OCHO

Desde la estación de autobuses, Samuel caminó hasta Yonge Street y dos manzanas más hasta Gerrard, y se quedó mirando anonadado la cantidad de material que se exhibía en el escaparate de los grandes almacenes cerrados. La cadena de música que dominaba en una pequeña tienda de electrónica lo atrajo hacia el cristal: cinco cambiadores de CD, sintonizador digital con cuarenta canales preseleccionados, ecualizador de seis funciones, doble pletina de casete, extrabass… y se sorprendió a sí mismo preguntándose codiciosamente cosas sobre altavoces de graves y potencia. Desde lo más profundo surgió la seguridad de que, llegado el caso, se compraría aquel aparato musical antes de comprar comida.

Después vio la tienda de cuero que estaba al lado. Tras olvidarse de la cadena musical, dio dos zancadas y se quedó mirando con los ojos como platos al maniquí apenas vestido con un corsé de cuero rojo, pantys de cuero negro y unas botas altas con tacón de aguja. Y entonces ocurrió lo inesperado.

Se echó hacia atrás tan rápido que chocó contra un buzón de periódicos.

¡Sus genitales funcionaban de forma independiente! Era como… como si tuvieran ideas propias. Bueno, no exactamente en plural…

Cuando estaba a punto de sufrir un ataque de pánico, se quedó mirando la tienda de campaña que se le había formado en los pantalones y se preguntó qué se suponía que debía hacer entonces.

Por suerte, el pánico parecía estar ocupándose del problema.

Unos minutos más tarde, con el corazón latiéndole con fuerza y la mirada cuidadosamente centrada en la acera, comenzó a caminar de nuevo, con la fe en su integridad física debilitada. ¿Qué hubiera ocurrido si no hubiera sido un día de fiesta? ¿Hubiera sido capaz de entrar en la tienda y…?

No soportaba pensarlo.

Unos frenos rechinaron. Una puerta le rozó la rodilla. El Horizon del 86 rojo intenso se detuvo. Dio marcha atrás. La ventana se abrió.

—¡Lo tienes rojo, gilipollas! —gritó el conductor, después le dio gas al motor y salió rugiendo.

Samuel no tenía ni idea de si se ponían de otros colores. O, en realidad, de qué color eran normalmente. ¿Y cómo lo había sabido el conductor? ¿Había alguna otra parte de su cuerpo que pudiese sorprenderlo?

Once segundos más tarde, la primera paloma se asentó sobre su cabeza, se puso a excavarle entre el cabello con las garras y se las clavó en el cráneo. Cuando por fin perdió la pelea por mantener la percha, algo cayó con un golpe seco sobre su hombro derecho. Era sobre todo blanco, aunque tenía unas cuantas marcas grises y la clara actitud de que había llegado a dónde se suponía que debía estar.

La segunda paloma fue directa al otro hombro.

El resto de las palomas se pelearon por otros lugares menos en primera fila y, en su mayoría, se tuvieron que conformar con apiñarse alrededor de sus pies.

Hablaba palomo con fluidez (lo cual la verdad es que no era muy difícil ya que todo el vocabulario palomo prácticamente consistía en: «¡Comida!», «¡Peligro!» y «A que le acierto a aquel tipo del traje Armani»), pero nada de lo que dijese cambiaría nada. Estaban en donde sentían que tenían que estar. Caso cerrado. Cuando comenzó a caminar de nuevo, se elevaron con un indignado aleteo. Si se paraba, se posaban. Continuó caminando.

En College Street, lanzó una moneda mentalmente y giró a la derecha.

El sedán que se dirigía al sur lo esquivó por siete centímetros. La camioneta que iba hacia el norte lo esquivó por tres. El conductor de la camioneta le enseñó unas cuantas palabras nuevas. Las palomas ya las conocían.

La zona oeste de Yonge, en donde College Street se convertía en Carlton Street, parecía llevar a un área más residencial. Aquello tenía que ser bueno. La gente equivalía a problemas y, tarde o temprano, si tenía razón en lo de que él era el mensaje y no simplemente el medio, tendría que arreglar el problema que le llevaría a casa.

Cuando llegó al parque que estaba al otro lado de Homewood Avenue, caminaba dentro de una nube de forma cambiante compuesta por cuerpos gordos y plumas. La visibilidad era mala, los pasos se estaban volviendo un poco complicados y el aire que los rodeaba comenzaba a tener un fuerte olor a aceite de motor y patatas fritas viejas. Estaba claro que tenía que deshacerse de su escolta.

Agitó los brazos.

Utilizó las nuevas palabras, reordenándolas en una serie de esquemas diferentes.

Nada de ello funcionó.

Subió y bajó un montón de nieve, limpió el extremo de un banco y se dejó caer sobre el punto sin nieve. Las palomas se asentaron alegremente.

Aunque su campo de visión era ligeramente deficiente debido a un abanico de plumas de cola, Samuel vio cómo un coche de policía hacía un estrecho giro en forma de U a través de Carlton Street y se detenía más o menos delante de él. El nombre del conductor era Agente de Policía Jack Brooks y su compañera era Agente de Policía Marri Margaret Patton. Se sentaron y se quedaron mirándolo fijamente durante un minuto entero. Sentía cómo su humor se iluminaba mientras lo estudiaban, y sabía que debería estar contento de añadir un poco de alegría a su día pero, preocupado por el repentino calor que le resbalaba por detrás de la oreja izquierda, se dio cuenta de que aquello no le importaba mucho.

Por fin salieron del coche y se abrieron paso hacia él entre la nieve, intentando con valentía pero sin éxito evitar reír.

—¿Estás, esto, bien ahí debajo? Samuel suspiró y escupió una pluma.

—Claro —respondió brevemente.

—¿Has intentado ponerte de pie?

Se puso en pie. Las alas se agitaron. Veía cómo los labios de la agente Patton se movían, pero no podía escuchar lo que decía por encima de aquel ruido. Volvió a sentarse. Las palomas se asentaron.

Tras un momento de risa casi histérica, la policía también se calmó.

Luchando para recobrar el aliento, el agente Brooks consiguió jadear:

—¿Les estás dando de comer?

—Ojalá —si les estuviera dando de comer, podría parar. Y se marcharían—. Quieren estar conmigo porque soy un ángel.

—¿Un ángel?

—Sí, supongo que es por esa historia de las palomas.

—Pero estas son palomas callejeras.

—Es lo mismo.

Cuando tres pájaros se pelearon por un puesto, el agente Brooks tuvo su primera visión sin obstrucción de los rasgos faciales, y le quitó cinco años a su estimación original de la edad de aquel joven.

—¿Cómo te llamas, hijo?

—Samuel.

—¿Samuel qué más?

—Sólo Samuel.

—¿Y eres un ángel?

—Sí.

—Si eres un ángel, ¿dónde tienes las alas? —a su lado, oyó a su compañera sofocar una risita.

Samuel suspiró y escupió otra pluma.

—No soy ese tipo de ángel —sin demasiado entusiasmo, añadió—. Pero puedo hacer que me salga una aureola.

—Quizá la próxima vez —frunciendo ligeramente el ceño, el agente Brooks le echó una mirada más de cerca y se encontró con su mirada, que él sostuvo. Se encontró mirando cómo las motas doradas en los ojos castaños giraban hasta conseguir una ligera luminiscencia. Parpadeó y se obligó a apartar la vista—. ¿En qué andas, Samuel?

—Cemento y fibra de vidrio.

—Oh-oh. Mira, hijo, es Navidad, ¿por qué no te vas a casa?

—¡No puedo!

Las palomas levantaron el vuelo, hicieron un círculo y volvieron a asentarse.

La agente Patton cogió a su compañero de la manga y lo arrastró hasta apartarlo unos cuantos pasos.

—No va contra la ley estar cubierto de palomas —le recordó con una amplia sonrisa.

—Lo sé.

—Tampoco va contra la ley declararse un ángel —miró hacia atrás por encima del hombro—. Ande en lo que ande…

—Cemento y fibra de vidrio.

—… no supone un peligro para sí mismo ni para la sociedad, y seguramente se encuentre bastante caliente ahí debajo.

—Pero es Navidad.

Era cierto. Ella suspiró, miró cómo su aliento humeaba en el aire helado y se volvió hacia el banco.

—¿Por qué no entras en el coche y te llevaremos a algún lugar en donde te den una cena de Navidad?

—¿Podrán venir las palomas?

—No.

Aquella era la mejor noticia que había escuchado en bastante tiempo.

Las palomas, que reconocieron a los policías como Bonitos Objetivos Oscuros, se negaron a cooperar.

Finalmente Samuel retrocedió unos seis metros, echó a correr hacia delante y se lanzó dentro de la parte trasera del coche patrulla, dándole a la agente Patton unos seis segundos para cerrar de un portazo antes de que los pájaros lo alcanzasen. Cuando el primer pájaro golpeó la ventanilla, casi se mea encima de lo mucho que reía.

La oscuridad había emergido justo a las afueras de Waverton por una razón. Aquel diminuto pueblo no sólo estaba lo bastante apartado que un Guardián nunca aparecería allí por accidente, también estaba bastante cerca de la hinchada base de población que había a lo largo de la frontera entre Canadá y Estados Unidos: había una cantidad limitada de problemas que se podían causar sin una activa participación humana y a la oscuridad no le gustaba perder el tiempo. Algunas partes de la Rusia central, África y Nevada también cumplían los criterios geográficos, pero aparecerse en cualquiera de esos lugares habría sido como mínimo redundante.

Encontró un peto tejano, unas deportivas de lona negras y una chaqueta de nailon en lo que había sido la oficina de Reparaciones de coches J. Henry e Hijos. Aunque apreciaba el caos que podría causar caminando por ahí desnuda, intentar pasar desapercibida parecía la decisión más inteligente. La indumentaria no estaba muy a la moda, pero servía.

Para su sorpresa, le importaba un poco que el peto la hiciera parecer gorda.

Lo cual pronto se convirtió en un problema menor.

Una vez en el mundo, debería haber sido capaz de desplazarse instantáneamente de un lugar a otro, pero había algo que parecía estar deteniéndola. No le llevó mucho tiempo imaginarse qué sería. Mientras caminaba los cuatro kilómetros y medio que había hasta el pueblo, decidió que mantenerse lo más alejada posible de la luz ya no era una opción: su nuevo plan era encontrarlo y recorrer la manzana pegándole patadas en su puritano culo. ¿En qué había estado pensando él?

De hecho, teniendo en cuenta el conjunto que le había tocado, se podía hacer una idea bastante buena de en qué había estado pensando.

—Los hombres —gruñó ante un poste de electricidad, con el antebrazo izquierdo metido bajo los pechos para detener aquel doloroso bamboleo—, son todos iguales.

La luz se fue en medio país.

Lo cual la hizo sentirse sólo medio mejor.

Había planeado encontrar a alguien que la llevase al sur en cuanto llegase a Waverton, retorciendo la débil y lastimosa voluntad de algún pobre mortal para complacerla. Por desgracia, no había nadie por allí, lo único que se movía por la calle principal era el aleatorio parpadeo de las luces de Navidad colgadas en el escaparate de un negocio cerrado. Podría haber disparado un cañón en cualquier dirección y no haberle dado ni a un alma. Y si hubiera tenido un cañón, lo hubiera disparado.

Pero como no lo tenía…

El banco que había en la esquina ardió en una llama acabada en negro.

Rebuscó en sus bolsillos y sacó una nube de gominola. La necesidad provee.

Veinte minutos más tarde, el escenario se había llenado de gente: bomberos voluntarios, los dos agentes del destacamento local de la policía provincial de Ontario y la mayor parte de la población que quedaba.

Ahora se parece más. Puntos extra por atraer a una Guardiana al medio de la nada para cerrar aquel agujero abierto por piromanía, dejando otras zonas más pobladas desprotegidas, empujada por la multitud, gruñó y presionó el tacón lo más fuerte que pudo sobre el pie más cercano.

—Ups. Disculpe.

Confundida, se dio la vuelta y se quedó mirando hacia unos ojos de color castaño claro atrapados entre un sombrero rosa oscuro y una bufanda rosa pálido.

—¿Por qué te disculpas? Eres la víctima.

—Nadie tiene que ser una víctima, querida —la mujer mayor frunció ligeramente el ceño, deslizando la mirada del cabello teñido a las zapatillas deportivas y de vuelta hacia arriba—. No eres de aquí, ¿verdad?

Los extranjeros eran universalmente sospechosos siempre que algo salía mal. Mientras descargaba su peso sobre una cadera, se cruzó de brazos.

—No, no lo soy.

—¿Estás sola?

Miró por encima del hombro hacia el aro de oscuridad que salía del agujero, miró cómo uno de los bomberos retorcía la manguera «accidentalmente» sobre otro, y sonrió.

—Básicamente —una vez acusada de haber desatado el fuego, sería capaz de provocar toda clase de caos. Podría volver la furia de ellos contra otros objetivos, contraacusándolos una vez tuviese la atención de la multitud. Quizá la buena gente del pueblo quisiese saber más sobre el señor Tannison, el gerente del banco.

—Una extranjera —repitió la mujer pensativa, mientras las llamas se reflejaban en las dos mitades de sus lentes bifocales—. Y completamente sola.

Aquí viene, pensó.

—¿Cómo has llegado aquí? No estamos exactamente en el meollo de la acción —abrió mucho los ojos—. Te has escapado, ¿verdad?

—No, yo…

—Completamente sola. En un lugar desconocido. Y además en Navidad —unas manos envueltas en manoplas rosas palmearon un pecho formidable—. ¿Hacia dónde te escapabas?

—La ciudad…

—Por supuesto, la ciudad —su suspiro hizo salir una columna de vaho blanco plateado—. Pero ahora mismo no tienes ningún lugar a donde ir para la cena de Navidad, ¿verdad?

—No como.

—Eso es lo que había pensado.

Y lo extraño era que era eso lo que había pensado. Lo cual tenía muy poco sentido.

—Me llamo Eva Porter, y tú vas a acompañarnos a mi marido y a mí a comer el pavo y todo lo demás. No aceptaré un no por respuesta —una mano rosa se movió en dirección al banco en llamas—. Ese es mi marido, el que está al lado del camión cisterna.

—¿Queréis que os acompañe durante la cena?

—Sí.

—Pero si no me conoces.

—Tú no me conoces a mí.

No podía discutir ante eso. Eva Porter era algo que superaba con creces su experiencia.

—¿Vas a torturarme? —aquello por lo menos explicaría la invitación.

—Por Dios, no.

—¿Sólo quieres darme de comer?

—Claro.

—¿Y no te importa que sea un demonio? ¿La oscuridad con forma humana?

La sonrisa de Eva desapareció.

Antes de que pudiese disfrutar de la reacción que esperaba, unos dedos cubiertos de lana le levantaron suavemente la barbilla y la miraron directamente a los ojos.

—No quién te ha dicho una cosa así…

—Nadie tiene que decírmelo.

—… pero eres una jovencita preciosa.

—¿Yo? —se sorprendió a sí misma sintiéndose bien por ello y se apresuró a aplastar aquel sentimiento.

—Sí, lo eres. ¿Cómo te llamas?

—Eh… —eligió un nombre al azar entre las posibilidades—. Byleth.

—Es un bonito nombre.

—¿Sí? —No debería serlo. Aquello ya había llegado demasiado lejos—. Escucha, señora, no sé lo que te piensas que soy, pero no lo soy.

—¿No qué?

—Eso. Lo que estás pensando —el gris pálido de sus ojos comenzó a oscurecerse como plata deslustrada—. ¡Yo empecé ese fuego! Deseaba llamas… y ahí estaban.

Eva frunció el ceño.

—¿En qué andas, Byleth?

Miró hacia abajo, completamente confundida.

—Nieve aplastada y cemento.

—¿Y esos zapatos sólo son de lona, verdad? Debes de tener los piececitos helados.

No lo estaban antes. Pero ahora…

—Y una chaqueta de nailon no es suficiente para este tiempo. Estamos a bajo cero. Mira cómo se forma el hielo en las mangueras.

Miró en aquella dirección. Comenzaron a castañearle los dientes.

—De acuerdo, pero que sepas que sólo voy contigo para tener un poco de calor.

—De acuerdo. No tienes que hacer nada que no quieras.

—Correcto. Y no lo hago. —Mientras se abrazaba a sí misma en un valeroso esfuerzo para mantener el calor corporal, Byleth siguió a aquella desconcertante mortal por la calle principal. Haces que arda un banco, abres un agujero, permites que entre en el mundo un poco de oscuridad. Y todo ciñéndose estrictamente a las normas. ¿Pero encontrarse acomodada, caliente y alimentada? ¿Por no mencionar que le hubiesen pedido disculpas?

Se suponía que no debía gustarle que la gente fuese amable con ella. Bueno, hasta el momento sólo era una persona, no gente, pero aún así…

No era correcto.

O, para ir más allá, no estaba mal.

—¡No jodas, tío! ¡Yo también soy un ángel!

Samuel estudió la sonrisa ligeramente peluda y con huecos entre los dientes de Doug y sus ojos inyectados en sangre y meneó la cabeza.

—No, no lo eres.

—Sí, sí que lo soy —dejando cuidadosamente el tenedor al lado de su plato medio vacío, Doug se inclinó hacia delante y bajó la voz—. Estoy de incógnito. Por eso no tengo alas.

—¿Puedes hacerte una aureola?

—Claro, joder —miró a su alrededor para comprobar que no había cotillas. Satisfecho al ver que nadie más en aquella habitación abarrotada estaba prestando atención, continuó dando detalles—. Normalmente la tengo bastante iluminada a estas horas, pero aquí no se permiten ese tipo de cosas.

—¿Pero no debería saberlo yo si tú eres un ángel?

—Yo no lo sabía hasta que tú me lo has dicho. ¿Por qué ibas a saberlo tú antes de que yo te lo dijese?

Aquello ya tenía más sentido. No demasiado pero, dadas las circunstancias, suficiente. Y Doug no estaba mintiendo. Samuel sabía cuando la gente mentía, y Doug se creía cada palabra con aroma a fermentación que pronunciaba. Sintiéndose como si le hubiesen quitado de los hombros todo el peso del mundo, Samuel también se inclinó hacia delante.

—¿También se te ponen encima las palomas?

—No. Son mariposas, cientos de mariposas que mueven sus patitas por todo mi cuerpo —con los ojos muy abiertos, bajó la vista hacia su pecho y comenzó a golpearse con las palmas alternativamente—. Por. Todo. Mi. Cuerpo.

Samuel lo agarró por las muñecas.

—¿Qué estás haciendo?

—Aplastar mariposas.

Samuel ignoró durante un momento la ausencia de mariposas a las que aplastar y miró consternado hacia el otro lado de la estrecha mesa.

—Los ángeles no pueden actuar con violencia contra cualquier criatura viviente.

—¿Y eso qué coño significa?

—Que no se las puede aplastar.

—¿Nunca quisiste aplastar a las palomas?

—Bueno… sí —y aquello era algo que no deseaba descubrir de sí mismo. Incluso la necesidad justificada de cometer un acto violento contra un grupo de ratas voladoras era antiangelical. Tras liberar las muñecas de Doug, se enterró la cara entre las manos—. Estoy muy confundido.

Doug asintió sabiamente.

—Eso ocurre.

—No sé por qué estoy aquí.

—Yo sí.

Aquello era más de lo que él se atrevía a desear.

—¿Sí?

—Estás aquí para comer. Y su esperanza murió.

Cuando estaba a punto de señalar que los ángeles no comían, Samuel miró cómo Doug levantaba un tenedor lleno de puré de patatas con salsa. Doug estaba comiendo. La mayor parte de aquello estaba entrando en su boca. Agarró su tenedor con el puño e imitó los movimientos del ángel de incógnito que estaba sentado ante él. Unos momentos después, se acostumbró a no morderse la lengua junto con la comida. Y después tragó.

De repente tenía un hambre canina.

Cuando un poco de relleno se le escapó por la nariz, bajó el ritmo lo suficiente para respirar. Bebió zumo hasta que se acabó, después se pasó al agua. Repitió. Y, a pesar de que la comida que quedaba se había vuelto un poco difícil de identificar en aquel momento, incluso volvió a repetir.

Aquello era lo mejor que había pasado en su cuerpo. No podía creerse lo que se había estado perdiendo. Quería darle las gracias a Doug por el regalo que le había hecho, por la nueva información que había compartido y lo único que pudo pensar fue en compartir él también información.

—Tengo genitales.

—Se llaman cojoncillos, niño.

Envenenaría la salsa. Teniendo en cuenta quién, o más bien qué, era ella, era la cosa más lógica que hacer en aquellas circunstancias. La caja de veneno para ratas cuidadosamente guardada en el estante de las cosas de jardinería le había llamado la atención cuando Eva Porter la había hecho pasar por el porche cubierto y entrar en la casa. Por lo menos creía que era veneno para ratas, los dientes le castañeaban demasiado alto para estar segura.

—Y ahora vamos a quitarte esos zapatos y calcetines mojados, ¿vale?

—No tengo calcetines.

—Entonces te traeré unos. —Sin la ropa que la cubría, Eva llevaba una sudadera de color gris paloma sobre un jersey de cuello vuelto blanco. Teniendo en cuenta sus proporciones…

—Pareces una paloma —murmuró Byleth mohína.

—¿A que sí? —Abrió mucho los ojos cuando vio el peto—. Cielo santo, niña, casi no llevas ropa. Bueno, yo puedo hacer algo al respecto, ¿verdad?

—¿Puedes? —pretendía que la pregunta resultase brusca, burlona, pero surgió en un tono bastante patético. Mientras mantenía toda la congelada longitud de la cremallera del peto alejada de su cuerpo, siguió a Eva al salón y miró con los ojos como platos cómo sacaba unos cuantos paquetes envueltos en colores brillantes de debajo del árbol.

—Son para mi nieta, Nancy. Vendrá a pasar el Año Nuevo con nosotros. Por suerte tenéis más o menos la misma talla.

—¿Me estás dando los regalos de tu nieta? —Hubiera rechazado aquella amabilidad si no hubiese visto su reflejo en la ventana del salón. El peto era grotesco. Y la hacía parecer gorda. Aún así: la abuelita regala los regalos de Nancy. Nancy se enfada. Una gran pelea familiar. Byleth podría vivir con ello. Por supuesto que si Nancy era igual de atontada que su abuelita, quizá no le importase. No lo arruines, se dijo severamente mientras seguía a Eva escaleras arriba. Créete cualquier cosa que te haga librarte de este peto.

Tal y como le habían dicho que hiciese, tomó una buena ducha caliente y se quedó allí hasta que vació el calentador. Dejó el jabón dentro de la jabonera llena de agua y las toallas arrugadas y tiradas en el suelo. No era demasiado, pero estar de nuevo proactiva la hacía sentirse bien.

Vaqueros negros. Jersey de canalé de cuello alto negro, lo suficientemente apretado como para aguantarle los pechos que se estaban convirtiendo rápidamente en un incordio colosal. Un jersey rojo y grueso. Calcetines rojos esponjosos.

De pie ante el espejo, con los dedos de los pies empujando el grueso tejido, se dio cuenta de que tenía buen aspecto. El negro, el rojo, el cabello… funcionaba. De vuelta al cuarto de baño, rebuscó en el neceser de maquillaje de Eva, sacó el pintalabios más rojo que encontró y se lo aplicó con generosidad. Le gustó tanto el efecto que se olvidó completamente de su intención de infectar el pintalabios con una ETS especialmente virulenta.

Harry Porter estaba de pie en el salón cuando bajó las escaleras. Sonrió y se presentó.

—Entre tú y yo —añadió mientras se inclinaba ligeramente hacia ella—, esta ropa te queda mucho mejor a ti de lo que le quedaría a Nancy.

Si el comentario hubiera tenido un punto remotamente sexual habría sabido cómo reaccionar. Pero no lo tenía.

¿Por qué le ardían tanto las orejas?

De todas formas intentó poner una sonrisa provocativa.

Harry se desvió con una indulgencia divertida.

Las orejas se le calentaron más. Y también las mejillas. ¿Qué demonios estaba pasando?

—Voyaayudarconlacena —las palabras salieron extrañamente unidas. Mientras se apresuraba a llegar a la cocina, se agarró fuertemente al pensamiento del veneno para ratas y a volver a poner su mundo en su lugar.

Sólo le llevó unos instantes chocar contra Eva y tirarle todo el zumo de arándanos por encima.

—Ups, lo siento, cariño.

Byleth cerró los ojos y contó hasta tres.

—¿Por qué —preguntó cuando los abrió—, te estás disculpando? Yo te he empujado.

—Cierto. He hablado con Harry y dice que si por la mañana todavía quieres irte a la ciudad, te llevará a la estación de autobuses de Huntsville.

¿El autobús? De ninguna forma tomaría el autobús. La gente que huele mal coge el autobús. Los pobres cogen el autobús. La gente que tiene conciencia ecológica y no quiere ir en coche coge el autobús. Los demonios no cogen el autobús. A no ser que lo lleven a algún lugar muy, muy asqueroso y lo dejen allí. Si Harry quería jugar a ser taxista, podía llevarla hasta la ciudad. Sería bastante fácil coaccionarlo.

—¿Byleth? ¿Te importaría remover la salsa? Ya que Harry se acababa de volver útil y no podía envenenar a Eva sin matarlo a él también, sólo había una respuesta posible.

—Sí.

Mientras miraba la cuchara que tenía en la mano, cuyo otro extremo daba vueltas dentro de la olla de la salsa, se preguntó cómo podía haber salido mal aquello.

En el 519 de Church Street se servía comida pero no proporcionaban alojamiento para pasar la noche. Ya que no deseaba perder la compañía del único otro ángel que había conocido, Samuel siguió a Doug al salir por la puerta y salió a la calle con él.

Caminaron en silencio durante un rato. El conocimiento superior le había informado de que las palomas se escondían cuando estaba oscuro, así que, hasta la salida del sol, la vida iba bien. O iría si no fuera por…

—¿Qué pasa, chaval?

Meneó la cabeza, no estaba seguro.

—Siento presión —una rápida mirada hacia abajo le mostró un pequeño punto húmedo en la parte frontal de sus pantalones—. ¡Y estoy mojándome! Otra vez. Primero las manos y ahora esto. ¿Se supone que debería estar mojándome?

—Quizá sea el momento de que la saques y eches un pis —mientras se agarraba la parte delantera de sus pantalones, Doug cruzó la acera y se quedó de pie ante el muro de Harris Chapa y Pintura.

—No podemos sacar de ahí nada que no nos pertenezca —en un mundo lleno de cosas inciertas, de aquello continuaba estando seguro.

Doug puso los ojos en blanco mientras un chorro de líquido golpeaba los ladrillos con fuerza suficiente como para arrancar unos trocitos de pintura levantada que se quedaron flotando en el charco que fluía sobre el cemento.

—Orinar, chaval. Or. In. Ar.

Descargar orina. Un fluido de color amarillo pálido secretado por los riñones como desecho, acumulado en la vejiga y descargado a través de la uretra.

—Oh —abrir la cremallera resultó ser más difícil de lo que parecía. Volverla a cerrar al terminar…

—No te preocupes por ello, chaval. Casi nadie tiene prepucio hoy en día.

Todavía incapaz de levantarse por completo, Samuel encontró aquello más bien poco reconfortante. Moviéndose con torpeza, siguió a Doug subiendo una serie de escalones anchos y se quedó atónito al descubrir que estaban entrando en una catedral. Cuando se detuvo, Doug lo agarró del brazo y tiró de él hacia delante.

—En Saint Mike sólo hay sitio para cincuenta, chaval. El que duda, duerme fuera. Feliz Navidad, Padre.

El cura asintió sin levantar la vista del papel.

—¿Nombres?

—Yo soy Doug, y este de aquí es Samuel, no Sam. Somos ángeles.

—¿Conocéis las normas?

—Usted qué cree, Padre.

—Entonces entrad. Dejad la puerta libre.

—Este es mi garito preferido en toda la ciudad —confesó Doug mientras arrastraba a Samuel por toda la nave y entraban por las grandes puertas dobles—. ¿Tú cómo lo ves?

La paz y belleza del Santuario envolvieron al ángel como una manta. Como brazos de luz.

—¿Sabes que te están brillando los ojos, chaval?

—Lo siento.

—No pasa nada. Es chulo —con los brazos bien abiertos, Doug se giró sobre sí mismo, mientras la gris y delgada cola de caballo le caía por la espalda y la gabardina gris y sucia batía como unas alas. Alas de paloma. Pero para qué arruinar la imagen—. ¿Se te ocurre un lugar mejor para que duerman dos ángeles?

La verdad era que no.

Byleth apenas había picado nada en la cena, se había limitado a darle vueltas a la comida en el plato, incapaz de olvidar lo inmenso que parecía su culo dentro del peto. Después Eva sacó una tarta de merengue de limón, una masa temblorosa de ocho centímetros de profundidad con gotas de azúcar líquido brillando en los valles de merengue. De repente recordó que la glotonería era uno de los siete grandes, y tomó tres trozos. Una hora más tarde, cuando la subida del nivel de azúcar desapareció, se encontró parpadeando estúpidamente ante White Christmas, una película demasiado fifi para definirla, y le había permitido a Eva que la subiese a la cama sin protestar.

Hizo una invitación explícitamente jugosa, más porque sentía que debía hacerlo que por cualquier deseo de corromper, que Eva ni tan siquiera llegó a comprender. Sin energía para explicar los términos desconocidos, se limitó a tomar el camisón que le ofrecían y se tambaleó hacia la cama.

Las sábanas del cuarto de invitados olían a suavizante para la ropa. El colchón era suave. Las mantas cálidas. No tenía nada contra la comodidad, muchas cosas muy horribles se habían hecho en busca de comodidad.

—La verdad es que es muy maleducada.

—Sí, lo es.

Se dio la vuelta sobre la barriga y miró desde el extremo de la cama hacia la rejilla del aire caliente que había en el viejo suelo de linóleo.

—Dejó el cuarto de baño hecho un desastre y cogió mi maquillaje sin preguntar.

—Lo he visto.

Las voces de Eva y Harry ascendían por la rejilla desde el salón que estaba debajo.

—Tiene unos modales atroces en la mesa. Da la impresión de que nunca hubiese cogido un tenedor.

—Y la histeria en el cuarto de baño después…

Bueno, ¿cómo iba a saber ella que tenía que pasar aquello?

Por lo menos parecía estar teniendo un efecto negativo en los Porter. Mientras se quejasen de ella, la noche no había sido una pérdida de tiempo total.

—¿Has visto cómo atacaba la tarta?

—Lo sé, ¿no es hermoso volver a tener a una adolescente en casa?

—¡No soy una adolescente! —golpeó el suelo con las palmas de las dos manos cuando se tiró de la cama en dirección a las voces—. ¡Soy un demonio!

La casa se quedó en silencio durante un instante.

Entonces…

—¿Has instalado a Byleth en la habitación de delante?

—Sí.

De repente el tono de voz de Eva se elevó, como si ahora estuviese directamente debajo de la rejilla.

—Lo siento, cariño. Olvidamos que nos podías escuchar. Adolescente.

Aquellas disculpas las aceptaba.

Claire cerró su ordenador portátil nuevo de un golpe. El aparato y la cuenta de correo electrónico habían sido otro de los regalos de Navidad de sus padres. Aunque se daba cuenta de las dificultades que el Boticario había tenido que superar para instalar el sistema, no podía evitar pensar que le hubieran resultado más útiles calcetines y ropa interior.

—Según Diana, el Padre Harris no tiene ni idea de adónde ha ido el ángel. Ni tan siquiera se dio cuenta de que fuese un ángel.

—¿Y entonces qué vamos a hacer?

—Continuaremos respondiendo a las llamadas… —frunció el ceño al decir el plural—… que me lleguen. No podemos hacer nada más.

Poco convencido, Dean se sentó en la cama a su lado.

—¿No se lo deberíamos decir a alguien?

—¿A quién?

—A otros Guardianes.

—La verdad es que lo saben.

—¿Lo saben?

—No exactamente lo del ángel, pero saben que nosotros, esto, hemos consumado nuestra relación. Parece ser que hizo eco a través de las posibilidades —levantó la vista tan consternado que ella consiguió poner lo que deseaba fuese una sonrisa de ánimo en lugar de despecho—. Todo el mundo se quedó muy impresionado. Guardianes que nunca han utilizado nada más complicado que un boli Bic de repente se han sentido obligados a enviarme un e-mail por este tema. ¿No es maravillosa la tecnología? Pero —añadió con énfasis mientras la sonrisa desaparecía—, ya que el mundo no está en peligro, no les voy a contar lo del ángel hasta que no sea absolutamente necesario. No tiene sentido darles más de que hablar, ¿verdad? Comenzarían a decirme que deberíamos haber tomado precauciones.

—Y las tomamos.

—Precauciones metafísicas.

—Oh —ponerse a limpiar sus gafas inmaculadas con el borde de la camiseta le dio un momento más para encontrar las palabras adecuadas—. Claire, no me gusta que nosotros… que lo que hacemos sea comentado, ya sabes, electrónicamente.

—A mí tampoco me gusta —admitió ella lanzando el ordenador a un lado—. Pero lo único que saben es que la Tierra se movió. Nada específico. Sin detalles, no hablarán de ello durante mucho tiempo.

—¿La Tierra se movió?

—Bueno, sólo alrededor de la cuenca del Pacífico… —mientras se levantaba sobre las rodillas tomó el lóbulo de la oreja de él entre los dientes—… así que no hace falta que te impresiones demasiado contigo mismo.

Se giró, la cogió por la cintura y cayeron sobre la cama entrelazados.

—¡Eh! ¡Cuidado con la cola!

—Ups, lo siento, Austin —cuando Dean se sentó, Claire rodó sobre la cama, agarró una almohada con una mano y cogió a Austin con la otra—. Y gracias por recordarme que esta noche comenzarás a quedarte en el cuarto de baño.

—Oh, por favor. No tengo ningún interés en veros a vosotros dos sea lo que sea que tengáis intención de hacer.

—No me importa tanto que mires —le dijo ella mientras lo cambiaba de postura—, como me importan los comentarios y los cotilleos.

—Mira, si no eres capaz de aceptar una pequeña crítica…

—Buenas noches, Austin.

Se quedó mirándola mientras colocaba la almohada en el suelo en la parte interior de la puerta del cuarto de baño y después lo colocaba justo encima de ella.

—Esto es abuso gatuno. Tendrás noticias de mi abogado.

—¿Una delicia de salmón prevendrá el litigio?

—No. Pero un salmón podría.

—Continúa soñando —mientras le tendía la comida, tiró de la puerta para cerrarla—. Si quieres puedes unirte a nosotros cuando nos vayamos a dormir.

—Pero Claire… —Dean hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta—. ¿Cómo va a unirse a nosotros si la puerta está cerrada?

—Una puerta cerrada nunca ha detenido a un gato decidido.

—Oh-oh —su camiseta se detuvo a medio camino en el torso—. ¿Quieres decir que puede venir en cualquier momento?

—No —sonriendo, alcanzó las posibilidades y las colocó contra la placa del pestillo—. Podrá salir cuando esto se desgaste.

El indignado «¡mentirosa!» de Austin salió amortiguado pero definido.

—Lo siento, Claire. Esto no me había ocurrido nunca.

—Sólo lo habías hecho una vez antes que esta.

—¡Y aquella vez no ocurrió!

Tras levantarse apoyándose en un codo, ella se inclinó hacia delante y lo besó suavemente.

—Relájate —lo besó con un poco más de fuerza—. Todo irá bien —lo besó con más entusiasmo. Dejó de besarlo. Se volvió a echar hacia atrás—. O quizá no. Estás tan tenso que podría hacer rebotar una moneda sobre ti… bueno, la mayor parte de ti… ¿Qué pasa?

—Nada.

—¿Soy yo?

—¿Tú? —la pregunta de ella había salido con una total ausencia de emoción. Sin las gafas, no podía decir con seguridad si ella parecía herida o enfadada—. No eres tú. No es nada.

—Y yo sé cuándo estás mintiendo, ¿lo recuerdas?

Dean suspiró y se rindió.

—Vale —se quedó mirando al diminuto punto rojo del detector de incendios de la habitación del hotel y dio las gracias a todos los dioses que podrían estar escuchando de que Austin estuviese en el baño—. No puedo dejar de pensar en lo que ocurrió la última vez, y me tiene un poco encendido, te lo aseguro.

—¿Y esos no deberían ser pensamientos felices? —Unas uñas de color borgoña oscuro tamborilearon contra la piel de él de una manera que debería haber sido suficiente como para despertar una reacción por sí misma. No lo hizo.

Las mejillas de Dean ardían.

—No ese tipo de pensamientos. Continúo pensando en cómo hicimos un ángel.

—¿Y estás preocupado porque pueda volver a ocurrir?

—No…

—¿Estás preocupado porque no ocurra? —su silencio fue toda la respuesta que ella necesitaba—. Pero no queremos que vuelva a ocurrir.

—Pero tú querrás que sea igual de bueno.

—Bueno…

—Lo bastante bueno como para crear un ángel.

—Sí, pero…

—Eso es muy bueno.

Y de golpe ella lo entendió.

—¡Tienes miedo de no volver a hacerlo tan bien!

Se escuchó un suave «¡Lo he oído!» desde el cuarto de baño.

Dean cerró los ojos. Aquello era exactamente lo que necesitaba para acabar la noche inmediatamente.

Mientras apoyaba el mentón sobre el esternón de él, Claire valoró la situación. Supuso que podía entender que abrir un agujero en el tejido del universo lo suficientemente grande como para hacer pasar por él a un ángel la primera vez que practicaba sexo podría causarle a Dean un poco de ansiedad ante el acto.

—Dean, no puedes esperar crear un ángel cada vez.

—Lo sé.

Ahora se sentía confundida de verdad.

—Y entonces…

—No se trata de saberlo. Se trata de saberlo —movió el brazo que le quedaba por fuera para enfatizarlo, deseando que el movimiento de la sombra en la oscuridad le añadiese claridad.

No lo hizo.

—Es por mí, ¿verdad?