y miró a Hermes pensativamente.
—¿Usted es el tipo que aparece en las furgonetas de reparto de flores y todo eso? ¿El de verdad?
Hermes sonrió y extendió las manos.
—Culpable.
—¿Y cómo es que se lleva a estos dioses retirados de viaje? ¿Es que usted no está también retirado?
—Responderé primero a la segunda pregunta: no mientras continúe en las furgonetas de reparto de flores. En cuanto a la primera parte, están aburridos y yo también soy el responsable de los tratados, comercio y viajeros. Por el bien de mantener la paz en la familia, intento sacar a algunos cada año. Este año acabamos de terminar un tour por el norte de Ontario. Zeus ha tomado un millón de fotos, la mayoría sobreexpuestas, y todas las hojas que no estaban muertas cuando llegamos lo estuvieron en cuanto Hades terminó de admirarlas. Ahora, si me disculpan… —se levantó e hizo una mueca ante las arrugas que tenía en la parte delantera de los pantalones—… mejor me quitaré el polvo de la carretera antes de la cena.
—Hermes.
A un paso de la puerta, su nombre lo hizo detenerse en seco.
Claire dio un paso para colocarse ante él y extendió la mano.
—Antes de irse, quizá querría devolver el cuchillo de mantequilla que se ha guardado en la manga.
—¿Que me he guardado en la manga? —se estiró cuan largo era, la imagen de la dignidad afrontada—. ¿Sabes con quién estás hablando, Guardiana?
—Sí —el cuchillo desaparecido salió volando del dobladillo y aterrizó sobre la mano de ella—. Con el dios de los ladrones.
Hades y Perséfone fueron los primeros en bajar a cenar. Arrastrando media docena de delicados pañuelos multicolor, con el cabello blanco suelto y sujeto con unas peinetas de oro, Perséfone apareció en el comedor como si estuviera entrando en el escenario y anunció:
—Resulta tan agradable y casero tener un espíritu asistente, ¿verdad, cariño?
Mientras murmuraba una respuesta vagamente afirmativa, Hades entró tras ella, apartando los extremos de los pañuelos de su camino.
Tras el Rey de los Muertos, con aspecto perturbado, entró Jacques. Mientras dios y diosa tomaban asiento, aspiró el olor de la cocina.
—No soy un criado —murmuró mientras Claire doblaba servilletas sobre las cestas de brotes de ajos tiernos—. Recoge esto, coloca aquello allá… ¿Quién se cree que es?
—La Reina de los Muertos —le dijo Claire—. No es que importe, eres incorpóreo, no puedes tocar nada.
—Puedo tocar las cosas que tienen ellos. Y tampoco puedo dejarlos. Vengo cuando ella me llama. Como un perro.
—Jacques, recógeme ese pañuelo.
—¿Qué he dicho? Me tiran palos, como a los perros.
—Jacques, date prisa, está en el suelo.
Se detuvo a medio camino desde la barra y se volvió hacia Claire con expresión malhumorada.
—Por esto, me merezco una noche de carne.
Claire meneó la cabeza con compasión mientras la diosa lo llamaba por tercera vez.
—Quizá tengas razón.
—¿La tengo?
—¡Jacques, mi pañuelo!
—¿La tiene? —preguntó Dean, levantando la vista de los filetes de salmón y mirando cómo Jacques cruzaba la habitación volando con los ojos entornados.
Claire se encogió de hombros.
—He dicho que quizá. Está obligado a trabajar para ellos, sólo quería que se sintiese mejor.
Movió la espátula en el aire.
—Yo estoy trabajando para ellos.
—Sí, pero a ti te pago.
Al tener la cara contra el horno, Claire casi no le escuchó decir:
—Podrías hacer que me sintiese mejor.
De repente lo comprendió.
—¿Esta era la noche en la que sales a tomar algo con tus amigos de tu tierra, no? Y en ningún momento te he preguntado si te importaba quedarte, simplemente lo he dado por hecho —aquella cena no tenía nada que ver con asuntos del linaje, y ella no tenía ningún derecho a obligar a un testigo a ayudarla—. Lo siento. Te pagaré un poco más esta semana.
Él levantó la vista, vuelto hacia ella, se ruborizó un poco y, un momento después, dijo:
—No era a eso a lo que me refería.
Temiendo haberse perdido algo, Claire no tuvo la oportunidad de responder.
—Tensiones sexuales —canturreó Afrodita desde la puerta—. Cómo me gustan las tensiones sexuales.
—No a la hora de la cena —le espetó Hera, empujándola al pasar.
—Pescado —dejando un ligero reguero de agua, Poseidón se paseó por la cocina y le echó un vistazo muy de cerca a la bandeja del salmón—. Por fin algo comestible —se estiró y pestañeó con sus ojos reumáticos en dirección a Claire. Con los dedos de ambas manos haciendo movimientos de pinza, se acercó—. ¿Quieres bailar el baile de la langosta? Pellizco, pellizco.
—No, no quiere —todavía con la espátula en la mano, Dean se acercó para interceptarlo. No le importaba quién fuese aquel viejo friki, un par de los amigos de su abuelo eran viejos verdes y la única defensa era una sólida ofensa. El dios de los Océanos saltó contra su pecho.
—Au.
—Te ha estado bien. —Afrodita sacó a su marido de la cocina y lo dirigió hacia su silla—. Prometiste comportarte.
—Me duele la nariz.
—Bien.
Cuando todos los dioses excepto Zeus se habían colocado, Hermes se aclaró la garganta e hizo un gesto hacia la entrada del comedor, anunciando:
—¡El Señor del Olimpo!
—¿De dónde han salido las trompetas? —le susurró Dean a Claire al oído.
Claire se encogió de hombros, respondiendo con ello tanto a la pregunta como al suave golpeteo de la cálida respiración contra su cuello.
Tras entrar en la sala dando zancadas como un político de pueblo, Zeus palmeó hombros y fue regalando efusivos cumplidos mientras rodeaba la mesa. Los receptores parecían mohínos, seniles o indiferentes, dependiendo de su temperamento o del número de células cerebrales funcionales que tuvieran. Finalmente se colocó en su asiento en la cabecera de la mesa, levantó su vasito de néctar de ciruelas y lo lanzó hacia atrás.
Ya que la comida había comenzado oficialmente, todo el mundo comenzó a untar panes con mantequilla y a servirse ensalada.
—Que ritual más estúpido e irritante —murmuró Hefesto cuando Claire le colocó el plato delante.
—Si le hace feliz —lo amonestó Hermes.
—¿Y qué me hará si es infeliz, atropellarme con ese montón de basura casera que conduces? —el dios de la forja sonrió ligeramente y se respondió a sí mismo—. No, a no ser que quiera confiar en mecanismos profanos la próxima vez que se rompa.
—Es tan agradable poder ser nosotros mismos —dijo Anfitrita rápidamente mientras Zeus fruncía el ceño ante la mesa—. ¿Pero no debería estar comiendo con nosotros, Guardiana?
Claire ya había hablado de aquello con Dean.
—Como huéspedes del hotel, son mi responsabilidad. Además, ha sido Dean quien ha cocinado todo.
—Y parece una comida deliciosa. Los hombres que cocinan me parecen tan… —la pausa de Afrodita se profundizó con insinuación—… fascinantes.
—A ti te parecen fascinantes todos los hombres que respiran —murmuró Hera.
—Arpía.
—Desecho.
—¿Más néctar? —preguntó Claire.
—Creo que la cena ha ido bien —observó Austin mientras saltaba sobre el regazo de Claire—. Todo el mundo ha sobrevivido.
—Te huele el aliento a salmón.
Se relamió los bigotes.
—¿Y qué me quieres decir con eso?
—Cógelo. Colócalo. Se le suelta un punto en esa labor infernal y tengo que cogérselo. Si no estuviese ya muerto, esa mujer me habría hecho cortarme la cabeza. —Jacques se derrumbó sin peso sobre el sofá al lado de Claire—. Creí que deberías saberlo. Su Majestad, el Señor de los Muertos, está en el piso de abajo hablando con el infierno y la Reina quiere que se vaya a la cama. Se está poniendo, ¿cómo se dice?, impaciente.
—… que se sentasen y lo hicieron, pero lo que no sabían era que les había mostrado a la Silla del Olvido y que no podrían volver a levantarse porque eh, ellos, eh… ¿De quién estaba hablando?
DE TESEO Y PIRÍTOO.
—¿Sí?
SÍ.
—Oh. ¿No eran los de las semillas de granada?
NO.
—¿Estáis seguros? Pasó algo con unas semillas de granada.
LA SEÑORITA PERSÉFONE SE COMIÓ SIETE SEMILLAS DE GRANADA Y TUVO QUE QUEDARSE CONTIGO EN EL TÁRTARO DURANTE PARTE DEL AÑO.
—No, no era eso.
SI, SÍ ERA ESO.
La voz de Hades se iluminó.
—¿Conocéis a mi esposa?
Claire escuchaba desde lo alto de las escaleras y estuvo tentada de dejar a Hades donde estaba. Una hora o dos más de conversación y el infierno se cerraría solo. Por desgracia, había una diosa impaciente en la habitación dos. Por suerte le llevó poco tiempo convencer a Hades, que había olvidado dónde estaba, de que volviese con ella.
¿GUARDIANA?
Casi en la puerta, mientras arreaba al Señor de los Muertos escaleras arriba ante ella, Claire se detuvo.
—¿Qué?
SI PUDIÉSEMOS SENTIR GRATITUD…
—No lo he hecho por vosotros.
NO IMPORTA.
De espaldas contra el lavavajillas, con la diosa del amor tan cerca que podía ver la imagen de ella en el reflejo de sus propias gafas en los ojos de esta, Dean no tenía salida fácil. La habitación comenzó a dar vueltas, se le habían formado perlas de sudor que le recorrían la espalda y sabía que en un momento haría algo que le haría sentirse avergonzado el resto de su vida. No estaba completamente seguro de cómo sería, pero parecía claro que Afrodita lo sabía bien. Tras inspirar profundamente, dejó caer un hombro, fingió ir hacia la derecha y se movió hacia la izquierda.
Por suerte, el corsé de Afrodita aseguraba que si se echaba hacia adelante no podría respirar.
La distancia ayudaba. Con la longitud de la cocina de distancia entre ellos, comenzó a recuperar el equilibrio a pesar de que sus vaqueros todavía estaban incómodamente tensos.
—El descafeinado está en el bote que está sobre la barra, señora. Sírvase usted misma.
Echando su escote hacia adelante, la diosa sonrió.
—¿Vas a ponerle azúcar para mí, dulzura?
Empujó el azucarero hacia ella.
Los dedos de ella pasaron sobre los de él mientras lo cogía, y su expresión pasó de seductora a encantada.
—Vaya, no eres más que un gran viejo…
—¡Dita! —aterrizando directamente del segundo piso, apareció la voz de Hefesto—. ¿Estás molestando al chico?
—Bueno, sí, creo que sí.
—¡Pues déjalo ya y ven a la cama!
Para alivio de Dean, tomó su taza y se volvió para irse mientras le lanzaba un provocativo:
—Qué tengas dulces sueños, preciosidad —vagamente en dirección a él. Tuvo el desagradable sentimiento de que no había sido una simple sugerencia.
Al bajar las escaleras tras devolver a Hades a su esposa, Claire se echó a un lado para dejar pasar a Afrodita.
—Sabes, Guardiana —dijo la diosa acercándose a ella—, ese muchacho que tienes es un tesoro.
—Dean no es mío.
—Claro que lo es. O podría serlo si lo animases un poquitín.
—¿Si lo animase?
—Tienes razón —le dio una palmadita en el hombro a Claire con una mano regordeta—. No entenderá las sutilezas. Apártale los pies de una patada y tíralo al suelo.
—¡Dita! ¿Vienes?
—Todavía no, cariño, y no empieces sin mí —tras añadir un silencioso—. Recuerda lo que te he dicho —se pavoneó a su paso, y Claire continuó el camino que le quedaba hasta el recibidor.
Al escuchar ruidos procedentes de la cocina se apresuró a recorrer el pasillo. Podría ser un dios tomándose un aperitivo nocturno pero, por otro lado, también podría ser un intento de manifestación senil de poderes antiguos y sobrenaturales por parte de algún dios, y que esta tuviese resultados catastróficos. Las posibilidades eran más o menos las mismas.
—Oh. Eras tú.
Dean cerró el lavavajillas y se levantó.
—No podía irme a dormir sin sacar los platos.
Apártale los pies de una patada y tíralo al suelo.
—¿Jefa? ¿Estás bien?
Pestañeó y volvió a respirar.
—Lo siento. Estaba pensando en algo que dijo Afrodita.
Las orejas se le pusieron coloradas.
Ese muchacho tuyo es un tesoro.
—¿Estás bien? Ella no… bueno, ya sabes.
Para su sorpresa, su rubor se atenuó.
—¿Te importaría? —preguntó, encontrándose con su mirada.
—Por supuesto que me importaría. Mientras estés bajo este techo, eres responsabilidad mía y ella es… bueno, ella abusa ligeramente de su poder. No tendrías muchas opciones. Ninguna.
—No soy un niño —dijo lentamente mientras se cuadraba de hombros.
—Ya lo sé.
—De acuerdo —mirando hacia sus zapatos, Dean se dirigió a las escaleras del sótano—. Ya he acabado aquí.
—Cierra tu puerta.
Se detuvo y le devolvió la mirada, con una expresión indescifrable.
—Claro.
Confundida, Claire volvió a sus estancias, deseando que Jacques hubiera sido liberado de su servicio a Perséfone. Tal y cómo se sentía, si esta noche le insistía…
Por desgracia, o quizá por suerte ya que sabía que se arrepentiría por la mañana, la petición nocturna de Jacques había sido reemplazada por una diosa.
Dean tenía la sospecha de que una puerta cerrada con llave no detendría a nadie en el hotel excepto a él. Aún así, cerró la suya.
Justo ahora mismo, en Portsmouth, Bobby estaría intentando conseguir el control de la máquina de discos, alejándose de la inevitable muchedumbre de tipos country-western. No habría tenido éxito y Karen tendría que haberse acercado. Habrían acabado hablando de noticias de su tierra y comenzado a hacer planes para volver. Mike estaría sugiriendo que Colin ya había bebido suficiente y Colin le estaría diciendo a Mike que se ocupase de sus asuntos.
Cada sábado por la noche ocurría lo mismo.
Tumbado sobre la cama, mirando al techo, Dean se dio cuenta de que Claire no le había pedido que se quedase y preparase la cena. Ambos se habían limitado a asumir que así sería porque había que hacerlo.
Aquello parecía convertirlo en algo más que un simple empleado.
¿Qué hubiera hecho Afrodita si él no se hubiese movido?
Ser algo más que un simple empleado le daba…
¿Lo habría hecho justo allí, en la cocina?
… la oportunidad de hablar con Claire de igual a igual, o pensaría la Guardiana…
Era un poco mayor, pero era una diosa. Seguramente sería mucho más flexible de lo que parecía.
Claire también era un poco mayor que él…
—Vale, ya está —hasta ahí llegaba el hilo de sus ideas. Tras cerrar los ojos, contó decididamente ovejas hasta que el sueño lo reclamó.
En la habitación de al lado, en la sala de la caldera, el infierno suspiró.
—Claire. Claire, despierta.
Mientras apartaba una pata de Austin de su cara, Claire gruñó.
—¿Qué pasa? —dijo sin abrir los ojos.
—He pensado que debías saber que hay un cisne en tu cuarto de baño.
—¿Un cisne?
—Un cisne muy viejo.
—No voy a acostarme contigo por diversas razones pero, por ahora, tratemos de las dos primeras —movió un dedo en el aire—. Una, no me siento ni lo más mínimamente atraída por las aves de corral —levantó un segundo dedo—. Y dos, estás casado.
—Hera parece dormida —sacudiéndose las plumas, Zeus salió de la bañera con el pecho hacia fuera y metiendo barriga, apoyado en sus escuálidas patas—. Estaremos completamente seguros si nadie la despierta, y nadie va a despertarla.
Con los ojos cerrados, Claire no vio que una cosa naranja con destellos amarillos salía corriendo de debajo del lavabo y desaparecía por la puerta abierta del cuarto de baño. Buscó a tientas una toalla y le tendió a Zeus una gran tela de felpa.
—Toma. Tápate.
Cuando sintió que la había cogido, abrió los ojos. Atada alrededor de su cintura, la toalla suponía una pequeña mejora.
Inclinado hacia ella, Zeus le dirigió una mirada lasciva.
—¿Preferirías una lluvia de oro?
—No.
—¿Un águila?
—No.
—¿Un sátiro?
—No.
—¿Un toro blanco?
—He dicho que no.
—¿Una hormiga?
—Estás de broma.
—Eurimedusa, la hija de Cleitus, me dio un hijo llamado Mirmidas cuando la seduje en forma de hormiga.
—¡Menuda hormiga!
—Entonces será una hormiga —antes de que Claire pudiese detenerlo, sus rasgos se retorcieron, sus ojos se desplegaron en varias partes y un pelo de cada ceja le creció casi un metro. Jadeando, se derrumbó sobre el tocador—. Pensándolo mejor… —mientras se agarraba el pecho con el brazo derecho, extendió el izquierdo, y la carne que había entre el codo y la axila se meneó generosamente—… tómame como soy.
Claire suspiró.
—Aparte del respeto por tu edad y por tu mitología, no quiero hacerte daño, pero si no sales de mi cuarto de baño y vuelves a tu cama, lo sentirás mucho.
—Podría llamar a los relámpagos por ti —se ofreció Zeus, que continuaba apoyando todo su peso en el lavabo—. Y con un poco de suerte caerían más de una vez. —Guiño, guiño, golpecito… el segundo golpecito se quedó sin pronunciar, cortado por el violento aporreo de la puerta de la suite de Claire.
—¡Abre esta puerta ahora mismo, golfa! ¡Sé que tienes a mi marido ahí dentro!
Zeus palideció.
—Es Hera.
—¿Qué te ha dado la primera pista? —le espetó Claire, furiosa porque el Señor del Olimpo la había envuelto en una situación tan humillante—. La entretendré, y mientras tú volverás a tu habitación.
—¿Cómo? Está en la puerta.
—¿Cómo has llegado a mi bañera?
Se le iluminó la cara.
—La bañera. Claro —tambaleándose hacia ella, se metió dentro y cerró la cortina de la ducha—. Me esconderé aquí. Tú deshazte de ella.
Claire abrió la cortina de un tirón.
—Me refería a que tienes que desaparecer igual que has aparecido.
—No puedo.
—¿No puedes?
—Soy viejo. ¿Tienes idea del esfuerzo que me ha costado? —colocó el labio inferior en forma de clásico puchero—. No es que lo hayas apreciado mucho.
—¡Guardiana, te lo advierto! —la simple madera y el plástico no hacían mucho para apagar el volumen de la voz de Hera—. ¡Abre la puerta o la arrancaré por las bisagras!
—¿Podría hacerlo? —preguntó Claire.
Zeus se encogió de hombros.
—Probablemente no.
—De acuerdo. Ya he tenido suficiente. Sal de ahí.
—Pero…
—Ahora.
Murmurando entre dientes, el dios obedeció.
Una vez se hubo puesto en pie correctamente sobre la alfombrilla de baño, Claire lo agarró por la cintura y lo arrastró, con alfombrilla y todo, al salón.
—¿A dónde vamos?
—Vamos a explicarte todo este lío a tu esposa —con una sola mano liberó las alarmas que había alrededor de la puerta del salón—. Esto es problema tuyo, no mío.
Zeus hizo una mueca de dolor.
—La verdad, Guardiana, si has estudiado los clásicos, sabrás que no es así como normalmente…
La puerta se abrió.
Enmarcada en la puerta, echando chispas por los ojos, Hera se sacudió de las manos las plumas que adornaban las mangas de su salto de cama y apuntó hacia Claire con un dedo tembloroso.
—¡Lo sabía, otra que no puede mantener las manos apartadas de él!
—Esto no es…
—Bueno, ya sé cómo tratar contigo, libertina, ¡ni por un momento pienses que no lo sé!
—Hera, yo estaba dormida, me lo encontré en el cuarto de baño. Los labios de la diosa se estrecharon hasta hacerse invisibles.
—Eso es lo que dicen todas.
—Es la verdad.
—¡Ja!
Claire sentía que las posibilidades se estaban expandiendo de maneras que le resultaban poco familiares. Arrastró a Zeus medio metro más hacia adelante y lo empujó hacia su mujer.
—¡Díselo!
—Lo siento mucho, mi pequeña hoja de mirto —agarrando la toalla, se escabulló hacia el lado de Hera—. ¡He sido engañado!
—Cállate, cabra vieja. Ya me las veré contigo después. Pero por el momento… —el dedo que todavía apuntaba a Claire comenzó a temblar—… ¡ya veremos a cuantos maridos seduces con forma de tilo!
El mundo se retorció de lado.
Cuando Claire pudo volver a ver, todo parecía extrañamente bidimensional. Y verde. Concentrándose en el lugar en el que debería estar su cuello, bajó la cabeza y le echó un vistazo a su cuerpo. No era un tilo, más bien pensó que era una diefembaquia. Y además estaba en un tiesto.
—¿No es eso una planta de jardín, amor mío?
—Cállate —le espetó Hera—. Ya sé lo que es.
¡Cómo se puede atrever!, pensó Claire con un crujido de hojas. ¿Cómo se puede atrever a dar por hecho que en ningún momento yo podría querer algo con este viejo verde?
Un montón de moscas blancas con los ojos rojos y brillantes se le asentaron en el tallo. LA IRA ES UNA DE LOS NUESTROS.
Ya lo sé. Acercándose con cuidado hacia el medio de las posibilidades, Claire comenzó a atraer poder. Cuando recuperase su propio cuerpo, iba a…
LA VENGANZA TAMBIÉN ES UNO DE LOS NUESTROS.
¿Y a ti quién te ha preguntado? Vagamente consciente de una vibración en su tiesto de barro falso, Claire balanceó su tallo en dirección a la puerta mientras Austin y Hermes irrumpían en el salón. Oh, genial. Público. ¿Cuánto más incómoda se puede poner la situación?
Hermes le echó un vistazo a Claire y se giró para dirigirse a Zeus.
—¡Papá! ¿Qué has hecho?
—No he sido yo.
—¡Siempre eres tú!
Más vibraciones. Unos pasos pesados, mortales. Bueno, supongo que esto responde a mi pregunta anterior. Necesitaba que la regasen y aquello hacía que le resultase difícil concentrarse, pero intentó tomar poder más rápido antes de que apareciese nadie que la viese así.
—¿Jefa? He escuchado gritos. ¿Estás bien? —Dean llevaba los vaqueros, las gafas y poco más, y miró a su alrededor hacia la compañía allí reunida, con los ojos como platos cuando encontró a Zeus en un estado equivalente a la desnudez—. ¿Dónde está Claire?
—Ahí abajo. —Austin frotó el tiesto.
—Entonces, ¿ha encogido?
—Es una planta.
¿Para qué me estás mirando? Se preguntó Claire. Cuando él intentó tocarle una hoja, se la arrancó de los dedos.
Él se estiró.
—¿Por qué?
—Porque mi padre —respondió Hermes— no puede mantener su viejo y marchito pito dentro de los pantalones.
—Eh, un poco de respeto —comenzó a decir Zeus, pero al ver la expresión de la cara de Dean, su voz se detuvo en seco y se colocó sigilosamente detrás de Hera.
Con el peso apoyado en la parte delantera de los pies, Dean levantó las manos, con los dedos sin llegar a cerrarse en puños.
—Vuélvela a transformar.
Hermes suspiró.
—Por muy atractivos que resulten esos músculos, no van a llevarte a ninguna parte. O por lo menos no ahora —se corrigió, mirando a su padre y a Hera—. Déjame que lo resuelva yo —mientras se ajustaba el cinturón del albornoz, le dirigió a la diosa del Matrimonio una mirada de acero—. Intenta recordar que esta no es una mortal o una ninfa a la que estés acusando injustamente. Incluso en estado vegetativo, es una Guardiana. Podría volver a cambiarse ella misma.
Hera hizo un gesto de desprecio.
—No te creo.
—Entonces cree al gato. ¿Estaría así de tranquilo si la forma de Claire dependiese de tus caprichos?
Austin bostezó.
—Dean. —Hermes se giró, quedando de cara a los músculos del pecho de Dean, y le llevó un momento volver a reanudar sus facultades cognitivas—. Conoces a Claire mejor que yo. ¿Cómo crees que se siente en esta situación?
—¿Siendo una planta?
—Sí. ¿Crees que estará enfadada cuando vuelva a ser ella de nuevo?
—Oh, sí.
Hermes dirigió su atención a la diosa.
—Vuélvela a cambiar, Hera. O tendrás que enfrentarte a una Guardiana enfadada.
—¿Qué puede hacer?
—Puede confinaros a todos al Olimpo. Durante todos los años que dure su vida, no habrá nada más que jugar a la petanca, escuchar a Ares desvelar la trama de las viejas películas de guerra y desear que llegue la noche en la que las Valquirias vengan a cantar.
La diosa se cruzó de brazos.
—¿Y qué?
Austin se estiró y se puso en pie.
—Puede cancelarte la televisión por cable.
Dos círculos redondos de carmín se contrapusieron contra una piel súbitamente pálida.
—No sabía lo que hacía, corderita. —Zeus extendió una mano indecisa y le dio un golpecito a su esposa en el brazo—. Vuélvela a cambiar. Hazlo por mí.
—¿Por ti? —las cejas perfiladas se hundieron, con las arrugas cayendo en su lugar habitual—. De acuerdo, ya que has sido tú quien la ha metido en esto, la cambiaré por ti.
Él se acercó a la puerta.
Hera agarró los pelos de las cejas de casi un metro y lo arrastró de nuevo a su lado, mientras con la otra mano gesticulaba en dirección a Claire.
Más que retorcerse, el mundo parpadeó.
Por suerte, Claire ya había tomado casi suficiente poder como para realizar el cambio por sí misma. Utilizando el camino que había abierto Hera, se estiró, se enderezó y sintió cómo sus labios volvían a estar sobre sus dientes. No podía recordar haber estado así de enfadada nunca.
El silencio del infierno la detuvo después de haber dado un solo paso. Percibía lo mucho que se estaba divirtiendo a costa suya. Respirando pesadamente, se estiró el pijama y forzó una sonrisa.
—Gracias por tu intervención, Hermes. Ahora iros a la cama. Todos.
TODAVÍA QUIERES APLASTARLOS.
Puntos extra por tentación superada, le dijo Claire. Cuando los ex-olímpicos dudaron, añadió:
—Intentaré olvidar que todo esto ha ocurrido.
—No resulta muy convincente —murmuró Hera.
—Es lo mejor que obtendréis —le dijo Claire con los dientes apretados.
La diosa asintió y, todavía agarrando los pelos de la ceja de Zeus, se dirigió a las escaleras.
—¡Oh! Cariñito, eso duele…
Hermes se inclinó ligeramente y los siguió.
Sólo se quedó Dean.
Tenía la mano levantada para retirar de su memoria aquel humillante recuerdo cuando él preguntó:
—¿Estás bien, jefa? —y entonces se dio cuenta de que aquello era todo lo que a él le importaba. No le importaba que hubiese sido una planta siempre y cuando ahora estuviese bien.
Pero había una o dos cosas que todavía había que aclarar.
—Yo no invité a Zeus a venir.
—De acuerdo.
—Apareció en mi bañera. En forma de cisne.
Dean pareció sorprendido.
—Mañana fregaré la bañera.
—Podría haberme deshecho yo misma de él si Hera no hubiese aparecido.
—No lo he dudado ni un instante.
Y no lo había hecho.
—Buenas noches, Dean.
—Buenas noches, jefa.
—Sabes —dijo Austin cuando la puerta se cerró tras él—, ese jefa comienza a sonar como un apodo cariñoso.
No era el momento y no estaba de humor para tratar con aquello.
—Por lo menos los otros no han aparecido.
—Sospecho que intentan pasar desapercibidos cuando a Hera le da un ataque de furia.
Claire volvió a dar un golpecillo a las alarmas y se dirigió al cuarto de baño tambaleándose.
—Necesito un trago.
—¿Podría sugerirte un pequeño té de compost?
—No.
—¿No porque está hecho con hojas?
—Oh, cállate.
De vuelta en su apartamento, Dean sacó la tarjeta de visita de Claire de su bolsillo esperando que le diera alguna pista si no estaba en lo cierto.
Más tranquilo, volvió a la cama.
Los olímpicos se marcharon inmediatamente después del desayuno. Claire los vio subir a la furgoneta, peleándose por quién se sentaba al lado de qué ventana, y levantó una mano neutral en respuesta al saludo de Hermes. En el momento en el que la furgoneta arrancó, corrió escaleras arriba.
—¿A dónde vas? —preguntó Austin.
—Ya lo verás.
De pie al lado de la cama de la habitación uno, lanzó los cristales al aire. Cuando se asentaron, había unas diminutas huellas de tres dedos de color púrpura sobre la mesita de noche.
—Ve a buscar a Dean y a Jacques —dijo Claire.
Extrañamente callado, Austin salió del cuarto.
—Cuando Hermes dijo que Poseidón dejaba la habitación húmeda, no estaba bromeando.
—¿Y tú crees que tienes problemas? Trabajo como un perro para esa Perséfone y no me deja ni propina.
—Estás muerto, ¿qué harías con el dinero?
—Así que estoy muerto —dijo Jacques con desprecio—. Eso es, cómo lo dices tú, el principio de las cosas.
Cuando rodearon la cama y vieron la cara de Claire, se quedaron en silencio. Señaló hacia la mesita de noche.
—Quiero que atrapéis a ese diablillo —dijo.
No era fácil en absoluto. Ninguno de los dos hombres, ni el vivo ni el muerto, tuvo éxito. Las trampas seguían vacías. El humor de Claire iba cada vez a peor.
—Si no se va a conseguir nada —suspiró Austin, bajándose de la cama cuando la puerta del baño se cerró de un portazo a la mañana siguiente—. Está claro que tendré que hacerlo yo.
—Eh, ¿jefa? Puedo acabar yo de empapelar si tú prefieres estar en otro sitio.
Luchando contra la necesidad de hacer la fotosíntesis, Claire salió de debajo del rayo de luz del sol.
—No. Dije que te ayudaría.
Mientras se preguntaba en qué problemas se metería si le comentase que estaba siendo más bien un estorbo, Dean desenrolló la siguiente lámina sobre la bandeja y la colocó contra la pared.
—¿Podrías alcanzarme el pulidor?
—¿El qué?
Con las manos todavía sosteniendo el papel contra la pared, se giró para señalarlo y se quedó congelado.
Claire siguió la línea de su mirada.
Abriéndose paso sobre los pliegues del mantel, Austin cruzó la mesa del comedor con algo pequeño que se retorcía en su boca. Tenía las patas como las de una rana y terminaban en tres dedos. Los brazos, casi tan largos como las patas, terminaban en dos dedos y un pulgar. Tenía los ojos pequeños y negros y no parecía tener dientes.
Cubierto por algo a medio camino entre pelo y escamas, cambiaba de color continuamente.
Cuando Austin llegó a la altura de Claire, escupió al diablillo.
—Puaj, estos bichos tienen un sabor asqueroso.
El diablillo saltó de la mesa, se subió por la pared y se metió debajo del papel húmedo.
Mientras el bulto se dirigía al techo, Claire agarró el último rollo completo y, sacudiéndolo como un bate, lo dejó caer una y otra vez. Y otra vez más.
Cuando dejó caer el brazo a un lado, Dean le cogió el rollo de entre los dedos sin fuerzas.
Respirando pesadamente, miró al bulto apenas perceptible.
—Ahora me siento mucho mejor.
En la sala de la caldera, el silencio llenaba todo el espacio disponible y empujaba contra el escudo. Un momento después, se encontró con una voz.
¡HA DESTRUIDO A MI DIABLILLO!
¿TU DIABLILLO?
MI DIABLILLO. AHORA ES ALGO PERSONAL.