TRECE

Embagcando pog la puegta cuatgo, tgen VIA[4] tgenta eis, digección Nutival, con pagadas en Gaplerg, Corbillslag, Pevilg y Binkstain.

—Ese es el nuestro —declaró Diana al levantar al gato del banco mientras los altavoces de la estación repetían el anuncio en francés.

Eh, cuidado con los bigotes —protestó Samuel cuando ella lo apretujó para meterlo en la mochila que había comprado en la tienda de la estación, se la colgaba de un hombro y corría hacia la puerta. El gato miró a través de la cremallera abierta, hacia la parte trasera de la oreja de ella—. Y pensaba que íbamos a Kingston en el tren de Montreal.

—Y así es: Binkstain en el tren de Nutival.

—¿Estás de coña?

—¿Serías capaz de parecer una maleta?

El repentino pitido de una sirena de policía despertó a Austin de un profundo sueño. En un momento estaba tumbado entre Claire y Dean con una pata estirada sobre los ojos, y al siguiente estaba sobre el asiento de atrás y en las profundidades de su transportín, murmurando:

—No puedes probar que he sido yo, cualquiera podría haber dejado ese bazo sobre la alfombra.

—Se han de admirar sus reflejos —concedió Claire mientras meneaba una mano para limpiar la estela de pelo felino.

—¿Lo hago? —preguntó Dean mientras reducía la marcha y maniobraba la camioneta con cuidado para acercarla al estrecho arcén que el invierno había dejado a un lado de la carretera siete—. Claro. Vale, supongo.

Claire le dirigió una mirada interrogativa, percibió cómo le saltaban los músculos de la mandíbula y el claro ángulo de su perfil que decía «hombre a punto de enfrentarse a una patrulla multadora».

—Nunca te habían parado, ¿verdad?

—No —suspiró y apoyó la frente sobre el volante.

Era un «no» ligeramente avergonzado, pero Claire no podría decir si lo era porque lo hubiesen parado ahora o porque nunca lo hubieran parado antes de esta vez. Algunos tíos podrían sentirse molestos por llegar a los veintiún años sin una multa por exceso de velocidad —o más exactamente sin la historia de cómo los habían multado—, pero ¿serían los mismos tipos a los que les molestaba la ropa interior sin planchar?

—No te preocupes. Yo me encargo —se retorció hasta el límite del cinturón de seguridad—. Hay un demonio por ahí suelto; no tenemos tiempo para saltar por un aro para la policía de Ontario.

—No.

Aquel, en cambio, era un «no» bien claro. Un «no» con el que no se podía discutir. Miró cómo el mentón de Dean se elevaba mientras bajaba la ventanilla y reconoció su aspecto de «asumir responsabilidades».

—Siempre hay condena. No cometas el crimen si no merece la pena.

—¿Qué?

—Era la canción de una serie de polis de los setenta.

—Tú no existías en los setenta.

—La vi en casa de mi primo, en Halifax. En el canal de series de polis de los setenta. Tiene antena parabólica —añadió Dean cuando las cejas de Claire comenzaron a bajar tanto que se encontraron sobre su nariz—. Mira, no tiene importancia, sólo es que no quería que te metieses en la cabeza de la poli. He infringido la ley, así que tengo que enfrentarme a las consecuencias.

—Ibas a ciento diez en una carretera de ochenta. No es que hayas estado robando bancos ni bloqueándole el acceso a internet a ningún ricachón-con-más-pasta-que-cerebro.com —a lo largo de los años, Claire se había librado de una buena cantidad de multas en viajes con testigos. Una vez había intentado convencer a un agente de la policía de Michigan de que ir a ciento cincuenta por hora en la I-90 atravesando Detroit era una velocidad perfectamente razonable. Rebuscando en la mente de este, se había encontrado con que no había sido la primera que lo hacía, ni tan siquiera la más convincente—. Dean, lo siento, pero como Guardiana tengo que decir que deshacernos de ese demonio tiene que estar en lo más alto de nuestra lista de prioridades.

—Y lo está.

—Bien.

—Exactamente después de esto.

—Pero…

—Los Guardianes son policías de los crímenes metafísicos, ¿verdad? —le cogió la mano y se quedó mirándola honradamente sobre las puntas de los dedos.

—Básicamente sí, pero…

—¿Cómo pretendes que te ayude a hacer tu trabajo si boicoteo el de este tío?

Ella abrió los ojos de par en par.

—No me refería a eso —a él se le empañaron las gafas por el calor que le subía de la cara—. No es así. No era así. Mira, deja que yo me encargue de esto. Y entonces tú podrás hacer lo que quieras para cumplir la condena —el sonido de pasos pesados se acercaba—. ¿Claire?

—Vale —murmuró ella de mala gana—. Pero hazlo…

—Rapidito —rio Austin desde las profundidades del transportín.

Mientras se volvía hacia la figura del agente de policía que se aproximaba, Dean echó un vistazo hacia detrás del asiento que prometía una charla con el gato en un futuro cercano. Claire no sabía por qué se molestaba, ya que Austin normalmente se iba a dormir exactamente en el momento en el que Dean comenzaba a hablar de respeto mutuo, pero admiraba su persistencia: todo lo inútil que podía ser. La idea de respeto mutuo de un gato no tenía nada que ver con lo que cualquier otra especie reconociese como mutuo.

—Carné y papeles, señor.

El acento del agente era puramente de Ontario y Claire sintió cómo una parte de la tensión abandonaba sus hombros. Quizá sería posible volver a la carretera con un retraso mínimo.

Dean intentó sacarse la cartera del bolsillo de atrás, se dio cuenta de que estaba atado y atascó el cinturón de seguridad al intentar abrirlo. Mientras golpeaba la pestaña de apertura con una mano y tiraba de la parte baja del cinturón con la otra, le dio la vuelta, con lo que la cosa se puso peor. Tenía en la cabeza la canción de la serie «polis» mientras intentaba no hiperventilar al golpear y tirar alternativamente. Había visto suficiente televisión para saber que cuando la policía se pensaba que la estaban vacilando la vida se le complicaba al mangui.

—Si te relajas…

—Ahora no, Claire —relájate y ocurrirá. Relájate y no pienses demasiado. Relájate y deja que la naturaleza siga su curso. Después de dos noches con Claire diciéndole que se relajase, aquella palabra en su voz le ponía tan ansioso que quería gritarle que se callase.

—Creo que su señora está intentando decirle que la tensión que ejerce sobre el cinturón es la causante del problema.

—Oh —se dejó caer hacia atrás sobre el asiento, apretó la pestaña con el pulgar y soltó el cinturón. Completamente consciente de la mirada mordaz de Claire, sacó el carné y los papeles y los enseñó.

—De Terranova, ¿eh?

—Tenía intención de cambiar la matrícula y el carné —explicó apresuradamente, deseando que no pareciese que se estaba inventando una mala excusa para haber quebrantado la ley—. Pero no estaba seguro de si me iba a quedar aquí.

El agente se inclinó y miró a Claire.

—Comprendo. ¿Conoce a un tal Hugh McIssac? —preguntó mientras se estiraba.

—Oh, no…

Volvió a inclinarse.

—¿Señorita?

Claire alcanzó las posibilidades.

Cinco minutos más tarde estaban de camino al este a una cuidadosa velocidad de ochenta kilómetros por hora, tras haber recibido una severa aunque truncada advertencia que no incluía ninguna referencia al hockey.

—¿Hace calor aquí dentro o soy yo? —preguntó Austin mientras se dejaba caer sobre el asiento.

Claire lo cogió para colocárselo sobre el regazo y le dirigió una mirada de preocupación a Dean. Él parecía haber sido esculpido en mármol de color carne, y lo único que ella podía ver que indicase su estado de humor era un ligero movimiento de un orificio nasal. Si no dice nada antes de que lleguemos a aquel pino, hablaré yo primero.

Pasaron el pino.

Vale, si no dice nada entre ahora y cuando lleguemos a ese espino negro que hay al lado de la carretera, me explicaré.

Un hada de los espinos negros los miró pasar desde el arbusto y le sacó una larga y burlona lengua a Claire.

Vale, si no me habla cuando lleguemos al siguiente cruce, ya se puede quedar ahí sentado. Yo tenía razón; no hay ningún motivo por el que tenga que decirle nada. Porque, después de todo, estamos de camino para capturar a un demonio y eso es bastante más importante que una cháchara de cuarenta y cinco minutos sobre un partido infantil jugado en 1979.

Pasaron el cruce.

Austin suspiró.

—Entonces —dijo mientras se retorcía para mirar a Dean—, ¿quién era Hugh McIssac?

—Un tío —los dientes de Dean estaban tan fuertemente apretados que las palabras apenas pudieron surgir, pero una educación innata lo obligaba a responder una pregunta directa.

—¿Un tío al que conocías en St. John?

—Sí.

—¿Con el que habías jugado al hockey?

—No.

Claire sintió cómo el rubor le quemaba al subirle por las mejillas ante la recortada negativa. Ups. No habría forma de conseguir que tomase él la decisión. Un sonido entre una disculpa y un quejido se abrió paso forzado entre sus dientes.

Dean la miró y suspiró.

—Contra él —añadió a regañadientes.

—¡Ajá!

—Oh, qué hermosa forma de arreglar las cosas —murmuró Austin.

—Entonces, si yo no hubiese intervenido, nos habríamos quedado allí media hora más. Dean negó con la cabeza.

—Eso tú no lo sabes.

—¿Porque hoy era el día en el que habrías cortado tú la conversación?

—¡Sí!

Claire se cruzó de brazos.

—Bueno, quizá. Ella resopló.

—Vale, seguramente no. Pero no iba por ahí —le dijo él indignado, mientras reducía ligeramente la velocidad para dejar que pasase una furgoneta—. Me dijiste que dejarías que me encargase yo.

—No cambié nada que tuviese que ver con la policía. No tenía ninguna intención de ponerte una multa.

—Pero nunca lo sabré seguro, ¿a que no?

—Y no hay nada peor que ajustarse los pantalones para una batalla en la que no necesitas luchar —intervino Austin mientras bajaba del regazo de Claire y se estiraba por fuera del asiento.

—¿Te ajustaste los pantalones? —Claire se quedó mirando a Dean, más allá del gato.

—No.

—¿No?

—¡Ni tan siquiera sé lo que significa eso! —suspiró con bastante fuerza como para helar por un momento la parte interior del parabrisas—. Sólo quería manejarlo yo solo.

—¿No confías en mí?

—Sí, confío en ti. ¡Pero a veces eres un poco autoritaria!

—¡Soy Guardiana! Y he de hacerte saber que no soy más autoritaria de lo necesario para hacer mi trabajo. Si prefieres hablar de hockey a hacer el amor…

¿Qué?

—Encontramos al demonio, me deshago de él, encontramos un rinconcito privado: ¿no es ese el plan? A no ser que quieras… ¿Por qué estás parando, Dean?

Él puso la camioneta en punto muerto, tiró del freno de mano y accionó las luces de emergencia. Después se volvió para mirarla, con una mano agarrada al reposacabezas y la otra sobre el salpicadero.

—Quiero hacer el amor contigo. Tengo tantas ganas de hacer el amor contigo que es la única cosa en la que soy capaz de pensar. Cuando como, cuando conduzco, cuando te miro, cuando no te miro, cuando hablo de demonios, cuando hablo de hockey… sigo pensando en hacer el amor contigo.

—¿Y es en eso en lo que piensas cuando hablas conmigo? —quiso saber Austin, irguiéndose en el espacio que había entre ellos. Dean respondió afirmativamente, Austin suspiró y se volvió a dejar caer—. Bueno, la verdad es que esto aguará futuras conversaciones.

Dean se echó hacia delante y acarició la mejilla de Claire con la parte posterior de los dedos.

—Pero sólo pienso en hacer el amor contigo porque no puedo hacerlo. Si pudiese, de verdad que estaría hablando de hockey, estaría…

—Vale, ya es suficiente. El gato no necesita saber los detalles.

Sin apartar la vista de los ojos de Dean, Claire levantó a Austin y lo dejó caer detrás del asiento. Después se arrancó el cinturón y se echó hacia delante. Un momento después soltó el labio inferior de Dean de entre sus dientes y, cuando la succión por fin acabó, murmuró sobre la carne hinchada.

—Vamos a buscar al demonio, pues.

La respuesta de Dean fue básicamente inarticulada.

Austin optó por mantenerse completamente al margen de la discusión.

—¿Puedes dejar de hacer eso, por favor?

—¿Hacer el qué?

—Frotar mi coche. Me está…

—¿Poniendo cachondo?

—… distrayendo. No paro de ver movimientos periféricos, me parece que alguien está a punto de cambiar de carril y eres tú. No es fácil conducir un coche con este tiempo y este tráfico, y te agradecería un poco de… ¡EH! ¡QUIERES DEJAR DE VISUALIZAR LA PAZ MUNDIAL Y COMENZAR A VISUALIZAR LAS SEÑALES DE TRÁFICO!… consideración.

Byleth parpadeó, mirando desde Leslie/Deter hacia el monovolumen que acababa de colarse entre tres carriles de coches que se movían con rapidez y volvió a Leslie/Deter.

—No te ha escuchado.

—Lo sé. Pero me hace sentirme mejor. Me ayuda a conducir.

—Oh.

—Es una forma de liberación… ¡PRUEBA A ALQUILAR UN COCHE QUE SEPAS CONDUCIR, CAPULLO!

El coche en cuestión pegó un buen frenazo, derrapó hacia la izquierda, después hacia la derecha, chocó con una placa de hielo, hizo un giro completo de trescientos sesenta grados y se asentó tranquilamente en el arcén. Medio kilómetro de frenos rechinaron, docenas de volantes se giraron de golpe, una repentina humedad hizo que dos calentadores tuviesen un cortocircuito y todo acabó.

Byleth sonrió.

—Esta vez sí que te ha oído.

Con los dedos blancos de agarrar el volante con fuerza, Leslie/Deter se quedó mirando con los ojos como platos hacia el tráfico que le rodeaba, que continuaba moviéndose milagrosamente hacia el este y comenzaba a tomar velocidad.

—Dios nos ha salvado a todos.

—¿Tú crees?

—Ha estirado la mano para mantener a sus hijos seguros.

—No. —Byleth frunció el ceño y negó con la cabeza—. Me hubiera dado cuenta de ello.

—No puedes negar que ha sido un milagro.

—¡Eh! Yo puedo negar lo que me dé la gana —gruñó cruzándose de brazos y repanchingándose en el asiento.

Continuaron en silencio durante unos minutos, después Leslie/Deter suspiró y se cuadró de hombros.

—Mira, no eres tan dura como te crees que eres.

Byleth se quedó mirándole por detrás del mechón de pelo que le dividía la cara en dos, con una expresión más de incredulidad que de enfado.

—No tienes ni idea de lo dura que soy.

—Te crees que eres mala.

—¡Soy mala!

—Te crees que es guay ser oscura y peligrosa.

—¿Perdón? ¡Infierno llamando a Leslie! —una uña pintada de azul marino se le clavó con fuerza en el hombro—. Soy oscura y peligrosa.

—Sé por qué lo haces.

—Oh, por favor…

—Evita que la gente se te acerque. Evita que te hagan daño.

—A mí no me hacen daño. Soy yo la que hace daño.

—Es básicamente lo mismo.

—Si te piensas que meterte atizadores al rojo vivo por el culo es lo mismo que meterle los mismos atizadores por el culo a otro, estás más alelado de lo que me pensaba. Y la verdad es que eso casi da miedo —mientras se comenzaba a preguntar por qué no había valorado lo que conllevaría estar atrapada en un coche con un chulo de Dios durante tres horas, Byleth se soltó el cinturón de seguridad y se retorció hasta mirar a la cara al conductor, con los ojos ónice de párpado a párpado—. Leslie, mírame.

—Ahora no, Byleth. Intento mantener el coche en la carretera.

—He dicho que me mires.

—¡Y yo he dicho que ahora no! —una mirada al espejo retrovisor le mostró la rejilla delantera de un camión y poco más—. A no ser que realmente quieras acabar este viajecito boca abajo en la cuneta.

Se lo pensó durante un momento, con los ojos brillantes.

—Bueno, no.

—Bien —él se echó hacia atrás, cambió de marcha, se metió en el carril de adelantamiento y, con el motor rugiendo, volvió a cambiar.

Adelantaron con un grito y redujo la velocidad cuando ya habían sobrepasado a aquel grupo y habían vuelto al carril de la derecha.

Byleth se tapó la boca con la mano.

—Eso ha sido guay.

Unos puntitos brillantes de color aparecieron sobre las mejillas pálidas.

—Gracias.

—¡Vuelve a hacerlo!

—Claro, la próxima vez que tenga que pasar a alguien.

—¿Qué? ¿Como si fuese un empacho? ¡Hazlo ya!

—No —al mirarla abrió mucho los ojos—. ¡Byleth! ¡Átate el cinturón!

—¿Porque te pondrán una multa de noventa y seis dólares y perderás tres puntos si nos para la poli? —dijo ella con desprecio, con las manos tan separadas del cinturón como se lo permitía el hecho de que las tuviera pegadas al resto del cuerpo.

—Porque te harás daño si nos pasa algo.

—¿Y no me protegerá tu dios?

—Eso no va así.

—Dime cómo va —resopló ella.

Él suspiró y negó con la cabeza.

—Lo he estado intentando.

—Quiero que sepas que sólo lo hago porque tengo que llegar enterita a Kingston —le dijo Byleth mientras tiraba del cinturón para colocárselo sobre la cazadora y ajustaba el cierre con tanta fuerza como pudo—. Que quede claro que no lo estoy haciendo porque tú me hayas dicho que lo haga. Y ni de coña me creo que te importe si me hago daño.

—Me importa.

—¿Por qué?

—Que me muera si lo sé.

—Seguramente —le espetó ella mientras se hundía en las profundidades del asiento con las rodillas apoyadas en el salpicadero.

Samuel sacó una pata por la parte superior de la mochila y le dio un ligero toque a Diana en la barbilla.

—¿Qué pasa?

—Llamadas —susurró ella. A pesar de que el tren estaba abarrotado de viajeros post-navideños, tenían dos asientos para ellos solos, sobre todo gracias a la desagradablemente realista mancha que las posibilidades les habían proporcionado. Se había cubierto estratégicamente con la chaqueta, pero aún así hablarle a una maleta atraería la atención de los testigos.

—Vale —un rápido lametazo en el hombro para poner en orden sus pensamientos y ya tenía un plan—. Mira, esto es lo que haremos. Tú te encargas de la llamada y yo iré a Kingston y salvaré al demonio de tu hermana.

Parecía completamente serio. O por lo menos todo lo serio que podía parecer un gato naranja dentro de una mochila verde.

—Y sólo en el caso de que yo estuviese lo bastante chalada como para acceder a eso, ¿cómo?

—Ya se me ocurrirá algo. Soy un gato.

—Eres un ángel con forma de gato —le recordó Diana mordazmente.

—A eso me refería, soy un ángel.

—Correcto. Por suerte, la llamada está dentro del tren. Puedo encargarme de ella —se puso en pie, dejó la chaqueta tirada en donde cayó y, girando en el sitio de mala gana, intentó definir la sensación. No es que le importase ser llamada, después de todo era lo que hacían los Guardianes, pero ya que le quedaba bien poco dinero del linaje en la cartera, y se había tenido que gastar el dinero que le habían regalado por Navidad para comprar el billete de tren, no le parecía totalmente justo. O estaba salvando al demonio en su tiempo libre o estaba trabajando, ¿cuál de las dos?—. ¡Aquí! ¿Es eso el lavabo? —añadió, sonriéndole abiertamente al hombre de mediana edad que había desviado su atención del periódico bruscamente.

Él le dirigió una de esas miradas que los que tienen más de cuarenta años reservan para los que tienen menos de veinte y volvió a una crítica de Archie y Jughead, la peli de moda de las vacaciones. Diana no la había visto, pero tenía fuertes sospechas de que George Clooney se había equivocado al aceptar aquel papel.

El ruido de unas uñas sobre la tapicería la hizo dejar de arrastrar los pies en dirección al pasillo de repente.

—¿A dónde vas? —murmuró inclinándose de forma que su cara se quedó a pocos milímetros de la del ángel y empujándolo hacia debajo de su chaqueta.

—Contigo.

—¿Por qué? No podrás hacer nada. No estaré mucho tiempo. Quédate aquí.

Samuel se lo pensó durante un momento.

—No.

—¿Por qué no?

Pareció sorprendido por la pregunta.

—No quiero.

—Está bien. —Diana agarró las correas y balanceó gato y bolsa para colocárselos sobre el hombro, mientras disfrutaba del amortiguado «¡uuf!» bastante más de lo que debería.

Resultó ser que el lugar de accidente estaba dentro del lavabo. Por desgracia, también lo estaba otra persona. Ya había cuatro personas haciendo cola y, a juzgar por sus caras, por no mencionar los movimientos nerviosos, llevaban un rato esperando. Deseando no haber llegado demasiado tarde, que la oscuridad que se filtraba no se hubiera cobrado ya una víctima, Diana alcanzó las posibilidades lo bastante como para llegar a la seguridad… no lo suficiente para el voyeurismo.

Pero apenas pudo prever atragantarse y toser por la sorpresa.

La matrona que esperaba delante de ella en la cola medio se volvió.

—¿Estás bien?

—Me he atragantado con mi saliva. Odio que me pase.

—Ya veo —todavía con aspecto preocupado, a pesar de que su atención había cambiado de la preocupación al interés, se volvió.

Las posibilidades le habían mostrado a dos personas dentro del lavabo. Ya llevaban allí dentro más tiempo del que pretendían, y parecía que todavía iban a estar allí durante un buen rato. La oscuridad no tenía ninguna intención de permitirles echar un kiki, y menos cuando un retraso dejaría a todos los implicados tan frustrados. Pocas cosas se parecían tanto a un linchamiento en grupo como la gente que esperaba para ir al lavabo.

Como si los pensamientos de Diana le hubieran dado la entrada, la primera persona de la cola, una anciana con unas profundas líneas de enfado que le caían de las comisuras de los labios, dio un paso adelante y golpeó la puerta con impaciencia.

Lo que rompió el ritmo e hizo que las cosas se retrasasen aún más.

Parecía que sólo se podía hacer una cosa lógica.

Unos minutos más tarde, la pareja salió con un aspecto demasiado absolutamente satisfecho para sentirse avergonzados por todo el ruido que habían causado al final. Con un murmullo de desagrado, la anciana empujó la puerta tras ellos, cerró de un portazo y deslizó la barrita de «ocupado» con tanta fuerza que resonó por todo el vagón como un tiro.

Tras cambiar a Samuel al otro hombro, Diana siguió la cola, y se detuvo en seco ante el sonido de un feliz gemido procedente del interior del lavabo, seguido de cerca por un amortiguado «Oh, sí. ¡Sí! ¡SÍ!» procedente del interior del cubículo en el vagón de al lado. Mientras se ponía de color escarlata, volvió a acercarse a las posibilidades. Sólo pretendía que la pareja original llegase a una conclusión conyugal, no que lo hiciesen todos los que tuviesen que aliviarse entre Toronto y Montreal.

A pesar de que VIA intentaba que cada vez más gente tomase el tren…

Diana se encontraba en el extremo del lavabo cuando el tren doblaba una esquina, y apenas consiguió evitar que su cabeza se estampase contra la pared exterior.

—Será mejor que te laves las manos cuando termines —observó Samuel desde el lavamanos—. No te creerías de qué está cubierto todo este lugar.

—Me lo puedo imaginar.

Agarrando un grifo con la pata, le sostuvo cuando el vagón dio un tumbo de lado a lado.

—La verdad es que no es una sorpresa, quiero decir, ¿cómo va a poder apuntar un tío si lo están lanzando por todo el cuarto?

—¿Y qué pasaría sí se sentase?

—No es de hombre. ¡No pongas la mano ahí!

—Puajj. No me estás siendo de ayuda —borró la firma que había dejado un Primo y se estiró—. No es un gran agujero, pero parece que lleva aquí tanto tiempo que puede que nos lleve un rato cerrarlo. Tendré que seguir viniendo, haciéndolo poco a poco.

—Atraerás la atención —señaló él subiéndose a la mochila para que ella pudiese lavarse las manos.

—Ni de coña. La gente no se fija en los que van al baño.

—Me parece que debería probar a ponerse pañales para adultos o algo así.

—Sí. Pañales para adultos.

Justo a la salida de Corburg, cuando se dirigía al lavabo por séptima y esperaba que última vez, Diana se inclinó hacia abajo y les sonrió con dulzura a los dos hombres jóvenes que habían hecho aquel comentario sobre pañales para adultos en voz baja.

—Tengo la regla —dejó caer sólo en sus oídos.

Se apartaron de ella, horrorizados.

—Sangro muchísimo.

El rubio se puso verde, y el piercing dorado que llevaba en la ceja resaltaba en contraste con su nuevo tono de piel.

—Incluso tengo coágulos.

El de cabello castaño tragó saliva tres veces en rápida sucesión y se colocó una mano sobre la boca.

—Van cayendo grandes trozos de tejido uterino.

Intercambiaron idénticas caras de horror.

—Una palabra más de cualquiera de vosotros dos —prometió—, y os daré más detalles.

—¿Ha estado eso bien? —preguntó Samuel saliendo de la mochila cuando se cerró la puerta del lavabo—. Bueno, sólo estaban siendo tíos.

—Sí, bueno, yo no soy un ángel. Suspiró y meneó la cabeza.

—Ni tan siquiera eres un gato.

—Mira, es muy fácil, o paras la camioneta o te arruino la tapicería. Tú eliges.

Claire puso los ojos en blanco y Dean comenzó a buscar un lugar en el que parar.

—Fuiste al lavabo hace menos de cincuenta kilómetros.

—Y ahora tengo que ir otra vez.

—Austin, ¡tenemos prisa!

—Y yo también.

Ya que ahora la camioneta estaba parada, no parecía haber ninguna razón para continuar con la discusión. Tras abrir la puerta, vio cómo Austin saltaba al suelo y desaparecía tras un abeto joven.

Tres minutos después según el reloj del salpicadero, volvió a abrir la puerta y gritó:

—¿Austin? ¿Estás bien?

—Soy viejo —le recordó su voz incorpórea—. Me lleva un rato.

—Ten cuidado —cerró la puerta y suspiró.

—¿Preocupada por él? —preguntó educadamente Dean mientras le limpiaba unos cuantos copos de nieve del cabello.

—Un poco.

—Parecía un suspiro por una pequeña preocupación.

A percibir el repentino spray de nieve procedente de detrás del abeto, Claire miró hacia el reloj y volvió a suspirar.

—Sólo es que no puedo evitar pensar que tiene que haber una forma más eficaz de luchar contra la oscuridad. Hay un demonio suelto en el mundo y nosotros estamos esperando a un lado de la carretera a que un gato acabe de mear.

Saber con seguridad que no comerían en su coche le dio a Leslie/Deter la fuerza para mantener su mesa contra todos los agresores. Levantó la vista de dos números cuatro, una Coca-cola gigante, un café y un chocolate caliente mientras Byleth se acercaba cojeando ligeramente y le preguntó:

—¿Estás bien?

Byleth se ajustó la chaqueta, se colocó el pelo en su sitio y se encogió de hombros.

—He tenido que pelearme contra todo un autobús cargado de viejas para conseguir sitio.

Sobre la línea de su jersey negro de cuello alto, el rostro pálido de Leslie/Deter se volvió todavía más pálido y miró hacia el lavabo de señoras como si esperase ver una horda con el cabello azulado blandiendo hornos-grill fabricados en Estados Unidos.

—¿No has esperado tu turno?

—Ni de coña. Aún seguiría allí —echó un vistazo por el área de servicio, fijándose en la cola de ancianos en las tres salidas de comida rápida—. Sabía que el baby boom se está haciendo viejo, pero esto es una locura.

—Están de camino a casa tras unas vacaciones en el Casino Rama.

—¿Lo sabes por su aspecto?

Byleth sentía como él se balanceaba en el límite de una mentira, pero al final negó con la cabeza.

—No. Lo pone en su autobús.

—Oh. Bueno, cuando libere al infierno, los viejos estarán entre los primeros en pasar… porque no pueden correr tan rápido —explicó al ver que él hacía un intento ahogado de protesta sin palabras—. Bueno, incluso los demonios que no tienen piernas se mueven más rápido que estos pedos viejos con andadores.

—Me gustaría que no hablases así —se aseguró de que nadie los había escuchado antes de cuadrarse de hombros bajo la gabardina de cuero negro y encontrarse con su…

… mirada más allá de la oreja izquierda de ella.

—No me gusta.

—¿Por toda esa historia de Dios?

—Sí. Por toda esa historia de Dios —su postura se suavizó mientras le pasaba a ella la comida al otro lado de la mesa—. No es gracioso. Ella le sonrió con la boca llena de patatas fritas.

—No estaba bromeando.

—Byleth.

—Leslie. ¿Sabes lo que no pillo? —continuó ella—, tienes un coche genial, tienes ese look carillo de gótico mezclado con N’Sync, no llevas calzoncillos cortos ni bóxers… ¿y qué te pasa con Dios? Es así como friki. En realidad no te crees que tengas una relación personal con el gran jefe, ¿a que no?

—Pues sí.

Ella dejó la hamburguesa y lo miró con más atención. Realmente era así. Era… inesperado. Y desconcertante. Mientras se apartaba el cabello de la cara, se quedó mirándolo desde debajo de sus cejas hundidas.

—Según mi experiencia, una por así decirlo relación personal con Dios implica sobre todo una crítica a la mayoría de las elecciones de estilo de vida.

—¿Elecciones de estilo de vida?

Los ojos se le pusieron ónix.

—Soy un demonio.

La mirada de Leslie/Deter esquivó la de ella, vagó por toda la sala durante un momento y después volvió lentamente. Le temblaban las manos, pero tragó saliva y miró más profundamente dentro del negro sin interrupción.

—No tienes por qué serlo —dijo.

Y aquello también se lo creía.

Byleth empujó su silla hacia atrás con suficiente fuerza para rascar con las patas de plástico duro contra el suelo de baldosas, produciendo un ruido que era una mezcla entre uñas sobre pizarras con el chirrido de la correa atascada de un ventilador. La mitad de las personas que había en la sala hicieron una mueca de dolor, el resto se colocó una mano sobre la oreja buena y gritó:

—¿Qué?

—Venga —levantó bruscamente su Coca-Cola light de la mesa—. Así no nos acercaremos más a Kingston.

Claire comenzó a sentirse inquieta a medida que la calle principal de Marmora desaparecía tras ellos.

—¿Estás bien? —preguntó Dean inclinándose para cogerle la mano.

—No lo sé. Hay algo que me molesta. Él aflojó el acelerador.

—¿Quieres que pare?

—Ah, muy bien —murmuró Austin cruzando su regazo indignado—, pero si el gato tiene que mear, entonces no hay compasión.

—No es la vejiga, Austin, es la llamada.

—Lo sabía.

—Por supuesto que lo sabías —tras soltarse de la mano de Dean, pasó los dedos por la extensión blanca y brillante de pelo de su barriga, y el conocido movimiento y respuesta ronroneante suavizaron su inquietud.

—¿Claire?

—Vale, la llamada. Tenemos que girar hacia el sur. Ahora.

Dean miró más allá de ella, hacia los campos cubiertos de nieve y los bosquecillos de árboles desnudos que había hacia el lado sur de la autopista.

—¿Ahora?

—No exactamente ahora. Pero en cuanto puedas. —Claire sacó el libro de mapas de carreteras de Ontario de la guantera, encontró la carretera siete, la siguió hasta Marmora y más allá—. Aquí —su uña golpeó sobre el cruce entre dos líneas rojas—. Gira en la número sesenta y dos hacia Belleville.

—¿No era ahí a donde nos dirigíamos?

—No, tenemos que ir más al este, pero ahí es donde tomaremos la 401.

—¿Qué hay al este de Belleville? Claire repasó la línea doble con el dedo.

—Está Napanee —les dijo, continuando por la ruta—, pero no creo que sea ese el…

—¿Lugar? —intervino Austin levantándose sobre las patas. Con la cabeza ladeada, miró de la Guardiana al mapa y después siguió una línea gris que se extendía y desaparecía contra la tapicería gris en la parte interior de la cabina—. ¿Qué es ese humo que tienes bajo el dedo?

—Kingston —cerró el libro de golpe.

—¿Kingston? —repitió Dean.

La mirada de Claire se encontró con la de él y asintió. Austin se volvió a sentar.

—Aun a riesgo de parecer pesado, tengo un mal presentimiento acerca de esto.

—¿Sabes lo que me encanta de los trenes? Que cuando se paran entre dos estaciones por alguna estúpida razón, no te puedas bajar.

Acurrucado en las profundidades de la mochila abierta, Samuel bostezó.

—¿Y por qué te iba a encantar eso de los trenes?

—Estaba siendo sarcástica.

—Lo sabía.

—Claro que sí. —Diana miró por la ventana, hacia los coches que pasaban por la carretera, a una distancia de un campo vacío y cubierto de nieve, mientras golpeaba el suelo con el pie izquierdo y los dedos de la mano derecha desplegados sobre la ventana—. Ahora mismo ya podría haber caminado hasta allí y haber conseguido otro transporte, pero, oh, no, eso iría contra las normas. Si hubiera sido llamada a Kingston, podría arreglar cualquier problema estúpido, pero el simple hecho de intentar evitar una terrible injusticia no es razón suficiente. Esto es infame.

—Es importante que sigas las normas.

Ella resopló.

—Eso es algo que nunca creí que escucharía decir a un gato.

—Me refería a ti en concreto.

—¡Ah, vale! Supongo que a los ángeles no les importa perder el tiempo, el tiempo que podríamos estar empleando en llegar allí primero y preparar una trampa —el pie derecho tomó el relevo del izquierdo—. Esto es una mierda —el peso de la mirada de un testigo le hizo levantar la cabeza. El joven rubio al que había aterrorizado antes estaba de pie en el pasillo mirándola—. ¿Qué?

—¿Estás hablando con tu mochila? —preguntó él inclinándose hacia delante.

Diana cerró la tira que estaba en la parte superior del bolsillo grande.

—¿Te funcionan más de dos células cerebrales?

—Sólo pensaba que tenías un… —bajó la voz más que el nivel de ruido ambiental—… gato.

—¿Y qué si lo tuviese?

Mirando a su alrededor, como si estuviese a punto de entregarle un secreto de Estado, le tiró un trozo de cecina de vaca, puso una media sonrisa y se marchó rápidamente. Frunciendo el ceño, Diana volvió a abrir la bolsa y le dio la cecina a Samuel.

—¿Le has dejado que se vaya? —preguntó él mientras se la quitaba de los dedos.

—No creo que se lo diga a nadie.

—No era por eso —protestó—. Me refería a que siempre hay más de un trozo en un paquete de cecina.

—Quizá debería ir a ofrecerme a él para evitar que tú te mueras de hambre —antes de que él pudiese responder, el tren se movió más o menos un metro y medio hacia delante y después comenzó a tomar velocidad de una forma menos separadora de vértebras—. ¡Por fin! Si ese demonio ha despertado al infierno antes de que yo llegue, enviaré una carta muy borde a las ruinas humeantes de la oficina central de los trenes VIA.

—Oh, sí, así aprenderán.

—¿Hay algún sitio en dónde quieras que te deje o qué? —preguntó Leslie/Deter mientras el coche se abría paso chirriando por la estrecha rampa de salida de División Street—. Si estás sola, tenemos una misión en Kingston.

—Me da igual. Además, sé exactamente adónde voy.

—Estaría bien que el conductor también lo supiese.

—A Lower Union Street. Justo a la salida de King. —Byleth se humedeció los labios expectante—. A un lugar llamado Pensión Campos Elíseos.