TRES
Se podía llegar de Kingston, Ontario, a Halifax, Nueva Escocia, en diecisiete horas. Dean conocía a alguien que lo había hecho, había que decir que en dirección contraria, aunque el principio era el mismo. De todas formas, aquello requería que una serie de factores estuviesen a favor del conductor.
Para empezar, que los diferentes cuerpos de policía a cargo de las autopistas que se extendían a lo largo de Ontario, Quebec, Vermont, New Brunswick y Nueva Escocia estuviesen fuera de la carretera. Para continuar, no podía haber nada que no funcionase en el vehículo. Que inexplicablemente la guantera decidiese no cerrarse era una cosa, que el tubo de escape entero se cayese sobre el asfalto justo al salir de Fredericton era otra muy diferente. Pero bueno, así estaban las cosas. Y por último, el conductor tenía que estar tan jodido por culpa de una ex que su ira lo mantuviese despierto y alerta ante los peligros de la red de autopistas canadiense —la cual era bastante parecida a la estadounidense sólo que con más alces— durante las diecisiete horas.
Por suerte, los recortes gubernamentales a ambos lados de la frontera habían logrado lo que un restaurante de comida rápida en cada esquina no había hecho, haciendo que las posibilidades de que un alce te hiciese detenerte fuesen bastante más altas que las de ser detenido por la policía. Y la camioneta de Dean podría andar cerca de los diez años, aunque tanto el silenciador como la guantera estaban en excelentes condiciones, a no ser porque esta última ahora contenía un cepillo para el cabello, dos pintalabios, diecisiete paquetes de edulcorante artificial, un juguete conseguido en un restaurante de comida rápida, un sobrecito de plástico rosa que creía contenía una venda compresiva hasta que recordó con profundo embarazo que las tiritas no tenían alas, media botella de agua y una lata abierta de comida para gatos ancianos.
La verdad era que no estaba lo bastante enfadado con Claire como para conducir durante diecisiete horas sin parar, aunque se había acercado bastante a estarlo cuando había encontrado la comida para gatos. Hasta el momento en el que sus caminos se habían separado, había dado por hecho que el olor procedía de Austin que era, después de todo, un gato muy viejo.
Se podría viajar de Kingston a Halifax en diecisiete horas, pero a Dean el viaje le llevó tres semanas. Justo al otro lado de la frontera, entrando en Vermont, se detuvo para ayudar a un motorista que se había quedado tirado y acabó trabajando en su bar porque el cocinero que había normalmente había tenido un ligero problema en el que estaban implicados una vaca, dos litros de helado y una turista de New Hampshire. Dean no había preguntado por los detalles, se había imaginado que aquello eran cosas de estadounidenses. Pensaba en Claire cada vez que veía a una mujer joven con el cabello oscuro, o a un gato, o cualquier cosa extraña que apareciese en las noticias. Pensaba en ella cuando recogía lo que tiraba la camarera, cuando les decía a los clientes que se limpiasen los pies y cuando se iba a la cama solo por las noches.
Pensaba en ella cuando la camarera le sugirió que no tenía por qué irse solo a la cama por las noches. Pensaba en ella cuando le dio educadamente las gracias por su sugerencia pero la rechazaba. Y no estaba pensando en Claire cuando la camarera le preguntó si era gay.
—No, señorita, soy canadiense.
Aquello parecía dejar las cosas claras para contento de todos.
Pensó en ella casi todo el resto del tiempo, y cuando el cocinero habitual volvió, hizo una pausa por un momento antes de volver a la autopista, preguntándose si quizá no debería volver a dirigirse a Ontario e intentar encontrarla. ¿Marcharse no le hacía ser tan incapaz de comprometerse como él la acusaba a ella de ser?
El chillido de los frenos del tráiler que venía detrás de él no sólo terminó con aquel momento, sino que estuvo a punto de resolver el problema. Con el corazón latiéndole fuertemente, metió la marcha de la camioneta y se dirigió hacia el este.
Había visto a Claire tratar con el infierno. Y con Austin. Si ella quisiera, podría encontrarlo.
Cuando llegó al apartamento de su primo en Halifax, estaban a mediados de diciembre. Pretendía quedarse sólo hasta que pudiese reservar un pasaje en el ferry hacia casa pero, por una razón u otra, muchas de ellas relacionadas con la cerveza, aquello no llegó a ocurrir.
Austin estiró una pata y casi consiguió enganchar una patata frita de los dedos de Claire.
—Estás pensando en Dean, ¿verdad?
—No —a no ser porque la camioneta que casi la atropella mientras cerraba un lugar entre la autopista dos y King Street en Napanee era casi igual que la de Dean. Si no fuera porque era una Ford. Y era roja, no blanca. Y la camioneta de Dean sólo tenía una cabina estándar. Y estaba limpia. Pero si no hubiera sido por eso…
La cama se hundió bajo el peso de Claire y continuó hundiéndose hasta que el colchón llegó a un acuerdo con la gravedad. No era el motel más incómodo en el que había dormido nunca, pero casi. Le recordaba a la cama del motel justo a las afueras de Rochester. La cama que ella y Dean habían compartido tan breve y platónicamente. Si estiraba la mano, casi podía sentir el calor de…
… un gato de diecisiete años y medio.
—Estás pensando en Dean, ¿verdad?
—No.
—¿Estás bien?
—Estoy bien —tras haber tranquilizado al joven camarero de cabello oscuro, ojos azules y gafas, Claire se volvió a colocar los dedos sobre la boca.
—El bar ha estado a punto de cerrar dos veces, sabes, pero nunca había visto una rata aquí dentro.
Él seguía sin haber visto ninguna rata, pero Claire no tenía intención alguna de decírselo.
—Está bien que tengas a tu gato contigo, ¿verdad? —las cejas oscuras se hundieron. Él se rascó la barba de tres días—. Aunque la verdad es que no creo que puedas traer a tu gato aquí.
Las posibilidades fueron ligeramente ajustadas.
—Está bien.
—Estupendo. ¿Quieres tomar algo más?
—Por qué no —puesto que ya la había distraído lo suficiente como para haber estado a punto de perder un dedo, Claire se imaginó que tenía derecho a quedarse mirando mientras él se alejaba de su mesa en la esquina más oscura del bar casi vacío.
Austin enganchó un pedazo oscuro de algo sobre el asiento de falso cuero agrietado.
—Estás pensando en Dean, ¿verdad?
Con los dedos en la boca, Claire lo ignoró.
Él bufó.
—Está bien que tengas a tu gato contigo, ¿verdad?
Justo a la salida de Renfrew, Claire se quedó parada en una desierta recta de la autopista y miró hacia el grafitti pintado con spray a unos seis metros por encima de un acantilado de piedra caliza. Un agujero, situado entre la «u» y la «c» había transformado el taco anglosajón más frecuente[2] en una insinuación metafísica.
Antes de que Austin pudiese preguntar, introdujo los dedos helados más profundamente en los bolsillos del abrigo y suspiró.
—Sí, estoy pensando en él. Ahora, suéltalo.
—Sólo estaba a punto de mencionar que Dean sabría exactamente qué productos de limpieza necesitarías para sacar la pintura de la roca.
—Seguro que sí.
En el arcén opuesto, alguien dejó la marca de una mano en la condensación que cubría las ventanillas de su Buick aparcado.
Contra todo pronóstico, a Diana le gustaron las reuniones del comité de decoración.
—Entonces queda decidido: este año, el baile de Navidad tendrá motivos de copos de nieve —la sonrisa de Stephanie podría cortar un papel—. Y Lena, no quiero escuchar nada más sobre ángeles.
—Pero los ángeles…
—Todo el mundo los ha repetido hasta la saciedad. Supéralo ya.
Ver cómo Stephanie se cargaba el proceso democrático con la precisión de un escultor con una motosierra era bastante más divertido que ver cómo la comida caliente de la cafetería se derretía formando algo que se aproximaba a una forma viva.
—Diana…
Bruscamente expulsada de su ensoñación, Diana luchó contra las ganas de llamar la atención. Alta y rubia, Stephanie no luciría extraña con unas botas militares, siempre y cuando pudiese encontrar un bolso a juego, y algún día dirigiría una empresa que apareciese dentro de la lista de Fortune 500 con el mismo despiadado ímpetu con el que antes dirigía el instituto de Medway. Por desgracia para el mundo en general, a los Guardianes no se les permitía llevar a cabo luchas preventivas.
—… ya que estamos intentando hacer que este lugar deje de parecer un gimnasio, quiero que diseñes un motivo de copos de nieve con halos blancos y dorados que desciendan más o menos un metro y medio desde esas increíblemente feas placas del techo.
Diana levantó la vista para mirar al techo, y luego a Stephanie. El gimnasio tenía seguramente unos cinco metros de altura, y se necesitarían andamios para llegar a cualquier lugar más elevado que la parte superior de los tableros de baloncesto. Las posibilidades de que los conserjes colocasen dichos andamios eran ligeramente inferiores que las de que a cualquier miembro del equipo de baloncesto del último curso lo fichase un equipo profesional. Tal y como iba, cero a trece, al equipo de baloncesto del último curso no lo fichaban ni las animadoras.
—¿Quieres que haga el qué?
—Intenta prestar atención. Quiero que escondas el techo tras un copo de nieve de papel crepé. —Stephanie buscó la mirada incrédula de Diana colocando sus ojos azules al mismo nivel que los de ella, dando por hecha su conformidad.
A pesar de no ser la cascarrabias que no se implicaba en nada que Claire había sido en el instituto, Diana había intentado que toda la historia de ser Guardiana pasase desapercibida. Teniendo en cuenta lo normalmente absurdo que encontraba el sistema educativo público, no siempre había sido fácil, pero había conseguido llegar al último curso sin que nadie la señalase gritando «¡Bruja!». Bueno, por lo menos nadie a quien mereciese la pena escuchar.
¿Entonces qué era lo que había visto Stephanie?
Y al fin y al cabo, ¿importaba?
—¿Un copo de nieve de papel crepé?
—Sí.
—De acuerdo. El techo era feo.
Cuando la reunión se terminó, Lena se colocó a su lado mientras salían del gimnasio.
—Tú eres la estudiante más mayor del comité, no Stephanie, así que si querías ángeles… —su voz se detuvo sugerentemente, tras haberle aplicado el máximo énfasis que estaba permitido.
—Era el comité o una detención de un mes —le recordó Diana—. Pero no creo que los ángeles sean muy buena idea.
Lena pareció indignada.
—¿Por qué no?
—Blandiendo espadas, golpeando a los sin Dios…
—¡Los ángeles no son así!
—Quizá no los que te has encontrado tú, pero el problema es que nunca puedes estar segura.
—¿De qué?
—De qué tipo de ángel te acabas de encontrar. Lena se quedó un momento pensándolo, y después, mientras Diana se dirigía a la primera clase de la tarde, murmuró:
—Mi madre tiene razón. Eres rara.
Con sus más de tres millones de habitantes, en Toronto había dos Guardianas en activo, una Guardiana muy anciana enchufada en un lugar incerrable en Scarborough y media docena de Primos que monitorizaban el constante flujo metafísico, uno de los cuales había hecho una pequeña fortuna en Bolsa en su tiempo libre. Decía que había encontrado relajante la relativa calma.
Las llamadas llevaron a Claire a la estación de metro de College Park de la línea de la Universidad, en donde noventa y seis horas antes un trabajador del Gobierno de una de las oficinas cercanas había recibido un empujón desde el andén. Al mismo tiempo, el viejo cohete rojo, el metro de Toronto, se encontraba a trescientos metros de distancia rechinando a lo largo de su lento camino hacia el norte. La pretendida víctima había tenido suficiente tiempo como para sacudirse el polvo, volver a subir al andén y amenazar al hombre que lo había empujado con una auditoría… aunque eso era discutible. El mal inepto continuaba siendo mal, y había abierto un agujero en el extremo del andén.
Durante los siguientes tres días, había escupido trocitos de oscuridad sobre los trabajadores que tomaban el metro por la mañana y los había vuelto a recoger por la noche más grandes y más oscuros. Seguramente sería una coincidencia que los miembros del Gobierno de Ontario, que cada día llegaban al edificio de la legislatura situado sólo a una manzana de distancia, hubieran hecho una propuesta para cerrar la mitad de los hospitales de la provincia y recortar el presupuesto de educación en un 44% durante los aquellos tres días, ya que resultaba altamente improbable que ningún miembro del Partido Conservador, que estaba en el Gobierno, tomase el metro para ir a trabajar.
En el momento en el que Claire llegó al lugar, el agujero era enorme y miles de empleados del Gobierno habían llegado a sus puestos de trabajo de mal humor y se habían marchado todavía de peor humor… lo cual resultaba más o menos lo mismo de siempre.
Justo después de medianoche, el andén estaba básicamente desierto. Un grupo de adolescentes, aislados por sus auriculares y gafas de sol, haraganeaban en un extremo, y una anciana envuelta en por lo menos cuatro capas de harapos y rodeada por un círculo de mugrientas bolsas de la compra la miraba desde el otro.
Con un suspiro, Claire cambió de mano el transportín del gato y caminó de mala gana hacia delante, preguntándose por qué no podría ver más allá de aquel encantamiento. Cuando se acercó lo suficiente, y el aroma a ropa sin lavar y basura atesorada superó al aroma a máquina y metal helado por el frío del metro, se dio cuenta de que no podía ver más allá del encantamiento, porque no lo era.
—Eh, atún —una nariz negra se apretó contra la pantalla que había en la parte delantera del transportín y luego se echó hacia atrás de repente con un estornudo—. Tiene seis días, está envuelto en un calcetín de deportes que antes llevaba puesto alguien que sufría severamente de hongos y yo mejor no me acercaría más —volvió a estornudar—. ¿Podemos irnos ya?
—No. Y baja la voz. Estamos en un lugar público.
—No soy yo el que está hablando con las maletas.
Los ojos le lloraban desde el exterior de las bolsas de la compra. Nada podía oler así de mal por sí mismo, tenía que haber sido cuidadosamente arreglado. Claire dio las gracias por no haber tenido que estudiar bajo la tutoría de aquella Guardiana. Esta tarde combinaremos los olores del queso viejo y una combinación de vómito/orina pasada encontrada en la parte trasera de algunos taxis… ¿Es que no era la vida lo suficientemente peligrosa?
—¿Eres Claire?
—Sí —por lo menos la otra Guardiana no se empeñaba en utilizar el tradicional y ridículo «Tía Claire».
—¿Eres Nalo?
—Sí. Y bueno, ¿dónde está él?
Claire parpadeó ante la otra Guardiana.
—¿Perdón?
—Tu joven. Escuché en el Boticario que una de nosotras había realizado una conexión real con un testigo —estiró el pescuezo, con lo que mostró una cantidad considerable de cuello sucio—. ¿Es que no ha podido encontrar aparcamiento?
No tenía ningún sentido sugerirle que aquello no era de su incumbencia.
—Ya no viajamos juntos.
—¿No? ¿Por qué no? He escuchado que era guapo y también puro de corazón —cerró un ojo en un guiño inconfundible—. Ya sabes a qué me refiero.
Claire tomó una nota mental para darle un cachete a Diana la próxima vez que la viese.
—Ya no estamos juntos, porque yo he decidido que no estaría seguro viajando conmigo.
—Primero: ¿tú lo has decidido? Y segundo, ya ha estado en el infierno, chica. ¿Qué crees que le podría pasar que fuese peor que eso?
—¿Asfixia?
Nalo señaló con un largo y negro dedo envuelto por un mugriento guante sin dedos hacia el transportín del gato.
—Si se te ocurre una forma mejor de mantener a los testigos lejos de este agujero, me gustaría escucharlo. Hasta ese momento, no aceptaré arrogancia procedente de un gato.
Seguramente tuvieron suerte de que el metro que se aproximaba ahogase la respuesta de Austin.
Los adolescentes subieron y por la puerta que quedaba más cerca del agujero salió un hombre joven y grandullón con una chaqueta de cuero, que tenía el tatuaje de una esvástica atravesada por un puñal que prácticamente le cubría la cabeza afeitada. Con el labio agujereado por un pendiente curvado, caminaba con chulería hacia las dos mujeres. Inspiró profundamente, preparándose para intimidar, y después pareció horrorizado, y atragantado.
—¿Sabes lo que pienso cuando veo un tatuaje así? —murmuró Nalo cuando el sonido de un violento ataque de tos resonó en las baldosas—. Pienso: parecerá un imbécil cuando tenga ochenta años y esté en un asilo.
—Quizá se vuelva a dejar crecer el pelo.
—No le será de mucha ayuda, lleva escrito por todas partes el gen de la calvicie masculina hereditaria.
Claire no lo veía, pero veía las palabras «odio» y «matar» escritas en la parte posterior de las manos. Tocando las posibilidades, le hizo un ligero cambio cosmético. Después las tocó un poco más.
A él se le pusieron los ojos como platos y, todavía tosiendo, se agarró con la mano que decía «calvicie» la bragueta de los vaqueros mientras extendía la que decía «hereditaria» para abrirse paso y salió corriendo por las escaleras.
—¿Volverá?
—Depende del tiempo que le lleve encontrar un lavabo.
—Podría hacer pis en una esquina.
—Con eso sólo resolvería la mitad del problema. Nalo sonrió.
—Muy inteligente. Eres más sutil que tu hermana.
—Los anuncios de la televisión pública son más sutiles que mi hermana.
—Cierto. Bueno, aquel era el último tren de línea que pasaba por esta estación, así que pongámonos manos a la obra antes de que los trenes de mantenimiento se pongan a golpear los raíles. —Nalo se quitó el abrigo encogiendo los hombros, se sacó los guantes y de repente se convirtió en una mujer negra de mediana edad con un uniforme de mantenimiento de la compañía de transportes. Una buena parte de su volumen anterior lo causaba el cinturón de herramientas que llevaba alrededor de la cintura.
—¿Trabajas mucho en el metro? —preguntó Claire mientras colocaba el transportín de Austin en el suelo y le abría la parte superior.
—Cada día suben a él cientos de miles de personas, ¿tú qué crees? La mayoría de los agujeros se cierran solos, pero hay bastantes que necesitan ayuda, con lo que al final resulta fácil irte haciendo un armario. Y también tenemos un Primo que trabaja en los servicios de mantenimiento, él fue quien me lo dio.
—¿Estaba monitorizando el lugar?
—Este y un par de ellos más —la Guardiana mayor miró su reloj—. Los de seguridad estarán aquí enseguida. Ya he tratado antes con ellos, así que lo volveré a hacer, ¿por qué no saltáis tú y tus jóvenes piernas a la vía y dibujáis el mapa de los parámetros más bajos?
Sí, ¿por qué no? A pesar de que lo intentaba, Claire no podía pensar en ninguna buena razón, así que le dio una evasiva:
—¿Y la cámara? Debería ajustaría para que muestre una posibilidad diferente.
—Ya está hecho.
Demasiado para andarse con rodeos. Tras sacar el kit de la mochila, caminó hacia el extremo del andén y se sentó con las piernas colgando.
—¿Vienes, Austin?
—Va a ser que no.
—Ahí abajo hay ratones.
—¿Debería importarme? —pero echó una carrerita para mirar más de cerca—. No sólo ratones.
Un grupito de diminutos guerreros de no más de cinco centímetros de alto, con una piel oscura que hacía que fuesen prácticamente imposibles de ver, rodeaban en silencio a un roedor despreocupado. La muerte fue rápida, media docena de brazos en miniatura elevaron a la presa y, para sorpresa de Claire, la lanzaron contra el tercer raíl. Hubo un súbito relámpago, una espiral de humo y unas vocecillas que cantaban:
—Bar. Ba. ¡Coa! Bar. Ba. ¡Coa!
—¿Por qué tardáis? —preguntó Nalo mientras se acercaba—. Oh, Abatwa. No sé cuándo llegaron de Sudáfrica, pero se han adaptado sorprendentemente bien al sistema de metro. ¿Sabes lo que hacen si los retas?
Por lo que Claire podía ver, todos parecían ser hombres.
—¿Flirtean?
—Correcto. Mira por donde pisas, se ponen de muy mal humor.
Dada la naturaleza de algunos de los desechos, Claire pensó que pisar a un abatwa sería el menor de sus problemas. Ni tan siquiera quería plantearse cómo habían llegado hasta allí algunos de aquellos residuos. Cuando estaba a punto de bajar, recordó algo y se quedó congelada.
—¿Has dicho algo de los trenes de mantenimiento?
—Tienes tiempo de sobra.
—Pero no sabemos cuánto tiempo me llevará esto.
—Chica, no te preocupes tanto —el golpecito que Nalo le dio en la espalda fue casi un empujón.
Claire captó la indirecta y se dejó caer por los azulejos grasientos. Mientras se giraba para llevar a cabo el trabajo, un pesado sonido de pisadas precedió a los guardias de seguridad. Parecían perfectamente dispuestos a creerse que ambas Guardianas eran trabajadoras de mantenimiento y que el transportín de Austin era una caja de herramientas, e hicieron sólo una rápida comprobación tras la que se marcharon rápidamente. Claire sospechó que la colección de bolsas mugrientas los había desanimado de sospechar más. Y de charlar. Y de respirar.
Sus sospechas se vieron confirmadas cuando uno de los guardias prometió informar al equipo de limpieza de aquel desastre.
—Así podrán prepararlas para cuando pase el tren de la basura.
—¿El tren de la basura? —preguntó Claire cuando se hubieron marchado—. ¿Es el mismo tren de mantenimiento del que has hablado antes?
—Uno de ellos —concedió Nalo mientras sacaba un trozo de tiza de su cinturón de herramientas y lo arrastraba por el extremo superior del agujero.
—¿Uno de ellos? ¿Cuántos hay?
—Depende.
—¿De qué depende?
—De cuántos haya.
—Estupendo.
El equipo de limpieza llegó antes de que ellas hubieran acabado de trazar el mapa. Ninguno hablaba inglés, y dos de los tres que eran no podían hablar entre ellos. Todos demostraron claramente lo que sentían ante las bolsas.
—No sé vosotras —murmuró Austin cuando se marcharon—, pero yo acabo de aprender unas cuantas palabras nuevas —se paseó hasta el extremo del andén y le echó un vistazo a Claire—. ¿Cómo va?
—Bien —el agujero llegaba hasta el extremo del andén, se enroscaba en el borde y se extendía hasta más de medio metro más allá por un muro de cemento ennegrecido. Tuvieron que aplicar una generosa cantidad de limpiador de esmalte de uñas para llegar a conseguir que incluso pequeñas partes de los bloques de cemento quedasen lo bastante limpias como para tener una definición. Y se le estaban helando los dedos.
—Dean habría conseguido limpiarlo en un momento.
—Y si Dean estuviese aquí, eso sería importante.
—Eh, no fui yo quien lo largó.
—Cállate.
—¿Casi acabado?
—Casi.
—Bien.
Levantó la vista a causa del tono de voz del gato.
—¿Por qué bien?
—Bueno, no quería meteros prisa, pero está pasando algo justo en la parte baja de la línea.
—¿Está pasando algo?
Inclinó la cabeza, apuntando hacia el sur con las orejas.
—Suena como un tren.
—Genial.
—Pero se ha parado.
—Bien. Infórmanos cuando comience a moverse. ¿Nalo?
—Estoy lista. Si no estás segura de poder acabar antes de que llegue el tren, saldremos y lo retomaremos después.
Claire miró hacia el túnel. No veía ni una luz, no sentía el viento que creaba un tren al acercarse y lo único que quería era que todo aquello se acabase.
—Sólo queda una definición final, puedo acabar —el cemento no estaba exactamente limpio, pero tendría que servir. Un poco más de presión con la tiza y más o menos el símbolo se inscribió en esta—. Ya está —un movimiento del aire hizo que el vello de la nuca se le pusiese de punta mientras se ponía en pie—. Vamos.
A causa de la inclinación del lugar, era imposible que una sola Guardiana viese todo el perímetro. Mientras Nalo empujaba su extremo hacia dentro, Claire alcanzó las posibilidades y se elevó.
El movimiento del aire se convirtió en viento.
Claire sentía las vibraciones de un tren que se aproximaba en las plantas de los pies.
El agujero luchó para permanecer abierto.
Cuando el extremo inferior alcanzaba el peliagudo giro que había en el borde, vio como una pequeña luz se hacía rápidamente más grande por el rabillo de su ojo.
Rápidamente más grande.
Se convirtió en un tren.
Podría simplemente tirarme delante de él. No me puedo creer cómo he destrozado las cosas con Dean. ¿Cómo puedo echarlo tanto de menos y continuar viviendo? Qué sentido tiene una vida sin nadie con la que compart…
Una repentina punción múltiple en la piel de la mano hizo que volviese en sí misma bruscamente. Agarrándose a las posibilidades, apretó las definiciones, se lanzó hacia el andén y cerró el agujero de un golpe exactamente en el momento en el que el tren de tres vagones rugía al pasar por la estación, con unas luces intermitentes y atronando con música navideña.
Tumbada de espaldas, levantó la mano herida hasta que entró en su campo de visión.
—Estoy sangrando.
—Tienes suerte de que eso sea lo único que te está pasando, el gato acaba de salvarte la vida. ¿Qué ha pasado?
—Estaba…
—Pensando en Dean.
Giró la cabeza hasta que pudo ver a Austin, abrió la boca para negarlo y suspiró.
—¿De verdad estabas pensando en ese muchacho?
Volvió a girar la cabeza y pudo ver a Nalo frunciendo el ceño en dirección a ella, con las manos sobre las caderas.
—Era más una especie de telenovela mala que un pensamiento —admitió de mala gana.
—Levántate —le ordenó la Guardiana mayor—. Tenemos que hablar.
Su tono de voz no dejaba lugar a discusión. Apenas dejaba lugar para las vocales.
Mientras Nalo se aseguraba de que el agujero estaba realmente sellado, Claire se puso en pie lentamente, se inclinó y cogió al gato.
—Gracias.
Este frotó la parte superior de la cabeza contra el mentón de ella.
—Siempre igual, siempre igual.
—… y estar sin él está afectando a la forma en la que haces tu trabajo. Por no mencionar que has puesto tu vida en peligro. ¿Qué crees que hubiera pasado si un tren hubiese matado a una Guardiana mientras estabas bajo la influencia de las posibilidades oscuras? Te lo diré yo: ¡tendríamos que haber repetido la historia de Euro Disney!
Claire se estremeció.
—Está claro que los poderes que existen desean que vosotros dos estéis juntos, si no, no estarías tan hecha una mierda sin él. —Nalo le ofreció un vaso de ponche de huevo y puso un platito con lo mismo en la mesita de café para Austin—. Bébete esto. Te sentirás mejor.
—Tiene ron.
Austin levantó la cabeza, con una mota de espuma en el hocico.
—En el mío no hay ron.
Las dos Guardianas lo ignoraron.
—¿Amas al muchacho?
A Claire se le escapó un trago de ponche.
—¡No es un muchacho!
—Perdóneme, Señorita Defensiva, y utiliza la servilleta, no la manga. Entonces, ¿amas al hombre?
—Sólo quiero lo mejor para él.
—Y por qué no le dejas a él decidir qué es lo mejor para él y responde a mi pregunta. —Nalo se colocó en un sillón reclinable y se quedó mirando a Claire por encima del borde de su vaso—. ¿Le amas?
—Amor —intentó parecer indiferente y fracasó estrepitosamente—. ¿Y qué es el amor?
—Claire…
Un nombre contiene poder. En aquel momento en particular, también contenía una advertencia.
Las profundidades del ponche de huevo no tenían respuesta, a pesar de que el ron hizo un par de sugerencias que Claire ignoró. Suspirando, dejó el vaso vacío sobre la mesa de café al lado de un árbol de Navidad de ganchillo.
—Desde que se fue, siento que me falta una parte de mí.
—Se acerca pero no es suficiente. ¿Le amas?
—Yo…
—Sí o no.
¿Sí o no? Tenía que haber otras opciones. Ya que no se presentó ninguna, suspiró.
—Sí.
—¿Sí qué?
—Sí, le amo —el mundo se detuvo durante un instante, y cuando volvió a moverse Claire se sintió un poco mareada—. ¿No debería estar sonando música o algo así?
—El mundo se ha detenido. ¿Es que no es suficiente? ¿Qué más querías, una banda sonora?
—Supongo que no.
—Bien. ¿Él te ama?
—No lo sé.
Austin levantó la cabeza del fondo de su platillo.
—Sí, la ama.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Claire mientras se inclinaba para mirarlo a la cara.
—Me lo dijo.
—No, no hizo tal cosa.
—¿Me estás llamando mentiroso?
—Te estoy llamando gato.
Austin se quedó un momento pensando en ello.
—Está bien —concedió.
—Es evidente que tú y Dean deberíais estar juntos —declaró Nalo atrayendo la atención tanto de Claire como del gato—. ¿Así que qué vas a hacer al respecto?
Claire meneó la cabeza.
—Los Guardianes no…
—No me digas lo que no hacen los Guardianes, llevo bastante más tiempo siéndolo que tú. Los Guardianes no niegan la verdad cuando salta ante ellos y les pega un mordisco en el culo, eso es lo que no hacen los Guardianes. Si te sirve de ayuda, piensa en el espacio que hay entre vosotros como si fuese un lugar de accidente que tienes que cerrar.
—Pero el peligro…
—Chiquilla, no pienses ni por un segundo que los Guardianes somos los únicos que tenemos poder. Si le amas, encuentra a ese muchacho y cree en que el poder del amor lo mantendrá seguro. Y si ese gato no deja de hacer ruiditos como de haberse atragantado —añadió mientras le lanzaba una oscura mirada a Austin—, voy a utilizarlo para colgar un par de zapatillas.
—No te ha dicho nada que no supieses ya.
—Ya lo sé —acostada en el sofá de Nalo aquella noche, Claire miró por la ventana, más allá de las luces de la ciudad que apuntaban más hacia el este. Dean estaba ahí fuera, en algún lugar, y por mucho que le costase, sólo podía pensar en una forma de encontrarlo.
Austin le amasó la cadera, sin que las uñas acabasen de atravesar la colcha.
—Entonces, ¿qué es lo que vas a hacer?
—Ir a casa por Navidad.
—¿Diana?
—Diana.
—¿Y si te llaman a algún otro lugar?
—Entonces sabré que Dean y yo no deberíamos estar juntos y me sentiré triste y desgraciada durante el resto de mi vida.
—¿Ese es todo tu plan?
Claire suspiró y le acarició el lomo con los dedos.
—Eso es todo.
—Tíos, de verdad que necesitáis un sindicato.
El baile de Navidad fue la primera obra de Diana. No tenía pensado acudir, pero cuando sus padres descubrieron lo que había hecho, demasiado tarde para obligarla a deshacerlo, habían insistido en que estuviera allí por si acaso. También habían dicho una sarta de cosas más, pero ella había dejado de escuchar el sermón bastante pronto.
Apoyada contra la pared del gimnasio, con los brazos cruzados y un vaso de cartón lleno de ponche en una mano, miraba cómo unas lucecitas parpadeantes caían suavemente a través del agujero central que había en el diseño de papel crepé. Funcionaba tal y como lo había diseñado, la onda capturaba los buenos sentimientos que ascendían del público, los filtraba y los purificaba y después los volvía a rociar sobre ellos en forma de copos de nieve metafísicos que salían por el agujero central. Y a pesar del ligero pánico que habían sentido sus padres ante los peligros inherentes a aquel exceso de cosas buenas, el inevitable contrapeso de la furia adolescente aseguraba que el sistema no ascendería en una espiral descontrolada.
Probablemente aquel sería el primer baile de instituto en toda la historia en el que todo el mundo se lo pasaría bien y nadie se lo pasaría demasiado bien.
Tal y como se le había ordenado, el diseño parecía un copo de nieve visto desde abajo.
Se sentía considerablemente complacida consigo misma.
Tras vaciar el vaso, lo dejó en el suelo y caminó hacia el lugar en el que el equipo de baloncesto de los mayores estaba apoyado taciturno contra la pared. Ahora iban cero a diecinueve. El club de ajedrez era más popular.
—¡Joe, baila conmigo!
Él pareció asombrado pero la tomó de la mano y dejó que lo guiase hacia la pista.
Cuando la música comenzó a hacerse más lenta, Diana buscó las posibilidades y cambió el CD antes de que él pudiese acercarse más a ella.
Todo el mundo iba a pasárselo bien, pero incluso en la obra de caridad más desinteresada había un límite. Y Joe había perdido sus últimos cinco tiros libres.
Justo después de la una de la madrugada, Diana se quitó las botas y el abrigo y subió las escaleras en calcetines sin hacer ruido, alcanzando las posibilidades lo suficiente como para ahogar el ruido de su llegada. La verdad es que no tenía una hora de llegada —sólo puedes salvar al mundo hasta las diez los días de colegio sonaba más o menos estúpido—, pero le gustaba hacer que la unidad parental tuviese que adivinar. Completamente conscientes de aquello, ellos habían colocado ciertas trampas metafísicas, que ella desviaba con facilidad, y así todas las partes estaban seguras de que sostenían sus respectivos cabos en la relación adolescente/padres, en la versión Guardiana/Primos.
Diana sospechaba que sus padres no lo veían así, pero mientras estuviesen contentos, no le importaba demasiado.
Esperó a encender la luz hasta haber cerrado la puerta de su habitación tras ella.
—Necesito que me hagas un favor.
Las posibilidades ahogaron su chillido de asombro y Claire hizo aterrizar suavemente la vela que Diana había dejado caer.
—¡No has sido llamada a ningún lugar!
—No. —Claire colocó la vela sobre el montón de libros apilados al lado de la cama.
—¿No?
—¿Es que la música del baile estaba muy alta? No. Ahora mismo, no he sido llamada a ningún sitio.
Mientras los latidos de su corazón comenzaban a adquirir un ritmo más normal, Diana pasó por encima del puf, tomó a Austin en brazos y se sentó con el gato en el regazo.
—Uau. ¿Sabes lo que eso significa?
—¿Cuántos años más que tú llevo haciendo esto? —con los brazos cruzados, Claire dio los ocho pasos que había hasta la pared y volvió—. Significa que se supone que debo estar aquí. Se supone que debo estar haciendo lo que estoy haciendo.
—No pareces muy feliz al respecto. ¿Qué se supone que deberías estar haciendo que te pone tan nerviosa?
Tras dejarse caer sobre el extremo de la cama, Claire cogió una pelusa que había sobre la manta india doblada.
—Como ya te he dicho, necesito que me hagas un favor.
—¿Se supone que me tienes que pedir un favor?
—No. Necesito pedirte que me hagas un favor.
—¿Yo?
—¿Ves que haya alguien más aquí? —exigió Claire con la nariz arrugada—. Si pudiese hacer esto de alguna otra forma, lo haría, pero necesito un favor que sólo tú, mi única hermana, puede hacerme.
—¿Sólo yo? —la sonrisa se convirtió en un sonrisita de suficiencia mientras pasaba una mano pensativa sobre el lomo de Austin—. Nunca, en toda mi vida, has venido a pedirme consejo ni ayuda. Nunca me has invitado a tomar parte en lo que haces. Ahora vienes a mí y me dices que necesitas un favor —volvió a acariciar al gato—. Ahora me llamas hermana.
Austin estiró una pata y la empujó contra el regazo de ella.
—Eh, Padrino, tras las orejas.
—¿Estás segura de que sabes el número?
—Siempre. —Diana lo marcó en el teléfono.
—¡Ahí hay demasiados números!
—Relájate y vuélveme a decir que yo tenía razón y tú estabas equivocada. —Marca.
—Ya he marcado, está sonando —la mirada que había en el rostro de Claire le evocó una sonrisa involuntaria, que desapareció al ver que Claire estaba allí de pie sin moverse y miraba fijamente al aparato—. ¿Eh? ¿Es que vas a cogerlo o…? Demasiado tarde. Hola, Dean.
Dean se incorporó hasta sentarse sobre el sofá cama de su primo.
—¿Diana? —se colocó las gafas y miró hacia el vídeo para saber qué hora era. El trozo de cinta aislante negra no le ayudó—. ¿Cómo has conseguido este número?
—Si te lo digo, tendré que matarte. Hay alguien aquí que quiere hablar contigo. Alguien que siente mucho, pero que mucho, haberte dicho que te marchases y… ¡au! ¿Y a ti qué te pasa? Parecía que tú no querías que… ¡vale, vale, deja de pellizcarme!
Durante la pausa que siguió, Dean buscó su reloj. Las dos y cuarenta y uno de la madrugada.
—¿Dean?
Recuerda respirar, se dijo cuando la habitación comenzó a dar vueltas.
—¿Claire?
Mientras sus dedos apretaban el plástico con fuerza hasta hacerlo crujir, Claire tuvo un súbito recuerdo de la habitación del hotel de Rochester.
—¿Howard?
—¿Cheryl?
Y todos sabemos lo bien que se resolvió. Tragó, incapaz de decir las palabras. Ojalá Dean hubiese dicho algo, cualquier cosa, pero no lo hizo, a pesar de que ella sentía cómo él esperaba.
Diana puso los ojos en blanco. Inclinándose hacia delante, le sostuvo la mirada a su hermana.
—Díselo, Claire —después se acercó a las posibilidades y añadió la palabra mágica—. Por favor.
Resistirse era inútil. Las palabras se desparramaron antes de que Claire pudiese detenerlas.
—Dean, lo siento. Me equivoqué al decidir arbitrariamente que no deberíamos estar juntos. Debería haberte hablado del peligro y dejar que tú… —cuando Diana frunció el ceño, se humedeció los labios e hizo una rápida corrección—… confiar en tus decisiones. Quiero que estemos juntos.
—¿Por qué?
—¿Por qué? Yo… esto… ¡Diana, si me vuelves a decir por favor, te daré un bofetón! —tras mirar a su hermana, inspiró profundamente.
Si te sirve de ayuda, piensa en el espacio que hay entre vosotros como si fuese un lugar de accidente que tienes que cerrar.
Apartándose el teléfono de la boca murmuró:
—¿Sería pedir demasiado un poco de intimidad?
Diana, segura en el conocimiento de que Claire le debía una bien grande, bufó.
—Bueno, ejem.
Austin ignoró la cuestión ya que estaba claro que esta no hacía referencia a los gatos.
Ninguna de las dos respuestas la sorprendió. Volvió a acercarse el teléfono a la boca y bajó la voz.
—Dean, desde que te fuiste me siento como si me faltase una parte de mí.
Todavía sentía que él esperaba.
Se acerca, pero no es suficiente.
—Mira, te quiero. ¿De acuerdo?
Le quería. Por encima de los fuertes latidos de su corazón, Dean escuchaba música. Llenaba el apartamento, se le metía en la sangre y estaba a punto de hacer que le sangrasen las orejas.
En la habitación de al lado, su primo golpeó el techo.
—¡Son casi las tres de la puta mañana, gilipollas!
—¿Dean? —Claire frunció el ceño en el teléfono.
—¿Qué ocurre? —preguntó Diana mientras se acercaba al aparato.
Claire le apartó la mano de un golpe.
—No lo sé. Suena así como a Bon Jovi.
La música cesó.
—¿Dean?
Le quería. Las palabras resonaron en el repentino silencio. Le quería.
¿Y ahora qué? ¿Se suponía que él también tenía que decirle que la quería, o ella pensaría que lo decía porque ella lo había dicho a pesar de que era cierto, y de que él lo había sabido desde que se había ido y la había dejado allí sola en el aparcamiento, a pesar de que no se había dado cuenta de que lo había sabido hasta aquel preciso instante?
¿Y después qué?
—¿Dean?
—¿Qué pasa? —Diana hizo otro intento fallido de coger el aparato.
—No dice nada.
—Pásame el teléfono.
Claire se quedó mirando al gato.
—¿Qué?
—El teléfono, que me lo des —al ver que ella dudaba, suspiró—. Confía en mí, son cosas de tíos. Necesitas romper esto en trocitos del tamaño de un mordisco.
Al ver que el silencio al otro lado de la línea continuaba, dejó el teléfono sobre la cama al lado de Austin, que ladeó la cabeza de forma que la boca se le quedó al lado del micrófono y una oreja apuntaba hacia el altavoz.
—¿Dean, sigues ahí?
Aquella no era Claire. ¿Adónde había ido Claire?
—¿Claire?
La cola de Austin se movió hacia delante y hacia atrás.
—Está aquí, pero ahora mismo necesitamos tener unas respuestas. ¿La quieres?
Dean suspiró aliviado. Sobre aquello no tenía que pensar.
—Sí.
—¿Quieres estar con ella?
—Sí.
—Apunta esta dirección.
Meneó la cabeza para aclarar un poco el zumbido producido por la adrenalina y agarró un bolígrafo que estaba al otro extremo de la mesa al lado del sofá cama. Papel. No tenía papel. Estiró la sábana que le cubría la pierna hasta tensarla bien y apuntó la dirección sobre ella, la repitió y colgó.
—¿Y bien? —preguntó Claire cuando Austin levantó la cabeza—. ¿Qué ha dicho?
—Ha dicho que sí. Cuelga esto, por favor. Si estás pensando en qué regalarme por Navidad, estoy prácticamente seguro de que podría arreglármelas con uno de esos teléfonos con los botones grandes que hay para la gente mayor.
—Austin.
—Piensa en el tiempo que te ahorrarías si yo pudiese pedir mi comida.
—¡Austin!
—¿Qué?
Claire consiguió evitar ahogarlo, pero por poco.
—Ha dicho que sí, ¿y?
—Y supongo que ya estaba doblando su ropa interior para meterla en su bolsa de hockey mientras hablábamos.
—¿Se dobla la ropa interior? —rio Diana por lo bajo.
—Lo dobla todo —le dijo Austin, suavizando meticulosamente un mechón de pelo arrugado.
—Austin… —Claire murmuró el nombre del gato con los dientes apretados—… ¿qué tiene que ver la ropa interior de Dean con nada de esto? Y tú… —le dirigió una mirada de advertencia a su hermana—… ¿podrías limitarte a callarte y dejar que él responda a mi pregunta?
—Sí que tiene que ver con hacer las maletas —al ver que ella continuaba fulminándolo con la mirada, Austin suspiró—. Hacer las maletas para venir aquí. Y muchas gracias —jadeó cuando una jubilosa Claire lo cogió en brazos—. Pero soy viejo, y acabas de colocarme una costilla debajo del bazo.
—¿Los gatos tienen bazo?
—Creo que te estás desviando del tema.
—Lo siento —volvió a colocarlo sobre la cama y, súbitamente consciente de la expresión petulante de su hermana, arrugó la nariz—. ¿Qué?
—¿No tienes ningún agradecimiento que mostrar a nadie más? ¿A la persona que, oh, ha establecido el contacto inicial?
—Gracias.
—De nada.
—Y se lo hubiera dicho sin tu ayuda.
—Oh, seguro que sí. Y Babe habría sido nominada al Oscar a la mejor película sin mi ayuda.
—¡Diana!
—¡Yo era muy pequeña entonces! Y no parecía que fuese a gan…
No era posible ir en coche desde Halifax, Nueva Escocia, hasta Kingston, Ontario, en diecisiete horas. Por razones desconocidas para el hombre mortal —a pesar de que la mayoría de las mujeres mortales eran consciente de ellas ya que implicaban preguntar por direcciones cuando se intentaba salir de Montreal—, el viaje de este a oeste llevaba dieciocho horas. Dean tenía que pasar por Kingston, atravesar Toronto, ir hacia Londres y después al norte en dirección a Lucan. El viaje completo le llevó veintitrés horas. Vio un coche de policía aparcado en el exterior de una tienda de donuts. No se encontró con ningún alce.