SEIS

Poco más de una hora después de haber abandonado la casa de los Hansen, Dean giró por York Street y detuvo la camioneta en el aparcamiento de la estación de autobuses de Londres.

—¿Aquí?

—Aquí.

—¿Dentro?

—No, allí —señaló hacia un autobús que estaba aparcado en la parte trasera del aparcamiento, apenas visible entre la nieve que caía y la luz del día que se iba apagando.

Dean puso en marcha la camioneta y fue acercándose cuidadosamente. Teniendo en cuenta el día festivo, en la estación no hubo demasiado tráfico, así que el aparcamiento, al que no le habían quitado la nieve desde la mañana, estaba cubierto por un manto blanco prácticamente ininterrumpido. A unos tres metros del autobús, sintió que el volante se le soltaba bruscamente de las manos y comenzaba a girar con esa horrible y desatada sensación que sólo podía significar que ninguna de las cuatro ruedas tenía tracción. Corrigió el patinazo, creyó que lo había conseguido, volvió a patinar y gritó:

—¡Preparaos para el impacto! —justo en el momento en el que la camioneta se detenía con la puerta del pasajero a escasos cinco centímetros del guardabarros del autobús.

—¿Preparaos para el impacto? —preguntó Austin mientras retiraba las uñas de los vaqueros de Claire—. ¿Sabes tan siquiera cómo se blasfema?

Con el corazón latiendo a toda prisa, Dean apagó el motor.

—¿Y qué conseguiría blasfemando?

—Ya que lo tienes que preguntar, seguramente nada en… ¡eh! ¿Qué he dicho antes de lo que me cuelguen las patas? —preguntó cuando Claire lo levantó de su regazo.

—Perdón —con el ceño fruncido bajó la ventanilla y echó un vistazo al guardabarros del autobús.

—¡Perdón! ¡Gato viejo en corriente de aire!

—Austin, calla. Dean, tendré que salir por tu lado —subió la ventanilla y metió la mano bajo el gato para soltarse el cinturón—. Estamos tan cerca del agujero que no estoy segura de que puedas mover la camioneta con seguridad. Hay una cascada en funcionamiento aquí —añadió mientras se deslizaba bajo el volante y salía al aparcamiento. Mientras Dean luchaba para mantener la puerta abierta contra el viento, se inclinó hacia la cabina—. ¿Vienes?

—¿Ha llegado ya el verano?

Un viento helado le introdujo copitos de nieve por el cuello del abrigo.

—No precisamente.

Austin se sentó y dobló las patas delanteras bajo el pecho.

—Entonces me quedo dentro.

—De acuerdo. Ajustaré las posibilidades para que te mantengas caliente.

—Gracias, aunque si no cierras la puerta —añadió mordaz—, no se notará mucha diferencia.

Claire dio un paso atrás y le hizo un gesto con la cabeza a Dean que, pese al viento, consiguió cerrar la puerta sin dar un portazo.

—¿Sabes que cualquier otra persona la habría soltado sin más?

—Yo no soy cualquier persona.

Tenía un brazo colocado a cada lado de ella, con las manos enguantadas apoyadas sobre la camioneta, y su sonrisa era, si no sugerente, abierta a las sugerencias. Ya que había bloqueado el agujero, haciéndolo inofensivo, Claire se imaginó que tomarse un pequeño descanso no haría ningún mal. Además, Austin estaba encerrado tras cristal y acero, con lo que la oportunidad era demasiado buena para desperdiciarla.

Cuando se separaron un momento más tarde a su alrededor, en el aparcamiento, había un círculo de unos ocho metros libre de nieve. El asfalto directamente bajo sus pies tenía un ligero brillo.

—¿Es que va a ocurrir esto cada vez? —preguntó Dean temblando ligeramente mientras seguía a Claire dando un rodeo al autobús.

—La verdad es que no lo sé —sintió que tenía los labios morados y la ropa demasiado ajustada—. ¿Qué tal si nos detenemos por esta noche cuando hayamos cerrado el agujero?

Dean miró su reloj.

—Son las cuatro y diez.

—Está oscureciendo.

Levantó la vista hacia el cielo y luego la bajó para mirar a Claire.

—He visto un hotel justo saliendo a la carretera.

—Yo también —tras arrodillarse al lado del guardabarros del autobús se quitó un guante y, con un dedo más o menos a un par de centímetros del acero cromado, trazó una marca triple sobre el metal.

—¿Ya está? —preguntó Dean tras ella—. Es pequeño.

—Una cascada no tiene por qué ser muy grande. Seguramente el conductor rascó un coche al salir del aparcamiento, y ya que rascar un coche en marcha hubiera causado un accidente, no se detuvo, abrió el agujero y fue enviando posibilidades desagradables aquí y allá por toda su ruta, seguramente causando así unos cuantos pequeños accidentes a lo largo del día, que evitaron que el agujero se cerrase. Y ahí surge la cascada. Es como si cada uno de esos pequeños accidentes hubiera ido arrancando la costra.

Dean puso una mueca.

—No pretendía preguntar. ¿Pero cómo sabes que el conductor no se detuvo?

—Si el conductor se hubiera parado, no habría agujero —tras buscar entre las posibilidades, apretó el pulgar con fuerza sobre un extremo de la primera marca. El metal se tensó. La marca desapareció. Dos veces más y el agujero estaba cerrado—. Creo que tendré que cerrar unos cuantos agujeros inspirados por esta cosa —dijo mientras Dean la ayudaba a levantarse—. El cartel dice Londres-Toronto, pero ya que estamos todavía en Londres, está claro que ha sido Londres-Toronto y el camino de vuelta —mientras se volvía a colocar el guante, se dio cuenta de que había un nuevo brillo de adoración en el rostro de él—. ¿Qué?

—Nunca has mencionado que arreglabas carrocerías.

—También puedo evitar el óxido.

—¿En serio?

Le sonrió.

—No, lo siento. Sólo quería ver como se te iluminaban los oj… ¡Oh!

—¿Una nueva llamada?

—No…

—¿No?

—No. Es otra cosa. Algo cercano.

—Demasiado para dejar de trabajar temprano —estaba contrariado, por supuesto, pero el frío se había ocupado bastante del incentivo real.

—No. —Claire comenzó a cruzar el aparcamiento—. Muy cercano. Cuando llegó a la acera, se detuvo y giró hacia la derecha. —Sea lo que sea, está dentro de la estación. La puerta estaba cerrada. Había un cartel que decía: la terminal cierra a las 4 el día de navidad.

—Entonces supongo que tendrá que esperar hasta mañana. —Dean limpió unas cuantas huellas de dedos del cristal y se volvió para marcharse—. Mira, ahí está el hotel —ligeramente confundido, vio cómo Claire se quitaba el guante, la cual no era la reacción que él esperaba—. ¿Qué?

—Supongo que esto nunca llega… —abrió la puerta buscando entre las posibilidades.

—¡Claire! ¡Eso es allanamiento de morada!

—No he allanado nada, sólo estoy entrando —lo agarró fuertemente por el abrigo y tiró de él hacia dentro—. Muévete. La vida es mucho más sencilla si no tienes que dar explicaciones a testigos.

—¡Pero esto es ilegal! —protestó él mientras la puerta se cerraba tras ellos. Al ver que ella continuaba hacia delante sin responder, la agarró por un brazo—. ¡La alfombrilla!

Ella se echó hacia atrás bruscamente y miró al suelo.

—¿Qué?

—Límpiate los pies.

Claire valoró un par de posibles respuestas. Después se limpió los pies.

Media docena de pasos más tarde, en el interior de la estación, apoyó una rodilla en el suelo y apretó los dedos extendidos de la mano derecha contra las baldosas.

—Esto no es bueno.

—Yo más bien diría que es asqueroso —gruñó Dean mientras se arrodillaba a su lado—. ¿Cómo puede alguien dejar el suelo en estas condiciones?

—Dean…

—Lo siento. Supongo que has encontrado alguna otra cosa que no es buena.

Claire levantó la mano. Las almohadillas de los dedos le chispeaban.

—Residuos de ángel.

—Feliz Navidad. Has llamado a la residencia de los Hansen. A nadie le apetece responder al teléfono, así que cuando escuches el bip…

—Ahora no, Diana, tenemos un problema. Estoy en la cabina de la estación de autobuses de Londres y no adivinarías lo que he encontrado.

Con el teléfono encajado entre la oreja y el hombro, Diana metió una bandeja con restos de pavo en el frigorífico.

—¿Autobuses?

—Residuos de ángel.

—Esa sería mi siguiente opción.

—Vale, parece ser que el visitante de Lena no se ha ido a casa.

—A no ser que haya tomado el autobús —buscó entre las posibilidades, abrió un bolsillo en el segundo estante y metió dentro la salsa de arándanos, medio bol de patatas dulces y un viejo recipiente de margarina que ahora estaba lleno de salsa—. Ya sabes, alguna cosa del tipo «este autobús va a la gloria». Y dime, ¿cómo es que no estás utilizando el móvil que te han regalado por Navidad? Las llamadas de larga distancia son gratis y la batería funcionará hasta el fin de los tiempos. Cuando estés al comienzo del Apocalipsis, todavía podrás llamar al 091.

—¿Para decirles qué?

—Ni idea. ¿Que corran?

—No estoy utilizando el móvil porque me lo he dejado en el coche. Y necesito que vayas a hablar con el Padre Harris en Saint Patrick. Él es la última persona que sabemos que vio al ángel. Quizá sepa a donde se ha dirigido. Tengo otra llamada a la salida de la ciudad y, ya que acabo de cerrar una cascada, espero tener una buena ristra de ellas por todo el camino a Toronto. Así que te llamaré cuando nos hayamos instalado para pasar la noche.

—No hace falta. Te enviaré un e-mail con todo lo que averigüe —cuando su hermana comenzó a protestar, Diana puso los ojos en blanco—. Claire, haz un esfuerzo para engancharte al siglo XX antes de que hayamos entrado más en el XXI, ¿vale? Hablamos.

Tras colgar y mientras se dirigía a buscar el abrigo y las botas, se preguntó qué era lo que hacía que los Guardianes, a excepción de ella, por supuesto, fuesen tan reacios a la tecnología.

—Sólo les llevó cien años utilizar el teléfono —murmuró mientras buscaba las manoplas—. Y seguramente Austin se sienta más cómodo con uno que Claire…

—Austin, ¿qué estás haciendo con ese teléfono?

—Nada.

—¿Qué quieres decir con nada? —preguntó Claire mientras se metía dentro de la camioneta.

—Quiero decir que no hay ni un solo restaurante chino en la ciudad que lleve comida a un aparcamiento.

Tras una discusión de último minuto relacionada con los platos y con por qué no estaban fregados, Diana salió a la calle, hizo parar a un vecino que convenientemente pasaba por allí y consiguió que la llevasen hasta Lucan. Quince minutos más tarde, todavía disculpándose vehementemente por los resultados de la repentina parada, se bajó en Saint Patrick y se apresuró a recorrer el camino de entrada, limpio de nieve, de la casa del cura, manteniéndose lo más alejada posible de la iglesia de ladrillos amarillos. Cuando los Guardianes entraban en las iglesias ocurrían cosas extrañas y, en una época en la que las canciones de los espectáculos de Broadway saliendo de las bocas de apóstoles de vidrio tintado no se consideraban tan milagrosas como molestas, Diana sintió que era más seguro no tentar al destino… otra vez.

Extrañamente, las iglesias protestantes eran más seguras, a pesar de que la gente del lugar todavía hablaba del mercadillo de pan y dulces de la Friendship United en él se encontraron cuatro y veinte mirlos horneados dentro de tres tartas diferentes[3]. Claire, que tenía entonces quince años y era ya una adulta a los ojos de cinco años de Diana, se había sentido al mismo tiempo horrorizada y avergonzada, pero Diana recordaba cómo su madre había sido bastante filosófica ante toda la situación. Después de todo había bastantes canciones infantiles que podían haber sido peores. Aunque no para los mirlos, reflexionó mientras saltaba con cuidado sobre una gran grieta que había en la acera.

No había ninguna sinagoga ni mezquita en los alrededores y, en el tiempo en el que comenzó a ser llamada, ya tenía suficiente edad como para comprender por qué tenía que mantener las distancias. El incidente en aquel santuario shinto había sido un desafortunado accidente.

Vale, dos desafortunados accidentes, corrigió mientras subía las escaleras de la puerta delantera. A pesar de que continúo diciendo que si realmente no deseas que tus oraciones obtengan respuesta, no deberías

—Feliz Navidad, señora Verner. ¿Está el padre Harris? El ama de llaves del cura frunció el ceño, como si tejer sus prominentes cejas la ayudase a reconocerla.

—¿Es importante? Su cena de Navidad está casi lista.

—Nosotros ya hemos comido.

—Él no.

—Sólo necesitaré unos minutos.

—No cgeo que…

Un pellizco a las posibilidades.

—… eso sea un pgoblema —los talones de sus delicados zapatos chocaron al juntarse—. Entga. Espega en su despacho, igué a buscaglo. Tienes una uggencia. Necesitas su ayuda. ¿Cómo puede quedagse ahí sentado sin haceg nada cuando le necesitan? Lo agancagué de la silla si hace falta. Lo agancagué de la silla y lo agastgagué hasta aquí paga que lo veas —casi ni se despidió.

Un pellizco un poco demasiado grande, reflexionó Diana cuando el ama de llaves se giró sobre un talón y se marchó. Hizo un ligero ajuste antes de que la señora Verner decidiese invadir Polonia.

El pequeño despacho de paneles oscuros y forrado de libros venía con una sensación de claustrofobia igual a su falta de espacio, la decoración gótica falsa y el número de libros encuadernados en cuero y descoloridos. Diana no fue capaz de decidir si la pintura que había sobre la mesa (una figura de tres piernas de pie sobre olas multicolores contra un fondo verde casi doloroso) hacía que la habitación pareciese más pequeña o dejaba entrar la única luz. O las dos cosas.

—Es San Patricio desterrando de Irlanda a las serpientes —anunció una voz tranquila tras ella—. Lo pintó uno de mis parroquianos.

—Seguramente alguien que ha donado bastante dinero al fondo para la reconstrucción —observó Diana cuando se volvió.

El Padre Harris dio un involuntario paso atrás, mientras el repentino recuerdo de San Jerónimo cantando a voz en grito Everything’s Coming up Roses le daba impulso a sus pies. No sabía por qué estaba pensando en vidrio tintado y canciones de musical, pero por muchas razones que no podía controlar, estaba bastante seguro de que necesitaba un trago.

Diana le sonrió, tranquilizadora.

—Lena Giorno me ha contado que su padre le trajo un ángel anoche.

—Un joven que pensaba que era un ángel —corrigió el cura. Estaba bastante seguro de que se suponía que la sonrisa de la joven debía ser tranquilizadora, pero lo estaba poniendo un poco nervioso.

—¿Usted no cree que sea un ángel?

—Dudo bastante que un ángel pueda aparecerse de esa forma en el dormitorio de una adolescente.

—¿Quiere decir desnudo?

—Ese es un tema sobre el que no creo que sea adecuado que tú y yo discutamos —tras inspirar profundamente, se cruzó de brazos y le dirigió la mejor mirada de «severa figura autoritaria» que consiguió poner en aquellas circunstancias—. Y ahora, jovencita, si no te importa mi pregunta, ¿cómo te llamas y qué relación tienes con el joven Samuel?

La sonrisa de Diana se amplió.

—Samuel —repitió entre dientes—. Debería haber sabido que no podía decir su nombre —mientras volvía a enfocar al Padre Harris, cuya expresión se había acercado bastante a «adulto confuso intentando comprender a los jóvenes y fallando miserablemente», preguntó—. ¿Se quedó aquí anoche?

—Sí, pero se ha marchado esta mañana. Y ahora, señorita…

—¿Podría ver dónde ha dormido, por favor?

A punto de exigirle que respondiese su pregunta previa sobre quién era y qué quería, el Padre Harris se encontró saliendo al recibidor y llevándola escaleras arriba.

El supuesto ángel había dormido en una pequeña habitación que estaba al final del pasillo. En ella había una cama individual, una mesita de noche, una cajonera y algo que probablemente era otra pintura de San Patricio. Esta era un póster pegado a la pared con pequeñas bolitas de esa cosa azul que inevitablemente deja marcas aceitosas en el papel. El viejo santo sólo tenía dos piernas en aquel dibujo, llevaba vestimentas eclesiásticas y estaba, de nuevo, expulsando serpientes.

—No sé qué esperabas encontrar —el cura se cruzó de brazos, decidido a oponer resistencia. Aquella era su casa y…

Sonó un teléfono.

Abajo.

Continuó sonando. Y sonando.

Por favor, no se preocupe por mí —le dijo Diana—. Me quedaré aquí un momentito más.

Y él ya estaba a medio camino de su despacho, preguntándose por qué la señora Verner no habría respondido al teléfono.

Diana buscó entre las posibilidades mientras entraba en el póster.

El santo parpadeó dos veces y se concentró en su rostro.

—¿Y entonces qué será, Guardiana?

—Necesito información sobre el tipo que se quedó aquí anoche. Las líneas que cruzaban la frente del santo se hicieron más profundas.

—Oh, ¿y no te has dado cuenta de que aquí tengo serpientes que me llegan hasta los tobillos? ¿Qué te hace pensar que le haya prestado atención?

—Bueno, yo…

—¿No llevarás una cerveza encima, verdad? —una breve pero potente patada sacó a una serpiente del dibujo.

—¿Por qué va a querer un santo una cerveza?

—Soy un santo irlandés, perdóname por ser tan estereotipado, pero fui originariamente pintado hace quinientos años y ando un poco seco. Otra vez, ¿cuál era tu pregunta?

—¿Sabes adónde iba el tipo que estuvo aquí anoche cuando se marchó esta mañana?

—¿El ángel?

—Sí.

—No tengo ni idea. Pero te diré una cosa, Guardiana, ese muchacho tenía algo de divertido —meneó la cabeza con disgusto y la aureola se le bamboleó un poco con el movimiento—. ¿Es que alguien ha oído hablar alguna vez de un ángel confundido, eh? En mis tiempos los ángeles no tenían emociones, hacían aquello para lo que se les había enviado y después se iban a casa. ¿Es que es esto una de estas cosas New Age?

—No lo sé.

Otra serpiente se aventuró a acercarse demasiado y recibió un puntapié que la lanzó a la izquierda.

—Habrá problemas, fíjate en lo que te digo. Un ángel sin un propósito es como un… un…

—Una religión sin ninguna conexión con el mundo real.

—¿Y a ti quién te ha preguntado?

—¿Se metió en la cama?

—Pues sí, se tumbó encima, aunque no podría decir por qué ya que no necesita dormir. Los ángeles de los viejos tiempos no se tumbaban. ¿Has escuchado que tiene…? —movió el aire con la mano a altura de su entrepierna… lo cual era un gesto que Diana no creía haber visto nunca hacer a un santo.

—Lo he escuchado.

—¿Y a qué viene eso, si puedo preguntar? Escúchame bien, Guardiana, los ángeles de hoy en día no tienen…

Al imaginarse que realmente no podía ser maleducada con una construcción metafísica, Diana lo dejó con la palabra en la boca a la mitad del discurso. Parecía como si estuviese preparándose para dar otra patada y ella comenzaba a sentir pena por las serpientes.

La mano de la señora Verner era evidente en la precisión del arreglo de la cama, las sábanas y las mantas estaban arremetidas tan apretadas que hacer rebotar una moneda sobre ellas les resultaría algo insignificante y en cambio estarían preparadas para recibir a una compañía de Riverdance de gira. Sin esperar demasiado, Diana buscó cualquier cosa que pudiera haber quedado de él. Después de todo, ya habían ocurrido más milagros en aquel día. Repasó la superficie con la palma de la mano y encontró un pelo de dos tonalidades de color debajo del extremo de la almohada, pero nada más.

—¿Has terminado?

Se metió el pelo en el bolsillo en cuanto se volvió hacia el cura.

—Sí. Gracias. ¿No le dijo adónde se dirigía?

—No me dijo que se marchaba —respondió secamente el Padre Harris. Al final de las escaleras se giró para mirarla—. Quiero que sepas que si andáis metidos en drogas…

—¿Drogas?

—Sí, drogas. Nada de lo que ese chico dijo anoche tenía sentido.

—A no ser que todo lo que dijo fuese la verdad —mientras abría mucho los ojos y ladeaba la cabeza, Diana miró al cura—. ¿No cree usted en los ángeles, Padre Harris?

—¿Ángeles?

—Sí.

—Su Santidad el Papa ha justificado la existencia de espíritus angelicales, y la posición de la Iglesia católica es que son insustanciales.

—De acuerdo. ¿Y la suya personal?

—Yo, personalmente, tengo mis dudas. De todas formas —continuó, cortando la incipiente protesta con un dedo levantado—, estoy seguro de que el joven Samuel no era, y no es, un ángel.

—¿Por qué?

—Tenía… —el gesto del cura fue considerablemente menos explícito que el del santo.

—¿Problemas de estómago? ¿Una pelota de baloncesto?

—¡Genitales!

Y la conversación prácticamente acabó con aquello.

De pie en el porche, Diana vio cómo se le condensaba el aliento y tomó una decisión.

En la iglesia, Santa Margarita comenzó a cantar Climb Every Mountain.

—Esto, Claire, tu cabeza acaba en…

—¿Punta y tiene rayas? No te preocupes, es una cabeza-sombrero —tiró el gorro tras el asiento y se pasó los dedos por el cabello, con lo que hizo desaparecer la mayor parte del blanco y el rojo—. Cuando Diana tenía diez años, decidió hacer el regalo de Navidad de cada uno y este fue el mío. Ya sé que parece un poco rarito, pero da bastante calor y ahí fuera cada vez hace más frío.

—¿Cada vez hace más frío? —Austin se apretó contra el muslo de Dean y levantó la vista hacia ella—. ¿Cada vez más? Te lo advierto, no me vuelvas a tocar con ninguna parte de tu cuerpo ni con ninguno de tus complementos.

—Mira, siento mucho que la punta de mi chaqueta te haya rozado la oreja.

—La punta helada de tu chaqueta —levantó la oreja en cuestión—. Y acepto tus disculpas sólo porque parece que estoy obteniendo algún sentimiento como respuesta.

—¿Has conseguido cerrar bien el agujero? —preguntó Dean mientras Claire se colocaba el cinturón de seguridad. Se dijo a sí mismo que sólo miraba para asegurarse de que ella estaba segura antes de arrancar, que aquello no tenía nada que ver con la forma en la que el cinturón presionaba la tela entre sus pechos. Por desgracia, era un mentiroso malísimo y no se creyó a sí mismo ni por un instante.

—No ha habido ningún problema. Parece ser que un todoterreno enorme se salió de la carretera, y el conductor no tenía ni idea de cómo usar la tracción en las cuatro ruedas porque sólo se había comprado el coche para demostrar que era el más grande. Ya sabes de qué va.

No lo sabía, pero comenzaba a hacerse una idea. Metió la primera y salió con cuidado a la 401.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Siete. Pero ninguno significó nada para ella.

—¡Austin!

—Y Jacques estaba muerto, así que quizá no debería…

Claire sacó un trozo de pavo de la caja que estaba tras el asiento y la metió en la boca del gato.

—En realidad no era esa la pregunta —admitió Dean.

—Y está claro que tampoco era la respuesta —estaba casi oscuro, y las luces del salpicadero producían sombras en el rostro de Dean. Ella deseó saber qué estaría pensando. Podía saber qué estaba pensando, si hacía la pregunta adecuada. Sólo tenía que decirle:

Por favor, Dean, dime lo que estás pensando.

Se le había escapado antes de poder evitarlo.

—Las luces delanteras parecen un poco débiles, será mejor que las limpie la próxima vez que paremos.

¿Y aquello era todo?

—¿Y, Claire? No hagas eso.

—¿Eso? Oh. Claro. Lo siento. Sólo es que…

—Estás acostumbrada a tus propias maneras con los testigos.

—Algo así.

—¿Algo así?

—Sí, de acuerdo —se hundió en el asiento—. ¿Y cuál era tu pregunta?

—¿Cómo pudo Lena crear un ángel? Creía que los ángeles simplemente estaban ahí.

—La luz está ahí, pero en lo que respecta a los ángeles, no puedes separar al observador de lo observado. A cada ángel del que se tiene noticia le ha dado forma la persona que informaba de él. Le daba forma con lo que creía, con lo que necesitaba. Si necesitas que un ángel sea grande y glorioso, lo es. O cálido y reconfortante. O cualquier otra combinación de adjetivos. Sabio y maravilloso. Brillante y bello. Grande y pequeño…

—¿Al mismo tiempo?

—Seguramente no. La cosa es que normalmente dejan el mensaje para el que han sido enviados y desaparecen.

—¿El mensaje?

—Oh, ya sabes. Portaos bien los unos con los otros. No tengáis miedo, hay un dios supremo y no os ha olvidado. No cruces ese puente. Detén el tren.

—Dale de comer al gato —levantó la vista para ver cómo tanto Claire como Dean lo miraban—. Eh, podría ocurrir.

—Como sea —continuó Claire cuando Dean volvió a centrar su atención en la carretera—, una vez se ha dejado el mensaje, el ángel se va a casa. Pero este parece haberse quedado dando vueltas por ahí.

—¿Por qué?

—No tenía mensaje —les dijo Austin mientras saltaba al regazo de Claire—. Vosotros dos abristeis mucho las posibilidades, Diana hizo que lo probable fuese posible y su amiguita lo definió, pero no tenía ninguna verdadera razón para estar aquí. Debe de estar buscando una razón —colocó los músculos de los muslos de Claire en una posición más cómoda—. Pero vamos a mirarlo por el lado bueno. Por lo menos ella no es judía y no estamos en Janucá. Los ángeles del Viejo Testamento normalmente iban armados con espadas en llamas.

—Preferiría que tuviese una espada en llamas —suspiró Claire—. Sería más fácil encontrarlo. Teniendo en cuenta las cosas que Lena tenía en su habitación, seguramente nos encontremos ante algún tipo de ángel New Age: apariencia humana, un poder aterrador, un metomentodo arrogante y moralista.

—Algo así como un jed…

Cubrió la boca del gato con la palma de la mano.

—¿Es que no tenemos ya bastantes problemas? —preguntó—. ¿Quieres añadirles una violación del copyright?

—Lo que no entiendo —interrumpió Dean antes de que nadie perdiese un dedo—, es cómo un ángel puede ser algo malo.

—Este tipo de ángel no lo es, ni él ni por sí mismo, si de momento pasamos por alto que siempre piensan que saben qué es lo mejor para alguien que es un perfecto desconocido —hizo una pausa y, cuando resultó evidente que Austin no iba a añadir ningún comentario, continuó—. Pero no puedo evitar pensar que un exceso de bien dando vueltas por ahí en una sólida maceta sea algo… bueno… malo.

—¿Lo bueno es malo?

—Hablando metafóricamente.

—Y también es una metáfora considerablemente inepta —suspiró Austin.

Continuaron el viaje en silencio durante unos minutos más y entonces Dean dijo.

—¿Y ahora qué hacemos?

—Esperar que el Padre Harris le diga a Diana a dónde ha ido el ángel y que ha ido allí con un propósito, y entonces, una vez haya cumplido su propósito, se irá a casa. Y si no, espero que alguien lo convenza para irse a casa antes de que…

—¿Antes de qué?

—No lo sé —acarició el lomo de Austin y se quedó mirando hacia un conjunto de luces delanteras que se acercaban desde el otro lado de la mediana—. Pero no puedo quitarme de encima la sensación de que está a punto de pasar algo muy, muy malo.

La oscuridad que llevaba tiempo colándose por un diminuto agujero en el bosque que había detrás del taller de reparación J. Henry e Hijos justo desde antes de la medianoche del día de Nochebuena luchó para mantenerse. A pesar de que añadir un flujo continuo de maldad en bajo grado al mundo podría ser un admirable resultado final en tiempos pasados, esta vez tenía un plan. No conocía la paciencia, ya que la paciencia es una virtud, pero sabía que acelerar las cosas ahora sólo provocaría un desastre. Aunque en realidad no estaba en contra de ello siempre y cuando él fuese el estimulante y no el receptor. Si alguien sugiriese que estaba siendo sutil, lo hubiera apaleado. Aún así tenía que admitir que era astuto.

Llevaba tiempo manteniendo aquel aislado agujerito, con cuidado, sin cambiar nada en él, incapaz de utilizarlo a no ser para mantenerlo abierto cuando podría haberse cerrado solo, por si acaso. El agujero era demasiado pequeño para llamar a un Guardián, y ya que estaba en el bosque, detrás de un garaje cerrado fuera de un pueblecillo al que nadie llegaba nunca por una carretera que en realidad no llevaba a ningún sitio, era poco probable que ni un Guardián ni un Primo llegase a tropezarse con él por accidente.

Cuando el otro extremo de las posibilidades se había abierto y alterado el equilibrio tan radicalmente, había visto su oportunidad. Permitió que el cambio en la presión saliese a través del agujero y que la concentración de la luz ayudase a mantenerlo.

Cada acción tiene una reacción igual y contraria.

Física y metafísica.

Creció con constancia, seguro al saber que el Guardián más cercano estaba demasiado lejos para detenerlo.

Pero, ya que la inactividad les habría hecho sospechar, se concedió una ligera desviación.

En aquellas partes del mundo en las que se acababa de celebrar la Navidad, los agujeros creados por las expectativas familiares se abrieron y las primeras capacidades de lucha de los padres contra sus hijos adultos solteros se convirtieron en evidentes.

En otras partes del mundo, ligeros niveles de fastidio por la atención prestada al consumismo desorbitado subieron un poco, y en algunos lugares se quemó la efigie de Santa Claus. Los habitantes de Efigie, un pequeño pueblo del interior de Turquía, se tomaron el día libre.

En algún otro lugar, un hombre tomó un bolígrafo, se quedó mirando hacia él con la mente en blanco durante un momento y, estremeciéndose ligeramente, firmó con su nombre, con lo que renovó «Barney» por otra temporada más. Pero este podría haber sido un incidente sin ningún tipo de relación con el anterior.