SIETE

Ansioso por llegar a lo que se suponía que debía de estar haciendo, Samuel se había marchado antes del amanecer. Amanecer. Las primeras luces del día. La salida del sol. El sol. Una relativamente estable bola de hidrógeno en llamas situada a aproximadamente ciento cincuenta millones de kilómetros de distancia. El conocimiento superior no mencionaba nada sobre cuándo ocurría.

Bostezó y se rascó, después caminó hacia la carretera, pisó un banco de nieve y se quedó mirando al mundo a su alrededor, o todo lo que podía ver desde la acera que estaba delante de Saint Patrick. No era lo que había esperado. Por un lado era más tranquilo, sin pruebas de la constante batalla entre el bien y el mal que supuestamente tenía lugar en cada corazón. Esperaba que hubiera confusión, gente que le suplicase cualquier tipo de ayuda que les pudiese dar. No había esperado que se le congelasen los pelillos de la nariz.

De hecho, hasta que no repasó la tensa y helada sensación hasta la fuente de la que procedía, no supo que tenía pelillos en la nariz.

Preguntándose por qué alguien querría voluntariamente vivir a semejantes temperaturas, comenzó a bajar la carretera caminando.

Lena Giorno lo había llamado porque quería ver un ángel. Lo había visto. Y ya estaba. Hecho. Tachán. Frank Giorno había querido que saliese del cuarto de su hija y que llevase ropa. Se había ocupado de ambas cosas, con una cierta violencia innecesaria en opinión de Samuel, pero nadie le había preguntado. El Padre Harris, un colega siervo de la luz, no le necesitaba y, a pesar de que no lo había dicho en voz alta, prácticamente le había gritado que se largase.

No se había ido lejos, pero se había ido.

¿Y ahora qué? Tenía que estar aquí por alguna razón.

Su sensación de sí mismo había crecido durante la noche, pero todavía tenía ligeros problemas con los vagos componentes de los parámetros iniciales de Lena. Todo eso del conocimiento superior parecía más bien un poco desigual y, hasta el momento, no demasiado útil. Entendía lo de la movilidad: sólo tenía que desear ir a algún sitio para estar allí si no fuese porque no sabía a dónde quería ir. Su cabello era genial. Sin lugar a discusión.

Y, aparentemente, se suponía que debía haber venido con un mensaje. Si lo tenía, se le había perdido. Oh claro, podía venir con unos cuantos sobre la cabeza (Ama a tu vecino; Protege a los niños; Reducir, reutilizar, reciclar; Compruebe la presión de sus neumáticos), pero eran tan comunes, por no decir tan de sentido común, que parecían casi tópicos.

No sé qué estoy haciendo aquí.

No sé cómo volver a la luz.

Y además de no saber en dónde estoy, no sé a dónde se supone que tengo que ir.

Si el conocimiento superior no le hubiese hecho saber que era más sabio y más evolucionado, tendría que decir que aquella situación era una mierda. Y de las gordas.

De acuerdo. Yo traigo mensajes. Soy algo así como un cartero espiritual y no sindicado. Samuel miró lo que había a su alrededor, un pueblo lleno de calles vacías y casas en la oscuridad. Todo irá bien en cuando pueda decirle algo a alguien.

A pesar de que no tenía ni idea de por qué nadie podría querer que las cosas fuesen mejor, y ni tan siquiera quería imaginarse cómo una situación podría verse involucrada creando un vacío parcial.

Por desgracia, las únicas personas despiertas en aquel momento tras las barricadas de las cortinas echadas eran niños pequeños y padres de niños pequeños. Los niños estaban… bueno, supuso que histéricos era la manera más adecuada de describirlos. En cuanto a los padres, no necesitaban tanto que les pasase un mensaje espiritual como tres horas más de sueño y las pilas que no venían incluidas.

Estaba planteándose seriamente volver a la habitación de Lena y hacer que completase unos cuantos detalles cuando escuchó que se acercaba un vehículo. Se dio la vuelta y vio el utilitario monovolumen de motor V8, 5,2 litros y 230 caballos que se acercaba, sin tener muy claro por qué de repente las estadísticas del motor le resultaban tan fascinantes. Se estaba preguntando cómo se manejaría en las curvas cuando la nube de desesperación que lo rodeaba capturó su atención. Había alguien dentro de aquel vehículo que estaba a punto de estallar.

¿Se suponía que tenía que reparar reventones?

¿Así que ahora me dedico a poner masilla espiritual? Lo cual no resultaba tan divertido como él deseaba que fuese. Respiró profundamente y se secó las palmas de las manos repentinamente húmedas contra los muslos, preguntándose por qué parecía estar goteando. Aún así, hay que empezar por algún lado

Y en aquel momento aquella parecía ser la única posibilidad del pueblo.

El vehículo estaba exactamente a una distancia de seis metros, veintiséis centímetros y tres octavos de milímetro cuando se puso delante de él. Cuando se detuvo, estaba exactamente a tres octavos de milímetro. Un hombre con aspecto agotado y una mujer con aspecto igualmente agotado estaban sentados con la boca completamente abierta en los asientos delanteros. Brian y Linda Pearson. Les hizo a ambos un gesto entusiasta con los pulgares hacia arriba imaginándose que, vaya, no les podía hacer daño.

—¿Es que te has vuelto loco? —Brian salió por la ventanilla del conductor con la cara roja—. ¡Podría haberte matado!

Parecía un poco enfadado. Samuel le dirigió una sonrisa tranquilizadora. Nunca permitas que los mortales sientan inseguridad. No estaba seguro de si aquello era conocimiento superior, sentido común o algún tipo de instinto de supervivencia básico, pero se imaginó que debía continuar así a pesar de ello.

—Tengo un mensaje que darte.

—¡Sal de mi camino de una puta vez!

—No.

—¿No? —el volumen de su voz subió de forma impresionante.

—No. Tengo que decirte que, a pesar de lo que parezca, tus hijas no intentan volverte loco deliberadamente. Sólo necesitas tener más paciencia —dejando que una sonrisa se colase suavemente, añadió—. Y un caramelo de menta.

—¡Estás mal de la cabeza!

—¡No lo estoy! —sintió cómo se le desencajaba la mandíbula y el peso se le desplazaba hacia la parte delantera de los pies. ¿De dónde venía aquello? Mientras bajaba la voz, luchó contra la necesidad de retar a Brian Pearson a una pelea, diciendo sólo con un ligero toque de beligerancia—. Soy un ángel.

El agotamiento se enfrentó a la incredulidad, y los ojos inyectados en sangre de Brian se abrieron más y más al encontrarse con otra mirada sostenida.

—Oh, Di…

Samuel levantó una mano y lo cortó, mirando a su alrededor para asegurarse de que nadie los había escuchado.

—Ni lo menciones. ¿Has escuchado lo que le ocurrió al último que intentó subir? —silbando un movimiento de descenso, imitó una desgraciada caída. El sonido de la explosión final era puramente improvisado pero imposible de resistir.

Tras arrastrar a Brian de nuevo al coche, sin que su mirada abandonase ni un momento la cara de Samuel, Linda susurró algo al oído de su marido.

Este meneó la cabeza y volvió a mirar por encima del hombro.

—No podemos.

Ella susurró algo más.

Por desgracia, el conocimiento superior no parecía ser extensible al fisgoneo.

Brian salió por la ventanilla con una floja sonrisa.

—¿Quieres que te llevemos a Londres?

¿Lo haría? Londres, Inglaterra, parecía estar un poco lejos y él estaba prácticamente seguro de que por el medio estaba el océano Atlántico, así que seguramente se refiriese a Londres, Ontario, que estaba más o menos a una hora de camino por la autopista cuatro.

—Claro.

—Bien. Entra.

En el momento en el que llegó a la puerta del acompañante, Linda ya había abierto la puerta de atrás. Con una expresión que era una curiosa mezcla entre esperanza y culpabilidad, le deseó feliz Navidad y le indicó que tenía que subir de un salto. Habían retirado la segunda fila de asientos y un par idéntico de gemelas de siete años, Celeste y Selinka, estaban aseguradas una en cada extremo de los tres asientos ubicados en la parte trasera del coche. Si hubiese habido más espacio entre ellas y sus padres, estarían completamente fuera del vehículo.

—Hola —les dijo mientras se metía en el asiento del medio y buscaba el cinturón de seguridad—. Me llamo Samuel y soy un ángel. Estoy aquí…

—Porque mami le ha dicho a papi que nos podrías distraer —anunció Selinka.

—Y así papi podrá conducir con más seguridad —añadió Celeste.

—En realidad mami no se cree que seas un ángel. Está desesperada.

—Ha dicho que está dispuesta a aceptar ayuda del mismo diablo.

—¿En serio?

En la parte delantera, los hombros de Linda se pusieron en tensión, lo cual le daba credibilidad al comentario.

Samuel se encontró con sus propios hombros tensándose en respuesta.

—Sabes, no deberías repetir eso.

—¿Por qué? —exigió Celeste entornando los ojos.

—Porque si un ángel puede estar aquí, también podría un demonio.

—Eres tonto —bufó Selinka—. Y tu pelo parece de imbécil. ¿Por qué hueles a algodón de azúcar?

—Huele a helado de fresa.

—¡No!

—¡Sí!

—¿Por qué no puedo oler a las dos cosas? Celeste se inclinó hacia él.

—Tienes razón —le dijo a su hermana—. Es tonto.

Y entonces comenzaron a cantar.

—Había una vez…

Al principio eran una monada.

—Cantemos todos juntos —sugirió Samuel inclinándose hacia delante todo lo que le permitía el cinturón de seguridad. Cantar estaba bien, tenía una vaga idea de que los ángeles lo hacían mucho—. La familia que canta unida… eh… ¿vuela unida? Entonces se dio cuenta de que nadie podía escucharle por encima de las agudas vocecillas que llenaban de sonido el vehículo.

—… UN BARQUITO CHIQUITIIIIIITO…!

Continuó y continuó, justo por encima del umbral del dolor.

—Haz que paren —gimió el padre mientras se golpeaba la frente contra el volante al mismo tiempo que el coche ganaba velocidad.

Aparte de ahogándolas, a Samuel no se le ocurría cómo detenerlas. Nada de lo que dijese, desde un argumento bien razonado a una súplica infantil les produciría ninguna impresión. Tras el cuarto verso, ahogarlas comenzaba a parecerle una opción válida. Por fin, cuando los oídos le pitaban por el repentino silencio, obligó a los extremos de su boca a curvarse en una sonrisa y repasó a las dos niñas con ella.

—Eh, tengo una idea. ¿Por qué no hacemos alguna cosa que no haga ruido?

Intercambiaron una mirada de desconfianza.

—¿Cómo qué? —preguntó Selinka.

—Ya puede ser divertido —añadió Celeste.

Abrió la boca y luego la volvió a cerrar. Podía decir cuántos pelos había en las cabezas de las dos niñas (tres mil millones doscientos doce y tres mil millones doscientos catorce), pero cuando se paró a pensarlo vio que aquello no era ni remotamente útil. A no ser que…

—¿Supongo que no querréis jugar a contar los pelos que tiene la otra?

Y entonces descubrió que un juguete electrónico, no violento, orientado a un nivel de edad apropiado y diseñado para promover el desarrollo social podía llegar a hacer un chichón si se lanzaba de cerca.

—Me siento culpable por esto —le murmuró Brian Pearson a su esposa—. ¿Estás segura de que estará bien?

—Se ofreció a ayudar.

—La verdad, cariño, es que dijo que tenía un mensaje para nosotros.

—Es lo mismo.

—No exactamente.

—Bueno, es un coche en marcha —señaló filosóficamente mientras se mordía la última uña—. No puede salir.

—Vamos a Londres a ver a nuestra abuelita —anunció Selinka.

—¿Tú tienes abuelita? —preguntó Celeste.

Buena pregunta. Recorrió el orden de ángeles que estaban por encima de él: arcángeles, principados, poderes, dominios, tronos, querubines, serafines…

—No, no tengo.

—¿Por qué no?

—Supongo que es porque soy un ángel.

La gemela de la derecha entrecerró los ojos y alzó la vista hacia él.

—Déjame verte las alas.

—¿El qué?

—Si se supone que eres un ángel, déjame verte las alas. Samuel extendió las manos e intentó poner una sonrisa congraciadora.

—No tengo alas.

—¿Por qué?

—No soy ese tipo de ángel.

—¿Por qué?

—Porque soy un tipo de ángel que no tiene alas.

—¿Por qué?

—Si eres un ángel, tendrías que tener alas —su voz comenzó a elevarse tanto en tono como en agudez—. ¡Unas alas grandes y esponjosas!

La sonrisa desapareció.

—Bueno, pues no tengo.

—¿Por qué?

¿Por qué? No tenía ni idea. Pero volver para tener una larga charla con Lena comenzaba a parecer un plan.

—Tengo zapatillas de correr —ofreció.

Dos cabecitas se inclinaron para echar un vistazo.

—No son de marca —dijo la gemela que parecía dirigir aquella parte del interrogatorio—. No la tienen impresa.

—¿Y eso importa? —¿era que llevaba la ropa equivocada?—. ¿Qué es una marca?

Ella cruzó los brazos.

—Gilipollas.

—Chicas, ¿no os gustaría echar una siesta? —por encima del sonido de la risa de las niñas, creyó escuchar a la madre gemir—. Si estuvieseis calladas, vuestros padres estarían muy pero que muy contentos.

—¿Lo estarían?

—Sí.

—¿Por qué?

La gemela de la izquierda tomó su turno y le metió el dedo en un costado imperiosamente.

—Haz que te salga una aureola.

—¿Qué?

—¡Que hagas que te salga una aureola! Como en la tele.

—Yo no…

—Entonces no eres un ángel.

—Sí, lo soy.

—No, no lo eres.

—Sí que lo soy —apenas resistiéndose a la necesidad de agarrarla y sacudirla, dejó ver un poco de luz.

—¡Ja, ja, te he hecho encenderte!

Una muñeca bebé étnicamente diversa y anatómicamente correcta se balanceó desde el otro lado agarrada por un pie, y la cabeza de plástico moldeado completó el balanceo cayendo justamente sobre el punto equivocado. La luz se apagó.

Todavía le lloraban los ojos cuando el coche se paró en la esquina entre las calles York y Talbot y salió tambaleándose sobre la nieve. Quizá Brian Pearson necesitaba saber que sus hijas no estaban intentando deliberadamente volverlo loco, pero ya que las gemelas habían sobrevivido durante siete años completos, sólo podía concluir que ambos padres tenían la paciencia de un santo. Los dos. Llevaba con las gemelas poco más de una hora y, contra toda predisposición, había deseado estrangularlas. No podía imaginarse cómo serían siete años. Y ya no tenía la certeza de que Brian Pearson no tuviese razón.

Las niñas, que no se habían alterado en absoluto con el chillido que él había soltado, se pegaron a la ventana y le lanzaron besos.

—No me digas que no son angelicales… —suspiró su madre sin demasiada convicción.

—No exactamente —le dijo Samuel apoyándose en la puerta hasta recuperar el equilibrio—. Pero si le sirve de ayuda, no creo que sean realmente demoníacas.

Volvió la cabeza lo suficiente como para encontrarse con su mirada.

—¿No estás seguro?

—Ejem —echó otro vistazo y recordó la voz de un recuerdo que decía porque si un ángel puede estar aquí, también podría un demonio. O dos—. No. Lo siento.

—Bueno, has sido de mucha ayuda.

Se hubiera tranquilizado más si ella no hubiera sonado tan sarcástica. Cuando el coche se marchó, se metió las manos en los bolsillos, suspiró y murmuró:

—Podría haberlo hecho mejor.

Se abrió paso a través del estrecho paso que abría la calle en la nieve que llegaba a la altura de la rodilla, llegó a la acera a trompicones y se tomó un momento para intentar sacarse la nieve de los zapatos con un dedo. Aparentemente, era un hecho popularmente conocido que los ángeles no dejan huellas. Se retorció y comprobó que, estaba bastante seguro, no había dejado marcas en la nieve. A pesar de que tenía que haber alguna razón para ello, habría cambiado con gusto dejar huellas por tener los pies secos. ¿Se suponía que a los ángeles se les podían mojar los pies? Por lo menos no tenía frío. Por lo menos aquello funcionaba.

No parecía que nada más funcionase.

Quizá sólo necesitaba práctica.

Se estiró y miró a su alrededor. Así que aquello era Londres. La ciudad del bosque. La ciudad de la jungla. Crecían plantas en la cuneta. Parecía ser que las 340 000 personas que vivían allí tenían la mayor cantidad de coches per cápita de Canadá. ¿Y qué? ¿Dónde estaba todo el mundo? Lo único que veía eran calles cubiertas de nieve y vacías.

Si miraba hacia el este, un cartel situado fuera del desierto Centro de Convenciones deseaba a todos Feliz Navidad. Una ráfaga de viento que soplaba por las vías arrancó una capa de nieve de la superficie que casi golpeó la estación de tren.

Tras él sonó el portazo de un coche.

Se volvió a tiempo de ver cómo un taxi se marchaba y una viejecita luchaba para conseguir arrastrar una maleta de vinilo marrón hacia la estación de autobuses. Se llamaba Edna Grey, tenía el corazón débil y estaba de camino a Windsor para pasar la Navidad con su hija. Quizá no tuviese ningún mensaje porque él era el mensaje. Quizá lo que tenía que hacer fuese mostrarse, no decir. Se apresuró para llegar hasta allí y le quitó fácilmente de las manos la maleta a la viejecita.

—¡Deténgase! ¡Ladrón! ¡Deténgase!

—¡Eh! ¡Au! ¡Sólo intentaba ayudarla!

Edna Grey levantó la vista hacia él desde debajo del borde de un gorro rojo de punto, con la correa del bolso agarrada entre las dos manos enguantadas.

—¡Ayudarme a quedarme sin cosas!

—No, ayudarla a llevar sus cosas —cuando vio que volvía a levantar el bolso, dejó la maleta y salió de su campo de actuación mientras se frotaba el codo—. ¿Qué lleva ahí dentro, ladrillos?

Entornó los ojos.

—Podría ser.

—¿Puede relajarse, señora Grey? Sólo intento hacer algo por usted —sabía que sonaba como si estuviese a la defensiva, pero no parecía poder detenerse. Y no tenía ni idea de por qué quería que ella bajase su temperatura corporal.

—¿Cómo sabes mi nombre? Has estado acechándome, ¿verdad?

Acechar. Seguir y observar a otra persona, normalmente con la intención de hacerle daño.

—¡No! —dio un paso adelante y luego se volvió a echar atrás cuando el bolso se levantó—. No puedo hacerle daño. Soy un ángel.

—Pues pareces un punk —una vehemente exhalación que salió por su nariz pulverizó todo lo que la rodeaba con una suave capa de humedad.

—¿Sí?

—Bueno, lo que está claro es que no pareces un ángel.

¿No lo parecía?

—¿No?

—Pareces —repitió—, un punk.

Frank Giorno también le había llamado punk. No podía entenderlo, ya que el punk prácticamente se había acabado con los 80. Una rápida revisión encontró que su nariz y orejas todavía estaban libres de imperdibles.

—Puedo colocarme una aureola —aquello parecía ser algo que hacían los ángeles.

—Por mí como si te prendes fuego a los calzoncillos. Y ahora apártate de mi camino, tengo que tomar un autobús.

—Pero…

—¡Fuera!

Sus pies se movieron antes de que la orden ladrada llegase a su cerebro. Se quedó allí de pie mirando cómo ella arrastraba la maleta durante los siguientes siete metros, quince centímetros, seis milímetros y tres cuartos que faltaban hasta la puerta de la estación. No había nada más que se moviese, que él pudiese ver, y el único sonido que se escuchaba era el crujido del vinilo barato contra el cemento.

Se detuvo en la puerta y se dio la vuelta.

—¿Y bien? —exigió.

Parecía que el conocimiento superior ya no servía para nada.

—Ven aquí y abre la puerta.

—Pero creía que…

—Y mientras pensabas, ¿has pensado cómo una mujer de mi edad puede conseguir abrir una puerta con una maleta grande y pesada?

—Eh…

—No. No lo has hecho. El mundo se ha ido al cuerno desde que dejaron de emitir Bolos por dólares.

Impulsado por su mirada, corrió hacia la puerta y la abrió de par en par. Después, un poco perdido, la siguió al interior.

Cambió la maleta de mano.

—¿Y adónde irás ahora?

No lo sabía.

—¿Con usted?

—Sigue jugando —miró hacia el panel de salidas con los ojos entornados—. Sólo hay otro autobús que sale esta mañana, y va a Toronto.

—¿Debería ir a Toronto?

—¿Y a mí qué me importa a dónde vayas? —tras agarrar su maleta, comenzó a cruzar la habitación mientras mantenía una mirada de desconfianza sobre él.

—Bueno. —Edna Grey podría no necesitar su ayuda, pero en una ciudad con tres millones de personas, alguien la necesitaría. Iría allí, ayudaría a la gente y por fin podría hacerse una idea de qué se suponía que tenía que hacer, y cuando lo hubiera hecho volvería a la luz y exigiría saber qué era exactamente lo que estaban pensando cuando lo habían enviado al mundo sin instrucciones. Bueno, quizá no lo exigiría. Lo preguntaría.

Educadamente.

Pero por el momento…

La estación de autobuses parpadeó dos veces, luego volvió a quedar enfocada.

¿Por qué no estaba en Toronto? Querer estar en Toronto debería haberlo colocado allí, pero había algo que parecía hacer que se mantuviera en el mismo lugar. Sentía como si estuviese intentando arrastrar un peso enorme…

Y entonces se dio cuenta.

—¡Oh, venga, pero si son bastante menos de cien gramos! —ligeramente avergonzado por cómo su voz había resonado contra seis tipos de baldosas diferentes, Samuel levantó la vista y vio que Edna Grey lo miraba con los ojos inmensamente abiertos y agarrándose el pecho con una mano enguantada. Mientras miraba se iba derrumbando suavemente sobre el suelo.

—¿Señora Grey? —aterrizó de rodillas a su lado—. ¿Señora Grey, qué le pasa?

—El corazón… —su voz sonaba como a papel de seda arrugándose.

—¡Eh, no haga eso, no tendría que morirse ahora! —se echó hacia delante y extendió los dedos de la mano derecha un par de centímetros por encima de la punta de sus senos, pasó un momento haciendo que su mente dejase de repetir la palabra senos una y otra vez sin ninguna razón y después se preguntó qué era exactamente lo que creía que estaba haciendo.

La estoy ayudando. Es el corazón.

¿Se suponía que los corazones latían como una bomba de gas filtrando un tanque vacío?

Se colocó la mano izquierda sobre el pecho. Parecía ser que no. ¿Y entonces?

¿Sería aquel el mensaje que tenía que anunciar?

Una pulsación de luz se desplazó de su mano al corazón de ella y sintió la inexplicable necesidad de gritar «¡Listo!». Consiguió resistirse de algún modo. El corazón de ella dejó de latir agitado, se detuvo, encontró un nuevo ritmo y comenzó a latir con fuerza de nuevo.

—¿Señora Grey? —sintiéndose un poco mareado, Samuel se inclinó hacia delante y le echó un vistazo a su rostro—. ¿Me oye?

—¿Qué? ¿Es que como soy vieja tengo que ser también sorda?

—Eh, no —quizá debería aflojarle la ropa.

Ella le apartó la mano de un golpe.

—¿Qué ha pasado?

—Ha tenido un ataque al corazón.

Ella colocó las palmas de las manos sobre el suelo y se impulsó para sentarse.

—Bueno, ¿y te sorprende? Estabas ahí, después no estabas y después estabas otra vez.

—¿Ha visto eso?

—¿El qué? ¿Es que como soy vieja tengo que ser también ciega?

—Eh, no.

—¿Y por qué huele todo este cuarto a pino?

—Creo que es del limpiador del suelo.

—O que un gato se ha meado en la esquina —miró el rostro atónito de la cajera de la estación de autobús que miraba desde detrás del mostrador de venta de billetes y entornó los ojos—. ¿Y usted qué mira, señorita? Menos mal que no tuve que esperar su ayuda —murmuró—. Me hubiera quedado ahí tirada hasta el día de Año Nuevo.

—¿Señora Grey? ¿Quiere levantarse?

—No, mejor me quedo aquí sentada en medio de un charco de barro.

Cuando estaba a punto de cogerla de la mano, Samuel se echó hacia atrás sobre los talones.

—Eh, de acuerdo.

Mientras murmuraba algo entre dientes, lo agarró del hombro y se impulsó para ponerse en pie.

—¿Y qué estabas haciendo? —exigió saber en cuanto se puso en pie—. Estabas aquí, ya no estabas. Tengo el corazón débil, ya lo sabes.

—Tenía —la corrigió—. Lo he arreglado.

—Lo has arreglado bien. Y ahora responde a mi pregunta: ¿qué estabas haciendo?

—Intentaba ir a Toronto. Pero no ha ocurrido —se le hundieron los hombros.

—¿De verdad eres un ángel?

—Sí, señora.

—¿Y entonces cuál es tu mensaje?

—Bueno, sabe, es que, esto… Un pie daba golpecitos en el suelo impaciente.

—Los ángeles son mensajeros de Dios. ¿Cuál es tu mensaje? ¿Es el Armagedón?

Se miró los bolsillos. Seguía sin haber mensajes.

—Estoy prácticamente seguro de que no es el Armagedón.

—¿Prácticamente seguro? —pareció desilusionada.

—La verdad es que estoy comenzando a pensar que no soy ese tipo de ángel.

—Oh, ¿y entonces qué tipo de ángel eres?

—Pues, el tipo de ángel que…

—¿El tipo de ángel que aparece y desaparece de donde quiera? ¿Produciéndoles ataques al corazón a las pobres abuelitas desamparadas?

—No lo he hecho a propósito.

—No utilices ese tono conmigo, jovencito. Podrías demostrar un poco de respeto por mi edad.

—¿Qué? ¿Es que como es vieja también tengo que respetarla? —se le escapó antes de poder evitarlo. Por alguna extraña razón su boca parecía haber funcionado sin haber implicado al cerebro.

Pero Edna Grey se limitó a colocarse bien el sombrero.

—Sí —dijo—, exactamente eso. ¿Así que por qué no podías irte?

—Es mi forma. Tiene… —con la boca abierta a punto de explicar lo de los genitales, Samuel se encontró con unos ojos reumáticos, los miró profundamente y decidió que no quería ir por ahí. O a ningún lugar cerca de ahí—. No es… Quiero decir, no es… De alguna forma me define. Hace que no pueda hacer algunas cosas, y no puedo deshacerme de ello.

—A mí me lo vas a decir.

Su constante nivel bajo de confusión subió un punto.

—¿El qué?

—Hazte viejo, muchacho, si quieres quedar definido por tu forma —suspiró, emitiendo un sonido breve, agudo y enfadado—. Unos huesos viejos, la sangre vieja, el cuerpo viejo, todo hace que no puedas hacer la mayor parte de las cosas, y seguro como que hay infierno que es algo de lo que no puedes deshacerte. ¿Pero sabes lo peor? —un dedo enguantado se le clavó en el pecho—. La forma en la que el resto de la gente piensa que no puedes hacer lo que siempre has hecho porque eres vieja, puedas o no puedas hacerlo —dejó caer la mano a un lado—. No te hagas viejo, muchacho. Y no dejes que los demás te digan lo que puedes y no puedes hacer.

—No puedo hacerme viejo —le dijo—. Y tampoco puedo ir a Toronto.

—Oh, sí, no puedo hacerme viejo, no puedo ir a Toronto: es una comparación muy similar, claro que sí —se echó hacia delante y recogió el bolso del suelo—. Manzanas y naranjas, como solía decir mi santa madre.

—La verdad es que no lo era.

Edna Grey le dirigió una mirada molesta mientras se estiraba.

—¿Que no era qué?

—Santa.

—Espero que no, la verdad.

—Pero ha dicho…

—No importa lo que haya dicho. Y si estás tan desesperado por llegar a Toronto, cómprate un billete de autobús.

—¿Necesito un billete de autobús para ir a Toronto?

—Si quieres ir en autobús, sí.

Un rápido repaso por sus bolsillos tuvo como resultado un cuadrado de cartón.

—¿Uno así? Frunció el ceño.

—¿De dónde has sacado eso? Él se encogió de hombros.

—La necesidad provee.

—¿Porque eres un ángel?

—Supongo.

El interfono petardeó hasta tomar vida y escupió una serie de palabras incomprensibles hacia la estación.

—Su autobús está ya en el andén 3 —Samuel empujó la maleta hacia ella, con cuidado, sin hacer movimientos bruscos. Todavía le dolía el codo del primer asalto.

—¿Has entendido eso?

Volvió a asentir.

—Bueno, si antes no creía que fueses un ángel, ten por seguro que ahora sí. Comprender los escupitajos indescifrables que salen de esos altavoces necesitaría nada menos que intervención divina. Espera a que le cuente a Elsa que he conocido a un ángel de verdad.

Con lo que presume, todo el día contando que una vez conoció a Don Ho.

—¡Señora Grey, su autobús!

—Sí —levantó la maleta con facilidad y salió hacia los autobuses con paso decidido, mientras murmuraba—. Espera a que le cuente a mi hija que he conocido a un ángel de verdad, ella no ha conocido nunca a Don Ho.

Esperó hasta que la vio subir trabajosamente los escalones del autobús, negándose a dejar su maleta, y suspiró:

—De nada.

—Mira, niño, no me importa quién te creas que eres ni lo poco que pienses que he dormido ni lo mucho que opinas que tengo que conducir con seguridad, pero si no te sientas, te sacaré del autobús a patadas.

—Pero tengo billete.

Barry Bryant suspiró y giró la parte trasera de la palma de la mano derecha sobre la sien.

—No me importa. La arpía que estaba detrás de la ventanilla ya me ha dicho que tengo una pinta infernal, así que no necesito tu aportación.

Samuel se inclinó hacia delante.

—Ya sabes que no es así.

—¿Que no qué?

—No tienes una pinta infernal.

—Siéntate. Ya.

Un soldado de la luz sabía cuándo debía obedecer una orden directa. Samuel se sentó junto a la única persona que había en el autobús.

—Hola, Nedra.

—¿Te conozco?

—Soy un ángel. Estoy aquí para ayudar.

Lo miró profundamente a los ojos, vio las motas doradas que se superponían a las castañas iluminando todo lo que rodeaban con una ligera luminiscencia y dijo:

—Piérdete.

—¿Que me pierda?

—Sí —por alguna extraña razón, tras una Nochebuena perfectamente equilibrada, sus padres la habían hecho marcharse sintiéndose culpable por su falta de nietos. Se enfrentaba a un turno de doce horas en un hospital que podría pagar millones por una máquina de última tecnología, pero no se podía permitir comprar cuñas nuevas, y no estaba de humor para tratar con alguien que olía a ravioli enlatado, una comida que su elevado nivel de colesterol ya no le permitía comer—. Piérdete.

—No puedo —admitió él mientras miraba hacia el confinado espacio a su alrededor.

—Inténtalo.

—Pero…

—Ya.

Acababa de sentarse tan lejos de Nedra como era posible cuando el conductor subió a bordo y miró en dirección a él.

—¿Qué?

Con los labios curvados, Barry se dejó caer en el asiento del conductor. Se había ido a la cama a las tres, se había vuelto a levantar a las seis y sabía perfectísimamente que no debería conducir. Lo último que necesitaba al comienzo de un viaje a Toronto y vuelta sobre una autovía cubierta de nieve era que un adolescente listillo se lo dijese. Claro que no era seguro. Él sabía que no era seguro. ¿Qué pasa, que tenía cara de idiota? ¿Pero qué iba a hacer? ¿Cancelar el viaje? ¿Llamar a otro conductor el día de Navidad? Iba a ser que no. Tenía que hacerlo, así que iba a hacerlo y no había nada más que decir. Además, le pagaban doble más la mitad, y no iba a perder ese dinero.

La cabeza le martilleaba cuando metió la marcha del autobús.

—Y tampoco me siento culpable por ello —gruñó.

—Sí, sí que te sientes.

Barry se volvió. Era imposible que él hubiese escuchado su protesta o que él lo hubiese escuchado a él desde donde estaba, en la parte trasera del autobús. No estoy escuchando cosas raras. Con los hombros encorvados, soltó el freno de mano y salió a la carretera. Estoy bien.

El único vehículo que había en el aparcamiento pertenecía a la vaca que estaba detrás de la ventanilla, que seguramente emitiría un informe sobre él y entonces lo suspenderían y perdería tanto dinero como estaba ganando hoy, ¿así que para qué se estaba tan siquiera molestando?

La salida fue un poco abierta de más y el autobús rozó el guardabarros del coche como un elefante rozaría una pantalla de papel.

Cuando salían a York Street, Samuel se volvió en el asiento y miró el metal abollado, preguntándose si debía hacer algo. Él sabía que no debía haber hecho eso, pero lo ha hecho igualmente. ¿Y no le importa? Aquello era algo con lo que Samuel no había tenido contacto antes. Era…

Libre albedrío. Con los ojos muy abiertos, se retorció para mirar hacia la nuca del conductor. Cuando tienen la oportunidad de elegir entre el bien y el mal, los humanos podían elegir libremente hacer el mal, y a veces lo hacían. Vale, había que admitir que en una escala del uno al diez en la que uno era chocar deliberadamente contra un coche aparcado y diez era cometer un genocidio, aquello estaba cerca del uno, pero aún así. Libre albedrío. En acción.

Después de aquello, el viaje a Toronto transcurrió sin incidentes.

A pesar de que de repente parecía haber un gran número de vehículos todoterreno que se salían de la carretera.

Samuel hubiera disfrutado del viaje si no hubiera estado todo el rato resbalando en el ángulo forzado en los viejos asientos por miles de pasajeros anteriores, haciendo que se quedase atrapado por el tiro de la entrepierna. No tenía ni idea de por qué alguien podía poner tal instrumento de tortura encima de tanto tejido acolchado, pero en el momento en el que el autobús llegó a Hamilton estaba seguro de que el Príncipe de las Tinieblas en persona estaba implicado en ello.

Toronto era la confusión que él había esperado antes. Samuel se bajó en la estación de autobuses de Elizabeth Street y se quedó mirando a su alrededor. Todo parecía recargado. Había demasiados edificios, demasiado cemento, demasiada suciedad… pero no demasiada gente, ya que eran casi las doce del mediodía del día de Navidad.

—Eh, tío, pareces perdido.

Samuel se miró los pies (no sabía que la nieve pudiese ser de ese color) y después levantó la vista hacia el hombre de veintitantos años, rubio y con un par de centímetros de raíces oscuras, que estaba ahora a su lado.

—No. Estoy aquí mismo.

—Je, qué divertido —la sonrisa y la risa que la acompañaba eran falsas. Llevaba un impermeable oscuro, abierto sobré los vaqueros negros, botas negras y un jersey de cuello vuelto negro. Se suponía que tenía que parecer moderno, o seguramente guay, pero Samuel tuvo la impresión de que lo guay estaba pasado de moda. Y aquel tipo no la tenía—. ¿Acabas de llegar a la ciudad?

—Sí.

—¿Necesitas un sitio donde quedarte?

—¿Necesito un sitio donde quedarme?

—¿Se iba a quedar?

—¿Vas a intentarlo en la calle?

—Iba a quedarme en la acera.

—Ya lo he dicho, un tío divertido —la mano extendida terminaba en unas uñas negras. Decididamente la moda lo había abandonado—. Me llamo Deter.

—¿Deter? —el conocimiento superior por fin le proporcionó alguna información que no fuese un consejo sobre moda—. ¿No te llamas Leslie?

Los ojos de color avellana se abrieron como platos, la mano cayó y Leslie/Deter lanzó una mirada por encima del hombro a dos hombres más o menos de su edad que reían.

—No, te equivocas, tío. Me llamo Deter.

—Vale, de acuerdo, entiendo por qué te lo has cambiado.

—No me lo he cambiado.

—Sí, lo has hecho.

—¡No!

—Sí. Te llamabas Leslie Frances Calhoon. Ahora te llamas Deter Calhoon.

—¿Leslie Frances? —aulló uno de los dos hombres que reían.

—¡Callaos! —se giró para menear un dedo bajo la nariz de Samuel—. ¡Y tú también, cállate!

—Vale.

—¿Te conozco?

Hasta aquel momento de su existencia, Samuel había conocido a ocho personas, sin contar a Nedra, a quien creía que no debía contar ya que ella había dejado bastante claro que no había querido conocerle.

—No.

—¡Entonces deja de llamarme Leslie!

—Vale.

—¿No tienes donde quedarte?

¿Iba a quedarse?

—No.

—Bien. Pues entonces te vienes con nosotros.

—No.

—¿Entonces te quedarás en la calle, en la acera, lo que sea? Bueno, aquí —respirando por la nariz pesadamente, Leslie/Deter metió un panfleto dentro de la mano de Samuel—. La misión de Greenstreet. Tenemos una cena de Navidad. Allí podrás tener comida y escuchar la palabra de Dios.

Samuel sonrió con alivio. Por fin había algo que entendía.

—¿Qué palabra?

—¿Qué?

—Bueno, Dios ha dicho muchas palabras, sabes, y no merecería la pena volver a escuchar una palabra como «esto» o «el», pero siempre es muy divertido escuchar cómo intenta decir «aluminio».

—¿De qué estás hablando?

—De lo que tú estabas hablando.

Leslie/Deter miró por encima de los agujeros de la nariz que se le comenzaban a hinchar.

—Yo hablaba de la palabra de Dios.

—¿Qué palabra?

Le arrancó el panfleto de la mano a Samuel.

—Olvídalo.

—Pero…

—No. ¡Apártate! —el impermeable negro giró de una forma impresionante cuando él volvió con paso firme a donde estaban sus sonrientes amigos y los empujó para que se moviesen.

Mientras se preguntaba qué habría dicho, Samuel levantó una mano a modo de despedida. No parecía tener mucho sentido ofrecerles ayuda con los panfletos.

—Adiós, Leslie.

Si Leslie/Deter había respondido, probablemente las nuevas carcajadas de sus compañeros habían absorbido su respuesta.

Ya que el agujero era tan pequeño, le había llevado más de doce horas sacar la sustancia suficiente. Hacia el final, cuando la luz y la oscuridad en el mundo se acercaron a un equilibrio, debería haberse vuelto más difícil, pero ahora había una cantidad tan grande de entusiasta oscuridad surgiendo de abajo que había que tener cuidado. Inclinar el equilibrio hacia el otro lado no les haría ningún bien. Ya que, técnicamente, no hacer el bien en absoluto era su raison d’être, la contradicción estaba haciendo que se sintiese más que un poco nervioso.

Ni siquiera quería meterse en el lío de reunirlo todo sin llegar a adquirir consciencia demasiado pronto. Sin un cuerpo físico se sentía tanto desorientado como exhausto. Nunca había tenido un día tan malo. Lo cual era una especie de cosa buena. Sólo que las cosas buenas eran malas. Si hubiera tenido cabeza, hubiera tenido un dolor de cabeza infernal.

Literalmente.

Sentía como el bien y el mal se nivelaban. Se había restituido el equilibrio. Se calmó, la sombra que caía sobre el hueco congelado desde medianoche se hizo más oscura y adquirió forma.

Después, ya que todas las cosas estaban igualadas, o por lo menos todas las cosas en las que estaba implicado a cualquier nivel, cerró el agujero y miró a su alrededor.

—ESTOY DE VUELTA.

Tosió y lo volvió a intentar.

—Estoy de vuelta. Estoy de vuelta —lo único que hacía era ir a peor—. ¿Qué demonios está pasando aquí?

Al haber conseguido un equilibrio perfecto, le había permitido al peso que estaba al otro lado de la escala definir la forma que tendría. Convertirse en el contrario exacto. Era imposible encontrar a uno mientras el otro existiese. Utilizaría la luz alegremente para conseguir sus fines. Bueno, quizá no alegremente. Cínicamente.

Parecía ser una hembra joven. Adolescente. Cabello largo y oscuro. Pechos bastante grandes. Miró hacia abajo. Todo lo demás parecía estar ahí.

Hubo tres cosas que quedaron claras inmediatamente.

Una. Parecía ser rubia natural, lo cual explicaba el negro uniforme de su cabello. Un mal tinte.

Dos. Los demonios, igual que los ángeles, no tienen sexo. Los actos de los íncubos y súcubos tenían más que ver con joder mentalmente que con cualquier acto en el que se sudase. Pero…

… ya que ella tenía un completo, él tenía un completo.

Tres. Al darle género, y estaba claro que ella parecía tenerlo, algo había resultado considerablemente fastidiado en algún lugar.

Se hubiera sentido más feliz al respecto si no hubiera sido por el repentino torrente de emociones. Todas las emociones posibles. Estaba animada, estaba deprimida, estaba feliz, estaba triste, estaba total y absolutamente jodida…

Y fue en este estado en el que decidió salir.