UNO

Cuando estalló la tormenta, y unas enormes cortinas de lluvia procedentes de un cielo negro e implacable comenzaron a aporrear el suelo, Claire Hansen tuvo que admitir que no estaba sorprendida: la tarde había sido de aquel tipo. A pesar de que tenía billete hasta Colburg, tres paradas más adelante, se bajó del tren y se metió en la estación de Kingston segura de haber encontrado la fuente de las llamadas. Era la última cosa ante la que sentía certeza aquel día.

Desde el momento en el que había comenzado a llover le dolían los pies, las maletas casi habían conseguido sacarle los brazos de las articulaciones, su compañero de viaje estaba enfurruñado y ella estaba casi dispuesta a dejarlo allí tirado. Ya vendría a buscarlo por la mañana, después de haber dormido bien.

Pero por desgracia aquello no iba a ser tan fácil.

Una convención sobre Hidroecología de los Grandes Lagos había llenado dos de los hoteles del centro, el tercero no admitía animales y en el cuarto se alojaba la división del suroeste de Ontario del Club de Coleccionistas de Latas de Cerveza de América. Claire había demostrado indignada su incredulidad ante la existencia de este último, hasta que el recepcionista le mostró el cartel que había en el recibidor donde se daba la bienvenida a Kingston a los coleccionistas.

Hay gente que tiene demasiado tiempo libre, pensó mientras levantaba la maleta con la mano izquierda y con la derecha cogía el transportín para gatos de mimbre, algo más ligero, y volvía a salir a la noche. Demasiado, pero que demasiado tiempo libre.

Se subió el cuello del abrigo, sacándolo de debajo del peso de su mochila, y se encogió bajo aquel dudoso refugio. Luego permitió que sus pies caminasen por King Street hacia la universidad, en donde un vago recuerdo le sugería que había hostales y pensiones rellenando los huecos entre las inmensas mansiones a lo largo del lago. Lo lógico sería que hubiera tomado un taxi hasta la hilera de hoteles y moteles económicos que bordeaban la Autopista 2 entre Kingston y Cataraqui pero, ya que las soluciones lógicas no entraban dentro de su línea de actuación, Claire siguió caminando.

Resonó un trueno, que iluminó el cielo por completo, y comenzó a llover más fuerte. Bajando por el centro de la calle, en donde las hojas más bajas de los inmensos y viejos árboles casi ni se rozaban, unas gotas de agua del tamaño de una uva golpeaban el pavimento tan fuerte que rebotaban.

Un soplo de viento hizo que las ramas se inclinasen hasta quedar casi en vertical, con lo que un hilo de agua helada resbaló desde el dosel que compusieron directamente al cogote de Claire.

… que tampoco es que estuviese mucho más seco.

Había momentos en los que una blasfemia resultaba la única respuesta satisfactoria. Al tener denegada aquella válvula de escape, Claire apretó los dientes y continuó caminando, cruzando charcos cada vez más profundos en dirección a City Park. Seguro que habría algún tipo de refugio cerca de una zona turística tan destacada, incluso a pesar de que septiembre la hubiera vaciado de ferias y festivales. Cansada, mojada y en general irritada, se conformaría con cualquier cosa que tuviese techo y cama.

En la esquina entre Lower Union y King se volvió a ver un relámpago, que dibujó el afilado relieve de los árboles y las casas. En la tercera casa desde la esquina, un cartel clavado a una valla de hierro forjado reflejó la luz con tal intensidad que esta continuó brillando en el interior de los párpados de Claire.

—¿Crees que deberíamos mirar qué es? —tuvo que gritar para que se la escuchase sobre el ruido de la tormenta.

No hubo ninguna respuesta procedente del transportín, pero ella tampoco la esperaba.

Allí, una de las zonas más antiguas de la ciudad, las casas eran de estilo Victoriano, de ladrillo rojo y tres o cuatro pisos. Al ser demasiado grandes para continuar siendo viviendas unifamiliares en un tiempo en el que cada vez subía más el precio de la electricidad, la mayoría habían sido reconvertidas en pisos. Las primeras dos casas comenzando desde la esquina eran de este tipo. La tercera, al final de un estrecho caminito de entrada, todavía era de las grandes.

Claire entornó los ojos en la oscuridad, mientras el agua se le escurría desde el cabello y se le introducía en los ojos, y luchó para descifrar las palabras que aparecían en el cartel. Estaba bastante segura de que eran palabras, no parecía que tuviera mucho sentido que hubiera un cartel si este no tenía palabras escritas.

—Nunca hay luz cuando se necesita…

Para colmo, la luz que había le proporcionaba a cada mota de pintura cuarteada una sombra propia. Acompañada por el doble estallido de un trueno, Claire dejó la maleta en el suelo e intentó agarrarse a la valla. La soltó un instante más tarde, cuando se le ocurrió que tocar una barra de metal, aunque estuviese oxidada, no era algo muy inteligente en aquellas circunstancias.

Se dirigió a la puerta principal dando tumbos, mientras unos puntitos blancos y amarillos bailaban en torno a su campo de visión y el zumbido de una descarga eléctrica le resonaba entre los oídos. Durante el breve tiempo en el que había conseguido leer el cartel, había visto las letras «ensión» y, en aquel momento, aquello ya le bastaba.

Los nueve escalones eran irregulares y resbaladizos, y amenazaban con lanzarla a ella, su maleta, el transportín, la mochila y todo lo que llevaba consigo escaleras abajo, hacia las negras profundidades del espacio que quedaba delante de la casa. Cuando resbaló y se cayó hacia la reja decidió no considerar aquello un mal presagio. Una vez en el porche descubierto, no fue capaz de ver ni una aldaba ni un timbre pero, teniendo en cuenta la noche y el tiempo, aquello tampoco quería decir nada. Podría haber una placa en la que se advirtiese a los viajeros Abandonen toda esperanza de conseguir entrar aquí, y no la habría visto (o no le hubiese prestado atención si con ello conseguía escapar de la tormenta). Se veía una luz que brillaba débilmente entre los travesaños. Sujetando la maleta contra los ladrillos con la rodilla, intentó abrir la puerta.

No estaba cerrada con llave.

En otras circunstancias, hubiera apreciado más la teatralidad del momento y hubiera abierto la puerta empujándola lentamente, con el sonido de las bisagras rechinantes acompañado por una música siniestra. Pero lo que hizo fue darle un fuerte empellón, lanzarse con la maleta hacia el interior y cerrarla de una patada.

Al principio el silencio le pareció un agradable alivio de la tormenta, pero después de un momento, cuando se hubo asentado a su alrededor, espeso y empalagoso, Claire sintió la necesidad de llenarlo. Se encontraba como si la estuviesen cubriendo con uno de esos siropes baratos que hay sobre las mesas de los restaurantes familiares.

—¿Hola? ¿Hay alguien?

A pesar de que nunca habría descrito su voz como tímida o indecisa, apenas produjo impacto en aquel silencio. A falta de otro lugar más constructivo al que ir, las palabras bailaron dolorosamente alrededor de su cabeza, dando a luz a un súbito y vibrante dolor de cabeza.

Apoyó con cuidado el transportín del gato, lejos del pequeño lago que había creado sobre el suelo de parqué rayado, y se giró hacia el mostrador que separaba la entrada y el recibidor de algo que parecía un pequeño despacho, a pesar de que la luz era tan escasa que no podía estar segura de ello. Sobre el mostrador esperaba una solitaria campanita de acero poco lustrosa.

Mientras se retiraba el cabello de la cara y apretaba el botoncito de la campana, Claire se sintió como si fuese Alicia en el país de las maravillas.

El viejo apareció detrás del mostrador tan repentinamente que ella dio un paso atrás, en cierto modo esperando que viniese acompañado por una nube de humo, lo cual hubiera resultado menos inquietante que la explicación más mundana de que la había estado observando desde un rincón oscuro del despacho.

—¿Qué —exigió— quiere?

—¿Que qué quiero?

—Yo le he preguntado primero.

Lo cual era bastante cierto.

—Querría una habitación para esta noche.

Entornó los ojos con sospecha.

—¿Y ya está?

—¿Qué más hay?

—Desayuno.

Claire nunca había sido retada a desayunar.

—Si está incluido, está bien —en cualquier otra ocasión se le habría ocurrido una respuesta un poco más enérgica. Después lo recordó—. ¿Cogen animales?

—¡No! ¡Eso es una mentira cochina! ¿Ha estado hablando con la señora Abrams, la del número treinta y cinco, verdad? Vaca asquerosa. Deja que su gigante y peludo Baby se cague en mi entrada.

Claire comenzaba a tiritar bajo el peso de la ropa húmeda, y le llevó un momento darse cuenta de en qué punto la conversación se había desviado del guión esperado.

—Me refería a si admiten animales en el hotel.

El viejo resopló.

—Pues entonces especifique a qué se refiere.

Había algo en su cara que le resultó familiar en aquel momento, pero las sombras que proyectaba la única bombilla que colgaba bastante por encima de su cabeza frustraron el intento de Claire de observar mejor sus rasgos. El párpado izquierdo comenzó a abrírsele y cerrársele al ritmo de los latidos que sentía en el cráneo.

—¿Le conozco?

—No, no me conoce.

Decía la verdad, a pesar de que había algo en su voz que sugería que aquello no era completamente cierto. Antes de que pudiera seguir preguntando, él le espetó:

—Si no le interesa la habitación, le sugiero que se marche. No tengo ninguna intención de quedarme aquí de pie toda la noche.

La idea de volver a la tormenta apartó cualquier otro pensamiento que pudiera haber en su cabeza.

—Quiero la habitación.

Él sacó un viejo cuaderno de tapas de cuero verde de debajo del mostrador y lo dejó caer con un golpe delante de ella. Lo abrió bruscamente por una página en blanco y empujó un bolígrafo en dirección a ella.

—Firme aquí.

Casi no había acabado de escribir la «n» final, con la manga arrastrando una línea húmeda sobre el papel amarillento, cuando él le arrancó el bolígrafo de las manos y lo sustituyó por una llave con un llavero rosa de plástico.

—Habitación uno. Al final de las escaleras y a la derecha.

—¿Tengo que pagarle algo por adel…? —Claire detuvo la última palabra en seco. El viejo se había desvanecido tan repentinamente como había aparecido—. Supongo que no.

Tras recoger su equipaje comenzó a subir las escaleras siguiendo a sus pies por instinto, ya que la luz era tan escasa que casi no podía ver el suelo a más de un metro y medio de distancia.

La habitación uno hacía juego con la llave: básicamente moderna —si es que se podía decir que lo moderno comenzaba a finales de los cincuenta— y sosa. La alfombra y las cortinas eran de color azul oscuro. Las paredes eran de un blanco apagado, los muebles negros y baratos. En el cuarto de baño había un lavabo, un váter y una bañera con ducha, y tenía aquel olor que se te metía en la garganta de los productos de limpieza empleados en lugares públicos.

Teniendo en cuenta cómo era el recepcionista, aquello era mucho mejor de lo que Claire había esperado. Dejó el transportín sobre el tocador, abrió las tiras de cuero y levantó la tapa. Un instante después, un contrariado gato blanco y negro se dignó a salir e inspeccionar la habitación.

Mientras la tormenta aullaba impotente tras la ventana, Claire se quitó el vestido encogiéndose, se colocó una toalla alrededor del cabello y se derrumbó sobre la cama mientras intentaba, sin éxito, ignorar el solo de tambores que tenía lugar entre sus oídos.

—Bueno, Austin, ¿tiene el alojamiento tu aprobación? —preguntó al escucharlo pasearse con aire despreciativo por el baño—. No es que me importe, es lo mejor que podemos hacer por esta noche.

El gato se colocó a su lado de un salto.

—Lo malo es que… y me doy cuenta de que suena un poco tópico… esto me da mala espina.

Claire consiguió abrir los párpados más o menos un milímetro. Nadie había sido nunca capaz de determinar si los gatos eran clarividentes o simplemente unos sabelotodo odiosos.

—¿Te da mala espina el qué?

—Ya lo sabes: esto —hizo una pausa para pasarse una pata húmeda por los bigotes—. ¿Es que no te enteras de nada?

Ella volvió a dejar que sus ojos se cerrasen.

—Me parece que estoy recibiendo la señal de la MTV por uno de mis empastes. Es un trozo del Stomp tour —dio un respingo ante aquella especie de metáfora particularmente enérgica y suspiró—. Estoy emocionada.

Cinco kilos peludos se sentaron sobre su pecho.

—Claire, lo digo en serio.

—La llamada no es más urgente de lo que lo era esta mañana, si es eso lo que me estás preguntando —se desabotonó los vaqueros con una mano, mientras empujaba al gato para dejarlo sobre la cama con la otra—. Sólo hay un ligero zumbido que está atravesando mi dolor de cabeza.

—Deberías comprobar qué es.

—¿Comprobar el qué? —ya que Austin se negó a responder, Claire decidió que había ganado ella, se quitó rápidamente la ropa y se puso un pijama de seda de color crema. Su forma de proceder estándar le sugería que ya sería adecuado estar en ropa de dormir a la hora de las noticias de las seis, por si acaso.

Metida bajo las mantas, con el gato acurrucado sobre la otra almohada, se dio cuenta de por qué el viejo le había resultado tan familiar. Parecía un gnomo. Y no precisamente un simpático gnomo de jardín.

Rumpelstiltskin, el enano saltarín, pensó, y se echó a dormir sonriendo.

—No puede ser, mis zapatos todavía están mojados.

Austin la miró desde su cajón de arena.

—Te importaría…

—Lo siento. —Claire hizo caer el líquido de la puntera de una de las zapatillas de lona, las volvió a colgar del palo de la cortina de la ducha enganchadas por los cordones y después se retiró apresuradamente del lavabo—. No es que esperase que estuviesen secas —continuó, dejándose caer sobre el borde de la cama—, esperaba que estuviesen húmedas pero ponibles.

Aquel comenzaba a ser el tipo de día en el que continuamente les tocaría una de cal y otra de arena. Por un lado, todavía llovía y sus zapatos aún estaban demasiado mojados como para poder ponérselos. Por otro, su sueño no se había visto interrumpido por ningún tipo de presagio, ya no tenía dolor de cabeza y aquel ligero zumbido había desaparecido por completo. Incluso Austin se había levantado de buen humor, o todo lo de buen humor que era capaz de estar antes del mediodía.

Se dejó caer hacia atrás sobre una pila de mantas, se puso a escuchar el ruido ambiental del hotel por encima del sonido de excavación felina y frunció el ceño.

—Todo está en silencio.

—¿Demasiado en silencio? —preguntó Austin al salir del baño.

—La llamada ha cesado.

El gato se quedó mirándola sentado sobre las patas traseras.

—¿Qué quieres decir con que ha cesado?

—Quiero decir que está ausente, no presente, que falta, que no está —se puso en pie y comenzó a caminar—. Se ha ido.

—¿Pero estaba ahí cuando te fuiste a dormir?

—Sí.

—Entonces, entre las diez y trece de anoche y las ocho y un minuto de esta mañana, ¿te han dejado de necesitar?

—Sí.

Austin se encogió de hombros.

—Seguramente el lugar se cerró solo.

Claire dejó de caminar y cruzó los brazos.

—Pero eso no ocurre nunca.

—¿Se te ocurre alguna explicación mejor? —preguntó el gato con aires de suficiencia.

—Bueno, no. Pero incluso si ya está cerrado, se me hubiera llamado para alguna otra cosa —por primera vez en diez años no estaba ni ocupándose de un lugar ni viajando hacia otro en donde se la necesitaba—. Me siento como si me hubieran dejado de lado, como un zapato viejo, vagando a la deriva…

—Estás mezclando metáforas —le interrumpió el gato mientras saltaba sobre la cama—. Esto está mejor. No es que tenga ningún problema con tus rodillas, pero no son precisamente las más expresivas de las interlocutoras. Quizás —continuó— no seas ya necesaria porque el bien ha triunfado y ya no se considera posible que exista el mal.

Cerraron los ojos durante un momento y después rieron por lo bajo simultáneamente.

—Pero en serio, Austin, ¿y ahora qué se supone que tengo que hacer?

—Sólo estamos a unas horas de casa. ¿Por qué no vas a visitar a tus padres?

—¿A mis padres?

—Recuerda: varón, hembra, concepción, nacimiento…

La verdad es que sí lo recordaba, aunque intentaba no pensar demasiado en ello.

—¿Me estás sugiriendo que necesitamos tomarnos unas vacaciones?

—Ahora mismo lo que sugiero es que necesitamos desayunar.

La alfombra de las escaleras había visto tiempos mejores. Los extremos todavía tenían un débil recuerdo del dibujo, pero el centro se había desgastado hasta ponerse de un color gris uniforme y raído. Claire no se había sentido tan impresionada la noche anterior, a la luz del día la pensión tenía un aspecto claramente cochambroso.

No es un lugar en el que quedarse durante mucho tiempo, pensó mientras retorcía la bola que había la final del pasamanos.

—Creo que deberíamos pasarnos el día echando un vistazo por ahí —dijo mientras caminaba escaleras abajo detrás del gato—. Aunque el lugar esté cerrado, no nos hará daño echar una ojeada por la zona.

—Lo que quieras, pero después de comer.

Claire siguió su olfato por el recibidor hacia la parte trasera del primer piso en busca de una taza de café, que no el prometido desayuno. Con un poco de suerte, el gnomo asqueroso no será el que cocine.

El comedor se extendía a lo ancho del final del edificio, y en él había unas cuantas mesas pequeñas rodeadas de sillas forradas de cuero falso. Era evidente que había sido renovado más o menos en la misma época que su habitación. Al otro lado de las ventanas sin cortinas, desprovistas incluso del recuerdo de haber tenido molduras, una lluvia constante caía desde un cielo de color gris pizarra, formando un charco debajo de una antigua e inmaculada camioneta blanca que estaba aparcada al lado de la verja trasera.

Por suerte, antes de que pudiera deprimirse de verdad, ya fuese por el tiempo o la decoración, el inconfundible aroma del café colombiano tostado la guio en dirección a la esquina, hacia una pequeña cocina abierta. Los muebles de cocina de acero inoxidable tipo restaurante, estaban separados de la zona del comedor por una barra de formica, cuya superficie había sido fregada y restregada hasta quedarse de un color gris pálido.

De pie al lado del frigorífico había un hombre joven de cabello oscuro, de poco más o poco menos de veinte años, que llevaba un delantal de cocinero sobre unos vaqueros descoloridos y una camiseta. A pesar de sus gafas de montura metálica, la ligera amplitud de sus hombros y la estrechez de sus caderas le sugirieron a Claire que no era precisamente un literato. Los músculos de su espalda formaban unos interesantes pliegues en el algodón blanco brillante de la camiseta, y al bajar la vista descubrió, después de reflexionarlo durante un momento, que se planchaba los vaqueros.

Austin se subió silenciosamente al mostrador, miró para el cocinero y después para Claire y resopló:

—Quizá deberías respirar.

Claire agarró al gato y lo tiró al suelo mientras el objeto de su observación cerraba la puerta del frigorífico y se daba la vuelta.

—Buenos días —dijo. Sonaba como si realmente lo pensase.

A Claire le llevó un instante responder, distraída por unos dientes tan blancos como la camiseta y por un par de ojos azules rodeados por un grueso marco de pestañas oscuras, por no mencionar el musical acento, con cadencia casi irlandesa, de la zona de Terranova.

—Dios mío… esto, buenos días.

No era sólo su aspecto lo que la había impresionado. A pesar de su edad, o quizá por la falta de ella, era la persona con los pies más sobre la tierra que había conocido nunca. La primera impresión sugería que nunca había empujado una puerta en la que se leía «tirar», llegaba a tiempo a las citas y que, en caso de incendio, recordaba la situación de las salidas más cercanas. Al mirarle los pies había medio esperado encontrarse con unas raíces que desapareciesen dentro del suelo, pero sólo vio un par de botas de trabajo gastadas, más o menos del número cuarenta y cinco.

—El señor Smythe dejó una nota en el frigorífico en la que me lo explicaba todo —se secó la mano en el delantal, no parecía ocurrírsele qué hacer después con ella, y finalmente la dejó caer a un lado—. Yo soy Dean McIsaac. Llevo aquí desde febrero como cocinero y conserje. Espero que se plantee mantenerme aquí.

—¿Mantenerte aquí?

La falta de comprensión total y absoluta por parte de ella pareció confundirle.

—¿Es que no es usted la nueva dueña?

—¿La nueva qué?

Arrancó un trozo de papel de debajo de un imán de nevera y se la pasó.

La mujer que ha pasado la noche en la habitación uno, leyó Claire, es Claire Hansen. Desde esta mañana es la nueva propietaria. El resto de la hoja estaba en blanco, a excepción de una pequeña mancha marrón de origen indeterminado.

—¿Y esto te parece explicación suficiente? —preguntó ella, incrédula.

—Lleva intentando vender este lugar desde que yo entré —le dijo Dean—. Me imaginé que lo había conseguido.

—No lo ha conseguido —hasta aquel momento, todo lo que había dicho el joven McIsaac había sido verdad. Lo cual no explicaba una mierda. Mientras dejaba caer la nota sobre el mostrador, se preguntó a qué tipo de juego creería el viejo que estaba jugando—. Yo soy Claire Hansen, pero no he comprado este hotel ni tengo ninguna intención de hacerlo.

—Pero el señor Smythe…

—Evidentemente, el señor Smythe padece demencia senil. Si me dices dónde puedo encontrarle, lo solucionaré todo rápidamente —intentó que sonase más como una promesa que como una amenaza.

A pesar de que había dos largas y estrechas ventanas que aliviaban ligeramente la penumbra, el despacho no parecía mucho más invitador en la luz gris de un día lluvioso de lo que le había parecido de noche.

—¿Vive aquí? —preguntó Claire mientras entraba deslizándose de costado por la estrecha apertura que había entre el mostrador y la pared, el único acceso desde el recibidor.

—No, ahí dentro —la puerta que daba a las dependencias del viejo estaba diseñada de forma que pareciese parte de los paneles del despacho. Dean alargó la mano para llamar a la puerta y se detuvo justo cuando tenía la mano sobre la madera—. Está abierto.

—Será que nos esperaba —empujó la puerta pasando por delante de él—. Oh, cielos.

Definir el cuarto que había al otro lado de la puerta como recargado sería quedarse corto, decir abarrotado no era suficiente para describir el mobiliario. Incluso la vieja consola de televisión tenía encima tres tapetes de blonda, un par de candelabros de resina con querubines tallados y una cesta de frutas decorativas.

Dentro del marco dorado y barroco de un espejo ligeramente picado había un gran sobre de papel manila. Incluso desde el otro lado del cuarto, Claire pudo ver que estaba dirigido a ella. De repente, inexplicablemente, convencida de que las cosas iban a descontrolarse de forma espectacular, caminó lentamente hacia él, abriéndose camino entre el desorden. Le llevó un tiempo considerablemente largo cubrir tan corta distancia, y tras ello tuvo por fin el sobre entre las manos.

Dentro del sobre había media docena de documentos y otra nota, ligeramente más breve que la anterior.

—Senil pero conciso —murmuró Claire—. Felicidades, es usted la nueva propietaria de la Pensión Campos Elíseos —levantó la mirada en dirección a Dean—. ¿La Pensión Campos Elíseos? —ante su asentimiento, sacudió la cabeza con incredulidad—. ¿Por qué no se limitó a llamarla La antesala del infierno?

Dean se encogió de hombros.

—¿Porque eso sería negativo para el negocio?

—¿Hacéis mucho negocio?

—La verdad es que no.

—No puedo decir que me sorprenda —volvió a dirigir su atención a la nota—. Manténgase alejada de la habitación seis. ¿Qué hay en la habitación seis?

—Hace años hubo un incendio. El señor Smythe no necesitaba esa habitación, así que se ahorró el dinero de arreglarla y la dejó cerrada.

—Suena encantador. Y esto es todo lo que hay —le dio la vuelta a la hoja pero el otro lado estaba en blanco—. Quizá esto pueda proporcionarnos algunas resp… —su voz se detuvo en seco mientras, con la boca abierta, extendía los otros papeles. Su firma había sido colocada cuidadosamente exactamente en el lugar en el que tenía que figurar en cada uno de los documentos legales. Y era su firma, no una imitación. Smythe la había sacado del libro de registro.

Lo cual sólo podía significar una cosa.

—Señor McIsaac, ¿podría traerme una taza de café, por favor?

Dean se encontró fuera del despacho, con la puerta que daba a las estancias del señor Smythe cerrada tras él, antes de tomar conscientemente la decisión de moverse. Recordó que se le había pedido que fuese a por café y que estaba en el despacho. Café. Despacho. Y nada entremedias.

—Vale, te está fallando la memoria —se metió debajo del mostrador—. Míralo por el lado bueno, chico, todavía tienes trabajo.

Los empleos escaseaban y él tenía la esperanza de poder mantener aquel. El sueldo no era magnífico, pero incluía un apartamento en el sótano y había descubierto que le gustaba encargarse de gente. Había comenzado a darle vueltas a la idea de apuntarse a algún curso de dirección de hoteles: cuando no había huéspedes, y había muy pocos huéspedes, tenía mucho tiempo libre.

Pero todo podía cambiar, ahora que el señor Smythe se había cansado de esperar por un comprador y le había regalado el lugar a una completa desconocida. Que no parecía quererlo.

Claire Hansen no era como él esperaba. En primer lugar, era mucho más joven. A pesar de que su experiencia en adivinar la edad de las mujeres era mínima y el maquillaje se lo ponía aún más difícil, hubiera jurado que tenía menos de treinta. Incluso podría rebajarlo hasta veinticinco.

Y resultaba extraño que viajase con un gato.

—Ya no siento la llamada, porque estoy donde se me necesita.

Austin parpadeó.

—¿Qué?

—Augustus Smythe es un Primo.

—¿Augustus?

—Aparece en los documentos. —Claire los extendió ante él, de forma que el gato podía ver las seis páginas—. Impreso. Sabía que era mejor que firmar con su nombre. Llevaba aquí un tiempo, así que evidentemente estaba controlando el lugar de un accidente. Un lugar que ha mandado a la mierda y con el que me ha cargado a mí —se dejó caer sobre un sofá tapizado de flores de color rosa y continuó dejándose caer, hundiéndose entre esponjosos cojines hasta llegar a una profundidad alarmante.

—¿Estás bien? —preguntó Austin unos instantes más tarde, cuando ella volvió a emerger, respirando pesadamente y agarrada a un cabo de tela suelto.

—Estoy bien —con las rodillas todavía considerablemente más elevadas que las caderas, Claire colocó un codo sobre la estructura reforzada del brazo del sofá, por si acaso comenzaba a hundirse de nuevo, y dejó el trozo de tela dentro de un bol lleno de caramelos de menta de aspecto poco apetecible. Hubiera sido más lógico buscar otro lugar en el que sentarse, pero ninguno de los muebles parecía ser mucho más seguro—. La llamada no venía del lugar, si no todavía podría sentirla. Tenía que venir de Augustus Smythe.

El gato saltó sobre la mesa de café.

—¿Estaba tan desesperado por marcharse que te trajo hasta aquí?

—Teniendo en cuenta que se largó anoche, que fue cuando cesó la llamada, es la única explicación lógica.

—¿Pero por qué?

—Esa es la cuestión. ¿Por qué?

Austin le puso una pata sobre la rodilla.

—¿Por qué pareces tan contenta de que haya ocurrido esto?

¿Estaba contenta? Supuso que sí.

—Ya no daré más vueltas —había llegado el día en el que ni una llamada ni un lugar la estaban desconcertando—. Vuelvo a tener una misión.

—Bien por ti —se echó hacia atrás—. ¿Eso quiere decir que no nos tomaremos unas vacaciones, verdad?

—Parece que no —su sonrisa se desvaneció en cuanto tocó los papeles que tenía contra el muslo—. ¿Por qué Smythe no se identificó al ver que yo no le reconocía?

—Una pregunta aún mejor, ¿por qué no le reconociste?

—Estaba cansada, mojada y me dolía la cabeza —señaló, poniéndose a la defensiva—. En lo único en que podía pensar era en salir de aquella tormenta.

—¿Crees que te confundió él?

—¿De dónde podría haber sacado el poder? Estaba distraída, de acuerdo. Dejémoslo así —tras otra corta lucha con el sofá, Claire consiguió volver a levantarse y ponerse en pie—. Ya que el lugar es el hotel (si no, Smythe no se hubiera molestado en poner las escrituras a mi nombre), y ya que no puedo sentirlo, supongo que es tan pequeño que nunca se convirtió en un lugar prioritario que necesitase un Guardián, y Smythe acabó cansándose de esperar. Lo cerraré y nos iremos a otro lado.

—¿Y el hotel? —le recordó Austin.

—Después de haber sellado el lugar, se lo daré al joven McIsaac.

—¿Crees que será tan fácil?

—¿No es siempre así? —cogió una figurita rechoncha de un niño de ojos inmensos con pantalones tiroleses tocando la tuba, se estremeció y la volvió a dejar en su sitio—. Vamos.

—¿Vamos? —el gato recorrió trotando el espacio hasta el final de la mesa, saltó sobre un busto de Elvis de escayola, pasó por debajo de un juego de mesitas chinas acoplables de diferentes tamaños y llegó a la puerta antes que ella—. ¿A dónde vamos?

—A buscar respuestas.

—¿Dónde?

—¿Dónde va a ser? En el lugar al que nos han dicho que no vayamos.

Austin resopló.

—Lo típico.

La habitación seis estaba en el tercer piso. Además de la cerradura normal, en la puerta había un gran candado de acero, agarrado a unas pestañas de solidez industrial. Ambas cerraduras eran imposibles de abrir simplemente porque les habían roto las llaves dentro del agujero.

—Parece mucho lío para un lugar pequeño —murmuró Austin, dejándose caer tras inspeccionarlos.

—Bueno, no podía tener huéspedes paseándose por él, independientemente del tamaño. —Claire se enderezó al soltar el candado. Había varias formas mediante las cuales podrían acceder a la habitación, pero la mayoría estaban etiquetadas como «usar sólo en caso de emergencia», ya que implicaban utilizar el tipo de pirotecnia que más bien se emplearía en guerras menores en Oriente Medio—. Me pregunto si el joven McIsaac tendrá una sierra para metales.

—¿Señora Hansen? —Dean dejó la bandeja sobre la mesa y se recolocó las gafas sobre el puente de la nariz. Ella no estaba en el cuarto del señor Smythe (que ahora sería su cuarto, suponía él), y tampoco estaba en el despacho. Deseó que no estuviese en el piso de arriba haciendo las maletas. ¿Estaré despedido si se marcha?

Unos pasos que descendían las escaleras parecieron confirmar el peor de sus miedos, pero cuando ella entró en su campo de visión, no llevaba las maletas. Ni tan siquiera se había puesto el abrigo.

—Oh, estás aquí, Dean.

¿Estaba ahí? No se había ido a ningún lado, sólo a buscar el café que ella le había pedido.

—He traído nata y azúcar —le dijo mientras ella se apretujaba bajo la mesa del mostrador—. No me dijo cómo lo quería.

—Con nata, claro —echó un poco dentro de la taza y frunció el ceño ante el azucarero—. ¿Tienes sacarina?

—Sí, claro —según le parecía a él, ella no necesitaba controlar su peso. Aunque no era el tipo de mujer a la que se le notaban todos los huesos, era bastante delgada, y además la nata le pondría más kilos encima que un poco de azúcar—. Le traeré unos cuantos.

—¿Dean?

Se detuvo en el recibidor y giró la cabeza en dirección al mostrador.

—Trae la caja de herramientas de paso.

Mientras agarraba la taza de café con ambas manos, Claire se recostó contra la pared y miró el trabajo de Dean. No le dio ningún problema cortar el candado, pero la cerradura original de la puerta resultó mucho más complicada.

—Creo que debería llamar a un cerrajero, señora Hansen. No podré entrar sin dañar la puerta.

—¿Cómo la dañarás?

Se encogió de hombros.

—Si voy a la furgoneta a buscar la palanca, seguramente podré forzarla hasta abrirla. Colocándola aquí… —pasó un dedo por la grieta que había entre la puerta y el marco, en donde el pestillo se introducía en la pared—… y empujando. Seguro que partiré la madera, pero no podría decirle cómo quedará.

Claire tomó otro sorbo y valoró las opciones que tenía. Mientras Dean se mantuviese fuera del cuarto, no habría ningún problema: sólo los lugares más grandes eran visibles para los ojos inexpertos.

—Ve a buscar la palanca.

—Sí, señora.

Cuando el sonido que emitían las botas de trabajo de Dean al golpear la madera desnuda sugirió que había llegado al recibidor, Austin se estiró y miró para Claire.

—¿No podríamos haber esperado hasta después de desayunar? Me estoy muriendo de hambre.

—¿Podrías haber comido sin saber para qué estamos aquí? No importa. Qué pregunta tan tonta.

—Tú tienes tu café, lo mínimo que podrías haber hecho es darme la nata.

—El veterinario dice que no debes tomar nata —se agachó y lo acarició detrás de las orejas—. No te preocupes, todo acabará pronto. Esperar a este lado de la puerta me ha puesto nerviosa. Estoy segura de que el lugar está dentro.

—En un mundo justo —gruñó el gato— habría estado en la cocina.

Como se le habían mojado las botas durante la carrera a la furgoneta, Dean se las quitó en la puerta trasera y comenzó a subir las escaleras en calcetines. Al girar en el descansillo del segundo piso, escuchó voces. Me parece que está hablándole al gato.

Voces. Plural, lo pinchó su subconsciente.

Se te va la cabeza, chico. El gato no está respondiéndole.

Ella estaba de espaldas cuando él llegó al pasillo del tercer piso.

—¿Señora Hansen?

Claire consiguió tragarse la mayor parte del chillido, pero el corazón le golpeó violentamente las costillas cuando se dio la vuelta.

—¡No vuelvas a hacer eso!

Dean retrocedió bruscamente un paso y colocó la palanca entre ellos.

—¿Hacer el qué?

—¡No vuelvas a acercarte a mí de esa forma, en silencio! —se colocó la mano derecha entre los pechos, apretando—. ¡Tienes suerte de que me haya dado cuenta de quién eras!

A pesar de que ella era tranquilamente quince o veinte centímetros más baja que él y de que allí no había nadie ni nada más que ella, de alguna forma aquello no le sonó tan ridículo como debería haber sonado.

—¡Lo siento!

Austin le golpeó la cabeza contra las espinillas y ella miró al suelo.

—Te has quitado las botas.

—Estaban mojadas.

—Sí, por supuesto —mientras intentaba controlar su respiración, Claire le hizo un gesto en dirección a la puerta cerrada—. Rompe la cerradura y luego márchate. Si dentro hubiera los restos de un incendio, no desearás que toda esa porquería llegue hasta el pasillo.

Dean le dirigió una sonrisa agradecida mientras introducía la palanca en la grieta. Al venir del oeste, había conocido a pocas personas que apreciasen el tipo de problemas que suponía mantener limpias las alfombras.

—Sí, señora.

—Y deja de llamarme señora y de tratarme de usted. Me hace sentirme como si tuviese cien años —al verlo reprimir una sonrisita, Claire puso los ojos en blanco—. Tengo veintisiete.

—De acuerdo —una confesión precisaba que se hiciese otra a cambio—. Yo tengo veintiuno —mientras se echaba hacia atrás apoyándose en la barra, miró su expresión y se preguntó cómo había sabido ella que estaba mintiendo—. Vale, tendré veintiuno en unos meses.

—¿Así que tienes veinte años?

—Sí, señora.

El gemido de la madera y el acero atormentados cortó la conversación. Con las manos sobre las orejas, Claire vio cómo los músculos le estiraban las mangas de la camiseta mientras la cerradura comenzaba a ceder. Cuando esta se abrió de repente, le llevó un instante salir de sus divagaciones (aunque, tal y como le aseguró al mundo entero, aquel era un simple interés estético). En aquel momento, la puerta se abrió, Dean echó un vistazo dentro del cuarto y se quedó congelado en el umbral.

—¡Madre del amor hermoso! ¡El señor Smythe escondía un cadáver aquí!

—Tranquilízate. —Claire colocó la palma de la mano en el centro de la espalda de Dean y lo empujó. Habría tenido más suerte si hubiera intentado desplazar un edificio—. ¡Y muévete! —a lo largo de los años había visto cuerpos dejados en todas las condiciones imaginables, y con frecuencia la imaginación había pertenecido a individuos bastante perversos. Si aquel cuerpo simplemente hubiera sido abandonado allí tirado, se habría considerado afortunada.

Dean se quedó de pie en la puerta, la anchura de sus hombros le bloqueaba a ella el paso y la vista.

—No pienso —dijo él mientras se agarraba a ambos lados del marco de la puerta— que una dama deba ver esto.

—Bueno, tienes razón en algo, ¡no piensas! —prefirió la maña a la fuerza y le golpeó con las rodillas justo en el punto de la espalda en el que había una arruga en la camiseta sobre un hueco. Él cayó y ella lo empujó para apartarlo mientras intentaba alcanzar con una mano el interruptor de la luz circular y pasado de moda.

El cuarto era un poco más grande que la habitación en la que había dormido Claire y la decoración no había cambiado desde principios de siglo. Había un sillón exageradamente grande cubierto por puntillas hechas a mano, un macetero de estilo Victoriano completado con un helecho muertísimo que se erguía entre dos ventanas con cortinas y una mujer que yacía completamente vestida sobre la cama, con una almohada con forma de salchicha bajo la cabeza y un edredón doblado bajo los pies. Todo, incluida la mujer, estaba cubierto por una difusa capa de polvo. El aire olía a cerrado y ligeramente a perfume.

Claire sentía los extremos de un escudo que envolvía su cuerpo, lo cual explicaba por qué no había sido capaz de sentir lo que contenía la habitación seis. No había sido un Primo quien había colocado el escudo. En algún momento había estado allí un Guardián y había envuelto el lugar tan concienzudamente que ni tan siquiera otro Guardián podría haber entrado. Si Augustus Smythe no hubiera sentido la necesidad tan urgente de marcharse, Claire podría haber pasado felizmente por Kingston sin tan siquiera darse cuenta de que existía el lugar. La única cosa que no podía imaginarse era por qué se habría molestado un Guardián en hacer aquello. Cuando de vez en cuando la gente reconocía el lugar de un accidente, la respuesta habitual era un exorcismo, no una versión de la Bella Durmiente en comedia.

Un ruido ahogado que sonó detrás de ella le recordó a Claire que tenía un problema más inmediato. Estaba claro que la mujer de la cama llevaba varios años allí, así que podía esperar unos minutos más.

Cuando se dio la vuelta, Dean había vuelto a ocupar su posición en el umbral de la puerta. El movimiento de ella hizo que él levantase la mirada de la cama, con lo que se rompió el contacto. Se le quedó mirando durante un instante, con los ojos inmensamente abiertos, y después se dio la vuelta y consiguió dar un par de pasos corriendo hacia las escaleras.

—¡Dean McIsaac!

Había potencia en aquel nombre.

Él se detuvo con un pie en el aire y casi se cae.

—¿A dónde vas?

Mientras se empujaba las gafas para recolocárselas, intentó hablar como si se encontrase mujeres muertas tumbadas en las habitaciones cada día.

—Estoy llamando al 091 —el corazón le latía con tanta fuerza que casi ni se escuchaba a sí mismo.

—¿Que estás llamando?

Puso los ojos en blanco, ansioso por moverse, impaciente por el retraso.

—Bueno, que voy a llamar, es lo mismo.

—¿Por qué?

—¡No lo sé! —la frustración casi le hace gritar. De repente bajó la cabeza con timidez—. Lo siento.

Claire hizo un gesto con la mano para indicar que lo disculpaba.

—Quería decir que por qué vas a llamar al 091.

—Porque hay un cadáver…

—No está muerta, Dean, está dormida. Si te fijas en su pecho, verás que respira.

—¿Que respira? —sin mover los pies, se agarró al marco de la puerta astillado y se inclinó hacia el umbral—. Oh —sintiéndose idiota, se encogió de hombros e intentó explicarse—. Me educaron bien, no para que me quedase mirando el pecho de una mujer.

—Pensabas que era un cadáver.

—No importa.

—¿Quién te crio?

—Mi abuelo, el reverendo McIsaac —le dijo Dean, un poco a la defensiva.

Claire tenía sus dudas sobre lo frecuente que debía de ser encontrarse a un varón de veintiún años que realmente siguiera aquel dictamen en concreto, pero no tenía ninguna pretensión de desmotivar tan admirables intenciones.

—Bueno, pues mejor para él. Y para ti. Y ahora, ¿podrías hacer algo por mí?

—Oh, sí, claro.

—¿Podrías traerme otra taza de café, por favor?

Se quedó mirándola como si no estuviera en sus cabales.

—¿Qué? ¿Ahora? ¿Y la mujer de la cama?

—No creo que ella quiera.

—No, quiero decir, ¿qué pasa con la mujer de la cama?

Claire suspiró. Realmente no había creído que aquello fuese a funcionar, pero ya que era la solución temporal más sencilla, le había parecido una tontería no intentarlo. Por desgracia, la curiosidad era una de las fuerzas más motivadoras que destilaba la humanidad y, cuando no se veía satisfecha, invariablemente acababa causando problemas. La manera más segura de tratar con las preguntas era responderlas más tarde, cuando todos los cabos sueltos estuviesen firmemente atados, y retirar todo el pack de la mente de Dean.

—Si te prometo que te lo explicaré todo más tarde, ¿me harías un favor? ¿Esperarías aquí calladito mientras arreglo este asunto?

—¿Es que sabes lo que está ocurriendo?

—Sí. La mayor parte —corrigió, pinchada por su conciencia.

—¿Y me lo explicarás?

—Cuando acabe con ella.

—¿Acabes el qué?

—Esa es una de las cosas que te explicaré más tarde.

Al sentir una presión contra las espinillas, Dean bajó la vista y vio a Austin restregándose contra él. Que un gato hiciese aquello era una cosa tan normal, tan ordinaria, que hizo que el resto de la mañana pareciese menos extraño.

—Vale —dijo, agachándose apoyado en una rodilla y repasando el pelo sedoso con los dedos—. Esperaré.

—Gracias.

Con su poco bienvenido público temporalmente entretenido, Claire volvió a centrar su atención en la cama. A pesar del polvo, la mujer tenía un considerable parecido con la Bella Durmiente —o, para ser más precisos, dada su edad, con la madre de la Bella Durmiente—. Después le resultó evidente que los rizos rubios eran teñidos, que le habían arrancado las cejas y estaban pintadas de nuevo y que tenía los labios demasiado, demasiado rojos. El estilo adusto, casi militar, de la ropa cubría una exuberante figura que de ninguna forma podría ser calificada como la de una dama de edad. Por algún motivo, Claire encontró que la línea de suciedad negra que había debajo de las diez uñas le resultaba increíblemente perturbadora. No sabía por qué, ya que las uñas sucias nunca le habían resultado molestas.

Hubiera sido más fácil trabajar sin el escudo, pero teniendo en cuenta que había un testigo, Claire rodeó el perímetro sin alterar su integridad estructural.

Las emanaciones que surgían del cuerpo eran tan oscuras que le dieron náuseas. Con los dientes apretados y deseando no haberse tomado el café, se obligó a echarle un vistazo más de cerca.

Arrodillado junto al gato, Dean miraba cómo su nueva jefa se alejaba del escenario, tropezaba con un extremo de la alfombra trenzada y comenzaba a caer. Él se lanzó hacia delante, sintió un desagradable chisporroteo grasiento a lo largo de un brazo y la cogió justo antes de que golpease el suelo. El rostro se le había puesto de un color gris pálido bajo el maquillaje, y se le movía la garganta como si quisiera vomitar. Antes de que le pudiera preguntar si estaba bien, Austin saltó sobre su regazo.

Claire todavía tenía la parte inferior del cuerpo al otro lado del escudo, e intentó detener al gato antes de que lo cruzase.

Demasiado tarde.

—¡El Mal! —sin haber llegado a tocarla, se retorció en el aire, golpeó el suelo en posición de correr y volvió rápidamente al pasillo.

Aquello ya fue demasiado para Dean. Agarrando a Claire por las axilas, medio la llevó, medio la arrastró fuera de la habitación. Cuando sus piernas aparecieron en el umbral, se inclinó sobre ella y tiró de la puerta para cerrarla. El daño que había hecho a la cerradura hacía que ya no se pudiese pasar el pestillo, pero consiguió encajarla para que cerrase.

Claire estaba fuertemente apretada contra el pecho de Dean, con la cabeza escondida dentro del hueco de su garganta, y apartó el brazo con el que la sostenía. Aunque le agradecía que la hubiese agarrado antes de que su cráneo hubiese golpeado el suelo, aquella interferencia en una cosa que no tenía ninguna esperanza de llegar a entender le desató el inconfundible deseo de clavarle el codo debajo de las costillas lo más profundamente posible. Lo único que evitó que lo hiciera fue una cierta consciencia de que cualquier tipo de golpe rebotaría sin producir dolor contra el tenso músculo que sentía a través de la delgada barrera de la camiseta. Aquello, y que la posición en la que se encontraba restringía radicalmente sus movimientos. Por no mencionar su capacidad para respirar.

—¡Apártate de mí! —jadeó—. ¡Ahora mismo!

Él se sacudió y bajó la mirada hacia ella como si hubiera olvidado que estaba ahí, pero aflojó lo suficiente como para que ella pudiese retorcerse hasta soltarse. Presionó el hombro bajo el de él y consiguió apartarlo de la entrada.

Dean, que tenía la espalda apoyada contra la pared, bajó deslizándose hasta sentarse sobre el suelo del pasillo, con un sentimiento parecido al que había tenido a los diez años cuando el acosador del pueblo le había pegado con un bacalao muerto.

—El gato ha hablado.

Claire, que acababa de llegar a donde estaba Austin, negó con la cabeza.

—No, no ha hablado.

—Sí, ha hablado.

Mientras cogía al gato en brazos, dijo en un tono específicamente modulado para conseguir hacer que el receptor dudase de sus propios sentidos.

—No, no ha hablado.

—Sí, ha hablado —la corrigió Austin, con la voz ligeramente sofocada.

—Perdona —se dio la vuelta mientras agarraba fuertemente al gato contra su pecho, de forma que su cuerpo se interpuso entre Dean y el gato—. Sólo un minuto —introdujo el pulgar bajo el mentón peludo, le levantó la cara y susurró—. ¿Estás bien?

—Estoy bien —la cola, que todavía tenía un tamaño equivalente al doble del habitual, le golpeó la pierna—. Estaba asustado. Me di contra algo horrible al otro lado del escudo y actué de una forma exagerada.

—¿Y qué estás haciendo ahora?

—Él forma parte de esto.

—¿Es que esa cabecita tamaño de avellana se ha vuelto loca? ¡Es un testigo!

—Estoy seguro, pero vas a necesitar su ayuda.

—¿Para qué? ¿Con qué? ¿Con ella?

—Puede ser, todavía no lo sé.

—¡Estás mal de la cabeza! ¿Sabes lo que hay ahí dentro?

—¿Perdón?

—¿Qué? —la voz de Dean atrajo la atención de Claire hacia el pasillo.

Atrapados entre un mar cruel y caprichoso y unas rocas poco acogedoras, los habitantes de Terranova habían convertido la adaptación en un rasgo genético codificado para la supervivencia. Fiel a sus antepasados, en el momento en el que la interrumpió Dean había evolucionado de la incredulidad atónita, pasando por el asombro, a una aceptación sorprendida.

Cuando vio que tenía su atención, dijo:

—Os estoy oyendo, lo siento.

—Bueno, ella no estaba hablando bajo precisamente —señaló Austin.

Dean buscó la mirada de Claire casi disculpándose.

—El gato habla.

—El gato no se calla nunca —respondió Claire con los dientes apretados.

—Parece que piensa que puedo ser de ayuda.

—Sí, cuando necesite limpiar o cocinar algo te lo haré saber. ¡AY! —miró para Austin mientras se chupaba la parte de atrás de la mano—. ¿Por qué me has arañado?

Este guardó las uñas.

—Estabas siendo maleducada.

—Como vuelvas a arañarme te enseñaré lo que es ser maleducada —murmuró.

—Estás asustada, y eso es comprensible. Incluso yo casi he llegado a asustarme. Piensas que no podrás manejar esto, crees que es demasiado grande para ti…

—¡Deja de decirme lo que pienso!

—… pero esa no es razón para tomarla con él.

—¿Estás asustada? —Dean agachó la cabeza para poder verle mejor la cara—. ¿Estás asustada?

Evidentemente, no lo había ocultado tan bien como se pensaba.

—¿De qué? Oh… —el gato charlatán había desviado temporalmente de su cabeza los pensamientos sobre su otro descubrimiento—. ¿De ella? —el Mal, había dicho el gato. Mientras se frotaba el brazo que había estado más cerca de la cama para quitarse aquella sensación pegajosa y grasienta, Dean encontró que aquello era fácil de creer—. No te preocupes —se estiró en su asiento—. En última instancia, tendrá que pasar por encima de mí para acercarse a ti.

—Augurios —murmuró Austin.

Mientras le daba al gato un apretón de advertencia, Claire se dio cuenta de que Dean era honesto en su ofrecimiento. Era el tipo de persona que se desviaría de su camino para sacar a los gusanos de la acera y depositarlos de nuevo sobre el césped. Inspiró profundamente y expulsó el aire lentamente.

—Primero, puedo cuidarme yo solita. Segundo, si alguna vez te enfrentas a esa mujer despierta, lo mejor que podrás hacer será desear que te mate inmediatamente y no se dedique a jugar contigo durante un rato. Y tercero, tú no puedes hacer nada.

—El gato ha dicho…

—El gato dice muchas cosas.

—Tú me has dicho que me lo explicarías.

—Cuando hubiera arreglado las cosas con ella. Y no lo he hecho.

—Yo te podría ayudar con ella.

—No sabes lo que está pasando.

—Lo sabría si me lo explicases.

—Ya he tenido demasiado de esto —gruñó Austin—. Te lo explicaré yo —se las arregló para liberarse de los brazos de Claire, cruzó el pasillo y le dirigió una mirada fija de color verde claro al rostro de Dean—. ¿Crees en la magia?

—¿Es esa la explicación?

—Limítate a responder a la pregunta.

—Bueno…

—¿Bueno? ¿Qué tipo de respuesta es «bueno»? ¿Crees o no crees?

Dean se encogió de hombros.

—Supongo que sí.

—Bien. —Austin se afiló las uñas en la alfombra mientras se estiraba—. Porque es a eso a lo que nos estamos enfrentando.

—¿Magia?

—Correcto. A la mujer que está en la habitación que tienes detrás la durmió la magia.

Dean se echó un poco más hacia atrás en el pasillo. Levantó las rodillas, cruzó los brazos sobre ellas y frunció el ceño.

—¿Como a la Bella Durmiente?

Austin echó las orejas hacia atrás.

—Exactamente lo contrario. Esta vez al malo (o sea, ella) lo durmieron los buenos.

—¿Por qué?

—¿Cómo quieres que lo sepa?

—Sólo pensaba que…

—En este momento no sabemos mucho más que tú —frunció el ceño con gesto pensativo—. La verdad es que sabemos bastante más que tú, pero no sabemos exactamente eso. Para ti lo importante es recordar que, si tienes suerte, esa mujer que está ahí será la peor cosa con la que te encontrarás nunca. Es la maldad durmiendo con unas zapatillas del treinta y ocho.

Los ojos de Dean se pusieron como platos.

—¿Cómo sabes su talla de calzado?

—No la sé.

—Pero has dicho que…

—Era por decir algo. —Austin suspiró—. Lo que evidentemente no ha entrado dentro de tu cabeza dura.

Mientras miraba al gato volver a cruzar sigilosamente el pasillo y frotarse la cabeza contra una cadera cubierta por un fino tejido vaquero, de repente Dean recordó la sensación de tener a un cuerpo estrechamente apretado contra el suyo. En circunstancias normales no era un sentimiento que hubiera olvidado. Las orejas se le pusieron rojas al darse cuenta de por donde habían ido sus pensamientos y sospechó que debía disculparse por algo.

—Eh, señorita Hansen…

—También puedes llamarme Claire —lo interrumpió con cansancio, agarrándose a un hilo suelto en la alfombra más limpia que había visto en su vida—. Si Austin tiene razón…

—Y la tengo —metió baza Austin, sin tan siquiera molestarse en levantar la vista mientras se acicalaba ceremoniosamente.

—… vamos a estar trabajando juntos. Eso en caso —añadió después de un momento de pausa— de que todavía quieras mantener tu trabajo.

Austin resopló.

—¿Es que no me estabas escuchando?

—Dean tiene que decidir él mismo si se va a quedar.

Dean vaciló nervioso bajo el peso de la atención combinada de los dos.

—¿Qué es lo que haremos juntos?

Claire colocó la mano sobre el hocico del gato antes de responder.

—Luchar contra el mal.

—¿Eres una superheroína?

Austin se liberó.

—No —sugirió muy serio— le des ideas.

—No, no soy una superheroína. Ni siquiera tengo un par de medias. ¿Te estás poniendo rojo otra vez?

—No creo.

—Bien.

—Yo soy de los buenos. Y esta situación es mala. La mujer que está ahí dentro… —Claire señaló con la cabeza en dirección a la puerta rota—… sólo representa la mitad del problema. En algún lugar de este edificio hay un agujero en la estructura del universo.

Dean estaba a punto de protestar diciendo que había historias que ni tan siquiera un tontito de Terranova se creería, pero dudó. Habían encontrado a una mujer cubierta de polvo, vestida a la moda de los años cuarenta, que dormía en la habitación seis, y un gato que hablaba más o menos —más menos que más— le había explicado la situación. Las pruebas sugerían que aquello no era sólo ruido.

—Un agujero en la estructura del universo —repitió—. Vale.

—Le llamamos el lugar del accidente. En algún momento, alguien hizo algo que no debería haber hecho. La energía que surge del agujero mantiene a la mujer dormida. —Claire cruzó las piernas a la altura de los tobillos y se estremeció desde los pies—. Por eso sé que hay un agujero y que Augustus Smythe no estaba aquí simplemente para controlarla —cuando Dean abrió la boca, con la siguiente pregunta patente en su rostro, ella levantó la mano para silenciarlo—. No es nada personal, pero precisamente en este momento mis preguntas son más importantes que las tuyas. Porque no voy a volver a entrar ahí para encontrar las respuestas…

—No querrás que se despierte —murmuró Austin dirigiéndose a Dean—. De verdad, no querrás que se despierte.

—… tengo que encontrar el lugar del accidente. Por desgracia, parece ser que por lo menos está tan bien protegido como ella y tendremos que registrar cada asqueroso centímetro de este lugar, a no ser que… tú sepas en dónde está.

—¿El lugar del accidente? —se puso en pie—. ¿El agujero en la estructura del universo?

—Correcto —hasta aquel momento nunca había tenido que darle explicaciones a un testigo. Era duro no sonar paternalista.

—Lo siento, no tengo ni la más mínima idea de lo que me estás hablando —tensó los hombros y se subió a las caderas la riñonera que contenía las herramientas. En su mundo siempre había habido una serie de cosas que estaban basadas en la fe. Añadió una más a la lista—. Pero me gustaría ayudar.

—¿Así que te quedas?

—Sí, señora.

—Claire —al verlo dubitativo, ella suspiró—. ¿Qué?

—Tú eres la dueña del hotel, eres mi jefa: no puedo llamarte por tu nombre de pila. No sería correcto.

Cuando estaba a punto de decirle que se estaba comportando como un idiota, Claire recordó el tacto de sus manos y el cálido aroma de suavizante para la ropa, y decidió que quizá sería mejor mantener las distancias.

—¿Cómo le llamabas a Augustus Smythe?

—¿A la cara?

Austin rio entre dientes.

—Sí, a la cara.

—Le llamaba jefe. —Dean valoró la posibilidad de llamar a una mujer atractiva por el mismo nombre que había utilizado para un viejo gruñón y no estaba completamente convencido de que aquello fuese a funcionar—. Supongo que puedo llamarte jefa.

—Bien. Estoy contenta de que lo hayamos aclarado.

—¿Debería cerrar esta puerta con un alambre antes de comenzar a buscar, esto, jefa?

Aunque Dean no parecía encontrarse demasiado cómodo utilizando aquel título, Claire se dio cuenta de que le gustaba. La hacía sentirse como la líder en una antigua película de gánsteres.

—Deberías —sería una precaución inútil ya que ninguno de ellos se pasearía por la habitación seis por accidente, pero así Dean tendría algo que hacer que pudiese comprender—. Pero déjame que apague primero la luz.

En lo que quedaba del tercer piso, dos habitaciones dobles y una individual, no había nada más que un persistente olor a desinfectante. Claire se metió en el cuarto de escobas que había delante de la habitación seis y vació las estanterías de papel higiénico y productos de limpieza, después bajó la vista hacia la trampilla para la ropa sucia.

—¡Ni lo pienses! —le espetó Austin en cuanto se dio la vuelta y lo repasó con la mirada tomándole medidas.

—Imagínate que está entre dos pisos.

—Entonces tendrá que quedarse ahí.

—No te dejaré caer.

—Sí, seguro —se estrujó para esconderse detrás de un cubo de estropajos y se quedó mirándola con el ceño fruncido desde un extremo, y las orejas echadas hacia atrás—. Eso mismo dijiste la última vez.

—Aquellas circunstancias eran extraordinarias. No volverá a ocurrir.

—He dicho que no.

—Vale, vale —intentó abrir la estrecha puerta que estaba al lado de la trampilla y no lo consiguió—. ¿Qué hay ahí?

—Las escaleras que llevan al ático. —Dean pegó un ojo al agujero que había en la cerradura de la trampilla para la ropa sucia, se sintió aliviado al comprobar que no podía ver nada y encontró la llave necesaria en su llavero maestro.

Unas estrechas escaleras metálicas de caracol que rellenaban un área de apenas un metro y medio cuadrado subían hacia un agujero poco invitador con forma de cuadrado recortado en el techo.

—¿Hay luz?

—No creo. Quédate en donde estás, nena, y déjame… —ante la mirada que había en su cara su voz se detuvo en seco—. Bueno, no importa.

—¿Nena?

—Es una forma de hablar del lugar de donde soy —explicó a toda prisa, con las mejillas de color carmesí y un acento muy pronunciado—. No quiere decir nada.

—Entonces no vuelvas a hacerlo.

—Sí, señora, señorita Hansen —inspiró profundamente y volvió a intentarlo—. Jefa.

—¿Estás seguro de que forma parte de esto? —exigió dirigiéndose al gato.

—Sí. Continúa.

Claire suspiró. Con los escalones metálicos resonando bajo sus pies, corrió hacia la parte superior de las escaleras, cruzó los dedos e introdujo la cabeza en algo que parecía una habitación enorme llena de décadas de trastos viejos acumulados, apenas iluminada por dos mugrientas ventanas abuhardilladas recortadas una a cada lado del tejado a dos aguas del edificio.

Todavía llovía.

—Nos llevaría meses registrar detenidamente este lugar —anunció un momento más tarde mientras bajaba las escaleras de espaldas con mucho cuidado—. Dejémoslo para más adelante. Con un poco de suerte encontraremos el agujero en algún lugar más accesible.

—Oh, sí, accesible como la trampilla de la ropa sucia —murmuró Austin mientras Dean volvía a cerrar con llave la puerta del ático.

El segundo piso estaba tan vacío como el primero (o más, ya que no había nada con lo que relacionar a la ocupante de la habitación seis). Al recordar el desastre que había esparcido encima de su cama, Claire respondió por su habitación y no abrió la puerta. La habitación cuatro, una individual que hacía esquina con dos paredes que daban al exterior y sin ventana, sugería la necesidad de una búsqueda más minuciosa.

Apoyado sobre el extremo de la cómoda, Dean miró a Claire deslizarse dentro de la alcoba e intentar abrir el cerrojo de la parte interior de la puerta de acero.

—Sabes, hubo alguien que pidió esta habitación la primavera pasada.

—¿Cómo iba a saberlo? Acabo de llegar aquí —la cama alta tenía un cajón poco profundo bajo el colchón y dos cajones más profundos debajo de este. Deslizó las manos entre el colchón y el somier pero no encontró ninguna señal del mal, aunque se topó con un pendiente de plata.

Mortificado, Dean se disculpó por haber sido descuidado en su trabajo mientras Claire depositaba la joya en la palma de su mano.

—Cuando acabemos de buscar limpiaré de nuevo esta habitación.

—Si eso te hace feliz… —murmuró Claire mientras miraba en la mesilla de noche. Por lo que podía ver, la habitación estaba completamente limpia.

La expresión de Dean se suavizó mientras balanceaba el pendiente en la palma.

—Era música. Sasha algo más. No me acuerdo del apellido pero era un bom… —entonces recordó con quien estaba hablando. Su jefa. Una mujer. Había cosas que no se le podían decir a una jefa. O a una mujer— muy maja. Era muy maja.

—¿Un bom… maja? —Claire pasó a su lado rápidamente mientras meneaba la cabeza.

Con la boca semiabierta, Austin sacudió la cola de lado a lado.

—No me gusta cómo huele aquí.

—Pues dado que necesitaría un mazo para poder airearla, vámonos. —Claire podía percibir que había una razón perfectamente lógica para la intención suspendida justo al límite de su pensamiento consciente, pero cuando intentó alcanzarla, esta se alejó bailando y se burló de ella desde una distancia segura. Más tarde, prometió, y añadió en voz alta—. ¿Qué has dicho?

Dean se detuvo en lo alto de las escaleras.

—He dicho que si crees que deberíamos buscar en el resto de los antiguos aposentos del señor Smythe.

—Él no hubiera vivido con eso —le espetó despectivamente. Después se sintió como si le hubiera dado una patada a un perrito, a un perrito grande y bien musculado, y añadió un forzado—. Perdón. En lo que se refiera a Augustus Smythe, no daría nada por hecho.

La sala de estar violaba unas cuantas reglas en lo relativo a la cantidad de objetos que pueden ocupar simultáneamente el mismo espacio, pero el único accidente que contenía estaba relacionado con el choque frontal del buen gusto contra una aparente incapacidad para tirar nada. El dormitorio no estaba tan mal. Dominado por una cama de acero, también contenía una evidentemente antigua mesita de noche, un armario y dos ventanas. Una de ellas estaba enmarcada dentro de una pared interior.

—Seguramente es la ventana que falta en la habitación de arriba. —Austin saltó sobre la cama y comenzó a amasar el colchón—. No está mal. Podría dormir aquí.

Antes de que Claire pudiese detenerlo, Dean echó la cortina de brocado color burdeos a un lado y la cerró casi instantáneamente, con lo que unos flecos de quince centímetros se quedaron bailando hacia delante y hacia atrás.

—¿Estás bien? —le preguntó con recelo. Si aquel era el lugar del accidente y había estado expuesto a él, no había forma de saber qué sería lo que habría visto.

Asintió con rubor en las mejillas.

—Bien, estoy bien.

—¿Qué has visto?

—Era, eh, un bar —se aclaró la garganta y continuó a regañadientes— con, eh, bailarinas.

—¿Estaban bailando en una barra? —rio entre dientes el gato—. Admitiendo que tengo poco conocimiento de causa, me parece que sería el tipo de escena que le gustaría al viejo Augustus.

—No era exactamente una barra, no. —Dean volvió a levantar la cabeza meneando la cabeza—. Estaba oscuro pero… —su voz se detuvo en seco.

Claire echó un vistazo por encima del hombro y casi se cae de alivio.

—A mí no me suena a bar. Más bien parece Times Square. Y más allá, delante de las prostitutas, ¿no están traficando con drogas? —se inclinó hacia adelante, dio un golpe seco sobre el cristal y asintió satisfecha—. Esto les echará encima el temor a Dios.

La cortina se volvió a cerrar. La voz de Dean amenazó con quebrarse mientras preguntaba:

—¿Qué es?

—Lo llamamos una postal.

—¿Lo llamamos? —agitó una mano excesivamente indiferente en dirección al gato. La sensación de haber sido golpeado con un bacalao volvió—. ¿Tú y Austin?

—Entre otros —se quedó mirando para la cortina—. Smythe no puede haber hecho esto por sí mismo, tiene que haber estado sacándolo del lugar.

—¿Es eso malo?

—No es bueno. Sabré más cuando encontremos el agujero.

—En donde esté —concordó Austin.

—Ahora que ya sabemos que no está en el salón, ¿qué nos queda?

En el sótano estaban, además de las máquinas, la lavandería, el apartamento escasamente amueblado y absolutamente impoluto de Dean, unos cuantos armarios para almacenar sábanas, toallas y una enorme puerta metálica inmóvil. Pintada de color turquesa brillante, estaba cerrada no con una sino dos cadenas y candados que la aseguraban.

—Dean, ¿sabías que había esto aquí abajo?

Frunció el ceño, confundido ante la pregunta. Ya que evidentemente pasaba mucho tiempo en el sótano…

—Sí, claro.

—¿Y por qué no lo has mencionado antes?

—Es la sala de la caldera.

—La sala de la caldera. —Claire intercambió una mirada que hablaba por sí misma con el gato—. ¿Has entrado alguna vez en esta presunta sala de la caldera?

—No. El señor Smythe hacía él mismo todas las tareas relacionadas con la caldera.

—Me lo imaginaba —las llaves estaban colgadas al lado de la puerta. Las medidas de seguridad tenían la clara intención no de evitar que alguien entrase sino de mantener algo dentro—. ¿Con qué se calentaba este lugar? —murmuró ella mientras retiraba la primera cadena—. ¿Con un dragón?

Dean cogió la cadena, quitó la segunda, y colgó las dos en los ganchos para tal fin.

—¿Estás bromeando?

—Sobre todo eso. ¿Se ha sabido de alguna virgen que haya desaparecido en el vecindario?

—¿Perdón?

—Olvídalo. —Claire abrió la puerta unos quince centímetros y se apartó ante la vaharada de calor—. ¿Te importa? —preguntó cuando Austin se coló por delante de ella—. Acuérdate de a quien mató la curiosidad —mientras se movía hacia adelante, se sintió considerablemente tranquila. Al principio pensó que simplemente estaba entumecida (había sido una mañana muy ajetreada, después de todo), pero cuando dio un paso adelante desde el umbral se dio cuenta de que toda la sala de la caldera estaba rodeada por un campo de fuerza.

Era mucho más poderoso que un simple escudo, no sólo espantaba a los curiosos sino que también era bastante probable que fuese la única cosa que permitiese que las personas permaneciesen en el edificio.

Nueve escalones más abajo, inscrito en la irregular superficie del suelo de piedra, había un complicado pentagrama multicolor con múltiples capas. En el centro del pentagrama había un agujero abierto. Una luz de color rojo pálido, que brillaba desde las profundidades, dibujaba espeluznantes reflejos en la campana de cobre que colgaba del techo. Unos conductos para ventilación dirigían el calor que subía hacia el hotel.

Debe haber sido un sistema de filtraje endemoniadamente complicado, pensó Claire, arrugando la nariz por culpa de la peste a fuego y azufre.

Y entonces cayó. Por desgracia, el campo de fuerza no tenía efecto dentro de la sala de la caldera.

Se inclinó con el corazón batiéndole dentro del pecho y el sudor caliente resbalándole por los costados, y sacó de allí a Austin, que se había aplastado contra el suelo. Con el gato fuertemente agarrado contra el pecho, se obligó a bajar los tres primeros escalones.

—¿A dónde vas? —silbó este mientras le clavaba las garras en el hombro.

—A comprobar cómo está sellado.

—¿Por qué?

—Porque Augustus Smythe no podría haber mantenido esto por sí mismo.

—Entonces es evidente que lo está haciendo otra persona. Y sólo hay otra persona más en este edificio.

—Ella lo está manteniendo, él la mantiene a ella. —Claire bajó tres escalones más y asintió en dirección al pentagrama—. Ahí está su nombre. Sara.

—No…

—No pasa nada. Si su nombre pudiera atravesar el campo, la habrían despertado hace años —se produjo una vibración en el aire, justo en el límite del sonido, y casi zumbó como si estuviesen caminando en dirección al avispero más grande del mundo—. Por otro lado, ¿sabes aquel ligero zumbido que mencioné la otra noche? Parece que hubiera alguna filtración.

—Pero esta mañana no podías sentirlo.

—No, fuera de esta habitación no. Seguramente Augustus Smythe lo utilizó para huir.

—Eso es malo.

—Vaya, no es bueno —deshizo el camino por las escaleras colocando los pies con cuidado, se apretujó para salir, apartó a Dean de la puerta de un empujón y muy, muy suavemente la cerró.

—¿Era un dragón? —preguntó Dean, que no estaba enteramente convencido de por qué no la había seguido adentro pero tranquilo ante la incertidumbre.

—No —como el campo de fuerza comenzaba a tener efecto, le resultó posible volver a pensar—. No era un dragón.

—¿Era una caldera?

—Algo así —arrancó las garras de Austin de su hombro y se lo colocó en los brazos de una forma más cómoda. Con la mano libre le acariciaba rítmicamente el pelo y lanzaba al aire nubes de pelo suelto que se quedaban allí revoloteando. Él le metió la cabeza debajo del mentón y se quedó así.

—¿Era el agujero?

Claire rio. No pudo evitarlo, pero consiguió que fuese breve: no había esperado un ejemplo tan literal de la explicación que había creado para que se ajustase al limitado mundo de un testigo.

—Oh, sí, era el agujero —comenzó a dirigirse a las escaleras del sótano todavía acariciando al gato, con la cabeza alta y la espalda recta—. ¿Podrías volver a colocar las cadenas y los candados?

Dean tuvo la extraña sensación de que si le hubiera dado un golpecito en el hombro al pasar, ella habría resonado igual que una boya.

—¿Entonces estás bien?

—Estoy bien.

—¿A dónde vas?

—Arriba.

Él meneó la cabeza, pensó en abrir la puerta y echar él mismo un vistazo pero, por alguna razón que no tenía muy clara, decidió no hacerlo.

—Eh, jefa.

A Claire le llevó un momento darse cuenta de a quién le estaba hablando. Tres escalones más arriba, se detuvo y se inclinó desde las escaleras para poder verle.

—¿Sí?

—¿Qué vas a hacer ahora?

—Voy a hacer lo que cualquiera haría en esta situación: voy a buscar una segunda opinión.

—¿De quién?

Puso una sonrisa que parecía que le hubiesen prestado y no fuese de su talla.

—Voy a llamar a mi madre.

Detrás de las escaleras, detrás de la puerta de color turquesa, escaleras abajo y en las profundidades del hoyo, se retorció algo inteligente.

¿HOLA?

Cuando se dio cuenta de que no obtendría respuesta, suspiró.

MIERDA.