NUEVE

Vagamente consciente de estar siendo arrancado del sueño, Dean suspiró profundamente y arqueó la espalda. Sentía cómo la sábana se apartaba deslizándose, cómo una corriente de aire cálido lo rozaba y… abrió los ojos de golpe.

—Claire, ¿qué estás haciendo? Ella levantó la vista y le sonrió.

—Resolviendo el problema del áng… —volvió a bajar la vista y suspiró—. Vale, debería haber utilizado otras palabras.

—¡Claire!

—Sólo es que he pensado que si haces las cosas sin pensar en ellas, la inercia hará que continúes. Y estaba funcionando —bajo la tenue luz de invierno que se colaba por los bordes de las cortinas del hotel, pareció claramente molesta—. No debería haber dicho la palabra que empieza por «a».

Dean buscó sus gafas a tientas.

—Claire, lo siento.

—No, soy yo la que lo siente.

—Los dos sois patéticos.

Con las orejas ardiendo, Dean se colocó una manta a la cintura y saltó de la cama.

—Yo… esto… tú… en el baño.

—Inténtalo con algún verbo —resopló Austin desde encima de un montón de ropa de Claire en la cama que no se estaba utilizando.

Cuando la puerta del cuarto de baño se cerró tras Dean, y después se volvió a abrir para que tirase de la manta hacia dentro, Austin se colocó cuidadosamente al lado de Claire.

—¿Quieres que hable con él, de hombre a hombre?

—Gracias por ofrecerte, pero no.

—¿Por qué no?

—Bueno, pues para empezar porque a ti te han quitado la hombría.

—No era esa mi idea.

—Aún así —acarició el pelo aterciopelado que había entre las orejas del gato con el pulgar—, creo que esto es algo que Dean y yo tenemos que arreglar nosotros solos.

—Quieres decir que es algo que Dean tiene que resolver él solo. No se trata de ti.

Claire meneó la cabeza.

—Te equivocas.

—Por supuesto, me equivoco. —Austin se sentó y recogió la cola alrededor de las patas delanteras—. Esto no tiene nada que ver con un hombre joven que desea desesperadamente hacerte feliz y que, por culpa de una evocación angelical involuntaria, tenga miedo de no ser capaz de volver a hacerte feliz de nuevo. Oh, no, esto tiene que ver con que tú seas mayor y tengas más experiencia y que por eso él se siente intimidado. O tiene que ver con que tú seas una Guardiana, porque él nunca hubiera creado un ángel si tú no lo fueses. O tiene que ver con que tú seas una Guardiana y por lo tanto responsable de todo lo que ocurre bajo el sol.

—Eso ha sido sarcástico, ¿verdad?

El gato suspiró.

—Ajá.

—¿Y entonces qué debo hacer? No, espera —una mano levantada cortó la réplica del gato—. No me lo digas. Debo darle de comer al gato.

—Buena elección —tras saltar de la cama a la cómoda, se sentó de nuevo al lado de su comedero—. ¿Ves lo fácil que se vuelve la vida si te concentras en lo esencial?

El cabello qué Diana había encontrado en la casa del Padre Harris era muy oscuro en la raíz y muy rubio en la punta. Aquel estilo era popular entre los chicos modernos de su escuela, pero nunca lo había considerado un aspecto especialmente angelical. Parecía ser que Lena sí.

Técnicamente, el ángel. —Samuel— no era asunto suyo. Técnicamente, no era asunto de Guardianes.

—¿Mamá? ¿Tienes cinta de embalar transparente?

Con la atención centrada en los preparativos del desayuno, Martha señaló hacia el otro lado de la cocina con la espátula.

—Está en el cajón de la porquería.

La porquería se acumula. Incluso aquellos que tienen muy poco, los que han sido expulsados de sus hogares por una guerra o un desastre natural, aquellos para los que su casa no es más que una chabola o un pajar que apenas tiene techo, incluso ellos se encuentran acumulando porquerías de las cuales no tienen ninguna necesidad inmediata. En las cocinas de Norteamérica, el cajón de la porquería se encontraba dos cajones por debajo de la cubertería, justo por encima del cajón que contenía los trapos limpios.

—Está atascado.

—Sacúdelo.

Incluso en aquellas casas en las que no había más contenidos metafísicos de los que puede haber en un plato congelado para calentar en el microondas (que tiene más contenido metafísico que alimentario), esos cajones contienen bastante más de lo físicamente posible.

—Flecha de Abaris, mal de elfo, cuerda, piedra filosofal, media docena de gomas para el pelo… —Diana abrió mucho los ojos cuando se topó con los elásticos cubiertos de tela dentro de un pequeño cáliz dorado—. ¿A que ni tan siquiera sabes que podríamos ganar una buena pasta por esta cosa en eBay? —preguntó mientras blandía un diminuto oso polar con una hoja de arce en el pecho.

La madre levantó la vista del tostador.

—¿E… qué?

—Puaj. Soy la única persona en esta familia que le presta atención a este siglo.

—Sí.

—Eso explica muchas cosas —murmuró mientras apartaba tres tenedores de plástico y un sobre descolorido de artemisa seca y por fin conseguía sacar la cinta de embalar—. Me meteré en el armario más tarde, así que no os preocupéis si no me encontráis.

—Diana, ya hemos hablado de esto…

Suspiró y agarró una tostada mientras salía de la cocina.

—No voy a ir para imponer conscientemente mi voluntad en el Otro mundo.

—Otra vez.

Mientras bajaba al recibidor, elevó la voz sin volverse.

—Fue un accidente, madre.

—Siempre es un accidente, Diana, pero a nadie le gusta tener que cambiar todas las puertas de los armarios.

—No es que no me haya disculpado —murmuró mientras se metía el último trozo de tostada en la boca y cogía el abrigo y las botas del recibidor—. Y, eh, no fue culpa mía que apareciese la prensa amarilla: si no quieres que la gente sepa que tienes esqueletos en el armario, no tengas esqueletos en el armario —había sido simple mala suerte para aquel Guardián británico que la fuerza de la explosión hubiese hecho que su tibia saliese disparada por la ventana hacia la calle.

De vuelta en su habitación, con la puerta bien cerrada y con alarmas, Diana tiró el abrigo sobre la cama, sacó un trozo de cinta de embalar de unos veinte centímetros de largo, recogió el cabello del ángel con ella y se lo ató alrededor de la cintura. Aunque realmente no le había mentido a su madre (iba a entrar en el armario), había evitado mencionar que tenía pensado salir por el otro lado, una maniobra normalmente considerada demasiado peligrosa para intentarla.

La única razón por la que los Guardianes salían por el mismo lado por el que entraban era una simple falta de imaginación, según Diana. Y qué si no había otras referencias geográficas para el mundo real: ella lo tenía controlado.

Lo único que tenía que hacer era una llamada telefónica.

—¿Noesunamañanamaravillosa? ¡Miracómoseesparcelanieve! Doug se sacó magdalena de los dientes.

—¿Es tu primer café, chaval?

—Nopuedocreermequelleveaquídosdíasyacabededescubrirestoahora —con una gran sonrisa, Samuel bajó corriendo las escaleras delanteras de Saint Mike y volvió a subirlas.

—Tienes que acordarte de respirar, chaval.

—¿Sí? —bueno, ahora lo estaba haciendo. Tras llenarse bien los pulmones de aire frío, comenzó a toser.

—Ponte las manos delante y tose sobre ellas —le dijo Doug—. Así respirarás aire caliente.

A Samuel le llevó un minuto entenderlo, y después sus pulmones tardaron unos minutos en captar la idea. Por fin, con los ojos llorosos y la nariz moqueante, levantó la vista y jadeó:

—Au.

Doug asintió, de acuerdo.

—La vida es una perra.

—¿Un can hembra? —preguntó Samuel mientras se limpiaba diferentes fluidos corporales de la cara antes de que se congelasen.

—Oh, sí.

Y las cosas sólo comenzaban a tener sentido…

Mientras intentaba comprender su nueva visión del mundo, Samuel se volvió, se estremeció y salió corriendo por la acera.

—¿Estás loco? —preguntó mientras arrancaba el cigarro de entre unos labios entrecerrados y lo lanzaba al suelo—. Estás destruyendo tu cuerpo. Y sólo tienes uno, ya lo sabes.

Craig Russel, que fumaba desde que tenía doce años y en tiempos en los que su situación económica era mejor consumía dos paquetes al día, miró a Samuel desde el medio de las orejeras raídas de su gorro de cazador, y después a su cigarrillo que yacía enterrado casi hasta el final por un poco de nieve sucia. Sin estar completamente seguro de lo que acababa de ocurrir, se puso en cuclillas y extendió unos dedos de color marrón-amarillento por la nicotina.

—¿No me has escuchado? —Samuel hizo pedazos el cigarrillo y luego tiró los pedazos en la nieve—. ¡Esto es malo para ti!

Un ceño gimoteante se frunció.

—Te has cargado mi cigarro.

—Sí, claro. Es veneno.

—Te has cargado mi cigarro. —Craig se puso en pie lentamente y se inclinó hacia delante para mirar la cara de Samuel—. Mi último cigarro.

Con los ojos comenzando a llorar de nuevo, Samuel se echó hacia atrás.

—¿Tienes idea del daño que esas cosas le hacen a tu sistema resp…? —abrió y cerró la boca unas cuantas veces más, pero no salió ningún sonido. De puntillas, con la espalda arqueada, golpeaba el aire con los dedos entumecidos.

—Déjalo, Craig.

—Se ha cargado mi cigarro. Mi último cigarro.

—Sí, ya lo sé, pero si le continúas agarrando los huevos durante mucho más tiempo la gente comenzará a hablar.

Craig se quedó mirando su mano derecha como si no la reconociese ni a ella ni al tejido aplastado y la carne que contenía.

—Se ha cargado mi…

—No lo dudo. Pero seguro que lo siente mucho, mucho —mientras se rascaba una costra profundamente enterrada en la barba de tres días, Doug dirigió una mirada inyectada en sangre al más joven—. ¿No es así, chaval?

Samuel asintió. Vigorosamente. La paloma que estaba a punto de aterrizar sobre su cabeza giró hacia la izquierda y se instaló sobre el hombro. Una segunda paloma, que la seguía bastante de cerca, se colocó del otro lado.

—Oh, tío —con los ojos muy abiertos, Craig abrió la mano y dio un paso atrás—. Tiene palomas.

Tres.

Cuatro.

Craig se volvió y salió corriendo.

Casi doblado en dos, con ambas manos sobre la entrepierna, Samuel gimoteó. Cinco palomas aterrizaron sobre su espalda, dándose empujones para conseguir espacio.

—No deberías haberte cargado el cigarro de Craig, chaval.

—Pero es… malo para… él.

Cuando por fin liberó la costra, Doug la lanzó lejos con un movimiento rápido.

—Peor para ti. Era difícil discutir aquello.

—Es más fuerte… de lo que parece.

—Pues sí.

Cuando por fin comenzó a recuperar el aliento, Samuel se estiró con precaución y tiró a las cinco palomas dentro de la multitud con plumas que se agolpaba alrededor de sus pies.

—¿Estas cosas tienen alguna parte buena? —preguntó mientras se apartaba con precaución el tejido del cuerpo—. Sólo he tenido problemas desde que los tengo.

—¿Estas cosas? Oh. Estas cosas. Bueno, están las chicas.

—¿Qué tienen que ver con las chicas?

Doug frunció el ceño con aire pensativo.

—Lo he olvidado.

Media manzana más adelante, una cabina telefónica comenzó a sonar. La diáspora de gente de la calle que salía de Saint Mike se detuvo como si fuesen uno, después comenzó a moverse de nuevo. Los teléfonos no tenían nada que ver con ellos.

—Medio segundo, chaval. Seguramente sea mi representante —poco más de medio minuto más tarde estaba de vuelta—. No era el mío, chaval. Era el tuyo.

—Pero yo no tengo representante.

—Y a mí qué me dices. Aún así, ella quiere hablar contigo.

Las palomas le abrieron el camino de mala gana y se dejaron caer tras él.

Samuel cogió el teléfono, patentado por Alexander Graham Bell en 1876, aunque no tenía ni idea de por qué sabía eso y en cambio no sabía por qué extremo tenía que hablar. Al final, se lo imaginó.

—¿Hola?

—¿Samuel? Me llamo Diana y soy una Guardiana. ¿Sabes lo que es una Guardiana?

—Son las personas que mantienen el equilibrio metafísico del bien en este mundo.

—Exactamente.

Pensó en todo lo que había visto y oído a lo largo de los últimos dos días, especialmente sobre las cosas que había escuchado la noche anterior en el albergue.

—No os lo estáis currando demasiado.

—Dame un respiro, todavía estoy en el instituto. Quiero conocerte, así que necesito que me hagas un favor. Encuentra la puerta de un armario, ábrela lo suficiente como para que puedas meter el brazo por ella y muévelo.

—¿Que lo mueva?

—El brazo. Cuando te coja de la mano, tira de mí hacia tu lado.

—¿Cabrás en un espacio en el que cabe mi brazo?

—¿Perdón?

—Has dicho…

—Sí, ya sé lo que he dicho. Puedes abrir un poco más la puerta cuando me saques por ella.

—Oh —se preguntó si sería bonita. Entonces se preguntó que qué más daba. Después se sorprendió a sí mismo preguntándose acerca de sus pechos. Tuvo la sensación de que no debería, pero no parecía poder parar.

—¿Samuel?

Sacó a una paloma de la cabina a empujones.

—¿Cómo sabes mi nombre?

—El Padre Harris me lo dijo. ¿Estás bien?

—Me duelen los genitales.

—¿Qué has estado…? No importa. No quiero saberlo. ¿Podrás encontrar una puerta de armario?

Samuel suspiró y se encogió de hombros a pesar de que sabía que la Guardiana no podía verlo.

—Claro.

—Genial. Estaré ahí lo más rápido que pueda.

San Patricio tenía razón. Aquel muchacho tenía un punto divertido. Mientras se ataba las botas, Diana repasó su conversación, pero no estaba muy segura de nada. Para ser un ángel, la verdad era que más bien sonaba como alguno de los chavales que iban a la escuela con ella, incluso con aquel último e irritante «claro».

Excepto el comentario sobre los genitales.

O por lo menos era una opción de vocabulario diferente.

Metió los brazos bruscamente dentro de la chaqueta, se metió el gorro y las manoplas en los bolsillos exteriores, comprobó que llevaba la cartera en el interior y entró en el armario, tirando de la puerta tras ella para entrecerrarla sin pasar el pestillo. Hubiera preferido viajar con su mochila, el ordenador y el teléfono móvil, pero las posibilidades reaccionaban mal ante la electrónica. La última vez que había intentado llevarse su ordenador con ella, había sido necesario cerrar y volver a abrir todas las ventanas en el Otro mundo para que las cosas se estabilizasen.

Tropezar con una montaña de zapatos la impulsó media docena de pasos hacia delante dando tumbos en la oscuridad. Meneó los brazos y por fin recuperó el equilibrio tras deshacerse de una serie de objetos duros que no pudo identificar entre la masa de su chaqueta.

—Mierda de plumífero… hace que parezca el muñeco Michelin.

Mierda de invierno.

Mierda de frío.

—¿Es que hubiera matado a mis padres haberse asentado a las afueras de Disneylandia? —le preguntó a la oscuridad. La oscuridad respondió con los acordes distantes de una canción conocida. Haciendo una mueca, redireccionó su concentración hacia el ángel, mientras se preguntaba qué sería lo que hacía que el control subconsciente del Otro mundo fuese tan diferente del control consciente.

Qué mala suerte que Samuel no estuviese en Florida. Podría haberse tomado un descanso del final de diciembre en Canadá.

Comenzó a clarear.

El suelo se compactó bajo sus botas.

Un abeto descargó una montañita de nieve sobre la parte trasera de su cuello.

—¡Eh, tío!

Cuando terminó de danzar para deshacerse de la nieve, la luz era total. O el máximo nivel que iba a alcanzar en cualquier caso. Unas colinas cubiertas de nieve se elevaban en la distancia. A su derecha, asomaba una roca dentada de un color tan sólo un poco más gris que el cielo. A su izquierda, y prácticamente sobre ella, unos árboles perennes se inclinaban a causa de lo cargados que estaban de nieve.

Tras hacer desaparecer una indignada columna de aire, Diana buscó el gorro y las manoplas mientras pensaba que la señora Green, su profesora de literatura canadiense, se estaría derritiendo ante tanto paisaje y aislamiento.

—Sí, claro —murmuró mientras se colocaba el gorro sobre las orejas—. Como si Canadá a finales de diciembre no tuviese también cafeterías y rebajas el día de San Esteban. No podía haber aterrizado en el Starbucks o en el HMV del Otro mundo, no. Eso sería demasiado fácil.

¿Qué hacía que el control subconsciente del Otro mundo fuese tan diferente del control consciente? Bueno, era obvio: el control consciente creaba un lugar en el que la gente realmente quería estar.

No veía el brazo del ángel.

Lo cual no resultaba sorprendente ya que no había ninguna puerta.

—No puedes volver a entrar ahí, chaval.

Samuel se detuvo, con una mano apoyada en la pequeña puerta que daba al interior de Saint Mike.

—¿Por qué no? Es una Casa de la Luz, y yo soy un ángel.

—Bueno, sí, pero los curas se ponen como locos si apareces por ahí dentro durante el día. Tienen cosas que hacer, ya sabes.

—No me meteré en medio. Tengo que meter el brazo en un armario.

—¿Por qué?

—Es por una chica.

—Eh. —Doug levantó las dos manos—. Entonces no hay nada más que decir. Entrarás a meter el brazo en el armario y yo estaré esperando aquí fuera cuando vuelvan a sacar tu culo al frío.

—Claro —se apresuró a rodear el santuario, y se dio cuenta de que realmente le encantaba aquella palabra. Era una palabra buena, que servía para todo—. Claro —se dijo suavemente. Podía significar cualquier cosa. Al pasar al lado de un nicho en el que había una estatua de María acunando al niño Jesús sonrió hacia ella—. Claro —dijo.

—¿Y qué significa eso exactamente? —preguntó ella mientras se cambiaba al niño de cadera.

—Ya sabes…

—Si lo supiera, no habría preguntado. Estírate, Samuel, ¡ponte derecho! ¿Y qué te has hecho en el pelo?

—Ejem… —se tocó la cabeza. No se había hecho nada en el pelo. ¿O sí?—. Esto, tengo que meter el brazo en un armario.

—Bien. Pero recuerda limpiarlo todo cuando acabes.

—Claro. Quiero decir, de acuerdo.

—Adolescentes —suspiró la estatua mientras él se alejaba.

—Me niego a creer que mi subconsciente tenga algo que ver con esto —suspiró Diana.

—¿Disculpe, señorita?

—No importa —se asentó sobre las pieles, con el brazo izquierdo hacia afuera, el abrigo subido y la manopla bajada. Ya que salían de debajo de los árboles y comenzaban a cruzar una larga extensión de nieve, el cabello brillante del ángel pegado a su cintura comenzó a dejar de brillar. Cuando señaló hacia la derecha el conductor, un malamute de Alaska de color blanco puro, se echó hacia delante, ladrando «¡arre!, ¡arre!».

Los siete miembros de la policía montada de Canadá que seguían las huellas se echaron hacia la derecha, el trineo giró y el cabello comenzó a brillar de nuevo con fuerza.

Los polis estaban frescos y marchaban bien. Lo estaban haciendo en un tiempo récord.

De pie en el sótano de Saint Mike, con el brazo metido dentro del armario de las escobas, Samuel se preguntó por qué se le estaría quedando fría la mano.

—Aquí está el establecimiento, señorita. Huele a que hayamos encontrado la salida.

Diana arrugó la nariz ante el aire glacial, después se frotó la nariz con la parte de atrás de la manopla.

—Lo único que huelo es a aftershave.

—Esta mañana los polis iban bien arreglados.

—No vayamos por ahí, ¿vale?

El cabello pegado a su cintura brilló, y una luz de respuesta ondeó hacia arriba y hacia abajo en la puerta del establecimiento. Entonces desapareció durante un momento, y justo cuando Diana comenzaba a preocuparse volvió a aparecer. Un armario, vestidor, aparador o algo similar era necesario para entrar en el Otro mundo, pero cualquier puerta servía para salir. En circunstancias normales, entrar en un establecimiento con intención de viajar la hubiera devuelto a su habitación, pero al ser una construcción metafísica, Samuel cabalgaba sobre ambos mundos y, por lo tanto, podía anclar una salida. Diana se había pensado la teoría con mucho cuidado. Había comprobado textos antiguos… Había consultado a los oráculos místicos… Había mirado el especial de National Geographic en la PBS… De hecho la idea se le había ocurrido a las dos de la madrugada, cuando un movimiento/clic especialmente alto de su radio despertador la había despertado de un sueño en el que parecía ser o Sharon Stone o Barney Rubble. Lo cual no estaba de ninguna forma relacionado con nada.

Ya que ella estaba aquí y Samuel estaba allí, la teoría parecía ser buena y ninguna otra cosa se hubiese cumplido incluso aunque hubiera comprobado, consultado y pasado la tarde con la televisión pública en lugar de con Lara Croft.

En el momento en el que el trineo se detuvo ante el establecimiento, Diana se había desatado de las pieles. Balanceó las dos piernas sobre el lateral, hundió las botas por completo en la nieve, se tambaleó y se hubiera caído si el husky no hubiera estirado una pata para ayudarla.

—Gracias —una vez hubo recuperado el equilibrio, se apartó de los corredores y apenas consiguió resistirse a la necesidad totalmente inapropiada de frotarle la barriga.

—Contento de estar de servicio, señorita —se tocó la punta de una oreja puntiaguda con una pata, les silbó a sus policías y partió en dirección a una oportuna y localizada puesta de sol.

Diana los miró desaparecer y después subió las gruesas escaleras de madera en dirección a la luz. Que desapareció.

Samuel se frotó el brazo sobre el que la puerta no paraba de cerrarse y deseó que la Guardiana se diese prisa.

La luz volvió a aparecer, y detrás de ella Diana escuchó una voz que decía.

—¿Por qué demonios no para de abrirse esa puta puerta? Entonces la luz volvió a desaparecer.

—¡Au! Apareció.

—Al puto pestillo no le pasa nada. Desapareció.

—¡¡AU!

Apareció.

Esta vez Diana se había quitado la manopla. Extendió la mano hacia la luz, sintió cómo unos dedos se cerraban alrededor de los suyos y le dio una patada a la puerta para abrirla.

Escuchó el inconfundible impacto hueco de la madera golpeando una frente, medio improperio y después de aquello se encontró de pie en un sótano mal iluminado mirando a los ojos con motas doradas del ángel. Podía ver la luz de la que estaba hecho, y aquello era bueno, pero no era lo único que podía ver, y aquello era malo. De pie y casi rozando nariz contra nariz, se dio cuenta de que él no era mucho más alto que ella y de que tenía un atractivo no amenazador muy al estilo de un pandillero.

—Gracias por darte prisa —murmuró él mientras le soltaba la mano y se acurrucaba el brazo contra el pecho.

Diana parpadeó.

—¿Los ángeles tienen permitido ser sarcásticos?

—Parece ser.

—¡Eh! Niños, ¿qué estáis haciendo ahí abajo?

Se volvieron juntos para enfrentarse a la monja de mediana edad que se acercaba a ellos a zancadas.

Por favor, hermana, discúlpenos.

Se detuvo a media zancada.

—De acuerdo, está bien. ¡Entonces marchaos!

—No puedes hacerle eso a un siervo de la luz —protestó Samuel mientras se apuraban a subir las escaleras.

—Sí, sí que puedo. Acabo de hacerlo.

—Pero se supone que no deberías.

—¿Quieres explicarle lo que estábamos haciendo aquí abajo a la Hermana Mary llevo-más-años-dando-clase-a-adolescentes-de-los-que-tú-llevas-vivo-así-que-no-me-contestes?

—Su nombre es Hermana Mary Francis.

—¿Y qué? Mira, Samuel, hay cosas que se les pueden explicar a los testigos, y cosas que no. Sacar a una Guardiana de un armario es un no rotundo.

Deshicieron el camino de Samuel a lo largo del santuario. Él evitó cuidadosamente ningún contacto visual con la estatua de la Santa Madre.

Media docena de palomas esperaban junto a Doug en las escaleras frontales. Cuando Samuel salió, comenzaron a moverse hacia él, se dieron cuenta de que estaba Diana y se detuvieron en un súbito alboroto de plumas.

—¿Las ratas voladoras van contigo? —suspiró ella.

—Algo así. No puedo deshacerme de ellas.

—No pasa nada —les dirigió una despectiva mirada a los pájaros y dijo sin levantar la voz—. ¡Largo de aquí!

Un momento después las escaleras estaban despejadas, sólo quedaba una única pluma perdida entre el pánico como único indicio que de alguna vez las palomas habían estado allí.

—¿Por qué no funcionó cuando yo hice eso? —murmuró Samuel con las manos metidas en los bolsillos.

—No les harías daño, y ellas lo saben. Yo, por otro lado, soy perfectamente capaz de asarlas con unas cuantas castañas en una hoguera y ellas también lo saben.

—Pero no lo harías.

—Eso tú no lo sabes.

Las motas doradas se volvieron castañas.

—Sí que lo sé.

—¡Para!

—Chavales, chavales, chavales. —Doug se puso en pie y comenzó a caminar—. Este no es lugar para riñas.

—¿Riñas? —Diana arrugó la nariz ante su olor—. ¿Y tú quién eres?

—Este es Doug, y también es un ángel. Me ha enseñado a comer, a orinar…

—Ajjj, qué fuerte.

—… donde dormir. No hubiera sobrevivido a la noche pasada sin él.

—Te las hubieras arreglado, chaval.

Diana resopló.

¿Tú eres un ángel?

Extendió los brazos. El olor se intensificó.

—Un puto A. Pero ya he acabado mi trabajo aquí —mientras bajaba un escalón de lado, le dio un codazo a Samuel en las costillas—. Ya tienes a tu chica para que te cuide, chaval. Yo estoy escuchando a una botella de… —frunció el ceño—. La verdad es que no importa lo que haya en la botella, ahora que lo pienso —una lengua grisácea pasó por encima de sus labios resecos—. Pero hay algo que me llama, eso seguro. Nos vemos, chaval.

—Nos vemos, Doug.

Mientras miraba cómo Doug bajaba hasta la acera y se dirigía al norte, Diana no podía pensar en nada que se pareciese menos a un ángel… aunque supuso que era un error bastante inofensivo.

—Venga, me estoy congelando, vamos a andar.

Samuel se encogió de hombros.

—Claro.

En la acera, ella volvió a mirar hacia el impresionante frente de la catedral. Y frunció el ceño. Había estado nevando ligeramente, lo suficiente para eliminarlo todo excepto las huellas más recientes. Una única línea que correspondía a sus botas llevaba a las grandes puertas dobles. Miró hacia los pies de Samuel y después miró hacia el norte. La nieve yacía como una alfombra de marfil, con una superficie inquebrantada hasta la esquina.

—Hijo de…

Un perrito que corría al otro lado de la calle se detuvo expectante. Diana le hizo un gesto con la mano.

—No importa.

—¡Claire!

Apoyada en una rodilla a un lado de la carretera, Claire le hizo un gesto con la mano a Dean para que se estuviese quieto. Casi tenía el dichoso agujero cerrado y…

Agarrándola por los dos brazos, Dean la lanzó hacia la camioneta justo cuando el todoterreno dio un coletazo al cruzar la autopista, resbaló encima del agujero y se detuvo abruptamente en el borde de la cuneta.

Claire se quedó mirando las marcas del patinazo, se dio cuenta de que el vehículo hubiera pasado justo por encima de ella y después se retorció entre los brazos de Dean.

—Gracias —dijo, y tiró de la boca de él hacia la suya. Un momento después, a pesar de las gruesas ropas y de la temperatura bajo cero, tuvo la clara impresión de que podrían solucionar el problema del ángel allí mismo.

—Debería ir a ver si el colega del coche está bien —murmuró él mientras separaba sus bocas lo justo para hablar.

—Deberías —pasó la lengua por los labios de él y le deslizó la mano por debajo del abrigo.

Dean se echó hacia atrás bruscamente y se golpeó la cabeza contra la camioneta.

—¡Dios mío, Claire! ¡Tienes los dedos helados!

—Lo siento.

Se tocó la parte de atrás de la cabeza con una mano e hizo una mueca de dolor.

—Está bien.

—No, no está bien. Ha sonado doloroso de verdad.

—Eh, Florence Nightingale —la cabeza de Austin apareció por la puerta del maletero—. El hombre sabrá si está bien. Vuelve al trabajo. ¡Mi culito peludo se está congelando aquí fuera!

—Podrías haberte quedado en la camioneta —le recordó Claire mientras se ponía en pie y se preguntaba si iría contra algún tipo de código de tíos ayudar a Dean a levantarse.

Austin movió una oreja para quitarse un copo de nieve.

—Tenía que utilizar mi pequeño cuarto de baño. Y ahora, tú —le dirigió a Dean una mirada ceñuda—, mira el móvil de la yuppie. Tú —el único ojo cambió de objetivo—… cierra el agujero. Y tú… —levantó la cabeza y miró al cielo con mala cara—… deja de nevar sobre mí. Soy viejo.

—Austin, eso no…

Una súbita ráfaga de viento apartó los últimos copos de nieve. Ya no cayeron más.

Sólo las ruedas delanteras del todoterreno se habían metido dentro de la cuneta, más de dos tercios del coche continuaban firmes en la carretera. El motor ronroneaba tranquilo para sí mismo, con un sonido apenas audible y del tubo de escape no salía nada a pesar del frío. Era de un color granate oscuro, con un acabado brillante que parecía que pudiese resistir el golpe de un meteorito y, a pesar de la tracción a las cuatro ruedas y una potente suspensión, parecía estar más fuera de la carretera de lo que había estado nunca.

Al entornar los ojos para mirar a través del cristal tintado, Dean se dio cuenta de que la mujer rubia y delgada que estaba tras el volante estaba hablando por teléfono. Cuando dio un golpecito en la ventana del conductor, la mujer la abrió un dedo pero continuó mirando el ordenador portátil que estaba abierto sobre la tapicería de cuero del asiento del copiloto.

—Señora, no hace falta que llame a una grúa. Apenas se ha salido de la carretera, puede volver.

Lo ignoró y continuó hablando.

—… te estoy diciendo que el banco supera en nueve céntimos la media estimada para sesenta céntimos la acción.

—¿Señora?

Una esbelta mano cubierta por un guante de cuero de color burdeos se agitó vagamente en dirección a él.

—Pero estás olvidando que los mercados de capital volátiles permiten una subida del cuarenta y cinco por ciento en las cuotas, y a eso le puedes atribuir la mayor parte del crecimiento de las ganancias.

—Voy a volver a mi camioneta ahora.

—Mira, Frank, han sido los préstamos los que han hecho que las ganancias de los intereses a un nueve por ciento asciendan a trescientos treinta y siete millones de dólares.

—¿Señora?

—¡Trescientos treinta y siete millones de dólares, Frank!

—No importa.

Claire y Austin esperaban dentro de la camioneta.

—Supongo que la conductora está bien —les dijo Dean cuando Claire levantó a Austin del asiento del conductor y se lo colocó en el regazo—, pero la verdad es que no ha hablado conmigo.

—¿Ella? ¿Debería ir yo?

—¿Ha ganado trescientos treinta y siete millones de dólares? —al ver que Claire respondía con una negación, Dean sonrió—. En ese caso también dudo que yo hablase contigo.

Mientras se volvía a colocar las gafas en su sitio tras limpiar cuidadosamente la condensación de las lentes, frunció el ceño.

—¿Qué pasa?

—Una nueva llamada, más fuerte que estas pequeñas historias de carretera —apoyó la barbilla sobre la cabeza de Austin—. Es extraña.

—¿Es el ángel? Porque si no estuviese ya curado de espantos por el infierno, un ángel no me preocuparía demasiado.

—No creo.

—Sólo hay una forma de averiguarlo —salió a la autopista con cuidado—. ¿Hacia dónde vamos?

—Al norte.

—Cariño, entonces cuando dices eso de que eres un demonio… ¿estás hablando de un club?

—No. —Byleth se sacudió más en el asiento trasero, y el cinturón de seguridad evitó que se repantigase más—. No es un pu…

—Ese vocabulario. —Eva se giró un poco y levantó un dedo admonitorio.

—No es un club. —Byleth no tenía ni idea de cómo lo había conseguido la mujer mortal. Había algo en el tono de su voz, en su expresión, que evocaba una obediencia instintiva. Si los príncipes del infierno se lo pudiesen imaginar, se pondrían… bueno, puesto que ya dirigían el infierno, no cambiarían muchas cosas, sólo los gritos. Aunque el infierno podría funcionar con algún grito menos, en opinión de Byleth.

—No es una banda, ¿verdad? —preguntó Harry intentando atrapar su mirada en el espejo retrovisor—. Porque sé lo seductoras que pueden ser las bandas. Cuero negro y motocicletas y…

—Harry.

Bajo los extremos de su sombrero de tweed, a Harry se le pusieron las orejas coloradas.

Eva se volvió a girar un poco.

—Harry tuvo un pasado antes de conocerme a mí.

—Apuesto lo que sea a que sí —murmuró el demonio.

—¿Qué has dicho, cariño?

—No es una banda.

—Oh, eso está bien.

El día no estaba yendo tal y como tenía pensado. Coaccionar al viejo para que la llevase a Toronto se había vuelto en una especie de alegre salida familiar. Con comida. Debería haberse largado justo después de aquel inmenso desayuno casero y buscar a algún niño punki que se acabase de sacar el carné de conducir y que haría cualquier cosa que ella le pidiese simplemente si meneaba aquellos molestos pechos ante él de una manera prometedora. No iba a mantener la promesa, estaba claro. La especialidad de los de su clase era romper promesas.

—¿Quieres que juguemos al bingo de las matrículas, cariño?

Por suerte Harry respondió antes que ella.

—Byleth es muy mayor para eso, Eva. Recuerda cómo eran los nuestros a su edad.

—Los chicos —comenzó Eva, pero Harry la cortó levantando una mano del volante lo justo para darle un golpecito en la rodilla redondeada.

—Los chicos jugaban para que estuvieras contenta, pero nuestra Ángela puso el límite más o menos cuando empezó el instituto.

—Supongo —suspiró Eva. Después se animó y se volvió a medio girar una vez más—. ¿A dónde vas al instituto, querida?

—No voy.

—Oh, tienes que tener una educación, cariño. Después de todo, el saber es poder.

—El poder es el poder —le espetó Byleth. Debería tener poder. Debería ser capaz de alcanzar el corazón oscuro de la humanidad y retorcerlo para conseguir sus propósitos. No sólo el hecho de tener algo de anatomía extra había puesto un obstáculo inesperado en sus planes, y mira que tenía ganas de darle una buena patada en el culo a aquel ángel en cuanto lo encontrase, sino que sus actuales sirvientes le dejaban trabajar muy poco.

—Eh, señor Porter, el tío del coche importado te ha hecho un corte de manga al pasar.

Lo cual no quería decir que no hiciese lo que podía.

—Harry, esa no es razón para que conduzcas más rápido —le advirtió Eva.

Le dirigió una breve sonrisa.

—Claro que no.

Pero la velocidad aumentó.

No le llevó mucho hacer que continuase aumentando.

La inevitable sirena trajo con ella una sonrisa y un escalofrío anticipatorio.

Con los labios presionados en una desaprobatoria línea, Eva se mantuvo en silencio mientras Harry se detenía y apagaba el motor.

Tras ellos se escuchó un portazo y unos pasos se aproximaron por el arcén de gravilla. Cuando Harry bajó la ventana, Byleth se estiró para poder ver mejor.

—Carné y documentación, por favor.

El agente de la Policía Provincial de Ontario era alto y bronceado, su cabello tenía reflejos dorados bajo el sol del invierno. Tenía los ojos azules, la voz profunda y un hoyuelo monísimo en la barbilla. La anchura de sus hombros cubría toda la ventanilla.

—¿Sabe la velocidad a la que iba, señor?

En el asiento trasero, Byleth se sentó más tiesa, estirándose la chaqueta.

—Lo siento, oficial. Un chico me adelantó en un deportivo de importación, y supongo que me apunté al reto.

Se pasó la lengua por los labios rápidamente. ¿Todavía le quedaba algo de pintalabios? Sabía que debía haberse puesto más en la última área de servicio.

—No puede dejar que los demás conduzcan por usted, señor.

Aquello era inteligente. No sólo era lo más mono que había visto desde que había llegado, también era listo.

—Pero 113 km/h en una zona de 80 deberían ser una multa de trescientos dólares y seis puntos menos en el carné, pero…

¿Por qué no la miraba?

—… le dejaré marchar sólo con una advertencia. Esta vez. Si le vuelvo a pillar… —su voz se detuvo en seco. Y era misericordioso.

Al devolverle la documentación a Harry, por fin echó un vistazo al asiento trasero, pero su mirada pasó sobre ella como si no mereciese la pena en absoluto darse cuenta de que estaba ahí.

Con los brazos cruzados y el ceño fruncido, se volvió a repantigar, despatarrándose todavía más. Y además, ¿a ella qué le importaba que fuese misericordioso?

—Gracias, oficial.

—Conduzca con precaución, señor. Señora. Señorita. Ella entornó los ojos.

—Lo que sea.

El policía volvió a mirar el asiento trasero y después le sonrió a Harry.

—Adolescentes, ¿eh?

—Adolescentes, ¿eh? —se burló Byleth cuando el oficial volvió a su coche—. Menudo gilipollas.

—Pero guapísimo, aún así. ¿Verdad que sí, cariño?

—No me he fijado. ¿Y por qué estáis sonriendo? —exigió saber cuando los Porter intercambiaron una mirada divertida.

—Por nada.

—Bien —con la vista fija hacia delante, se negó a mirar hacia el coche de policía cuando pasó, mientras repetía—. Gilipollas, gilipollas, gilipollas —entre dientes.

—Ten cuidado, Austin —mientras lo volvía a coger para subirlo al asiento, la expresión de Claire era de preocupación—. ¿Estás bien? Estabas profundamente dormido, y entonces…

—Y entonces ya no lo estaba. Sí, ya lo sé —se desenredó las patas y se subió al muslo derecho de ella, en donde se podía estirar y mirar por la ventana—. Hemos pasado ante algo que me ha despertado.

—¿Quieres que paremos?

—No —colocó una pata sobre el cristal y miró hacia el tráfico que se dirigía al sur al otro lado de la mediana—. Ahora se ha ido.