DOCE

Ya que Dean se había negado educada aunque vehementemente a cumplir sus deseos de que la camioneta fuese más rápido, Claire había dejado caer la cabeza sobre el reposacabezas y había cerrado los ojos. Al extender su viaje hacia Toronto, había pasado al lado de lugares permanentemente monitorizados y sólo la vieja Guardiana de Scarborough se había dado cuenta de su paso.

—Ah, claro, puedes pasar como un barco en la noche, pero nunca escribes, nunca llamas. ¿Te mataría enviar una miserable postal de cumpleaños? Te he dado los mejores cuarenta y dos años de mi vida y ni tan siquiera de acuerdas de mi cumpleaños. Tienes una memoria de melón.

—¿Perdón?

—¿Por qué? ¿Qué has hecho?

Claire pasó por las posibilidades un poco más rápido. Los Guardianes que básicamente se convertían en sellos que frenaban la oscuridad para que no saliese de un agujero incerrable, se transformaban en caricaturas de su antigua personalidad. Ella había escapado por poco de convertirse en la Guardiana más joven en estar nunca en una posición así, y se estremeció ante la súbita visión de sí misma a los noventa y dos años llevando unos pantalones pirata elásticos y zapatos de cuña, los labios de color escarlata y las uñas carmesí, el pelo mal teñido y excesivamente ahuecado sobre demasiada sombra de ojos violeta: un cruce entre Nancy Reagan y la cerdita Peggy.

No llegó a ocurrir, se recordó. No

Espera.

Algo estaba ocurriendo. Escuchaba voces…

—Te lo estoy advirtiendo, Miguel, no toques el cuerno.

—Y si lo hago, ¿qué harás? ¿Me soplarás?

… entonces un repentino destello de luz la volvió a meter en su cuerpo. Se puso tensa y gimió. La llamada la golpeó un abrir y cerrar de ojos más tarde.

—Por muy contento que esté de que los dos os hayáis puesto otra vez a ello —murmuró Austin sin abrir el ojo—, teniendo en cuenta que estamos tomando velocidad por una carretera llena de nieve con una panda de lunáticos que han olvidado cómo se conduce desde la última vez que cayó la cosa blanca helada, ¿no crees que Dean debería mantener las dos manos sobre el volante?

—Siento al demonio.

—Creía que le llamabas Floyd. ¡Au! —volvió la cabeza y se la quedó mirando—. No le des codazos al gato, soy viejo.

—Así que Diana lo ha hecho, ¿no? —preguntó Dean mientras tomaba una nota mental de preguntar sobre quién era ese Floyd cuando el gato no anduviese por allí cerca.

—Sabía que lo haría.

Austin bufó.

—Creías que iba a destruir el mundo que conocemos, trayéndonos el Juicio Final y una discoteca de patinaje. No es que haya mucha diferencia entre las dos cosas —añadió.

Algo redundante en opinión de Dean.

—Entonces, ¿todavía nos dirigimos a Toronto?

Claire comprobó la llamada.

—De momento.

Continuaron en silencio durante unos minutos.

—Entonces, ¿el ángel se ha marchado?

Sintiendo curiosidad ante el tono de Dean, Claire se volvió para mirarlo.

—Sí.

—¿Y ahora puedes encontrar al demonio?

—Ajá.

—¿Y cuando encuentres al demonio podrás deshacerte de él?

—Soy Guardiana. Por supuesto que podré deshacerme de él. Miró hacia ella y sonrió sugerentemente.

—Sin ángel, sin demonio…

—Sin problema —al darse cuenta de por dónde iba él, le devolvió la sonrisa y le pasó un dedo por la parte superior del muslo.

—Me lo parece a mí —preguntó Austin mientras se sentaba—, ¿o de repente estamos yendo muchísimo más rápido?

El ángel había cambiado.

Al sentirse descubierta de repente, Byleth salió corriendo en dirección a la única habitación de la misión en donde la habían dejado a solas, y se encontró inesperadamente con que dentro ya había otras tres chicas compartiendo un cigarrillo.

La integrante del trío dominante se bajó del lavabo y se volvió para enfrentarse a ella.

—¿Quieres algo, chica nueva?

La parte de ella que era una chica de diecisiete años quiso protestar diciendo que sólo había venido para utilizar el baño y que no buscaba problemas. Entonces el resto de ella empujó esta parte a un lado y le robó el dinero para la comida.

—Quiero que te largues.

—¿Qué?

—Lárgate —mientras respiraba pesadamente por la nariz, apenas conteniendo todas las partes juntas, Byleth alcanzó la oscuridad—. Quiero que te vayas.

—Ah, ¿sí? Bueno, no me importa ni un culo de rata medio mordido lo que tú quieras. Yo… ¿qué es eso? —unas cejas llenas de piercings se hundieron y miraron con cara de asco el trocito de carne chorreante que colgaba por la cola de la mano de Byleth.

—Es un culo de rata medio mordido. Cógelo y vete.

Con los ojos fijos en el trozo de roedor, las otras dos chicas se alejaron tímidamente y salieron por la puerta. En la compleja jerarquía de la adolescencia, tener un culo de rata en la mano en el momento oportuno triunfaba claramente sobre un par de pitillos y una pose.

—¿De qué clase de agujero de mierda retrasado vienes? —preguntó su abandonada líder, repanchingándose despreocupadamente—. No hablaba de esto, para nada. Y yo ahora me voy a terminar mi piti y… —su mirada se quedó fija en la nariz de Byleth—. Nunca te había visto encenderte.

—No lo he hecho.

—Pero hay humo…

—Sal. Fuera.

—Eh, que no eres mi jefa —la bravuconería le ganó al sentido común, levantó el culo rápidamente hacia el lavabo…

—¡YA!

… y salió por la puerta antes de llegar a tocar la porcelana. Byleth lanzó la rata a la basura y se quedó mirando su propio reflejo.

—¿Por qué hay esta mierda de niebla…? Oh. —Igual que a miles de personas antes que ella, le resultó mucho más difícil dejar de fumar que comenzar, pero, tras una larga batalla, lo consiguió. No es que importase, su tapadera había estallado. También podría andar por ahí con unos cuernos y una horca de demonio en la mano, si no fuese porque aquel look en concreto era muy de demonio pasado de moda. Sin una cubierta igual y opuesta procedente de la luz, a cualquier Guardián, y probablemente a la mayoría de los Primos, le resultaría fácil divisarla. Las alarmas metafísicas estarían chillando «¡Demonio en el mundo!» y cualquier santita que hubiera en los alrededores y no estuviese ayudando a viejecitas a cruzar la calle la tendría en su punto de mira.

Debería haber cambiado con el ángel. Él estaba igual de atado a aquel estúpido cuerpo que llevaba puesto de lo que estaba ella. Por lo tanto, él no podía haber cambiado solo. Menudo tramposo.

—Oh, sí, ha conseguido que una Guardiana lo cambie y así podrán encontrarme. Genial. ¡Pues si quieres encontrarme, Guardiana, me encontrarás! —una ligera espiral de humo le salió por ambos agujeros de la nariz. Se sentía de maravilla—. Si he de salir, saldré a lo grande. Nada de seguir limitándome a dar vueltas por ahí y cabrear a la gente —extendió los brazos—. ¡Abriré un agujero de oscuridad tan grande que haré que el canal de Teletienda parezca televisión por cable!

Su reflejo frunció el ceño:

—Es televisión por cable.

—¡Cállate!

—Y no puedes abrir un agujero de oscuridad lo suficientemente grande como para causar demasiados problemas porque la fisicalidad del cuerpo te niega el acceso a ese tipo de poder.

—Yo soy ese tipo de poder.

—Entonces tendrás que destruir el cuerpo. Dejarás de existir. Te irás. No habrá más realidad de la que puedas encontrar en ese absurdo programa de televisión sobre los tíos esos que se van a una isla.

—¿A qué te refieres?

—Léete los labios. La oscuridad te reabsorberá. No existirás más.

—Oh, como si fuese tan divertido ser adolescente…

Pero era mejor que no ser nada en absoluto, mejor que ser una parte inferior de un gran agujero… aunque de hecho era considerablemente parecido a ser una parte inferior de un gran agujero. Byleth se mordió pensativamente el extremo de la uña del pulgar y escupió trocitos de esmalte de color azul marino en el lavabo. Si pudiese abrir un agujero lo bastante grande y causar suficiente caos y destrucción, podría mantener su identidad incluso en la oscuridad en la que la individualidad dependía más de ser una mierda que un fulano cualquiera… y no siempre en sentido metafórico.

Tendría que abrir el agujero rápidamente, antes de que las Guardianas la encontrasen, así que tenía que divisar un lugar en el que por lo menos una parte del trabajo ya estuviese hecha.

—Y sé exactamente en qué lugar.

Por desgracia, su risa maléfica de satisfacción fracasó cuando su reflejo la ignoró, concentrándose en cambio en una estúpida onda que le arruinaba el lado derecho del cabello.

—Un, dos, tres, cuatro. Un, dos, tres, cuatro.

—¿Estás bien ahí abajo?

Samuel dejó de contar y levantó la vista hacia Diana, con los bigotes de color crema erizados de indignación.

—¿Por qué?

—Por nada.

—Estoy bien.

—Vale.

—Esto de caminar a cuatro patas es bastante más duro de lo que parece.

Diana se mordió los labios para contener una risita mientras apretaba el botón de llamar al ascensor.

—Seguramente. Creo que debería llevarte en brazos —añadió cuando llegó el ascensor—. Lo he arreglado todo para que la gente repare en ti, pero en un espacio cerrado es más probable que te pisen.

—Algo me dice que no me pensé demasiado eso de la transformación —murmuró Samuel mientras ella lo tomaba en brazos. Aún así, resultaba sorprendentemente agradable que le cogiesen. Sacó la cola para ponerla en una posición más cómoda cuando se abrió la puerta.

Un niño pequeño se quedó mirándolo con los ojos muy abiertos.

—¡Mamá, un gatito!

—Sí, cariño —dijo la madre cuando Diana pasó a su lado—. Un gatito de peluche.

—¿A quién está llamando peluche?

—¡El gatito habla, mamá!

—Los gatitos de juguete no hablan, cariño.

Una manita se cerró alrededor de la cola de Samuel y tiró de ella.

—¡Din-don!

—¡AU!

—Los gatitos tampoco hacen din-don, cariño —tras dirigirle a Diana una sonrisa de disculpa, cogió a su hijo por la muñeca con una mano y le soltó los dedos con la otra. También se soltó un poco de pelo—. Y no es de buena educación tocar las cosas de los demás.

—¡Sobre todo las colas! —mientras clavaba las garras en la chaqueta de Diana, Samuel se volvió para poder mirar hacia el niño, con los ojos dorados entrecerrados hasta que parecieron dos rayas brillantes—. Escucha a tu madre, Ramji, porque un día morirá y desearás haberlo hecho.

Ramji enganchó los brazos alrededor de la pierna de su madre.

—El gatito se sabe mi nombre.

Continuaba enganchado a la pierna cuando el ascensor llegó al recibidor y la madre cruzó la puerta principal del hotel arrastrando los pies con resignación.

—Un niño que necesitará una buena terapia más adelante. —Diana lo cambió de brazo—. ¿Qué clase de ángel dice una cosa como esa?

—La clase a la que le acaban de tirar de la cola. Además —continuó Samuel tras darse unos cuantos lametazos rápidos en el hombro—, es cierto que un día me dará las gracias por ello.

—Un día se gastará miles de dólares en convencerse de que eras una metáfora para aprender a ir al lavabo.

—¡Me agarró de la cola!

—Lo sé, estaba delante.

—Has dicho que la gente no me podría ver completamente.

—Era una protopersona —lo dejó sobre una de las infladas sillas del recibidor y dio un paso atrás—. Voy a echar un vistazo. Quédate ahí.

—¿O qué?

—Ahora mismo no tengo tiempo para profundizar en ello, pero ¿por qué no aplicas eso del Conocimiento Superior a los conceptos combinados de abrelatas y pulgares oponibles? —mientras se alejaba en dirección al mostrador, valoró todas las cosas en las que se podría haber convertido y le preguntó al mundo en general, en búsqueda de simpatía más que iluminación—: ¿Por qué un gato?

El mundo en general no le dio ninguna respuesta.

Abandonado a su propia diversión, Samuel se dedicó a clavar las uñas moviéndolas rítmicamente hacia dentro y hacia fuera sobre los cobertores de pana de los cojines. Con los hombros elevados y la cabeza baja, comenzaron a cerrársele los ojos mientras se colocaba en círculo lentamente. No sabía lo que era, pero aquella superficie blandita bajo sus patas delanteras tenía algo que originaba una sensación increíble. Clavó las uñas con más fuerza, dejándose la espalda en ello de verdad, y entonces escuchó un súbito ruido alto y se quedó congelado.

Motor de dos tiempos, explosión, gasóleo… oh, espera, soy yo. Y entonces fue cuando vio al otro gato.

Un gato atigrado naranja, con un babero de color crema y unas marcas del mismo color alrededor del hocico y los ojos. Las líneas más oscuras le bajaban por la cola y las patas, y parecía como si llevase un pijama de una pieza, un efecto que se realzaba porque las patas eran demasiado largas en comparación con el cuerpo.

Samuel se quedó mirándolo.

Este le devolvió la mirada.

Con la cabeza ladeada, Samuel dio un precavido paso hacia delante.

El otro dio un precavido paso atrás.

Deseando no estar acelerando las presentaciones, Samuel se inclinó hacia delante para olisquearlo bien.

El triángulo color canela que era su nariz se aplastó contra el espejo.

Dio un salto atrás, las patas traseras le resbalaron cuando casi se cayó de la silla, y sólo la barricada formada por las piernas de Diana lo salvó de sufrir una embarazosa caída. Parpadeó rápidamente, se apoyó contra las rodillas de ella, levantó la vista y le dijo en un tono que esperaba fuese convincente:

—Lo he hecho a propósito.

—Vale.

—Sabía que era un espejo.

—Te creo.

—Vale —le pegó unos cuantos lametazos rápidos al extremo de una raya—. Entonces, ¿a dónde vamos desde aquí? Diana suspiró.

—A casa.

—¿Y qué pasa con el demonio? —exigió saber Samuel—. Ahora ya no lo estoy bloqueando. Deberíamos buscarlo.

—Sí, deberíamos. Pero no podemos —se dejó caer sobre el reposabrazos de la silla y frunció el ceño en dirección a su reflejo, acariciando distraídamente con una mano al gato detrás de las orejas—. Siento que hay un demonio ahí fuera, pero sigo sin saber dónde está. Eso quiere decir que alguna otra Guardiana lo ha sellado. Y, ostras, me pregunto quién será la otra Guardiana.

—¿Claire?

—Buen intento.

Samuel se daba cuenta de que Diana estaba disgustada, aunque no estaba completamente segura de por qué.

—No lo sabes seguro —intentó ayudar. Diana resopló.

—Nosotras, Claire y yo, éramos las responsables de ti, lo cual nos hace responsables del demonio, lo cual significa que las dos deberíamos sentir la llamada, pero ya que yo no la siento, la debe de sentir ella.

Él frunció el ceño, dejando caer las orejas.

—Entonces, ella debe ser capaz de enfrentarse al demonio por sí sola.

—Bueno, está claro. ¿Qué? —le preguntó a un testigo que escuchaba a hurtadillas, dirigiéndole la mirada que la había convertido en el terror del campo de hockey interno antes de que el consejo escolar hubiera decidido que quizá no fuese muy buena idea proporcionar a adolescentes con un subidón de hormonas armas y carta blanca para romperse las espinillas—. ¿Es que nunca habías visto a nadie hablar con un muñeco de peluche?

—La verdad es que no.

Le mantuvo la mirada y alcanzó las posibilidades.

—Pues continúas sin haberlo visto.

Cogió en brazos a Samuel, se puso en pie y se dirigió a la puerta giratoria. Fuera, en Carlton Street, dejó al gato en el suelo en un espacio libre de la acera.

—¡Eh! ¡Que estoy descalzo!

—Eres un gato. Es la única forma de tener los pies.

—Vale, ya lo sabía, pero…

Cuando la paloma aleteó para aterrizar, Samuel se volvió y dio un salto. Si hubiera pasado más tiempo en el cuerpo, se habría tenido que enfrentar al dilema de si un ángel podía o no comerse a una paloma que había matado, por no mencionar el ligeramente mayor dilema de salud sobre si alguien debería comerse una paloma nacida y criada en las calles de Toronto. Pero sólo enganchó una pluma de la cola y el resto del pájaro se marchó, dejando una opinión grande, blanca e histérica acerca del cambio de Samuel en el hombro de Diana al pasar.

—¡Venga, pollo, vuela! ¡Hay más en el sitio de donde ha venido esta! —dejó la pluma en el suelo, la levantó y la volvió a dejar.

—¿Has acabado?

—Una vez más —cuando por fin atrapó con las dos patas delanteras la pluma, le sonrió—. Vale, he acabado. ¿Y ahora qué?

—Primero, podrías dejar de ser tan mono.

—La verdad es que no creo que pueda —admitió Samuel tras considerarlo durante un momento.

Diana suspiró.

—Genial. Hazme un favor, si alguna vez te hablo como si fueses un bebé, clávame una garra en la lengua.

—Tampoco creo que pueda hacer eso.

—No me sorprende —se inclinó para cogerlo e instalárselo en la curva del brazo—. Venga, hay que coger el metro hasta la estación de tren y el primer tren que haya hacia Londres.

—¿Y ya está? —al ver que ella asentía, pareció pensativo—. ¿Así que básicamente me he convertido en gato para poder ir a casa contigo y llevar una vida mimada desprovista de cualquier responsabilidad mientras otros se arriesgan y se llevan la gloria?

—Eso parece.

—Guay.

El testigo al que Diana había ajustado en el recibidor del hotel nunca volvió a ver a nadie hablando con un muñeco de peluche. A pesar de que su esposa no se creía lo de la discapacidad, sus hijos aprendieron a explotarlo rápidamente, murmurando cosas constantemente al oído de sus peluches cuando se encontraban con la necesidad de hacer algo como meter una hamburguesa congelada dentro del reproductor de DVD.

—Sí, tengo coche —literalmente acorralado en una esquina, con el pánico ascendiendo de él como si fuese humo, Leslie/Deter no veía ningún camino de salida—. ¿Por qué?

Byleth sonrió dulcemente y se acercó un paso más.

—Porque necesito que alguien me lleve.

—No.

—Si me llevas, me acostaré contigo —probablemente no lo haría, pero aquella parecía ser la mejor moneda de cambio que le ofrecía aquel cuerpo.

Él tragó y apoyó los omóplatos contra la pared, mientras sus pies pedaleaban inútilmente contra las baldosas industriales grises del suelo.

—No. He hecho voto de cast… voto de castidad.

—¿Voto de cast… voto de castidad? —sus pechos se alisaron sobre una buena parte del pecho de él—. Vale, entonces si me llevas no me acostaré contigo.

—¡Trato hecho!

Nalo prácticamente no había ido nunca a Scarborough. Además de la vieja Tía Jen, había otro Guardián que se ocupaba del mantenimiento metafísico en el día a día. Por desgracia, la vieja Tía Jen había desarrollado aversión hacia los hombres, y Nalo se encontró en la poco envidiable posición de consoladora y confidente.

Así que aquí estoy, otra vez en el autobús. Alcanzó las posibilidades, ajustó el calor que salía de la rejilla que estaba justo debajo de la ventana (una infracción técnica menor que era preferible a torrarse en seco). Ya sé lo que piensa Jen al llamarme aquí de nuevo. Está pensando que me dejará el agujero cuando se muera. Bueno, puede pensarlo otra vez más. No me importa una mierda lo que se suponga que tiene que ser, no voy a meter el culo en un agujero en Scarborough durante los próximos cincuenta años. En el momento en el que Jen se muera, arrastraré a Diana hasta aquí, y ya podrá usar su poder para cerrar el puto agujero y no me importa si tiene cosas más importantes que hacer porque no hay nada más importante que mantenerme a mí fuera de Scar

El fuego del infierno y la condenación.

Cerró los dedos sobre el cable, y ya estaba de pie y fuera de su sitio antes de que el sonido de la campanilla llegase a los oídos del conductor.

—¿Ese es tu coche? —tras quitarse una manopla, Byleth repasó con los dedos el capó negro brillante del Firebird del 1973—. Quién lo hubiera pensado, un chulo de Dios con un juego de ruedas de lo más. Quizá me acostaré contigo.

Con los ojos como platos, Leslie/Deter dio un saltito atrás.

—¡Eh! ¡Me lo has prometido!

Inspirando profundamente, ella se echó hacia delante y se frotó contra la puerta del pasajero.

—Lo sé. Pero eso fue antes de que viese este coche tan demoníaco.

—¿Quieres que te lleve o no?

—Sííí…

—Entonces deja de follarte a mi coche y entra.

A Byleth se le puso el vello de la nuca de punta. Vio cómo pasaba un autobús urbano, lentamente, y se detenía ante la parada de autobús que había al final de la manzana.

—¿Byleth?

—Un minuto. Antes tengo que ocuparme de una cosa.

Las puertas traseras del autobús se abrieron.

Tenía que distraer a la Guardiana o nunca conseguirían salir. Agarró el primer trocito de oscuridad que encontró a mano y lo lanzó al grupito de preadolescentes que esperaban en la luz, en donde entró en erupción en forma de pelea de nieve fangosa de proporciones épicas. Vio cómo salía disparado el enorme puñado de hielo mugriento y nieve, no esperó a ver cómo aterrizaba.

—Vámonos, Leslie —se metió en el coche, cerró la puerta de un golpe y buscó el cinturón de seguridad—. ¿Te he comentado ya que soy un demonio? —le preguntó cuando se metieron entre el tráfico.

Su risa tenía un deje claramente nervioso.

—Casi te creo.

—¿En serio?

—No eres como las demás chicas. Ni tan siquiera eres como las demás chicas a las que ayudamos a salir de la calle. No eres como ninguna chica a la que haya conocido jamás. No eres…

—Ya lo pillo. Caray, gracias —necesitaba aquel consuelo por gilipollas que fuese.

Cada vez resultaba más difícil alcanzar la oscuridad.

Cuando Nalo bajó del autobús, el tiempo se detuvo. Vio cómo se acercaba la bola de nieve sucia, con sus trocitos de piedra, barro y hielo sobresaliendo con una claridad antinatural del diminuto trozo de verdadera nieve que hacía que todo se mantuviese unido. Miró más allá de ella, hacia la expresión de la cara del niño al darse cuenta de lo que estaba a punto de ocurrir. Miró más allá de él, hacia el Firebird de 1973 que se apartaba del bordillo.

Después el tiempo se aceleró, y dejó de ver todo durante unos cuantos minutos.

Tambaleándose hacia atrás, se arrancó la bola de nieve de la cara, alcanzó las posibilidades, sobrepasó el dolor, la ira y la cierta seguridad de que tendría que llevar el abrigo de nuevo a la tintorería. Nalo llevaba suficiente tiempo siendo Guardiana como para necesitar más cosas que la distrajesen que tener la cara llena de mierda helada y la perspectiva de una factura de tintorería de veintidós dólares.

Pero cuando recuperó la vista, el coche se había ido.

El joven que había salido del autobús tras ella le tocó ligeramente un hombro.

—¿Está bien, señorita?

—No. Siento una premonición que sólo puede significar que la oscuridad ha encontrado una vía para corromper al mundo, trayéndonos un futuro de dolor y pestilencia. Y me parece que tengo un poco de gravilla sobre la nariz.

—Vaya por Dios.

—Pues sí.

Al tomar asiento en el metro medio vacío, Diana no hizo nada para evitar que los demás pasajeros viesen al gato. Teniendo en cuenta los muros invisibles que los pasajeros del metro de Toronto levantaban a su alrededor para evitar cualquier interacción con potenciales locos, lunáticos religiosos y turistas estadounidenses perdidos, podría haber llevado en brazos un ornitorrinco y nadie hubiera dicho nada. De hecho, parecía que la anciana que estaba al otro extremo del vagón llevase un…

—¡Eh, ahí está Doug!

Un gato parlante, de todas formas, llamaba un poco la atención.

—Bola de pelo —anunció Diana mientras retorcía la realidad con cuidado. Cuando todo el mundo aceptó la explicación, y nadie la tomó como una instrucción, respiró con alivio—. Intenta pasar desapercibido —murmuró sobre el pelo naranja erizado que había entre las orejas de Samuel—, a no ser que quieras acabar en uno de esos programas para frikis de la tele a última hora de la noche, entre médiums y teléfonos eróticos.

—1-800 LLÁMAME —añadió Doug mientras se sentaba a su lado, dejando un reguero de aroma a vino barato a lo largo del vagón del metro—. ¿Cómo va todo, Samuel?

—Bastante bien, aunque todavía no controlo la cola.

—Ya llegará. Veo que te has quedado con genitales parciales.

Diana se tragó el comentario que estaba a punto de hacer y echó una mirada más de cerca.

—¡Eh! —Samuel se volvió y la miró—. ¡Si no te importa!

—Lo siento —un gato autocastrado. Exactamente lo que el mundo necesita—. Y habla bajo.

—No hace falta, señorita. Estamos dentro de mi cono de silencio.

Doug removió el miasma que los rodeaba con gestos expansivos, y los dobladillos de dos chaquetas y tres jerseys aparecieron sobre sus delgadas y grisáceas muñecas.

Mientras respiraba con cuidado por la boca, Diana alcanzó las posibilidades. No mostraban ningún cono de silencio pero, por otro lado, el resto de los habitantes de la ciudad ignoraba de tal manera a los indigentes que el resultado era el mismo.

—¿Y has decidido hacerte peludo por alguna razón en particular, chaval?

—Necesitábamos descubrir a un demonio.

—¿Un demonio? ¿En el mundo?

Mientras Diana ponía los ojos en blanco y se preguntaba por qué les estaba llevando tanto tiempo llegar de College Street a la estación de Union, en donde podrían perder al fragante colega de Samuel, este le iba explicando todo.

—Un demonio en el mundo —repitió Doug mientras fruncía el ceño pensativamente—. Bueno, eso explica muchas cosas. Y yo que le echaba la culpa a la botella de aftershave que me pimplé esta mañana. Así que has descubierto a un demonio y ahora lo estás persiguiendo, ¿es así?

—No, no es así —le dijo Diana, o más exactamente, le dijo Diana al espacio que había a su lado, ya que le resultaba bastante difícil concentrarse en su cara, aunque quizá fuese por causa del hilillo de color verde pálido que le colgaba de la nariz—. Nos vamos a casa. Hay otra persona que va en búsqueda del demonio.

—Su hermana mayor —añadió Samuel.

—Y tú tienes algún problemilla de hermana menor con esa hermana tuya, ¿verdad? No hace falta que lo niegues, se te nota en la voz. Bueno, ¿sabes lo que pienso? —se inclinó adelante de manera conspiratoria—. Creo que las cenas ante la tele van mejor con un buen Chardonnay.

—¿Qué?

Él parpadeó.

—¿Qué he dicho? —Diana se lo repitió y él suspiró—. Vaya, se me ha desenhebrado el hilo de las ideas. Vertidos tóxicos. Evacúen a las mujeres y los niños —inspiró profundamente y dejó salir el aire muy despacio. Samuel se estiró sobre el regazo de Diana de forma que el aire pasó inofensivamente sobre su cabeza—. Vale. Intentémoslo de nuevo: creo que deberías perseguir tú misma a ese demonio. Tienes que salvarla.

—¿Que qué?

—Salvarla. De tu hermana.

—Las cosas no funcionan así. Primero, nosotros no interferimos. Segundo, pareces un poco confundido entre quiénes son los buenos y los malos. Y tercero, ni tan siquiera sé por qué estoy hablando de eso contigo.

—Porque es un ángel —señaló Samuel.

—Sí, bueno, y yo soy modelo de Victoria’s Secret. Doug abrió los ojos de par en par y se colocó las manos ahuecadas ante el pecho.

—¡Bravo!

—Vale, ya está. —Diana agarró al gato y se puso en pie mientras el metro entraba en la estación de King Street—. Me voy. Podemos ir caminando desde aquí.

—Si el demonio es el contrario exacto de lo que era el joven Samuel como muchacho, ¿no es entonces también una persona?

La tranquila pregunta de Doug la detuvo ante la puerta. Diana suspiró y dejó que se le cerrase en la cara antes de volver a su asiento que continuaba, sin que resultase sorprendente, vacío.

—Sí, lo es.

—¿Y crees que tu hermana tendrá eso en cuenta?

—No, no lo tendrá —si no lo hacía por un ángel, estaba claro que tampoco lo haría por un demonio—. Creo que se está tomando todo esto como algo personal. Pero Claire está siendo guiada a ella, y yo no sé dónde está.

—¿Sabe ella que la están persiguiendo?

—Debería.

—Entonces, ¿qué haría un demonio en el cuerpo de una adolescente que sabe que la están persiguiendo? —se inclinó hacia delante con los ojos entrecerrados—. Tú eres una adolescente, piensa como un demonio.

Me han destrozado la tapadera, sé que me persiguen, sé que no tengo muchas posibilidades, que me han acorralado

Como si le estuviese leyendo la mente, Doug asintió y el hilillo verde se meneó categóricamente.

—¡Nunca me atraparás con vida, poli!

—Si ha conseguido largarse —dijo Diana lentamente—, puteará a Claire durante todo el camino, dejando tras ella el desastre más grande que pueda para que Claire tenga que arreglarlo.

El latido constante de la llamada cambiaba de tono y de timbre. Claire se retorció bajo el cinturón de seguridad y levantó las dos manos para frotarse las sienes. Había veces en las que ser Guardiana se parecía a sentarse al lado de la batería en un concierto de Moby.

—Se mueve hacia el este.

Con una mirada hacia el otro lado de la cabina, Dean dio un salto deductivo.

—¿El demonio? Claire asintió.

—Entonces no nos dirigimos a Toronto, ¿no?

—Parece que no.

—Está bien recibir alguna noticia buena —volvió a centrar su atención en la carretera—. Atravesar Toronto ya es suficiente locura.

—Nunca he observado ninguna locura.

—Porque no conduces —después de su primer viaje a través de Toronto, Dean había decidido que la reputación de Montreal de tener los peores conductores de Canadá no era merecida. Estaba claro que los conductores de Montreal conducían como maníacos, pero por lo menos conducían como maníacos que sabían lo que hacían. Por lo que él se podía imaginar, los conductores de Toronto tenían la cabeza tan por encima de su culo colectivo que se veían obligados a improvisar por el camino.

—El desastre más grande que pueda —repitió Diana cuando el metro se detuvo en la estación de Union—. ¡Oh, Dios mío! ¡Está yendo a Kingston! —agarró a Samuel, corrió hacia la puerta, se detuvo, se volvió y dijo—: ¿De verdad eres un ángel?

Doug sonrió.

—¿No serías capaz de decirlo?

—No —sonó el primer silbido y ella salió a la plataforma. Debería haber sido capaz de decirlo. Tras las puertas que se cerraban, Doug extendió las manos e hizo una reverencia. Diana podía ver cómo movía los labios, pero el rugido del viejo cohete rojo lo absorbía.

Se volvió y saludó cuando el metro salió en dirección al norte, por la línea de la universidad.

—Me pregunto qué habrá dicho —murmuró ella corriendo hacia las escaleras mecánicas.

Lex clavatoris designati rescidenda est.

—Qué buen oído.

—Soy un gato.

—Desde hace muy poco, así que te podías cortar un poco esos aires. —Diana cambió al gato al otro brazo, adelantó a un anciano asiático y corrió escaleras arriba, con las botas golpeando sonoramente los escalones metálicos—. Y aunque estoy de acuerdo con que se tiene que acabar con la regla del bateador asignado, ¿qué tiene eso que ver con que él sea o no un ángel?

Samuel clavó las uñas en la chaqueta.

—¿Los ángeles no juegan al béisbol?

—Los Anaheim Angels. Sólo es el nombre del equipo, y la verdad es que dudo bastante que tenga jugadores metafísicos.

—¿Estás seguro?

—No. Y ¿sabes qué? No me importa.

Qui tacet consentit —murmuró Samuel cuando ella se detuvo sobre las baldosas y se dirigió a la estación de tren trotando con rapidez.

Fac ut vivas! Y deja de chulear, no se me ocurre nada más molesto que un gato que critica en latín.

—¿Un gato que vomita una bola de pelo dentro de un par de zapatillas de deporte de ciento cuarenta dólares?

Très asqueroso. Tú ganas.

Mientras se inclinaba hacia la curva que llevaba a un bien gastado tramo de escaleras de piedra caliza, sonrió.

—Por supuesto.

—Eso ha sido reducir la chulería.

—¿Qué chulería?

Mientras subía las escaleras de dos en dos, Diana se dio cuenta de la gran cantidad de conversaciones entre Claire y Austin que terminaban en preguntas sin responder.

—Entonces, ¿por qué va el demonio a Kingston? —preguntó Samuel cuando se estabilizaron y se pusieron a cruzar el suelo de mármol pulido hacia la cola para comprar los billetes de tren.

—Va a reabrir el agujero que da al infierno. ¡AU!

—Lo siento. —Samuel intentó liberar sus garras de la cazadora, jersey, camiseta y carne—. ¿Lo estás diciendo en serio?

—¡No, estoy sangrando!

—Eh, te he dicho que lo siento, pero es que no puedes mencionarle el infierno a un ángel y esperar que no se produzca ninguna reacción.

—Tienes razón. —Diana se coló entre las cintas violeta y se preparó para esperar a que el primer agente de ventas quedase disponible. En aquel momento, los tres que había parecían estar tomándose un descanso—. Es un sindicato poderoso —murmuró ella al ver que tocar las posibilidades no producía ningún resultado visible.

—¿El infierno? —pinchó el gato.

—Vale, te haré un resumen. Mi hermana y yo cerramos un agujero viejísimo que daba al infierno en el sótano de una especie de hotel de Kingston antes de Navidad. El lugar está sellado, el mundo salvado y bla, bla, bla, pero el lugar todavía recuerda el agujero, así que reabrirlo le aportaría al infierno un buen pelotazo a un precio mínimo. Si consigue adelantar al Primo que monitoriza el lugar lo bastante rápido, y por lo que Claire me ha contado de ese viejo verde, no debería encontrarse con demasiados problemas si está bien dotada, tendrá tiempo para abrir el agujero antes de que aparezca Claire. Y no tendremos que preocuparnos acerca de si Claire borra su personalidad porque la oscuridad que surja la aplastará por completo.

—Por no mencionar que aplastará al mundo con maldad pura y sin adulterar, de forma que todos sus habitantes vivirán una vida corta y triste de dolor y desesperación.

—Sí, claro, eso también.