DOS

Pero yo te he traído a Estados Unidos, tendré que llevarte de vuelta.

—No es necesario. —Claire tiró el neceser del maquillaje dentro de la mochila. Antes llevaba también una maleta, hasta que Dean le había preguntado por qué. Si podía meter dentro de la mochila un ordenador portátil, una impresora, dos cajas de disquetes y las obligatorias gotas rancias para la tos, ¿por qué no iba a poder meter también todo lo demás? Estaba en deuda con él por aquello y por otros miles de cosas que el cerebro de ella insistía en apuntar en una lista. Por conducir. Por darle a ella todos los Smarties rojos. Por limpiar el cajón de arena. Por explicarle pacientemente la diferencia entre fuera de juego y icing una y otra vez. Por ser un apoyo cálido y firme para sus espaldas. Por…

—Estamos en la parte de arriba del estado de Nueva York, no en Camboya —continuó ella, casi gritando para hacer que la lista fuese inaudible—. Los canadienses vienen aquí cada día a comprar hornos.

—Bien. —Dean cerró la cremallera de su bolsa de hockey de un tirón, cansado de que le gritasen sin ninguna razón aparente—. Entonces puedes hacer autoestop y que te lleve alguno —se subió la bolsa al hombro, pero Austin dio un paso para colocarse delante de él antes de que pudiese llegar a la puerta.

—No quiero ir en un coche con un horno —declaró el gato—. Quiero ir con Dean.

—Austin. —Claire gimió el nombre entre los dientes apretados. El gato se coló por entre las piernas de Dean para mirarla.

—¿El lugar al que has sido llamada está a este lado de la frontera?

—No, pero…

—En ese caso, él no estará en peligro mientras nos sube hasta allí. Y es esa la razón por la que no quieres que esté cerca de ti, ¿verdad? ¿Para mantenerlo alejado del peligro?

—Sí, pero…

—Y nosotros necesitaremos que alguien nos lleve.

—Ya lo sé, pero…

—Entonces dale las gracias y vete a arreglar la cuenta mientras nosotros cargamos la camioneta.

—¿Mientras nosotros cargamos la camioneta? —preguntó Dean poco más tarde, al colocar el transportín del gato sobre el asiento que estaba su lado y abría la trampilla superior.

—Por favor. —Austin salió escurriéndose y se colocó sobre un rinconcito de sol que se colaba por el parabrisas—. Como si no supieras que lo que quería era hablar contigo.

—Lo que tienes que hacer es hablar con Claire, no conmigo —encendió el motor, comprobó que estaba en punto muerto y que el freno de mano estaba puesto, retiró el pie del embrague y comenzó a limpiar las huellas de dedos que había sobre el volante con la manga de la chaqueta—. Yo no esperaba pegármela tan pronto.

—¿Pegarte el qué?

—Perder el trabajo.

—¿El trabajo? No estabas trabajando, simplemente estabas viviendo la vida. Si hubiera sido un trabajo —bufó el gato con desdén—, ella te estaría pagando.

—Entonces lo que no esperaba era que esta parte de mi vida se acabase tan pronto.

—No tiene por qué ser así.

—Sí, lo es.

—¿Vas a limitarte a dejar que ella te diga lo que tienes que hacer?

—No. Pero no me quedaré si ella piensa que tiene derecho a tomar decisiones sobre mi vida como si yo no formase parte de ella.

—¿De tu vida?

—O de la decisión.

—¿Entonces no te vas porque ella te haya dicho que lo hagas, sino porque piensa que tiene derecho a decírtelo?

—Sí.

Austin suspiró.

—¿Habría alguna diferencia si te digo que ella tiene miedo de verdad a que te acaben arrancando los intestinos por la nariz porque ella estaba pensando en tus hombros y no valoró bien un lugar de accidente?

—Bueno, tampoco quiero acabar con los intestinos arrancados por la nariz —concedió Dean. Después hizo una pausa y se ruborizó ligeramente mientras soplaba sobre un inmaculado trozo del salpicadero—. ¿Piensa en mis hombros?

—Hombros, muslos… por lo que yo puedo decir, se pasa bastante tiempo pensando en la mayoría de las partes de tu cuerpo, secuencial o simultáneamente, cuando debería estar pensando en otras cosas.

—¿Como lugares de accidente?

—Como yo.

—Oh —y después, ya que el tono del gato exigía una disculpa, añadió—. Lo siento.

—Y lugares de accidente —concedió Austin benevolente, ya que él lo había reconocido—. Mira, Claire tiende a ver las cosas según lo que tiene que hacer para evitar que el mundo se desmorone. Cerrar un lugar de accidente aquí, evitar que se filme la segunda parte de La isla de Gilligan allá, evitar que no te hagan daño, darle de comer al gato… todo es una prioridad máxima. No sabe comprometerse, es deformación profesional. Quédate y enséñale a ver las cosas desde tu punto de vista.

Sólo si ella me pide que lo haga —el volante crujió a modo de protesta cuando Dean cerró las manos sobre él y apretó—. Y ya que sé a ciencia cierta que el infierno todavía no se ha congelado, no voy a contener el aliento por ello.

Austin suspiró y se giró. Vio cómo Claire se abría paso entre el barro que cubría el aparcamiento desde la oficina.

—Está eligiendo su propio camino. Crees que será más feliz con ello, ¿verdad? Parece muy triste, ¿a que sí? No querrás que ella se sienta así de triste, ¿verdad?

—Ha sido ella la que ha comenzado —murmuró Dean, con la mirada fija en la aguja del depósito—. Si quiere que me quede, tendrá que convencerme.

—De acuerdo. Está bien —colocó una pata sobre el muslo de Dean y se quedó mirándolo con aire suplicante—. ¿Y qué pasa conmigo? Soy viejo. No ha pasado tanto tiempo desde que perdí el ojo.

—Creía que ya lo tenías prácticamente cicatrizado.

—No me refería a eso. Estamos en noviembre, hace frío, no quiero volver a tener que montarme en cualquier cacharro viejo que pase por ahí. ¡Me gusta que tú me lleves en una camioneta con calefacción! De acuerdo, me gustaría más una limusina con tapicería de cuero, pero a lo que me refiero es: ¿qué pasará conmigo?

—Lo siento, Austin.

—No tanto como lo sentirá ella —murmuró Austin cuando la Guardiana abrió la puerta del acompañante.

—En la cabina de la derecha la cola es más larga.

—¿La cola es más larga? —Dean había evitado la conversación manteniendo la velocidad de la camioneta a exactamente noventa kilómetros por hora, sin importar los gestos que los otros conductores le lanzaban al adelantarle. Bajó la vista hacia el gato e intentó no percibir las diferentes partes de Claire que lo rodeaban—. ¿Y por qué quieres que me coloque en la cola más larga?

—Así nos llevará más tiempo. Cuanto más tiempo pasemos todos juntos, más posibilidades habrá de que vosotros dos os arregléis y yo no acabe siendo lanzado al frío sin nada más que un transportín de gato entre yo y noviembre.

—No hay nada que arreglar —le dijo Claire con impaciencia—. No nos hemos peleado.

—¿No?

—No —lanzó la palabra hacia Dean pasando por encima del gato—. Yo, como Guardiana, he tomado una decisión.

—Sobre mi futuro y sin consultármelo.

—Suena a pelea —observó Austin.

Claire se echó hacia atrás retorciéndose sobre el asiento y se cruzó de brazos.

—Esto no es asunto tuyo.

—¿Ah, no? Es a mí a quien le tocará viajar en la rejilla para el equipaje del autobús…

—¡Nunca has viajado en la rejilla para el equipaje!

—… o en el maletero.

—¡Ni en el maletero! —añadió elevando la voz. Él la ignoró.

—Volveré a estar a merced de los extraños. Obligado a vivir llevándome a la boca lo que encuentre, utilizando esquinas oscuras como cajón de arena, cartones como cama.

—Te gusta dormir sobre cartones.

—No estaba hablando de eso.

—No estabas hablando de nada. Y deja de lloriquear: comienzas a sonar como un perro.

—¡Un perro! —se retorció para matarla con la pálida mirada verde del único ojo que le quedaba—. Nunca, en toda mi vida, me han insultado así. Tienes suerte de que no sea capaz de utilizar un abrelatas —bajó de su regazo con movimientos lentos y estudiados, se colocó en el asiento contiguo y le dio la espalda.

La sonrisa que sus compañeros compartieron sobre su cabeza fue completamente involuntaria.

Repentinamente consciente de cómo su reflejo le sonreía desde las gafas de Dean, Claire bajó la mirada tan rápido que rebotó.

Con los dientes apretados con tanta fuerza que su único empaste crujía, Dean dirigió la camioneta cuidadosamente hacia la cola más corta. Cuanto antes acabasen con aquello, mejor.

Sólo dos de las cinco cabinas de la aduana canadiense estaban abiertas. Sólo dos de las cinco cabinas estaban alguna vez abiertas. En un día con mucho trabajo, cuando la fila de coches que esperaba para cruzar la frontera se prolongaba casi hasta llegar a Watertown, el mal humor estaba asegurado y las respuestas a las preguntas de los oficiales de aduanas canadienses eran desabridas. A veces, en días muy calurosos de verano, las respuestas eran lo suficientemente desabridas como para requerir la intervención de la Policía Montada del Canadá.

Los constantes y contenidos niveles de aguda irritación hubieran podido acribillar el tejido del universo, si las normativas del Gobierno no lo hubieran impedido negando cualquier situación que se saliera de sus estrechos criterios. Como resultado de aquello, la mayoría de los pasos fronterizos entre los Estados Unidos y Canadá eran tan metafísicamente estables que los fenómenos antinaturales tenían que cruzarlos igual que todos los demás, pese a que no siempre les resultaba fácil encontrar una foto de carné.

Después intercambiaban historietas sobre cómo los oficiales de aduana no tenían sentido del humor, sobre alguien —o quizá algo—, a quien conocían que había sido cacheado sin razón aparente, y cómo habían conseguido colarse triunfalmente dentro de media docena de hornos grill libres de impuestos.

Mientras Dean se acercaba a la ventanilla abierta de la cabina y se giraba para sonreírle con educación a la joven guardia, Claire buscó entre las posibilidades. Cuando la guardia miró dentro de la camioneta, su mirada se deslizó sobre Austin como si lo hubiesen untado de mantequilla, sobre Claire casi igual de rápido y se quedó detenida en el rostro de Dean.

—¿Nacionalidad?

—Canadiense.

—Canadiense —repitió Claire, a pesar de que sospechaba que no habría necesitado molestarse en decirlo, ya que la guardia se encontraba embelesada en Dean.

—¿Cuánto tiempo han pasado en Estados Unidos?

—Cuatro días.

—¿Cuál es el valor total de los bienes que están introduciendo en Canadá?

—Seis dólares y ochenta y siete céntimos. He comprado un par de mapas y una lata de gasolina para la camioneta —añadió con aire de disculpa.

—Eres del este —cuando vio que asentía, la guardia continuó, dejando atónita a Claire, ya que esta nunca había visto a nadie que trabajase para las aduanas canadienses tan feliz—. Yo soy de Cornerbrook. ¿Cuándo fue la última vez que volviste?

—Vuelvo precisamente ahora.

Su conversación pasó a los recuerdos compartidos de lugares y personas. Los terranoveses, si por casualidad se encontraban a miles de kilómetros de casa, nunca eran desconocidos. A veces podían ser enemigos mortales, pero nunca desconocidos. Tras haber decidido que Dean había jugado de niño al hockey contra un tío que había ido a la escuela con el primo segundo de la guardia, esta los despidió agitando la mano.

—Nunca me dijiste que volvías a Terranova —indicó Claire cuando se alejaban de la frontera.

—Nunca me lo preguntaste.

—Oh, qué maduro —murmuró ella. Ahora los dos la ignoraban, Dean y el gato. Aquel era el tipo de cosas que hubiera esperado de Austin, pero Dean tenía normalmente mejores modales. Bien. Compórtate así. Yo sé que tengo razón. Una mirada de lado hacia el perfil de él le mostró que un músculo se movía a lo largo de la línea de su mandíbula. Una súbita urgencia de acercarse y tocarlo la sorprendió e hizo que bajase la mirada.

Pero aquello no ayudó.

Con dos puntos de calor ardiéndole en cada mejilla, se volvió para mirar fijamente hacia los bloques de granito rosa que se elevaban poderosamente hacia el cielo.

Aquello tampoco ayudó.

Piensa en otra cosa, Claire. Cualquier otra cosa. Tres por nueve, veintisiete. Hígado frito. Coles de Bruselas. Homer Simpson

El tirón insistente de la llamada subió de repente a un crescendo. La mano de Claire salió disparada y apuntó hacia la entrada del aparcamiento de la Tierra de la fantasía y la Plataforma al Cielo de las Mil Islas.

—Aparca ahí.

En respuesta a su tono, Dean consiguió realizar el giro, haciendo que la cola de la camioneta se menease ligeramente en la zona iluminada y la nieve húmeda volase.

—Está cerrado —dijo cuando se detuvo en la entrada de la tienda de recuerdos que anclaba la Plataforma al Cielo.

—Para mí no —era aquello. El final de la línea. Claire sentía el extraño deseo de no abandonar la camioneta. Y no era sólo porque estaba comenzando a nevar de nuevo. Lo estás haciendo por él, se recordó. Sólo es un testigo, y no tiene sentido que lo pongas en peligro.

Cuando él hizo el movimiento de ir a apagar el motor, ella se armó de valor y lo detuvo, conteniéndose para no agarrarlo suavemente por la muñeca.

—No hace falta, no estarás aquí tanto tiempo —se desató el cinturón de seguridad, se colocó la capucha sobre las orejas y agarró el transportín del gato que estaba detrás del asiento—. Venga, Austin.

Este continuó dándole la espalda, rígido e inflexible.

—¡Austin!

La ignoró tan absolutamente que durante un momento ella dudó de su propia existencia.

—¿Qué pasa con…? —y entonces lo recordó—. Oh, Austin, siento haber dicho que comenzabas a sonar como si fueses un perro. Ha sido desagradable.

Una oreja se movió en dirección a ella.

—Nunca has sonado a nada que no fuese un gato. Los gatos son claramente superiores a los perros, y yo no sé en qué estaba pensando. Por favor, acepta mis humildes disculpas y perdóname.

Él bufó sin darse la vuelta.

—¿Y dices que eso es arrastrarse?

—Sí, y siento si se queda corto para tus elevados estándares. A no ser que estés pensando en caminar, también mencionaré que es la última cosa que diré antes de cogerte y meterte dentro del transportín.

Las manos de ella ya habían llegado a tocarle el pelo cuando él se dio cuenta de que hablaba en serio.

—Oh, claro —murmuró mientras su cola describía arcos cortos e intermitentes al subir al transportín—. Dale pulgares oponibles a una especie y acabarán evolucionando hasta convertirse en unos abusones.

Dean miraba sin hablar mientras ella abría la puerta, colocaba el transportín con cuidado sobre un trocito de pavimento seco cercano al edificio y por último sacaba su mochila de debajo de la lona. Hizo una pausa, como si estuviera intentando pensar en algo que decir. Llevaba un brillo de labios que hacía que su boca tuviese un aspecto rellenito y suave y… él se inclinó hacia aquel lado y bajó la ventanilla.

—¿Necesitas algún tipo de ayuda?

No tenía intención de decir aquello, pero la verdad es que no podía detenerse: la educación de su abuelo era más fuerte que la ira injustificada, la traición emocional y aquella sensación tan incómoda que sentía por culpa del cinturón de seguridad que le apretaba en el… regazo.

Se escuchó un enfático «¡Sí!» procedente del transportín, pero Claire lo ignoró.

—No, gracias —se tragó el nudo que se le había puesto en la garganta y que se suponía que a los Guardianes no se les podía formar—. Será mejor que te vayas ya si vas a ir conduciendo hasta Terranova.

—Es una isla, Claire. No conduciré hasta allí.

—Ya sabes lo que quería decir —de repente centró toda su atención en sus guantes—. Esto es por tu propio bien, Dean.

—Si tú lo dices.

Era lo más cercano a un comentario sarcástico que le había escuchado nunca.

Durante un instante Claire pensó que no iba a irse, pero aquel momento pasó.

—Adiós, Claire —querría haber dicho algo irónico y desenvuelto, pero lo único que se le vino a la mente fue una frase de una vieja película en blanco y negro, y sospechó que «¡Nunca me atraparás con vida, poli!» no encajaba en aquella situación precisamente. No quedaba duda de que aquel era el día al que se refería su tía cuando le había dicho: algún día, chicos, deseareis haber visto alguna película en la que hablen más que se peguen. Optó por levantar la mano y hacer el típico gesto de lo que sea.

Dejó la ventana bajada hasta llegar a la autopista. Por si acaso le llamaba.

Claire se quedó allí de pie, mirando cómo Dean daba marcha atrás y se iba, y se dio cuenta de que debería haber limpiado sus recuerdos sustituyéndolos por algo más posible —a pesar de que en aquel momento no podía pensar en nada más posible que los dos pasando sus vidas juntos.

Lo he hecho por su propio bien.

Hacía más frío del que debería hacer, y el frío no tenía nada que ver con que estuviesen de pie en un aparcamiento vacío al lado de una atracción veraniega de segunda clase mientras un temprano viento de noviembre le metía los dedos helados por el cuello y amenazaba con nevar. Se quedó mirando la marca que habían dejado los neumáticos hasta que ya no se sentía los pies.

En verano, la Tierra de la Fantasía consistía en una serie de laberintos y toboganes construidos dentro de castillos del tamaño de un niño repartidos a lo largo de un sendero que se retorcía por el medio de un bosque, y de vez en cuando se detenía en un escenario que reproducía un cuento de hadas construido de cemento y pintura. En verano, el hecho de que fuese un lugar adecuado para que los niños descargasen un exceso de energía antes de que los metiesen dentro del coche y dejasen de moverse nerviosos y quejarse durante otros cien kilómetros, le daba al lugar un cierto encanto. En invierno, cuando no había nada que escondiese los destrozos hechos por los mismos niños que podrían desmontar un reproductor de DVD de ochocientos dólares armados con nada más que un chupachups y un bocadillo de queso, era simplemente deprimente.

Las llamadas procedían del centro del escenario de la Bella Durmiente.

Cinco enanitos de cemento, con la pintura descascarillada, estaban de pie alrededor del ataúd en el que descansaba la princesa dormida… o por lo menos Claire dio por hecho de que aquello era lo que había contenido el ataúd. La princesa y dos de los enanitos habían sido arrancados a conciencia con un trozo de tubería. Había trocitos de cemento roto esparcidos por todo el suelo, y la cabeza de la Bella Durmiente estaba colocada en una posición decididamente comprometedora con uno de los enanitos.

—Supongo que estos chicos se llaman todos Gruñón —murmuró Claire mientras se acercaba al ataúd—. Ninguno de ellos sonríe.

Austin se sentó a cobijo de una enorme seta de cemento y se colocó la cola alrededor de las patas traseras. Y la ignoró.

Lo cual se acercaba bastante a la respuesta que Claire había esperado. Aquella comparación con un perro la perseguiría durante un tiempo.

El agujero tenía su centro en el ataúd, lo cual no era una sorpresa ya que seguramente hubiera sido el vandalismo lo que lo había abierto. Era más grande de lo que correspondería al vandalismo puro y duro, a pesar de que llevaba tiempo filtrando. Por desgracia, las filtraciones no se disipaban.

Lo cual significaba que había algo en las proximidades que las estaba absorbiendo.

Una rápida búsqueda no le dio señales de vida salvaje, ni tan siquiera una triste paloma, a pesar de que había pruebas de la existencia de palomas que habían sido deliberadamente salpicadas sobre los cinco enanitos.

—Espero que esto no sea otro de esos lugares llenos de ardillas poseídas. Siempre son duros de pelar —miró al gato y, al ver que no se levantaba ante la provocación, suspiró. Genial, mi gato ni tan siquiera responde a mis chistes malos. Dean se ha ido… Con la atención puesta en cualquier otro lugar, resbaló sobre un trozo de princesa rota y apenas consiguió agarrarse al hombro de un enanito de piedra… y ahora me he torcido el tobillo. ¿Es que podría pasar algo peor?

Una manita de piedra se cerró dolorosamente sobre su muñeca.

Tenía que preguntarlo.

Por suerte, las manos eran más o menos proporcionales al cuerpo, así que, a pesar de que le hacía daño, no le resultó difícil soltarse. Tras liberarse de un tirón, Claire se apartó del enanito y sintió que algo le pinchaba por detrás de la parte superior del muslo.

Resultó ser una nariz.

Su alivio anatómico resultó ser breve, cuando el segundo enanito intentó agarrarla por la rodilla, murmurando:

—Me escribían encima. —Era muy rápido para ser de cemento.

Todos lo eran.

—… putos niños…

—… helado sobre mi sombrero…

—… queréis Felicidad, pues os diré qué me hace feliz, pequeños…

—… vais a pagar por esas bolas de malta…

—… te meteré el hi por el no…

—¡Eh! —Claire se apartó delicadamente del último enano y se quedó mirándolo—. Mirad, machotes, se supone que sois un decorado infantil.

Los ojos de piedra se entrecerraron.

—Te machacaré los huesos para hacer pan.

—Oh, genial… —saltó de la plataforma de cemento hacia el césped destrozado—… ahora están yendo por libre.

Los enanitos llegaron hasta el límite del cemento pero no pudieron ir más allá.

Claire se hubiera puesto bastante más contenta al ver aquello si no fuese porque se interponían entre ella y el lugar del accidente. Una rápida carrera alrededor del perímetro probó que no podía correr más que ellos y que, mientras el lugar estuviese abierto, no dejarían de correr.

Sintiéndose seguros al saber que la Guardiana no podía pasar por donde estaban ellos, cuatro de los enanos comenzaron a jugar al fútbol con la cabeza de la Bella Durmiente mientras el quinto vigilaba.

Tras dos fintas, un regate y una discusión sobre si era completamente ético utilizar los troncos de los enanitos seis y siete como portería, Claire se dio cuenta de que no podría entrar sin un plan. O una distracción.

—¿Austin?

—No.

—Sólo quería…

—Pues no. No voy a hacerlo.

—De acuerdo. ¿Entonces qué distraerá a cinco de los siete enanitos?

—¿Una canción publicitaria?

—No creo.

—Podrías probar a cantar la versión abreviada.

—No.

—¿No crees que puedan estar a la altura?

—¿Has acabado?

—Acabaré enseguida.

—Austin…

—De acuerdo, he acabado —le dio un rápido lametazo a un hombro impoluto—. ¿Qué tal cinco enanitas de cemento?

—¿Por qué no? Pondré un anuncio en la sección de contactos. —Claire se metió las manos en los bolsillos y echó un vistazo a su alrededor, hacia las botellas rotas, la basura esparcida, el vandalismo absurdo. Ni tan siquiera quería pensar en el aspecto que tendría la casa de la esposa de Peter Pumpkin Eater[1]. Dale a algún tipo de personas una esquina oscura y harán en ella una cosa entre dos.

Bueno, quizá tres.

O cuatro.

—¡Au! —tras haber recibido una patada demasiado fuerte, la cabeza de la Bella Durmiente rodó por el asfalto y le hizo un corte en el tobillo a Claire—. Puaj —le espetó mientras levantaba la cabeza y se dirigía a la panda de enanos que reían entre dientes—. El juego está a punto de acabarse —mientras soltaba la improvisada bola de jugar a los bolos, tuvo una visión de un hueco de cinco/dos, un semipleno fácil y un rápido final en punto muerto.

—Has fallado —señaló Austin, con un tono medianamente de ayuda.

—¡Ya lo sé! —tuvo que gritar para hacerse oír por encima de las risas. Dos de los enanos se apoyaban el uno en el otro mientras aullaban, otro se había caído al suelo y pataleaba en el aire con sus pequeños talones de cemento y los dos últimos se tambaleaban dibujando círculos cada vez más pequeños mientras se mofaban de las habilidades atléticas de ella.

No era aquello lo que pretendía, pero había tenido el mismo efecto.

Una salida rápida, un paso de lado sobre un montón de plumas manchadas que sugerían que por lo menos una de las palomas había sido muy lenta al escaparse y un salto poco gracioso pero apropiado la colocaron sobre el ataúd.

Los Guardianes aprendían rápido que la solución no tenía que ser bonita siempre y cuando cumpliese con su cometido. Claire lo había aprendido de su experiencia personal mientras cerraba un lugar en el lanzamiento de un libro de un escritor que casi había conseguido tener una vida tan interesante como la ficción que escribía —a pesar de que no le iba a durar mucho—. Al final, se había visto forzada a invocar las propiedades paranormales de un pastel de cangrejo, dos champiñones rellenos y una miniquiche. El catering se había puesto furioso.

Aunque no tanto como los enanos.

Que eran demasiado bajitos para saltar sobre el ataúd ellos solos. La corriente de profanidad generada por aquello creció en volumen lo que no habían crecido ellos en altura. Claire dio por hecho que habían aprendido aquellas palabras de los vándalos y no de los niños (aunque tampoco se habría jugado mucho por ello). Por suerte, los enanos de cemento no eran pensadores rápidos. Ya casi tenía los parámetros del lugar determinados cuando uno de ellos gritó:

—¡Apilemos los escombros para hacer una rampa!

Cuando el primero de los hombrecitos apareció ante su vista, Claire se sacó un trozo de tiza del bolsillo y trazó la definición del lugar por toda la superficie lisa que quedaba de la Bella Durmiente. Alcanzó las posibilidades, cerró el agujero, se volvió y se quedó cara a cara con el enano que iba más avanzado.

—Antes de que se disuelva la energía —gruñó—, te arrancaremos todos los miembros uno a uno.

Quizá lo hubieran hecho si no hubieran estado peleándose entre ellos por subirse a la rampa. Pero ya que aquel era el caso, Claire saltó al otro lado del ataúd y corrió hacia la seguridad que le ofrecía el césped del otro lado. El primer enano que saltó tras ella dio un traspié y se hizo pedazos.

Cada vez se los veía más lentos.

—¡Caballeros!

Cuatro cabezas se arrastraron para mirar hacia ella.

—Les quedan menos de treinta segundos. Si yo estuviera en su lugar, intentaría colocarme de forma que me quedase en una postura normal al solidificarme.

—¿Quién iba a pensar que algún día acabarían bajándose esos bombachos de cemento? —murmuró Austin cuando Claire volvió a cargarlo y a cruzar el aparcamiento con él.

De algún modo, ella esperaba que Dean estuviese allí esperando por ellos.

No estaba.

Por supuesto que no está, imbécil. Le has dicho que se largase.

Apenas podía sentir el comienzo de la nueva llamada sobre aquella increíble sensación de pérdida.

—Me siento como si me faltase un brazo o una pierna —suspiró mientras dejaba a Austin en el suelo, junto al transportín, y se subía el cuello del abrigo.

Este bufó.

—¿Cómo vas a saberlo?

—¿El qué?

—Lo único que te falta es el sentido de la perspectiva. Hay a quien de verdad nos faltan partes del cuerpo.

—Lo siento, Austin. Siempre me olvido de lo de tu ojo.

—¿Mi ojo? —entrecerró el ojo que le quedaba—. Oh, sí, eso también. Y ahora, si me disculpas, voy a ir a la parte de atrás de ese edificio, en donde me ha parecido ver un cajón de arena en forma de tortuga gigante de plástico.

—Es un corralito de arena para niños.

—Lo que sea. Mientras estoy fuera, ¿por qué no respondes el teléfono?

—¿Qué teléfono?

En la cabina que estaba al otro lado del aparcamiento, comenzó a sonar el teléfono.

Mientras mantenía el peso apoyado sobre una cadera, Diana se colocó el auricular entre el hombro y la oreja y se puso a revolver dentro de su mochila en busca de un bolígrafo. Había bastantes posibilidades de que Claire no le hubiera prestado atención a su advertencia, pero, ya que se la había hecho, sentía curiosidad por los resultados.

—¿Hola?

—Bueno, ¿lo has hecho?

Al otro extremo del teléfono, escuchó cómo Claire suspiraba.

—¿Si he hecho el qué?

—Cometer el inmenso error —tras humedecerse la punta de un dedo, borró el número de teléfono que aparecía tras el omnipresente si quieres pasarlo bien, llámame y lo sustituyó por el teléfono del artista de aquel graffiti. Borrarlo por completo sólo haría que quedase un espacio libre para que cualquier otro imbécil lo rellenase y, después de todo, lo que los Guardianes intentaban mantener era el equilibrio.

—No sé de qué me estás hablando, Diana. Acabo de cerrar un lugar pequeño y estoy a punto de ir hacia el próximo.

—Estoy hablando de mi premonición. De la llamada de esta mañana. Mi advertencia a tiempo —con el ceño fruncido, se dio un golpecito en el labio con el bolígrafo y después borró la puntuación y añadió bosques en llamas con la misma letra que decía Rachel pone, con lo que lo cambió de desagradable a estúpido y mantenía así el status quo del instituto. Si había un lugar más estúpido, Diana no quería saberlo—. Apuesto lo que sea a que ni tan siquiera has tomado precauciones.

—Eso no es de tu incumbencia.

Diana meneó la cabeza. Nadie se indignaba con aires de superioridad ante la mera posibilidad de una frase con doble sentido tanto como Claire. Y nadie lo dejaba ver tan bien.

—Has dejado plantado a Dean, ¿verdad?

—No lo he dejado plantado. Pero hemos dejado de viajar juntos.

—Gilipollas.

—Una Guardiana no tiene que implicar a un testigo en trabajos peligrosos.

—Tienes una gran opinión de ti misma, ¿no? No lo has implicado, se implicó él solito, por voluntad propia. Y, si recuerdo bien, su voluntad era bastante grande.

—¡Diana!

—¡Claire! —repentinamente deprimida, colgó. En su ni tan siquiera remotamente humilde opinión, Dean era lo mejor que le había pasado alguna vez a su hermana mayor. Simplemente con existir, había conseguido alterar toda esa chorrada de la Guardiana solitaria y del nadie más que yo puede salvar al mundo en la que creía Claire. Pero parecía que no lo había alterado lo suficiente.

Con un suspiro, cubrió el último espacio en blanco que quedaba en la pared al lado del teléfono con un rápido John ama a Terri enmarcado por un asimétrico corazón. No era su mejor trabajo, pero por lo menos haría que no se escribiese nada hiriente en aquel punto.

—Un momento, señorita Hansen.

Tras apartarse un mechón de cabello oscuro de los ojos, Diana se volvió y forzó una sonrisa falsa.

—¿Sí, señorita Neal?

La sonrisa con la que le respondió la subdirectora se parecía de alguna forma a la de un tiburón.

—Si considera que las paredes necesitan que las adornen, ¿por qué no pone su talento a la disposición del comité de decoración para el baile de Navidad?

—Me encantaría hacerlo, señorita Neal, pero no tengo… Eso no ha sido una sugerencia, ¿verdad?

—La verdad es que era una alternativa a una detención de un mes.

Tras el incidente del equipo de fútbol americano, sus padres le habían prohibido abrir la mente de nadie a nuevas posibilidades. A pesar de haberles dado crédito, habían acabado por admitir que dos de los apoyadores y uno de los defensas habían mejorado considerablemente.

—El comité tendrá su primera reunión mañana a la hora de comer, en el escenario. Esté allí.

—Sí, señorita Neal.

—Y ahora, si ya ha acabado por hoy, váyase a casa.

—Sí, señorita Neal.

Pudo sentir la mirada punzante de la subdirectora sobre ella durante todo el camino hacia la puerta. Esto duele. Salvo al mundo por las tardes y los fines de semana, y el resto del tiempo estoy a la entera disposición de cualquier dictador insignificante que esté en el equipo directivo del colegio. Soy Guardiana, ¿por qué estoy todavía aquí?

Cuando la puerta se cerró tras ella, dos adolescentes confusos caminaron a cámara lenta en dirección al teléfono desde lados opuestos del pasillo, mientras la música de una moderna canción de amor se escuchaba cada vez más alta y ñoña a medida que se acercaban. Cuando sus manos se tocaron, la música alcanzó un crescendo, y después se desvaneció cuando la señorita Neal les confiscó el equipo de música a un grupo de estudiantes que estaban en las escaleras.

—¿John?

—¿Terri?

En la pared, el corazón brilló.

—Bueno, caramba, esto es bastante mejor que estar sentado en una acogedora y cálida camioneta con alguien que se preocupa por ti —tras dirigirle al cielo que oscurecía una mirada de disgusto, Austin se abrió paso entre los copos de nieve húmedos hacia el lugar en el que estaba sentada Claire, sobre una división del aparcamiento, y saltó a su regazo—. Yo personalmente creo que es patético que prefieras enfrentarte a un quinteto de gnomos diabólicos que a una relación humana.

—No soy una humana normal.

—¿Y quién lo es?

—Diana cree que he cometido un enorme error con Dean.

—¿Es la misma Diana que casi desata las hordas del infierno? Claire sonrió y enterró la cara en la parte de atrás del cuello del gato.

—Tienes razón. Ya se había equivocado antes.

—Antes de nada, por supuesto que tengo razón. En segundo lugar, esta vez no está equivocada. Y en tercer lugar, deja de suspirar así, me estás mojando.

—Sé cuáles son mis responsabilidades como Guardiana.

—¿Responsabilidades?

—Sí.

—Con eso y con tres con setenta y cinco tendrás un café con leche. Hablando de eso, ¿cuándo comemos?

—Pronto. —Claire señaló con la cabeza hacia el sedán último modelo que entraba en el aparcamiento—. Ahí está nuestro coche.

—Oh, genial. Frena ante los unicornios. Y los hobbits —saltó al suelo y se dirigió al transportín mientras murmuraba—. Sólo espero que también frene en los stops —se colocó en la almohadilla de piel de oveja y levantó la vista hacia Claire—. Ya sabes que se pasará todo el viaje contándonos historias sobre lo monos que son sus tres gatos.

—Lo sé —tras cerrar el transportín, Claire se giró para mirar hacia el alegre saludo con la mano que les hacía la testigo para llamarlos, y se preguntó si el infierno no se habría liberado después de todo.