CUATRO
–Es su camioneta. ¡Está ahí!
—Claire… no puedo… respirar…
—Lo siento —aflojó su abrazo al gato, que se escurrió rápidamente entre sus brazos y se largó airado al otro extremo del sofá, batiendo la cola de lado a lado. Mientras se quitaba motas de pelo de gato del jersey, murmuró—. No puedo creerme lo nerviosa que estoy.
—No puedo creerme lo pava que estás —suspiró Diana—. Tú le quieres, él te quiere, bla, bla, bla. Ahora mueve el culo para salir de aquí y decirle que ha llegado a la casa correcta.
—Los Guardianes no…
—¿Qué? ¿No montan escenitas en público con testigos? —la imitación con mímica que Diana hizo de su hermana era bastante acertada—. Si esperas hasta que suba a casa, tendrás que invitarle a entrar. Si entra, tendrá que ser majete con mamá y papá. Pero si te encuentras con él fuera, puedes llevártelo directamente a tu apartamento y ser majetes el uno con el otro. Tú eliges.
Con los ojos fijos en la figura que salía de la camioneta, Claire dudó…
—Sabes que papá querrá enseñarle el álbum de fotos. … y se decidió.
—¿Ahora mueve el culo para salir de aquí y decirle que ha llegado a la casa correcta? —Austin bufó mientras caminaba para colocarse al lado de Diana en la puerta abierta—. No sabía que eras tan romántica.
¡Fuegos artificiales!, pensó Claire con la pequeña parte del cerebro que todavía permanecía activa. Después se dio cuenta de que simplemente eran las luces de Navidad de la parte delantera de la casa que se reflejaban en las gafas de Dean. Sabía a café y pasta de dientes. O a pasta de dientes con sabor a café.
Un momento después, apartó su boca lo suficiente de la de él para suspirar:
—Estás aquí.
Él le sonrió, sólo que le resultaba un poco difícil enfocarla.
—Estoy aquí.
—Estoy contenta de que hayas venido.
—Estoy contento de que me hayas llamado.
—No los oigo.
—Tienes suerte —murmuró Austin mientras se apartaba de la puerta abierta—. Si tengo que oír durante más rato, acabaré vomitando una bola de pelo. Ese diálogo es tan banal que ella debe de haber corrido hacia sus brazos a cámara lenta.
—El camino está cubierto por casi medio metro de nieve —le recordó Diana. Echó otro vistazo—. O mejor dicho, lo estaba —la nieve bajo las botas de trabajo de Dean y las zapatillas deportivas de Claire se había derretido y la zona sin nieve se extendía rápidamente. Mientras entornaba los ojos para mirar entre la niebla creada por el repentino y localizado calor, sonrió y gritó—. ¡Iros a la habitación!
—¿Diana?
—Mamá. —Diana tiró de la puerta para cerrarla mientras se giraba. Había ciertas cosas que no debían ser compartidas entre generaciones. La música de Third Eye Blind y los pantalones ciclistas encabezaban la lista, pero ver a Claire comerse la boca con un cachas ardiente en el jardín delantero seguía de cerca. La mayor parte de las veces, Diana intentaba ser sensible ante los sentimientos paternos—. ¿Puedo hacer algo por ti?
—¿Era la camioneta de Dean lo que acabo de oír?
—Sí, era eso.
—¿Claire ha salido para encontrarse con él?
—Sí, ha salido.
—¿Va a hacerle entrar en la casa para decirnos hola al resto?
—La verdad es que lo dudo.
Martha Hansen estudió la expresión de su hija más joven.
—Ya veo. Parece que así será, ¿verdad? Bueno, está bien.
—¿Está bien?
—Sí, está bien. Me gusta Dean, y espero que él y Claire encuentren la felicidad juntos. No hay muchos Guardianes que consigan encontrar a alguien con quien compartir sus vidas —añadió mientras le dirigía una mirada de advertencia a su hija menor—. La mayoría sois unos sabelotodo tan arrogantes que acabáis viejos y solos.
—Sí, sí, eso sí, acabamos siendo viejos. —Diana hizo un gesto con la mano para quitarle importancia al comentario. Ya que ella tenía la intención de morir joven y llena de gloria, aquello era cuestionable—. ¿Así que no te importa que haya sexo salvaje entre monos parlantes en el jardín?
La sonrisa de Martha creció ligeramente sabia.
—Tu padre y yo estábamos así la primera vez que nos encontramos. No podíamos quitarnos las manos de encima el uno al otro.
—¡Ajjjj, calla! —revisó rápidamente la lista de cosas que no se comparten, en la que ahora estaban las confidencias de apareamiento paterno en primera posición.
—¿Debería entrar y decirles hola a tus padres? Papá querrá enseñarle el álbum de fotos.
—No.
Dean se echó hacia atrás de mala gana y dibujó una línea de besos por toda la cara de ella mientras levantaba la cabeza.
—Claire, es educación.
Él nunca era maleducado. Claire no creía que pudiera serlo.
—Si ahora mismo apareciese una viejecita —murmuró ella mientras le mordisqueaba la barbilla—, ¿la ayudarías a cruzar la calle?
—¿Qué viejecita? —a pesar de que el pensamiento cognitivo se estaba volviendo cada vez más difícil, estaba prácticamente seguro de que no habían estado hablando de viejecitas.
—Cualquier viejecita.
Ahora se sentía confundido. Separó la barbilla de la boca de ella con un ligero sonido de succión y miró a su alrededor mientras se preguntaba de dónde habría salido la niebla.
—No veo a ninguna viejecita.
—No hay ninguna viejecita. —Claire tomó una nota mental para ser más específica en el futuro—. Sólo estaba señalando que hay un momento y un lugar para cada cosa, y ahora no es el momento de estar con mis padres —bajó la vista.
Las mejillas de Dean se pusieron de color escarlata. La agarró por las muñecas y separó sus manos de los vaqueros.
—Claire, yo… —después el muslo de ella en toda su longitud se frotó contra el suyo, y emitió una especie de ruido de atragantamiento desde las profundidades de su garganta mientras se inclinaba para volver a colocar la boca sobre la de ella.
—Tengo un apartamento para mí sobre el garaje —murmuró ella contra sus labios—. No forma parte de la casa de mis padres. Técnicamente, podemos subir directamente allí sin ser maleducados.
—Claire…
—Si subimos ahora, podré darte mi regalo de Navidad.
—No es Navidad hasta mañana —protestó él débilmente.
Mientras se retorcía para liberarse de las manos que la agarraban, Claire deslizó las manos por debajo del jersey de él hasta sentir cómo su corazón golpeaba las costillas con tanta fuerza que el músculo que las cubría se estremecía con el impacto. Ella también se estremeció un poco y murmuró:
—¿De verdad quieres esperar?
—¡Vamos, Dean! La está subiendo por las escaleras. Au, eso ha tenido que doler. Le ha golpeado la cabeza con un lateral del garaje —mientras sacudía su propia cabeza con simpatía, Diana cambió ligeramente de posición para tener un mejor ángulo de visión de la escena—. Parece que está bien, continúan. Seguramente tenga tantas endorfinas en el sistema nervioso que no sentirá nada.
—¡Diana! —la madre le arrancó las cortinas de la mano—. ¡Ya basta!
Ya que el garaje le cortaba la línea de visión, Diana se encogió de hombros y se alejó de la ventana, levantando las dos manos en un exagerado gesto de rendición.
—No hay problema, mamá, tus deseos son órdenes.
—Bien. —Martha se colocó un mechón de cabello canoso detrás de la oreja y cruzó los brazos—. Entonces deja que haga que mis deseos sean un poco más específicos: no más espiar a tu hermana, punto. Nada de micrófonos ocultos. Nada de webcams. Nada de predicciones de ningún tipo, ni espejos ni cubos de agua, y especialmente nada de vísceras. Los menudillos los quiero en la salsa. Dejarás a Claire y a Dean a solas mientras… —las cejas de Diana se elevaron hasta tocarle la línea del cabello—. Bueno, simplemente sea lo que sea que estén haciendo. Son adultos y no es asunto de tu incumbencia. Ni de la mía ni de la de tu padre —añadió antes de que Diana pudiese hablar—. Cuando salgas por tu cuenta, haremos extensiva a ti la misma cortesía, así que no tienes por qué mirarme de esa forma.
—¿Cómo?
—Como si tu vida fuese una batalla que nunca termina contra la opresión personal. Tú tienes diecisiete años, Claire tiene veintisiete.
—Y Dean veintiuno.
—¿Y con eso qué quieres decir?
—Nada en absoluto. Estoy contenta si ella lo está. Estoy contenta de que estén contentos. Estoy contenta de que tú estés contenta. Pero, a decir verdad, quizá prefieras que el departamento de incendios se quede en estado de alerta.
—El departamento de incendios está en estado de alerta —señaló secamente la madre—. ¿Has olvidado lo que pasó la Navidad pasada, cuando la estrella de Belén se convirtió en supernova?
Diana ya hacía tiempo que había dejado de protestar porque hubieran ganado el concurso de iluminación navideña si el departamento de incendios se hubiera limitado a mojar el belén tal y como ella les había pedido, en lugar de anularlo todo porque sus padres siempre respondían con irrelevancias. El tejado habría estado completamente seguro. Básicamente seguro. Ligeramente chamuscado…
Poco después, tras haber sido obligada a comerse un trozo de tarta de frutas y a hablar con la Tía Corinne por teléfono, se apartó de la pared que separaba su habitación del apartamento de Claire, dejó el vaso vacío sobre el escritorio y suspiró.
—En la televisión funciona.
—También lo hace David Duchovny, pero es una conexión muy fina con el mundo real —le recordó Austin con el ojo entrecerrado mientras miraba cómo ella empujaba la mano llena de lápices dentro de una taza—. Creía que tu madre te había dicho que los dejases en paz.
—No especificó nada sobre escuchar a escondidas —tras recoger unos pantalones de chándal del suelo, Diana metió un dedo por un raído agujero en la rodilla.
—No especificó nada sobre darle de comer al gato, pero ya veo que has conseguido resistirte.
—Acabas de comer un poco de tarta de frutas.
—¿Y?
—¿Es que a los gatos les gusta la tarta de frutas?
—¿Es que a alguien le gusta?
Tiró los pantalones dentro de la cesta de la ropa sucia y se sentó sobre la silla del escritorio, dando vueltas malhumorada.
—Estás siendo odiosamente comprensivo, teniendo en cuenta que Claire también te ha dejado a ti fuera, después de que nosotros hiciésemos que se reencontrasen.
—Si piensas que tengo algún interés en ver sexo entre monos parlantes —bufó Austin—, vuélvetelo a pensar.
—Es sexo salvaje entre monos parlantes.
—Todos sois monos parlantes desde mi punto de vista. Y ya he visto eso de la fricción, la verdad es que nunca cambia.
Un tren de pasajeros de seis vagones rugió al cruzar la habitación y meterse en un túnel.
—De acuerdo —dijo pensativo cuando se apagó el ruido—. Eso era otra cosa.
—¡Diana!
Mientras apartaba con la mano el persistente olor a gasóleo quemado, Diana abrió la puerta de la habitación, con los dedos enganchados en el marco mientras se inclinaba para asomarse al pasillo.
—¿Sí, papá?
—¿Qué narices eran esas luces azules?
—Creo que era un eufemismo —las vibraciones habían dejado torcido todo un juego de fotografías de familia que colgaban de la pared frente a ella. Un retrato de Claire en el que antes aparecía seria ahora sonreía de forma marcadamente cursi—. O quizá una metáfora.
—Bueno, ¡pues no vuelvas a hacerlo!
—¡No he sido yo! —cerró la puerta, sin dar exactamente un portazo, y caminó hacia la cama—. ¿Por qué siempre da por hecho que he sido yo? —preguntó mientras cogía en brazos a Austin.
—Siempre eres tú.
—Esta vez no.
—Un error normal, aún así. Cierra los ojos.
—¿Por qué?
—Créeme. Tres, dos, uno…
Las posibilidades se abrieron. Mucho.
—¡Mierda! —con una mano sobre el cristal, Brent Carmichael se dio la vuelta en la ventana y se quedó mirando a la media docena de bomberos que se levantaban tras él. Tras ellos, las cartas que habían abandonado yacían esparcidas sobre la mesa—. ¿Habéis visto eso?
—Todavía lo veo —murmuró uno de los otros mientras parpadeaba en un intento de deshacerse de los reflejos.
—Viene de la casa de los Hansen.
Alguien gimoteó.
El silencio se estiró hasta pasar por el punto en el que podría ser cómodamente roto y después continuó un poco más. Finalmente, el más viejo del turno, un hombre con dieciocho años de experiencia y dos menciones por su valentía, se aclaró la garganta.
—Yo no he visto nada —dijo.
Un coro de murmullos de «yo tampoco» siguió al suspiro de alivio colectivo.
—Pero… —Brent miró hacia la oscuridad de la Nochebuena, hacia la belleza iluminada de estrellas del cielo de terciopelo sobre ellos, hacia las cuerdas de luces de Navidad de colores brillantes en las que se reflejaba inocente la belleza y recordó una de sus visitas a la casa de los Hansen. O lo intentó. La mayoría de sus recuerdos eran difusos, y no cálidos y difusos sino difusos como si intentase captar el canal de la Warner sin tener antena parabólica ni cable, la imagen torcida, una palabra audible de cada siete. Y cuanto más lo intentaba menos podía recordar.
Excepto el incidente del arbusto en llamas. Aquello no podía olvidarlo.
Negarlo se convirtió en la única opción lógica. Feliz de haber dejado aquello claro, se volvió hacia la partida.
—¿Quién es el imbécil que ha elegido Charmander contra Pikachu?
La luz debería haberse disipado.
Debería.
No lo hizo.
En cambio, se encontró en una habitación vacía y cavernosa dentro de un enorme edificio de ladrillo de dos pisos. Atrapada por el poder entretejido con el diseño de copo de nieve, ascendió a través de las serpentinas de papel crepé hacia el techo, se filtró y purificó y volvió a salir a través del agujero central.
Convertida ahora en algo más que una simple posibilidad gloriosa, flotó durante un momento sobre el centro de la pista y después, impulsada por la necesidad, salió a la noche por la ventana.
Lena encendió y apagó el mechero a conciencia. Ya le había quitado las pilas al detector de humo que había en el pasillo, pero en un determinado momento aquello resultaría raro y su padre irrumpiría en su cuarto exigiendo saber si estaba intentando quemar la casa.
Bajo su póster de ángeles ardían seis velas, otras nueve entre las figuritas con forma de ángel de la cómoda, tres en candelabros con forma de ángel y una dentro de una taza de los Backstreet Boys sobre la mesita de noche.
Se acercaba al límite.
Una más, decidió, y comenzó a buscar por entre los cabos de cera fundida algo que pudiese arder. Nada. Por desgracia, durante la búsqueda aquel una más había pasado de ser una opción a ser una necesidad. Poco a poco se giró hacia la librería.
El ángel que estaba al lado del lector de CD’s era una antigua figura de más o menos treinta centímetros de altura, con una larga toga ondulada y alas. Incluso llevaba un arpa. Su halo dorado rodeaba una mecha de color blanco inmaculado.
Con el corazón latiendo a toda prisa, Lena se acercó con el mechero. Aquel había sido su primer ángel, extraído del espacio que había entre un horno de juguete roto y una pila de posavasos de macramé en un mercadillo de jardín. Oh, por favor, pensó cuando la llama tocó la mecha. ¡Permite que este sacrificio sea suficiente para hacerlo ocurrir!
No había ninguna necesidad de ser más específica sobre lo que era aquello. Siempre era lo mismo. Había deseado lo mismo con mil estrellas, en sus tres últimas tartas de cumpleaños, los huesos de la fortuna del pavo, Navidad y Acción de Gracias y con un penique en cada fuente por la que pasaba. El conserje de la escuela había sacado tantos peniques de los lavabos de chicas que se había regalado un paquete de papel higiénico no procedente del Ministerio de Educación (del tipo que no se podría meter dentro de la impresora láser).
La mecha se oscureció, un poco de cera se derritió sobre la cabeza dorada y después la llama creció lo bastante como para tocar el techo, y la habitación de Lena se inundó de luz.
La luz se fue apartando lentamente de la vela, acercándose al centro de la habitación.
—Es un ángel —gimió Lena con los ojos llorosos y las cejas ligeramente chamuscadas.
Y porque lo creía, fue.
La luz tomó forma.
Y sustancia.
Y se convirtió en todo lo que una chica de casi diecisiete años puede desear en un ángel.
En el momento de la formación, la puerta se abrió de golpe y un hombre enorme de cabello oscuro irrumpió en la habitación apartando el humo que tenía ante la cara con una mano.
—¡Lena! ¿Cuántas veces te he dicho que…? —los ojos se le abrieron como platos y su grito se convirtió en un bramido—. ¿Qué demonios estás haciendo en la habitación de mi hija?
Lena sabía que los ángeles no tenían sexo, pero su padre no sabía que aquel hermoso joven de cabello bicolor era un ángel, y su creencia en lo que estaba viendo era igual de fuerte que la de ella.
La última pequeña parte de sustancia se formó a partir de los miedos de un padre.
Y, a decir verdad, no era tan pequeña.
Con una expresión a medio camino entre la confusión y el pánico, el ángel esquivó el primer golpe, se deslizó bajo una mano extendida y corrió hacia la puerta de la habitación. Lo hubiera conseguido si no hubiera sido porque un trocito de anatomía inesperada chocó con la esquina de una silla y el repentino dolor hizo que se cayese de rodillas. El siguiente golpe no se hizo esperar.
Tumbado sobre el suelo, con las manos apretadas entre las piernas, se quedó mirando lloroso hacia el enfadado hombre que estaba de pie ante él y se preguntó qué sería exactamente lo que estaba pasando.
No era el único.
—¿Qué quieres decir con que no tenía ropa cuando entró?
Diana, fuertemente escudada y realizando su mejor imitación de nada en absoluto, esperaba en el triángulo de profunda sombra que había detrás del asiento del amor, y determinó que aquel sería el año. Desde el lugar en el que estaba agachada, con los ojos ya acostumbrados a la oscuridad, podía ver toda la chimenea —de arriba a abajo, de lado a lado— y, tras ella, la curva inferior del árbol de Navidad. Sobre el mantel, al lado de las tarjetas, había un vaso de leche y tres galletas. Galletas de chocolate caseras, con los trocitos de chocolate todavía calientes del horno. Sólo el mejor cebo lo haría detenerse.
Había estado a punto de pillarlo un par de veces, pero siempre había habido algo que la había distraído en el momento crucial. Cuando era más joven, quería verlo sólo por el hecho de verlo. Ahora, tras tantos fracasos, se había convertido en una cuestión de orgullo.
La cámara instantánea que tenía en la mano había salido de su calcetín tres años antes. Sospechaba que se estaba burlando de ella.
Un repentino repiqueteo sobre el tejado hizo que se le dibujase una sonrisita complacida. Un rato antes había limpiado la nieve que podría amortiguar los primeros sonidos de la llegada de su presa.
Un poco de hollín de la chimenea cayó sobre el hogar.
La hora de la aparición.
Entonces algo golpeó sus escudos y explotó en forma de arco iris de luz metafísica.
Cegada por los brillantes amarillos, rojos y verdes, Diana se puso en pie, golpeó una lámpara con el hombro, la atrapó antes de que golpease el suelo y salió tambaleándose de detrás del asiento del amor. No era capaz de escuchar nada por encima del monótono tamborileo de posibilidades frustradas, pero cuando una de sus manos tocó durante un instante algo peludo, tomó tres rápidas fotografías con la otra.
Después aquel momento acabó, y pudo ver y escuchar.
El vaso de leche estaba vacío, las galletas habían desaparecido. Los calcetines estaban llenos de cosas.
Austin estaba tumbado sobre el hogar, con un cuadrado nuevecito lleno de hierba gatera bajo una de las patas delanteras.
—¿No eres ya un poco mayor para hacer esto? —dijo arrugando la nariz.
—¿Y él no lo es? —parpadeando para deshacerse de los últimos destellos, Diana se dejó caer sobre el sofá con un gemido de frustración—. Él nunca había hecho eso —se inclinó hacia delante y recogió las pruebas que se estaban revelando de la alfombra—. Por lo menos he…
Una conocida cara blanca y negra la miraba desde las tres fotografías.
Acurrucado al lado de ella, Austin hizo un gesto con la cabeza hacia la foto que estaba en el medio.
—¿Me puedes hacer una copia de esta? Me has cogido mi mejor lado.
Pero lo que de verdad le dolió fue el ufano «Ho, ho, ho» que bajaba por la chimenea.
Con la cabeza apoyada sobre el pecho de Dean, Claire medio se despertó a causa de un súbito pinchazo metafísico. Todavía envuelta en un cálido capullo de cansancio y satisfacción, ligeramente pagada de sí misma por haber cumplido con las expectativas de todas las partes implicadas, lo desvió hacia dentro de la barricada que había colocado años antes, cuando Diana había decidido que la intimidad era algo relativo, y volvió a dormirse.
Se dice que cada año, en el momento en el que la Nochebuena se convierte en el día de Navidad, ocurre un milagro: a los animales se les da la oportunidad de hablar.
En un bungalow de color crema justo a las afueras de Sandusky, Ohio, un pequeño gato atigrado gris con una marca blanca en la cola se despertó, se estiró y caminó recorriendo toda la longitud del cuerpo que había bajo las mantas hasta que pudo meter una pata dentro de una boca medio abierta.
Medianoche. Y el milagro.
—Eh. Despierta y dame de comer.
El Padre Nicholas Harris estaba de pie ante la puerta abierta de St. Patrick, dando la mano a sus parroquianos y deseando que se fuesen a casa de una vez. Le encantaba celebrar la misa del gallo el día de Nochebuena —era una de las pocas misas del año en las que el verbo celebrado parecía funcionar de verdad—, pero se había levantado temprano tras haberse acostado tarde, y estaba tan cansado que realmente creía haber visto pasar las siluetas de los renos voladores y un trineo muy cargado por el elevado arco de la ventana que había sobre la puerta durante la segunda más o menos estridente pero entusiasta interpretación solista de Noche de paz.
—Padre Nick, me gustaría presentarle a mi hermana Doris y a su familia…
Sonrió, le dio la mano a una docena de desconocidos, declinó su cuarta invitación a una cena de Nochebuena e intentó no pensar en lo que la puerta abierta y la noche de diciembre le estaban haciendo a su recibo de la calefacción. Por fin parecía que se acercaba el final, sólo quedaban dos manos más por estrechar.
—Padre…
Una de las manos de Frank Giorno rodeó la suya en un apretón inquebrantable mientras con la otra agarraba un trozo de chaqueta y empujaba a un hombre joven hacia él.
—… este punk que ha aparecido desnudo en la habitación de mi hija cree que es un ángel, así que aquí se lo he traído.
No sabía por qué estaba dentro de un pequeño cuarto repleto de libros, pero ya nadie le estaba gritando ni sacudiéndolo ni pegándole, así que las cosas parecían estar mejorando. Mientras se ajustaba partes del cuerpo sobre las que no estaba acostumbrado a sentir presión, estudió al hombre que estaba al otro lado del escritorio, lo reconoció como otro siervo de la luz y deseó que el padre de Lena hubiera tenido razón con todos aquellos gritos y que aquel fuese el lugar en el que debía estar.
Mientras intentaba no moverse nervioso bajo la intensidad de reflector de la mirada de su huésped indeseado, el Padre Harris revolvió unos cuantos papeles sin importancia que tenía por allí y se preguntó irritado por qué Frank Giorno no se había limitado a llamar a la policía. Tenía que estar ocultando algo al haber encontrado al joven en la habitación de su hija. Estaba claro que el muchacho se había ganado unos cuantos puntos a la originalidad en una mala situación, ¿pero qué tipo de ángel se teñiría de rubio las puntas del cabello castaño oscuro corto? ¿O conseguiría encorvarse de una forma tan convincentemente adolescente? ¿O parecería tan confundido? Los ojos del chico eran… eran…
Unas motas de color castaño aterciopelado brillaron, se fusionaron y se convirtieron en una ventana a… a…
El Padre Harris se frotó los ojos. Estaba demasiado cansado para dar ningún tipo de consejo en un momento en el que no sólo veía cosas sino que también olía a sándwich de queso al grill, su comida favorita. Demasiado, demasiado cansado como para esperar a que un adolescente cabezota hablase primero.
—¿Cómo te llamas, hijo?
¿Nombre? ¿Tenía un nombre? A todo se le había dado un nombre en el principio, así que aquello era enteramente posible. Comenzó desde arriba, esperando que alguno le sonase familiar. Después de todo sólo había 301 655 722 ángeles, así que al final lo conseguiría.
—Hijo, ¿tu nombre?
Atónito, escogió uno al azar.
—¿Samuel?
—¿Me lo estás preguntando?
—No —se había convertido en su nombre. Si aquel era su nombre o no era algo que no importaba… deseó.
—¿Samuel qué más? ¿Había algo más? No lo creía.
—Sólo Samuel.
El Padre Nicholas suspiró. Si seguían a aquel ritmo seguirían sentados en su despacho el día de Año Nuevo.
—¿En qué andas, Samuel? Aquello era más fácil. Miró hacia abajo.
—Laminado.
Cuando el cura puso cara de descontento, echó un vistazo más de cerca.
—Suelo laminado, en roble medio, a cuarenta y cuatro con cincuenta el metro cuadrado, garantía de veinte años.
—No…
—¿No?
Había algo en la expresión del joven que insistía en que respondiese a la pregunta, ya que la había formulado.
—Bueno, sí. ¿Cómo lo sabías? Se encogió de hombros con total naturalidad.
—Tengo conocimiento superior.
Formaba parte de las especificaciones originales: conocimiento superior, movilidad, un cabello genial y se suponía que debería haber portado un mensaje, a pesar de que no sabía cuál era el mensaje. La invocación de Lena Giorno había sido un poco vaga acerca de todo excepto lo del cabello genial. Sobre aquello había sido bastante concreta.
—¿Conocimiento superior sobre suelos?
—Sí —esperó a que el cura preguntase por otros temas, pero el Padre Harris se limitó a volver a suspirar y a pasarse una mano por el cabello.
—De acuerdo, Samuel. Volvamos a empezar. ¿Qué has tomado?
Se estiró, horrorizado ante la pregunta.
—¡Nada!
—¿Nada?
—Nada. Lo juro por… ya sabe —un dedo apuntó hacia el techo—. Estas ropas me las han regalado —bajó la vista hacia la parte delantera de su sudadera y luego la volvió a levantar—. Ni tan siquiera sé quién es Regis Philbin.
—Bueno, probablemente seas la única persona en América del Norte que no lo sepa —murmuró el cura. Y después añadió, elevando la voz—. ¿Por qué estabas en la habitación de Lena Giorno?
—Ella me llamó.
—¿Por teléfono?
—Con una vela.
—¿Te llamó con una vela?
—Sí.
Ya que conocía a Lena, el Padre Harris hizo una conjetura al azar.
—¿Una vela con forma de ángel?
—Sí.
—¿Y tú eres un ángel?
—Sí.
Sintiéndose como si acabase de ganar un concurso de veinte preguntas, el Padre Harris se recostó en su silla.
—¿Eres un ángel porque Lena quería que fueses un ángel?
Samuel asintió, feliz porque finalmente alguien le comprendía.
—Sí. Pero su padre esperaba que yo fuese otra cosa, así que… —extendió las manos y miró hacia la parte inferior de su cuerpo—… se produjo una confusión.
—Estoy seguro de que así fue.
—Tengo genitales, y no sé qué hacer con él. Con ellos.
—¿Genitales?
—Ya sabe, un…
Una mano que se levantó rápidamente cortó los detalles.
—Ya sé.
—Hace que todo sea… extraño.
Ahora venía una queja que el cura ya había escuchado antes. Aunque nunca la había escuchado expuesta de aquella forma, un buen noventa y nueve por ciento de sus consejos a adolescentes tenían que ver con hormonas enfurecidas. Se sentía tan bien de volver a pisar un terreno que le resultaba familiar, que pensó que quizá podría comenzar sacándose unos cuantos tópicos de la manga.
—Si quieres mantener el respeto por ti mismo, es importante que luches contra las tentaciones de la carne.
—De acuerdo. ¿Pero qué hago con ellos durante la batalla?
Y el terreno familiar se movió. El Padre Harris se frotó las sienes, más cansado de lo que recordaba haber estado nunca, y murmuró:
—Intenta colocártelos a la izquierda.
La tela crujió.
Bien. Me rindo. No sé qué se ha metido, pero dejaré que lo duerma. Por la mañana, cuando los dos seamos coherentes, averiguaré quién es y qué debería hacer con él.
A la mañana siguiente…
—Feliz Navidad, Dean —tras cruzar el salón a toda prisa para tomar la mano libre de él entre las suyas, Martha Hansen se acercó y lo besó en la mejilla.
—Señora Hansen…
—Martha. Estamos contentos de que te hayas podido unir a nosotros.
Agarrándolo de la otra mano, Claire le sonrió.
—Te lo dije.
—¿Le dijiste el qué, Claire?
Le dirigió la sonrisa a su madre.
—Que no había ninguna razón para que estuviese nervioso.
—No era por tu madre… —Dean comenzó a hablar en voz baja, pero Claire lo cortó antes de que pudiese acabar, ajustando su apretón para arrastrarlo al otro lado de la sala.
—¿Papá? Este es Dean.
John Hansen colocó la taza sobre el brazo del sofá, se puso en pie y estrechó la mano de Dean.
—Estoy contento de haberte conocido por fin, hijo. El resto de la familia sólo tiene cosas buenas que decir de ti.
—No es completamente cierto. Te dije que pensaba que tenía mucho valor al decirme a mí cómo comportarme y todo eso, aunque podía estar intentando manipularme, y que no entendía qué era lo que le había visto Claire. ¡AU! —Diana miró hacia el otro lado de la habitación, en dirección a su hermana.
—Contexto, cariño —la amonestó su madre—. Casi consigues que lo sacrifiquen. Y tú, Claire, sabes utilizar las posibilidades mejor que eso.
—Y es por eso por lo que he lanzado una avellana.
—Me disculpo, tu meta es mejorar.
—¿Y qué pasa conmigo? —preguntó Diana mientras se dejaba caer sobre el suelo al lado del árbol de Navidad.
—Tú también deberías disculparte. Dean es un invitado en esta casa, y lo estás provocando deliberadamente.
Las tres mujeres se volvieron para mirar a Dean, cuyas orejas se oscurecieron de un tono escarlata a carmesí.
—Está bien. Está… bueno… quería decir…
—¿Dean?
Se volvió hacia el padre de Claire, con la misma desesperadamente optimista expresión de un fan de los Buffalo Bills durante los playoffs de la NFL.
—¿Sí, señor?
—¿Quieres café?
—Sí, señor.
—Ven, la cafetera está en la cocina. Vamos a buscar un poco para todos —tras separar la mano de Claire del brazo de Dean, arrastró al hombre más joven para sacarlo del salón, mientras decía—: Siento una súbita necesidad de construir un taller. No tienes ni idea de lo maravilloso que es tener un poco más de testosterona en esta casa.
—Como si alguno de nosotros tuviera posibilidad de ello —bufó Austin desde el borde del sillón mientras salían.
Dean se había sentido un poco inseguro acerca de qué esperar en el momento en el que había entrado en el salón de los Hansen con Claire aquella mañana. Después de todo, todos los que estaban en la habitación sabrían exactamente cómo habían pasado la noche. No se arrepentía de nada de ello, a pesar de que sus recuerdos de las veces cinco y seis se habían vuelto ligeramente nebulosos, y se sentía como si ahora las cosas volviesen a estar en su lugar, sentía que estaba haciendo exactamente lo que se suponía que debía hacer con su vida.
Pero veía que la situación podía ser delicada.
No ayudaba el hecho de que los dos padres de Claire fuesen Primos, menos poderosos que los Guardianes pero aún así miembros del grupo de los que ayudaban a mantener el equilibrio metafísico. Dean había aprendido con la experiencia lo doloroso que podía ser un desequilibrio metafísico.
Estaba prácticamente seguro de que a la señora Hansen le había caído bien cuando se habían conocido en la pensión, pero el señor Hansen era un total desconocido. Mientras seguía al hombre mayor hacia la cocina, pensó en qué sería lo correcto decir. Se encontró diciendo:
—Quiero de verdad a su hija, señor.
—John.
—¿Perdón?
—Si vas a formar parte de la vida de Claire, y todas las señales parecen indicar que así será, también deberías llamarme John.
—Sí, señor. John. ¿Señales?
—Ya sabes… —dejó la cafetera y meneó las manos haciendo el gesto universal de los fenómenos paranormales—… señales: luces brillantes en el cielo, dibujos de corazones helados en las ventanas, recopilatorios de canciones de amor de los 70 misteriosamente colocados en el lector de CD’s.
—Ya veo.
—¿De verdad?
—No, señor. Pero sé lo que siento y sé lo que siente Claire, y eso es lo que importa.
Claire se parecía más a su padre que a su madre, Dean se dio cuenta de esto cuando la boca del hombre se curvó formando una sonrisa que conocía y este lo agarró por el hombro.
—Buen tío. Dame un minuto para acabar aquí, y volveremos con las señoritas.
—Mujeres —corrigió un poco de aire vacío encima del fregadero. John levantó una mano y se escuchó un ahogado «¡Au!» desde la otra habitación.
—Y nunca esperes ningún tipo de intimidad —suspiró.
—No, señor.
Al echar un vistazo por la cocina, Dean vio los trabajos artísticos juveniles enmarcados que colgaban en el rincón del desayuno, el trapo de cocina estampado con el omnipresente Mi hija selló un agujero que daba al infierno y lo único que me trajo fue este trapo de mierda, la olla de los menudillos a fuego lento, el desorden… Entrecerró los ojos. Tras el relleno del pavo aquella mañana habían quedado cortezas de pan y otros restos menos identificables esparcidos por casi dos metros del mostrador. Parecía como si hubieran tenido que pelearse con el pavo. Y este casi hubiera ganado. Cogió el trapo de limpiar sin pensar y cuando la bandeja del café estuvo lista, el mostrador estaba impecable.
John asintió con aprobación mientras le tendía la bandeja a Dean.
—Si algún día dejas de querer a mi hija, puedes seguir viniendo por aquí cuando quieras.
—Con un poco de polvo pulidor podría quitar esas manchas del fregadero.
—Más tarde, hijo.
De vuelta al salón, Dean apenas le había pasado la bandeja a Martha cuando Claire le metió un calcetín a rayas, grande y lleno de bultos, entre las manos. Tardó un momento en darse cuenta de lo que era.
—¿Hay un calcetín para mí?
—Eh, el grandullón nunca comete errores —Diana partió en trozos una naranja de chocolate golpeándola contra la chimenea—. Hay cinco personas en la casa, hay cinco calcetines llenos.
—¿El grandullón?
—Santa. San Nicolás. Papá Noel.
—De verdad… —y entonces recordó cómo sonaba el infierno cuando discutía consigo mismo—… que es eficiente.
Claire le dio una palmadita en el hombro cuando se sentó.
—Te has recuperado bien.
—Gracias.
Un par de horas más tarde, después de haber vaciado los calcetines y haber desenvuelto los regalos y haber gritado ante ellos y haber comido demasiado chocolate para ser aquella hora del día, Claire dio un largo trago de café tibio y se apoyó sobre el brazo de Dean.
—Esta ha sido la mejor Navidad de mi vida. Ha sido… —ladeó la cabeza y frunció el ceño—… tranquila.
Diana levantó la vista, comenzó a protestar, se detuvo y asintió.
—Demasiado tranquila —comentó.
Austin se zambulló bajo el sofá.
—¿Sientes algún tipo de llamada?
—No. ¿Y tú?
—No. No desde anoche. Sentí el pinchazo y… ¡de la llamada, pervertida!
Diana levantó las dos manos.
—Eh. No he dicho nada.
—He visto tu cara.
—Ya trataremos lo de la cara de Diana más tarde, Claire —suspiró la madre—. Y ahora, ¿qué ocurrió anoche?
Claire se mordió el labio inferior, intentando recordar.
—Me despertó y yo… oh, no. Lo desvié dentro de la barrera de la intimidad. Todavía debe de estar allí.
Martha Hansen meneó la cabeza.
—Claire, soy consciente de que anoche estabas un poco absorta, pero ha sido algo muy irresponsable por tu parte. Libérala de una vez —cuando Claire buscó las posibilidades añadió un preocupado—. Esperemos que no fuese urgen…
Todas las luces del árbol de Navidad explotaron, y mientras una metralla de colores brillantes rebotaba sobre escudos que se irguieron apresuradamente, el ángel que había en la punta del árbol rompió a cantar sonoramente Day Dream Believer.
—Eso —observó Austin desde debajo del sofá—, no suena nada bien.