DIEZ

No te pareces en nada a como yo me había imaginado que sería un ángel. Tu pelo, tu ropa…

—Mis genitales —añadió Samuel ligeramente afligido.

Diana puso cara de desagrado y se empujó más profundamente las manos enguantadas dentro de los bolsillos.

—No lo hubiera sabido, y la verdad es que preferiría que no lo mencionases.

Los mencionase.

—Lo que sea.

—¿Por qué? —sin ninguna razón aparente, saltó y golpeó la señal de «No aparcar» mientras comprobaba por el rabillo del ojo si la Guardiana se quedaba impresionada. No parecía estarlo.

—Simplemente es una cosa de la que la gente no suele hablar en público.

—¿Deberíamos ir a algún lugar más privado?

—Como quieras.

—¿Para qué?

—¿Perdón?

—¿Qué he de querer?

—Bueno, si tú no lo sabes no seré yo quien te lo diga.

—Pero si lo supiese no tendrías que decírmelo —señaló él razonablemente cuando doblaron la esquina para entrar en Yonge Street.

Al otro lado de la calle había una doble fila de gente que daba saltitos y se soplaba en las manos.

—Esa gente tiene frío, ¿por qué están ahí de pie?

—Adivina, están esperando para entrar en la tienda de electrónica para las rebajas del día de San Esteban.

—¿Por qué?

—¿Qué quieres decir con por qué? Porque son rebajas —puso los ojos en blanco—. Creía que tenías conocimiento superior.

—Y lo tengo. Al 26 de diciembre, San Esteban, se le llamaba el Día de las Cajas porque en la Inglaterra victoriana era el día en el que los ricos empaquetaban en cajas las sobras de Navidad para los pobres.

—¿De verdad?

—Esa es una de las teorías. Pero aún así no explica esto —agitó una mano en dirección al gentío que había al otro lado de la calle—. La mayoría de esas personas sufren ansiedad, más de la mitad son infelices y, a pesar de que se ahorrarán dinero, lo mejor que podrían hacer sería no gastárselo. Una nueva cadena musical no le dará sentido a sus vidas vacías y superficiales.

Diana lo agarró por detrás de la chaqueta cuando se bajaba del bordillo.

—¿Adónde vas?

—A decírselo.

—Sólo estoy especulando, pero me parece que ya lo saben. Él dio media vuelta.

—¿En serio?

—Ajá. Es cosa de humanos: una cadena musical nueva les ayudará a olvidar sus vidas vacías y superficiales.

—¿La memoria humana es tan mala?

—Bueno, sí. ¿Por qué te piensas que han vuelto los zapatos de plataforma y las minifaldas? Porque la gente se ha olvidado de lo frikis que parecían la primera vez que estuvieron de moda. —Diana se estremeció—. Yo he visto las fotos de la graduación de mi madre —volvió a subirlo a la acera—. ¿Tienes hambre?

—Estoy muriéndome de hambre.

—No deberías —su situación se había deteriorado más de lo que ella temía—. Venga, te invitaré a… —miró su reloj—… comer y hablaremos.

—… y por eso estás aquí. —Diana echó un vistazo por encima del montón de envoltorios de comida rápida que el ángel tenía delante—. ¿Te estás poniendo rojo?

—Has dicho que tu hermana… ya sabes —balbuceó.

—La verdad es que creo que tienes más cosas por las que preocuparte que por la vida sexual de mi hermana —con los codos apoyados sobre la mesa, fue marcando los puntos con los dedos—. Uno, los ángeles son, por definición, mensajeros del Señor, pero por culpa de la forma en la que has llegado a existir, no traes ningún mensaje y por lo tanto te has quedado con una clara crisis de identidad.

—¿Por lo tanto?

—No me interrumpas. Dos, no puedes volver a la luz, así que estás anclado aquí a pesar de que no tienes ninguna razón para estar aquí y ningún medio visible para mantenerte. Tres, por lo que estoy viendo, tus partes de chico parecen estar definiéndote.

—¿Qué?

Suspiró.

—No me hagas decirlo.

—Oh. Eso. No, no están haciendo eso.

—Sí, lo están haciendo.

—No.

—Sí. No deberías estar eternamente hambriento. No deberías saber lo que es un motor de seis litros —entornó los ojos—. ¡Y no deberías estar mirándome los pechos!

Con las orejas ardiendo, centró su mirada en la ceja derecha de ella.

—Tú eres una Guardiana. Podrías hacer que volviese.

—Sólo si tú quieres marcharte —mientras empujaba una patata frita reseca por la mesa con la punta de un dedo, volvió a suspirar. Después de todo, aquella era la razón por la que había venido a Toronto. Sólo había necesitado un pequeño pinchazo de San Patricio para darse cuenta de que un ángel diseñado en comité necesitaría la ayuda de una Guardiana para volver a casa: su ayuda.

—El problema es que —dijo lentamente—, si te hago volver, tú no serás tú nunca más. Sólo serás luz.

—Pero eso es lo que soy.

Diana meneó la cabeza.

—No es todo lo que eres. Si te hago volver, el tú con el que estoy hablando, el tú que ha experimentado el mundo, desaparecerá. Lo habré matado.

—¿Matarme? —cuando ella asintió, él frunció el ceño—. Qué mal rollo.

—Dímelo a mí.

—Tú ya lo sabes.

—Es una forma de hablar, Samuel. Estaba diciendo que estoy de acuerdo contigo —dejó caer la barbilla sobre las manos—. No sé qué hacer, de verdad que odio esta sensación.

—Dímelo a mí —murmuró Samuel mientras desenvolvía una cuarta… cosa que parecía contener óvulos de pollo, una loncha de cerdo en nitrato y algo naranja derretido que probablemente pretendía representar un producto lácteo. Se había comido las tres primeras demasiado rápido como para saborearlas de verdad, lo cual a decir verdad seguramente había sido algo muy inteligente—. Entonces, ¿qué te parece la idea de que yo sea el mensaje? ¿De que esté aquí para ayudar a la gente?

—¿Cómo? Y no me mires así —le advirtió Diana—. No estoy siendo mala, estoy siendo realista. Ni tan siquiera te puedes ayudar a ti mismo.

—Me las he arreglado.

—No. No lo has hecho. ¿Puedo pensar en un ejemplo? Hmmm, déjame ver —se inclinó hacia delante—. Qué te parece este: sin mí, estarías cubierto de palomas.

—Sí, bueno, pero…

—Y de mierda de paloma.

Arrugó las cejas. No sabía que podía hacer eso. Era una sensación interesante.

—Pero sigo siendo un ser superior, puedo comprender cosas.

—¿Cómo sabes que eres un ser superior?

—Simplemente… lo sé.

—Igual que cualquier otro hombre de entre doce y veinte años —resopló ella cruzándose de brazos—. Pero eso tampoco resuelve sus problemas.

Samuel se quedó mirándola durante un largo instante y después sonrió.

—Puedes insultarme, pero sé que sólo estás diciendo eso por culpa de tu propia ambigüedad sexual —dio un gran mordisco y lo masticó lentamente—. Quiero decir, dices que eres lesbiana, pero nunca lo has hecho con una mujer y en cambio sí lo has hecho con un tío y no fue completamente culpa suya que fuese un desastre.

Los labios de ella se curvaron.

—Si ahora mismo te atragantases, no te salvaría.

Dejaron la autopista justo al norte de Huntsville, y se dirigieron al suroeste por la 518.

—Estamos cerca —insistió Claire cuando Austin se quejó de la total ausencia de cualquier cosa que no fuese naturaleza canadiense a su alrededor.

—¿Cerca de qué? —bufó—. ¿Del fin del mundo?

—Tenemos que girar a la derecha pronto. Aquí —señaló—. ¿Eso es una carretera?

Lo era. Tras trece kilómetros más de abetos y nieve, pasaron al lado de la primera casa. Después la segunda. Después un negocio con las puertas y ventanas cubiertas de tablones. Y entonces, de repente, estaban en el centro de Waverton. En las cinco manzanas que lo componían.

—Aparca delante del banco.

Mientras frenaba con cuidado, Dean echó un vistazo a los gruesos y lechosos bloques de agua congelada.

—No sé, Claire, parece que estuviese helado.

—Estaremos bien.

—Si estás pensando en utilizar la arena de mi cajón para hacer que estemos bien, plantéatelo de nuevo —murmuró Austin mientras subía al asiento.

—¿Lo dices porque sólo soy una Guardiana con acceso a un número infinito de posibilidades y no sería capaz de conseguir que esta camioneta se moviese sin una bolsa de trozos de arcilla seca diseñados para absorber orina de gato?

—Básicamente… —se detuvo para lamerse el hombro—… sí.

Con los labios fuertemente apretados, Claire alcanzó las posibilidades e hizo que la camioneta se deslizase de lado atravesando la superficie casi sin fricción, haciendo que se detuviese suavemente contra una capa de hielo ligeramente más alta, que era el bordillo.

Dean soltó el freno de mano que había estado agarrando y obligó a los dedos con los nudillos blancos de una mano a soltar el volante el tiempo suficiente como para apagar el motor.

—Tienes que advertirme cuando estés a punto de hacer algo así —dijo, todavía mirando hacia delante como si pretendiese evitar que la camioneta terminase en la mesa de «Informes nuevos» sólo con su ayuda visual—. De lado no va bien.

—Lo siento.

Él se volvió para mirarla.

—¿De verdad?

—No.

—¡Austin!

—Sólo estaba dejando que se beneficiase de mi experiencia. Nunca lo has sentido cuando me has hecho a mí algo así.

—¿Cuándo he hecho yo…?

—Plevna. 12 de diciembre de 1997.

—¿Cómo iba a saber yo que las garras no tienen tracción? Fue otro error de buena fe.

—Sí sí.

Estirándose el gorro bajo las orejas, Claire salió de la camioneta.

—Marcó el gol de la victoria —le aclaró ella a Dean cuando cerró la puerta.

—¿Cómo pudiste agarrar el stick? —preguntó Dean mientras se ponía los guantes.

La cabeza de Austin se balanceó ligeramente.

—No. Lo hice.

—Oh —su metencéfalo decidió que sería más seguro echarse atrás sin hacer movimientos bruscos. Atrapó a Claire en la esquina del banco.

—Alguien desató este fuego —dijo mirando hacia los daños—. Y eso abrió el agujero —meneó la cabeza agarrándose por los codos—. Hay mucha porquería saliendo por aquí para el tamaño que tiene. Quizá me lleve tiempo sellarlo, ¿podrías evitar que me molesten?

—Hecho, jefa.

—Llevabas tiempo sin llamarme así. Sus ojos se encontraron.

—Llevabas tiempo sin decirme lo que debía hacer.

—Quizá debería comenzar.

—Quizá sí. Y un ahogado:

—¡Buscad una habitación! —procedente del interior de la camioneta redirigió su atención al tema que estaban tratando.

—¡Disculpe, señorita! —el señor Tannison, el director del banco, se apresuró a acercarse al edificio dañado desde la oficina temporal que tenía al otro lado de la calle, en el piso de arriba del escaparate compartido con Martin Eisner, el taxidermista, y el doctor Chow, el dentista—. No puede estar ahí. Podrían caer ladrillos —se olvidaba del hielo hasta que la bota que tenía más adelantada perdió tracción y comenzó a resbalar. Antes de poder recuperar el equilibrio apoyándose en la camioneta aparcada delante del banco, una mano enorme lo cogió del brazo y lo volvió a poner de pie.

—Está bien, señor. Está completamente segura.

—¿Sí? —había algo en aquel joven que le hacía sentirse como un tonto por haber preguntado. Se tenía por un buen juez de caracteres (bueno, era lo que tenía que hacer en su trabajo, ¿no?), y por su voz, expresión y porte, aquel desconocido decía: Tendré el formulario para retirar dinero rellenado antes de acercarme a la caja, nunca me colocaré demasiado cerca en la cola del cajero automático y para mí vuestros bolígrafos son sagrados.

—Sí, señor.

—Oh —los ojos azules tras las gafas le hicieron pensar en contribuciones a planes de pensiones hechas cada mes y no abandonadas hasta el último minuto.

—Usted no es de por aquí, ¿verdad?

—No, señor, soy de Saint John. Terranova.

—El mundo es un pañuelo. Una de mis cajeras es de Saint John. Rose Mooran.

—¿No tendrá un hermano que se llama Conrad? Yo jugaba a hockey infantil con un tal Conrad Mooran.

—No, no es su hermano, debe de ser su marido.

—¿Su marido? ¡Cielo santo!

Se pasaron un rato más hablando de hockey y de lo relativo que era el tamaño del mundo, después el señor Tannison palmeó un brazo musculado, le dirigió una sonrisa de alivio y se apresuró a volver a cruzar la calle.

El grupo de niños de ocho años fue un poco más difícil de impresionar.

Cuando Dean volvió cojeando a la camioneta, Claire estaba de pie al lado de la puerta del copiloto con aspecto ligeramente atónito.

—¿Está cerrado? Asintió.

—¿Qué pasa?

Cuando extendió la mano, vio que tenía las puntas de los dedos manchadas de un brillo negro.

—¿Carbonilla?

—Residuos de demonio.

—¿Y cuando estés en la ciudad a dónde tienes pensado ir, cariño?

Byleth se quedó mirando más allá de las cabezas de los Porter, hacia la línea del horizonte de Toronto, clavando la mirada en el cielo gris como si fuese una olla de oro al final del arco iris no especialmente atractiva.

—Lo más lejos de ti posible —murmuró.

Para su sorpresa, Harry Porter levantó un dedo amonestador hacia su reflejo en el espejo retrovisor.

—Ya basta, jovencita. No tienes ninguna necesitad de ser así de maleducada. Discúlpate con la señora Porter ahora mismo.

—Ni de coña.

—Está bien —en el primer hueco en el tráfico se echó hacia el carril de la derecha y comenzó a reducir la velocidad.

—Harry…

—No, Eva. O se disculpa, o hace el resto del camino a pie.

Los demonios se daban cuenta de cuando algo era un farol. Byleth se cruzó de brazos y esperó.

Cuando el coche por fin se detuvo, Harry tiró del freno de mano y se volvió.

—Tu última oportunidad —dijo—. Discúlpate, o este lugar será lo más lejos que hayamos llegado juntos.

Ella escondió el mentón en el cuello y le lanzó una mirada de ira.

—Si eso es lo que quieres —se desabrochó el cinturón de seguridad, salió y abrió la puerta.

Cuando ella levantó la vista hacia su rostro a través de la ráfaga de aire helado, se dio cuenta de que él no se estaba tirando ningún farol.

—¿De verdad quieres que camine? ¡Todavía faltan kilómetros!

—Todavía faltan bastantes kilómetros —la corrigió Harry—. Y quiero que te disculpes. Tú decides si caminas o no.

Fuera hacía frío. Dentro del coche se estaba caliente.

—Vuelve a entrar en el coche y conduce.

Él se limitó a quedarse allí. Habría obtenido el mismo resultado si le hubiese dado órdenes a una roca.

—Entonces haré autostop, me cogerá un asesino en serie y ¿cómo os sentiréis cuando encuentren un cuerpo destrozado sangrando a un lado de la carretera? —no sería su cuerpo destrozado y sangrando, pero ellos no tenían por qué saberlo.

Harry meneó la cabeza.

—Ni tan siquiera un asesino en serie se detendría a cogerte. No a esta velocidad. Tendrás que caminar todo el camino.

—¡No quiero caminar!

—Entonces discúlpate.

El coche se balanceó con el paso de cuatro transportes que escupían gases diesel. Valoró la posibilidad de lanzar a Harry al tráfico, pero Eva seguramente se desmayaría y sería completamente inútil, y a pesar de que sabía cómo atraer plagas y pestilencias, no sabía conducir.

—Piénsatelo, Byleth.

—Bien —haría cualquier cosa por llegar a la ciudad en la que se desharía de aquellos perdedores—. Lo s… —su naturaleza luchó contra la palabra—. Lo sien… —tuvo que emitir cada letra por separado, obligándolas a salir por entre unos labios que se negaban—. Lo siento. ¿Vale?

—¿Eva?

—Disculpas aceptadas, cariño.

—¿Ha sido tan duro? —preguntó Harry sonriéndole a su reflejo mientras volvía a colocarse tras el volante.

—Sí, lo ha sido.

—No te preocupes, se volverá más fácil con el tiempo. Tenía miedo de ello.

—Disculpe —protegiéndose contra el movimiento de las escaleras mecánicas, Samuel se echó hacia delante y le dio un golpecito en el hombro a la gruesa matrona cubierta por un jersey de lana virgen—. Esta señal dice que si se pone a la derecha, las personas que tengan prisa pueden subir caminando por la izquierda.

—No hay espacio a la derecha —señaló ella secamente.

—Entonces debería haber esperado.

—Y quizá tú deberías ocuparte de tus asuntos.

—No debería dejar que el miedo a estar sola la haga continuar con una mala relación. Su marido la está controlando y manipulando, y el simple hecho de que él ya no la ame no quiere decir que usted no deba amarse a sí misma…

El sonido de la palma de la mano de ella al impactar con la mejilla del ángel fue absorbido por el ruido ambiental. En la hermosa tradición de centros comerciales abarrotados por todas partes, aquellos que estaban demasiado cerca para no haberse perdido el intercambio se quedaron o bien mirando fijamente a la nada o bien se aislaron del incidente tras una conversación sin sentido en voz alta con su compañero más cercano. Cuando llegaron al segundo piso y la inmensa mujer se largó hacia la izquierda, Diana alisó el diminuto agujero hasta cerrarlo, agarró a Samuel del brazo y tiró de él hacia la derecha.

—¿Qué pretendías hacer?

Samuel se frotaba la marca que le había quedado en la mejilla y parecía confundido.

—Estaba intentando ayudar, ya sabes, hacer eso del mensaje.

—¿Y qué tipo de ayuda es un mensaje en el que le dices a una señora que su marido es un capullo y que ya no la quiere?

—Ella lo sabe. Ahora necesita espabilarse.

—¿Y sabes eso porque…?

Se metió las manos en los bolsillos delanteros y se encogió de hombros.

—Tengo Conocimiento Superior.

—¿Que te da información personal de la vida de un perfecto desconocido pero se niega a decirte lo que significa una luz de freno?

—Sí.

Nunca había escuchado tal sarta de mierda moralista.

—Pues no lo vuelvas a hacer, ¿vale?

—Claro.

—¿Sabías que por el precio de esas botas podrías darle de comer a un niño del Tercer Mundo durante un año?

Había algo en aquellos ojos de color castaño-dorado que exigía una respuesta honesta.

—Sí, lo sabía.

—¿Y entonces…? —dijo Samuel sonriendo alentadoramente.

—¿Y entonces por qué no te ocupas de tus asuntos, colega?

—Es la culpabilidad quien habla.

—¿Ah, sí? —una mano enorme se enganchó en la parte delantera de la chaqueta de Samuel—. ¡Y en un minuto me sentirás a mí hablando!

Diana le tendió la caja de zapatos al dependiente y alcanzó las posibilidades justo a tiempo de evitar que un testigo inocente mutilase a un ángel, por muy justificada que estuviese la mutilación. Tras liberar la chaqueta de Samuel, lo sacó de la tienda y comenzó de nuevo.

—Sólo estaba…

—Bueno, pues para.

—Pero…

—No. A la gente le gusta que les señalen sus errores morales tanto como que un desconocido les hable de su vida privada en público —lo agarró más fuerte y lo arrastró pasando por delante de una pareja que jugaba a algo así como la final de la Copa Stanley de hockey con amígdalas. Cuando por fin se detuvo y le echó un vistazo, él parecía extrañamente comedido—. ¿Qué?

—Esas dos personas…

Había miles de personas en el centro comercial, pero se podía hacer una idea de a quién se refería.

—¿Sí? ¿Qué pasa con ellos?

—Tenían la lengua metida en la boca del otro.

—No me he dado cuenta.

Él resopló, emitiendo un sonido muy poco angelical.

—Parecía que tuviesen hámsters en las mejillas.

—Vale —tuvo que admitir que se sentía fascinada por la imagen—. ¿Y?

—¿No es antihigiénico?

—¿Los hámsters?

—Las lenguas.

—La verdad es que no. Y que no se te ocurra ninguna idea. Nuestra relación es estrictamente Guardiana/Ángel.

—No estaba…

—Sí.

—No he podido evitarlo.

Sonaba tan desgraciado que Diana se encontró palmeándole el hombro con simpatía.

—Venga, saldremos por la próxima puerta. Un poco de aire fresco te despejará la cabeza.

—No es la cabeza.

—Y dale. ¿Es que no me he explicado bien? Quedamos en que no hablaríamos de otras partes del cuerpo —si aquel último golpecito en el hombro lo había empujado a un lado con más énfasis del necesario, bueno, pues qué se le iba a hacer.

La acera exterior del centro comercial estaba prácticamente desierta. Había un pequeño grupo de gente apelotonada en la esquina entre Yonge y Dundas, esperando el tranvía, y una figura solitaria que se acercaba a ellos en dirección contraria de una forma que se podría definir como decidida.

Diana se quedó mirando hacia la figura que se acercaba mientras se le erizaba el vello de la nuca. Después se quedó mirando dos copos de nieve idénticos que se le derritieron en la mano.

—¡Mierda!

—¿Qué es ese olor? —murmuró Samuel. Se miró la suela de los dos zapatos.

—Olvídate del olor. ¡Muévete!

Empujó al ángel hacia el norte, deseando que Nalo no los hubiera visto. La Guardiana mayor no tenía más autoridad sobre Samuel de la que tenía ella, pero había algo —los copos de nieve idénticos que continuaban cayendo, el hecho de que todos los coches que pasaban por la carretera fuesen de repente Buicks negros, el músico callejero que tocaba Flight of the Bumblebee con el labio inferior congelado pegado a la armónica—, algo que le decía que los mantuviese alejados el uno del otro.

En la esquina entre Yonge y Dundas, Diana sintió que las posibilidades se abrían.

—¡Quédate dónde estás, señorita!

Rechinando los dientes, sacó una prueba de la necesidad, lanzó a Samuel a la cola de gente que se subía al tranvía de Dundas este y le dijo que lo alcanzaría más tarde.

—Pero…

—Confía en mí —arrancó los dedos de él de las profundidades de su manga y, con una mano sobre un admirable culito prieto, lo empujó escalones arriba—. ¡E intenta no tocarle las narices a nadie! —añadió cuando la puerta se cerraba. Él le devolvió la mirada a través del cristal mugriento. Tenía un aspecto perdido y patético, pero ella no se podía quitar de encima la sensación de que estaría más seguro lejos de la otra Guardiana.

Tras envolverse de mal humor adolescente, se volvió, subió de nuevo a la acera y cruzó los brazos.

—No me llames «señorita» —gruñó cuando Nalo acortó la última distancia que quedaba entre ellas—. De verdad, de verdad que lo odio.

—¿De verdad? Vaya. Bueno, pues ahora, ¿querrás decirme por qué estabas escondiendo tu culo de mí, o prefieres que juegue a las adivinanzas?

Estaban solas en la esquina, no habría ayuda de testigos curiosos. Diana resopló y puso los ojos en blanco. No era una respuesta especialmente articulada, pero era útil como evasiva.

—Tus padres no saben que estás aquí, ¿verdad? No te molestes en negarlo, niña… —un dedo contra el que no se podía protestar cortó una incipiente protesta—… la culpabilidad danza a tu alrededor como si fuera humo.

¡Perfecto! Era cierto, aunque bastante tópico. Diana podría haberla besado. Abrió inmensamente los ojos.

—¿No se lo dirás?

—No es asunto mío. No me importa si has venido aquí a malgastar dinero, no me importa si estás aquí para ver a ese chico que has metido en el tranvía (oh, lo he visto, no me mires así), pero sí me importa lo que has estado haciendo desde que has llegado aquí.

—¡Pero si no he hecho nada!

—Has detenido el tiempo, Diana.

Ups.

—Intentaba evitar una pelea. Nalo suspiró.

—Niña, no me importa si estabas intentando evitar una reunión de Abba…

—¿De quién?

—Déjalo. De lo que se trata es de que has estado jugando con el ruido metafísico de fondo desde que has llegado aquí. Todo el lugar está zumbando.

—¡No he sido yo!

—¿No? ¿Y quién si no?

Un Buick negro pasó a su lado y Diana se mordió la lengua.

—Mira, me he pasado media hora al teléfono con una Guardiana de 102 años que está monitorizando un lugar en Scarborough, que está completamente segura de que nos dirigimos a una batalla entre la oscuridad y la luz, y tengo cosas mejores que hacer que convencer a una pájara senil de que no estamos de camino al Armagedón. O reduces el zumbido o te lo llevas a tu casa, pero deja de retorcer mi… ¿qué tienes en el brazo?

Diana se limpió un poco de nieve, llevándose con ella los residuos de ángel, y miró hacia su manga.

—¿Dónde?

La Guardiana mayor meneó la cabeza.

—Deben de haber sido cristales de hielo —se colocó la bufanda de cachemira mejor dentro del cuello del abrigo—. Creo que te vigilaré durante un rato. Puedes venir conmigo.

Rendirse parecía ser la única opción posible, pero aún así hizo una protesta simbólica.

—No puedo permitirme el tipo de restaurantes que te gustan a ti.

—Dulzura, somos Guardianas. Deberíamos ser, como mínimo, adaptables.

—¿Tú pagas?

—Podría ser.

—Entonces puedo ser adaptable.

Una angustia que rozaba el pánico sacó a Samuel del tranvía y lo hizo cruzar la calle hasta llegar a un laberinto de edificios de apartamentos de cuatro pisos y una serie de idénticas casitas de ladrillo de dos pisos alineadas. Encontró a la fuente de su angustia tristemente acurrucada al final de un tobogán oxidado y se dejó caer de rodillas a su lado.

Con unos delicados dedos, le limpió la nieve de la cabeza. Ella se volvió hacia él, lo miró a los ojos y se tiró a su pecho.

—Perdida, perdida, perdida, perdida…

—Shhh, todo irá bien, Daisy —tuvo que protegerse físicamente contra la fuerza de las emociones de ella—. No te preocupes, yo te ayudaré. ¿Vives en alguno de esos edificios?

Temblando, ella se apretó más fuerte contra él.

—Perdida…

Podía ver por dónde había entrado en el parque, pero las pisadas se estaban borrando rápido.

—Vamos —mientras se ponía en pie, le metió dos dedos por debajo del collar de cuero rojo—. Tenemos que darnos prisa.

Pero no fueron lo bastante rápidos. Las huellas de patas habían desaparecido bajo la nieve fresca cuando llegaron a River Street.

—¿Y ahora hacia dónde?

La dálmata lo miró con una confianza tan absoluta, que Samuel tuvo que tragarse el nudo que se le había formado en la garganta. Se dejó caer en la acera sobre una rodilla y extendió la mano.

—Dame la patita.

Ella se le quedó mirando durante un buen rato, le miró la mano y después apoyó la pata delantera derecha en la palma. Él buscó la luz en su interior.

—¿Qué ha sido eso?

Diana mantuvo su atención centrada en la pita rellena.

—Yo no he hecho nada.

—¿Es que te he mencionado? —Nalo se levantó y se dio la vuelta, peinando el aire con la mano derecha—. Algo se ha sacudido.

—No es un agujero.

—No, no lo es —volvió a sentarse con la mirada fija en la joven Guardiana—. Así que supongo que no es asunto nuestro.

Las huellas brillantes lo llevaron a una casita en la cooperativa de Oak Street. Cuando se metieron en la calle, Daisy se soltó y salió corriendo hacia la puerta.

—¡Casa! ¡Casa! ¡Casa!

La puerta se abrió antes de que ella la alcanzase, y una esbelta mujer joven salió corriendo y se dejó caer de rodillas mientras rodeaba a la perra con los brazos.

—Cosita mala, mala. ¿Cómo puedes haberme hecho esto? ¿En dónde estabas, eh? —mientras se limpiaba las lágrimas, se puso en pie y le tendió la mano a Samuel—. Gracias por haberla traído a casa. Acabamos de mudarnos a Toronto desde New Brunswick, y creo que salió a buscar nuestro antiguo barrio. Todavía no tiene las placas nuevas —de repente se escuchó a sí misma y frunció el ceño—. Pero sin placas, ¿cómo nos has encontrado?

Samuel sonrió, incapaz de resistirse a la felicidad de la perra.

—Hemos seguido el rastro de sus huellas.

—Las huellas, claro —cuando una ráfaga de viento llegó por la esquina, le sonrió desde detrás de una cortina en movimiento de cabello largo y rizado—. Debes de estar congelado. ¿Te gustaría entrar a calentarte? ¿Tomar una taza de chocolate caliente?

De repente tenía mucho frío.

—Sí, por favor.

—Dentro, dentro, dentro, dentro. —Daisy insistía en meterse entre los dos pares de piernas, pero al final consiguieron entrar y cerrar la puerta.

Ella se llamaba Patricia y su marido Bill. Mientras Daisy saludaba entusiasmada a este último, Patricia cogió la chaqueta de Samuel y lo llevó al salón. Allí solo, sintió una acalorada mirada en la parte trasera de la cabeza. Se volvió lentamente.

—¿Qué es eso? —el gato de pelo largo y color melocotón y blanco se quedó mirando a Samuel con sus ojos azul pálido y la cabeza ladeada—. Es terriblemente brillante.

—Es un ángel —resopló el siamés que estaba a su lado, mirando desde el aristocrático arco de su nariz—. O algo así como un ángel. Parece que alguien se ha equivocado en el diseño.

—¿Qué es un ángel?

—Es como un gato, sólo que tiene dos piernas, casi no tiene pelo y tampoco tiene cola.

—Oh —confundido, pero evidentemente acostumbrado a hacerle caso al siamés, el gato se rodeó las patas con la cola de color albaricoque—. Casi parece que nos entendiese.

—Nos entiende. ¿A que sí?

—Sí.

—¿Sí? —repitió Patricia, que volvía con tres tazas humeantes sobre una bandeja—. Oh, veo que ya has conocido a Pixel y a Ilea —tras dejar la bandeja sobre la mesita de café, cogió al siamés en brazos—. En realidad esta es la casa de Ilea. Sólo nos deja vivir aquí porque sabemos manejar el abrelatas.

Aquello bastó para distraer a Samuel del embriagador aroma del chocolate caliente.

—¿En serio?

Mientras se frotaba la parte de arriba de la cabeza con el mentón de Patricia, Ilea ronroneó. Había preguntas que eran demasiado tontas para ser respondidas.

—Gira por aquí.

Dean levantó la vista hacia el taller de reparación de coches Henry J. e Hijos, que tenía todas las puertas y ventanas cubiertas con tablas clavadas. Después volvió a mirar a Claire.

—Hay un gran montón de nieve que bloquea la entrada.

—Entonces aparca a un lado de la carretera y entraremos caminando.

Al ver que Austin no protestaba, Dean tomó una especulativa bocanada de aire entre dientes y se apartó de la carretera tanto como pudo. Una cosa era hacer que Claire le explicase exactamente qué significaban los residuos de demonio y otra muy diferente era que el gato se enfrentase a una caminata a una temperatura bajo cero sin protestar. La situación era claramente seria.

Apagó el motor y buscó su gorra.

—¿Es otra vez el infierno?

—Me gustaría pensar que nos habríamos dado cuenta de ello —le dijo Claire mientras se mordía nerviosamente el pulgar de la manopla.

—Bueno, a mí me gustaría haberme dado cuenta de que aquí hay media docena de gambas al ajillo —señaló duramente Austin—. Pero eso no significaría que fuesen para mí y, enfrentémonos a los hechos, en Kingston había un agujero que daba al infierno y los Guardianes nunca supieron que estaba ahí.

—Y tú tampoco lo sabías.

—Eh, pero yo soy el gato. Reconforto cuando se me necesita y hago comentarios coloridos. No tengo que tratar con fracturas metafísicas en el tejido del universo, y tampoco recoger palos que me tiren. Tendrás que vivir con ello —entornó su único ojo—. Y ahora pongámonos manos a la obra antes de que haga más frío.

El banco de nieve que bloqueaba la entrada tenía más o menos un metro y medio de alto, pero la nieve estaba muy compactada y era fácil subirse a ella. La nieve del aparcamiento tenía casi la misma profundidad y era bastante más suave.

—Mejor me adelantaré para abrir paso —se ofreció Dean—. Tú puedes venir detrás de mí y Austin detrás de ti. ¿Hacia dónde?

Claire señaló con el dedo. Una fila de huellas, que extrañamente no habían sido rellenadas por la nieve que caía, iba hacia la parte trasera del edificio.

—Los ángeles pasan por el mundo con suavidad, y por eso no dejan huellas. Los demonios sí. Los demonios quieren que la gente sepa que han pasado por ahí, porque no puedes tentar a quien no te presta atención.

Una puerta lateral que daba a una pequeña oficina estaba abierta. Unas líneas de residuo de demonio cruzaban el candado abollado.

—Ha estado aquí —dijo Claire con suavidad mientras daba la vuelta al lugar.

—No me digas, Sherlock. —Austin se quitó la nieve primero de una de las patas traseras y después de la otra—. Las huellas llevan directamente a la puerta.

La Guardiana lo ignoró.

—Cogió algo de ese gancho, del respaldo de la silla y de debajo de la mesa. Algo que ya llevaba bastante tiempo ahí, a juzgar por lo gruesa que es la capa de polvo —alcanzó las posibilidades y rellenó los lugares vacíos con memoria espacial. Apareció la imagen translúcida de un pantalón de peto colgando de los ganchos, una chaqueta tirada sobre el respaldo de la silla y un par de zapatillas de correr mugrientas que yacían la una sobre la otra bajo la mesa—. ¿Ropa?

—¿Es que los demonios no llevan ropa? —preguntó Dean, incapaz de resistirse a atravesar el peto con los dedos mientras este desaparecía.

—Sí, pero nunca he sabido de un demonio que se fuese por ahí de compras, por no decir… —hizo un gesto con la mano alrededor de la habitación y se encogió de hombros—. De acuerdo que les gustan bastante las hombreras, pero esto no es sólo eso.

—Las huellas siguen adentrándose en el bosque.

—Entonces debe de ser ahí donde está el agujero, y como vuelvas a decir «no me digas, Sherlock» una vez más —le advirtió al gato antes de que este pudiese hablar—, lo sentirás mucho.

Austin levantó la vista hacia ella, con los bigotes en punta con aire de inocencia ofendida.

—Simplemente iba a preguntar si era de ahí de donde venía la llamada, pero si te vas a poner tan irritable…

—Lo siento —tras quitarse una manopla, se frotó el pliegue que tenía entre los ojos—. La idea de un demonio paseándose por ahí sin que los buenos se den cuentan me ha puesto un poco tensa. Mejor será que ahora vaya yo delante —añadió mientras volvía a la puerta—. Si hay algún peligro en el bosque, mejor que sea una Guardiana quien se enfrente a él y no un testigo.

A pesar de que a Dean no le gustaba la idea, no podía estar en desacuerdo y se apartó de su camino.

—Ibas a decir «no me digas, Sherlock», ¿a que sí? —le preguntó a Austin en voz baja cuando Claire se hubo adelantado unos pasos.

El gato resopló.

—Bueno, pues sí.

Claire se abrió paso cuidadosamente hacia el centro de un pequeño claro, evitando los peores montones de nieve sucia. Se agachó, se quitó la manopla derecha con los dientes y extendió la mano con los dedos separados.

—¿Qué es lo que hay sobre la nieve? —le susurró Dean al gato, que estaba acurrucado contra su pecho.

Austin se retorció para ver mejor.

—Oscuridad. Cuando tomó forma se le cayeron escamas.

Miraron cómo Claire tamizaba el aire durante un momento y continuaron allí con el ceño fruncido.

—Este agujero es diminuto y viejo. Debería haberse cerrado solo, y haber sacado por él un demonio debe de haber sido como hacer salir una piedra del riñón —meneó la cabeza—. Nos llevará días definirlo lo bastante bien como para cerrarlo.

—Vaya, pasar días entre los arbustos —suspiró Austin, y colocó la cabeza en la curva del codo de Dean—. No puedo expresar con palabras mi euforia.

—No hace falta que te pongas eufórico —le dijo Claire mientras se volvía a poner la manopla—. Y tampoco hace falta que te pongas demasiado cómodo, voy a necesitarte.

—¿Para qué?

—Te toca hacer de poli malo. Dean, quizá deberías volver a la camioneta.

Dean inspiró profundamente y dejó salir el aire poco a poco, haciendo que el vapor le coronase la cabeza. Ella estaba poniendo la voz a la que Diana llamaba «la Guardiana más chula del lugar» y, según su experiencia, aquello nunca era algo bueno.

—¿Por qué debería volver a la camioneta?

—Necesitamos respuestas, y las necesitamos rápido. Voy a reunir toda la oscuridad que rodea al agujero y Austin le hará preguntas.

—¿A la oscuridad?

—Es sustancia, entonces debería ser coherente. Pero esta es una de esas situaciones en las que «el bien justifica los medios», y siempre resulta delicado para los buenos —estiró los brazos y rompió una rama muerta de un roble—. Sacaremos más oscuridad del agujero. Puedo contenerla en un círculo, pero querrá salir, y tú serás la única cosa que podrá utilizar para romperlo.

—¿Tú estarás dentro del círculo?

—Yo soy Guardiana. Puedo hacerlo.

—¿Y Austin?

—Es imposible conseguir que un gato haga algo que no quiera hacer.

—Pero intentamos hacer que no se note mucho —añadió Austin mientras cambiaba de los brazos de Dean a los de Claire—. Aprendimos hace mucho tiempo que si la gente se puede agarrar al absurdo deseo de que algún día podrán educarnos para que dejemos de arañar los muebles, continúan dándonos delicias de salmón.

Dean se cuadró de hombros.

—No te dejaré aquí si vas a estar en peligro.

—Estaré en un peligro mayor si te quedas. Y tú estarás en peligro. Si te vas…

—No te podré ayudar si me necesitas.

—Estás luchando contra testosterona —le susurró Austin al oído—. Millones de años de evolución le dicen que tiene que proteger a su compañera. No podrás ganar.

—¿Su compañera?

—Compañera, novia, señorita… todos son términos evolutivos válidos.

—¿Qué?

El gato suspiró y su aliento resonó dolorosamente bajo los extremos del gorro de Claire.

—Ya sabes, si mirases más los documentales de National Geographic y menos programas especiales después del colegio…

—¡Tú miras National Geographic para ver cómo se aparean los leones!

—¿Y?

Ya que no tenía tiempo para contar hasta diez, Claire contó hasta tres, miró a Dean a los ojos y decidió de mala gana que Austin tenía razón. No podía ganar. Si convencía a Dean de que la dejase, aquello lo empequeñecería a sus propios ojos y, teniendo en cuenta la situación, empequeñecerlo más no sería nada bueno.

—De acuerdo, puedes quedarte —la sonrisa de Dean hizo que el potencial desastre casi mereciese la pena. En lo más profundo ella se daba cuenta de lo absolutamente estúpido que era aquel pensamiento, pero no parecía que pudiese evitar que la inundase una sensación cálida—. Pero pase lo que pase —murmuró un momento más tarde, cuando se separó de la boca de él—, no rompas el círculo.

Para sorpresa de Dean, la oscuridad se reunió dando lugar a una forma conocida. Tenía las patas como las de una rana y terminadas en tres dedos. Los brazos, casi tan largos como las patas, terminaban en tres dedos y un pulgar. Tenía los ojos pequeños y negros y no parecía que tuviese dientes. El pelo y/o escamas le cambiaban de color constantemente.

Un diablillo.

La última vez que Dean había visto un diablillo había sido cuando tuvo que arrancar la masa grumosa de su cuerpo pulverizado de debajo de un rollo de papel para paredes. La última vez que había visto un diablillo vivo, estaba colgando de la boca de Austin.

El minúsculo trocito de oscuridad física se sentó, miró a su alrededor, emitió un sonido que sonó algo así como «Oh, mierda» y desapareció bajo las patas delanteras de Austin.

Claire se puso en cuclillas al lado del gato.

—Cuéntanos todo lo que ha pasado aquí y te volveré a meter en el agujero antes de cerrarlo.

Un ligero chillido desafiante.

—Respuesta incorrecta.

La cola de Austin se meneó y el chillido aumentó de tono.

—Estás mintiendo —suspiró Claire. Chillido indignado.

—Ya sé que para ti es difícil decir la verdad. Pero para Austin también es duro mantener las garras guardadas. De verdad que no pensarás que van a mentir para protegerte, ¿no?

Le dio la razón de mala gana. Dada la intensidad del agudo torrente que siguió, estaba claro que el diablillo estaba escupiendo algo más que el nombre, categoría y número de serie.

Mientras cambiaba el peso de un pie a otro, Dean intentaba no pensar en lo frío que se estaba quedando. Quizá debería haber vuelto a la camioneta. Quizá debería irse ahora. Entraría y le diría a Claire que había decidido marcharse. ¿Entraría?

La puntera de su bota derecha se quedó a menos de un par de centímetros del círculo que Claire había trazado en la nieve con la rama de roble. Mientras retrocedía rápidamente, intentó sin éxito recordar haberse movido hacia delante. … querrá salir, y tú serás la única cosa que podrá utilizar para romperlo. Pero si la oscuridad podía llegar hasta el exterior del círculo, ¿significaba eso que los niveles en el interior, en donde estaba Claire, se habían vuelto peligrosamente altos? Claire estaba en peligro. ¡Si la amaba, tenía que salvarla!

¿Si la amaba?

Nada de si. En un mundo que se había convertido en el lugar más extraño que podría haber imaginado nunca, que amaba a Claire era la única cosa de la que estaba seguro. Cuando se dio cuenta de esto, se dio cuenta de que volvía a estar sobre el extremo del círculo. Tenía que hacer algo para distraerse.

—Uau, esto está realmente… limpio. —Claire cambió al gato de brazo y se volvió lentamente para mirar por todo el claro—. De verdad.

Dean terminó de amontonar una pila de ramas de cedro recién cortadas y se estiró.

—¿Estáis bien?

—Estamos bien —tras borrar la curva del círculo con la punta de la bota, se la sacudió—. Tengo suficiente información para cerrar el agujero. Sé por qué nunca se cerró solo, y sé cómo consiguió salir el demonio. Pero no te va a gustar.

Y no le gustó.

—¿Entonces me estás diciendo que al crear al ángel hicimos que el demonio fuese posible? —al ver que Claire asentía de mala gana, él sintió como toda la sangre se le subía a la cara. Era un sentimiento claramente desagradable.

Austin lo estudió durante un momento, y después levantó la vista hacia Claire.

—Espero que no estuvieseis pensando en practicar sexo pronto…

A pesar del frío y de que se aproximaba el crepúsculo, todavía había cientos de personas que surgían por delante y por detrás entre las luces de Bloor y Yonge. La mayoría de ellos portaban pesados cargamentos de basura consumista que no necesitaban, estaban cansados, malhumorados y buscaban desesperadamente una última ganga. Byleth nunca había visto nada tan maravilloso.

Mientras se agarraba con una mano al salpicadero como si necesitase anclarse al coche, Eva meneó la cabeza.

—Es que no me gusta dejarte aquí sin más.

—Estaré bien —habría salido del coche en el semáforo si no fuese porque el maldito cinturón de seguridad se había atascado. Y estaría maldito, se encargaría de ello personalmente—. Para donde sea.

—Queremos llevarte a donde vayas —le dijo Harry mientras maniobraba el coche para meterlo en una plaza de aparcamiento en la zona sur de Bloor Street, justo después de Yonge—. Eva tiene razón. No me gusta dejarte sin más.

—Estaré. Bien —aquel puñetero abrigo grueso estaba en medio. Aquel era el problema. Se retorció y tiró del… ¡ya! Un empujón a la manilla y ya tenía la puerta abierta. Byleth se lanzó al mundo justo a tiempo de escuchar cómo Eva decía:

—Me sentiría mejor si te llevases este dinero. No es mucho pero…

Con medio cuerpo fuera del coche, se echó hacia atrás y agarró el sobre sin disminuir la velocidad a la que salía.

—He escrito nuestro número de teléfono. ¡Llama si necesitas ayuda! —gritó Eva tras ella.

Aquel sería un día frío en el infierno, decidió Byleth mientras se metía el sobre en el bolsillo de los vaqueros. Excepto en el Duodécimo Círculo, claro.

—Realmente es una oferta generosa, corazón, pero me temo que se la estás haciendo al tipo equivocado —le guiñó un ojo y le dio una palmadita en el hombro mientras se alejaba—. Lo siento.

Byleth tomó nota mental de no volver a ofrecer aquella tentación en particular a hombres que llevasen máscara de ojos. Ya que comenzaba a tener frío, fue hacia la tienda más cercana y se deslizó por entre los estrechos pasillos hacia donde estaba un tipo que examinaba un lector de CD portátil.

—Deberías robarlo, Steven —murmuró Byleth.

—Ya he mangado uno esta mañana —le dijo él con aire ausente, respondiendo inconscientemente al aura oscura—. Además, ahora llevo tantos discos en los pantalones que casi no puedo ni caminar.

—Eso explica porque parece que se te van a caer los pantalones de ese pandero flaco —murmuró ella.

—¿Y a ti qué te pasa? —aquel proyecto de tío duro le lanzó una mirada bajo sus cejas pálidas y se cruzó de brazos—. ¿Es que el barrigón no te ha traído nada?

Santa Claus nunca le había traído ningún regalo, aunque su parte de realidad nunca le había dado exactamente la bienvenida al espíritu de dar. Y, francamente, era una mierda. ¡En toda su vida Santa Claus nunca le había traído nada! De acuerdo, toda su vida se resumía a menos de cuarenta y ocho horas y los Porter le habían regalado un montón de cosas, pero no se trataba de eso.

El look de tío duro se desvaneció.

—Eh, tía, lo siento. No quería… bueno… yo sólo… —rebuscó en sus bolsillos, sacó un dispensador de caramelos Pez con la imagen de Santa Claus y lo extendió hacia ella—. Toma.

—¿Y esto qué es?

Steven le echó la cabeza hacia atrás, obligando a salir un diminuto ladrillo rosa.

—Es un caramelo —dijo al verla dudar.

Le rompes el cuello a Santa Claus y te da un chute de azúcar. Byleth se mordió el labio reflexiva. Puedo hacerlo.

—Cógelo.

—¿Y a ti qué te pasa? —mientras cogía el Pez, apoyó todo el peso sobre una cadera y lo miró a los ojos—. ¿Es que quieres sexo conmigo o qué?

Al chico se le puso la cara completamente roja, y las orejas escarlata. No era una combinación especialmente atractiva. Mientras murmuraba algo inarticulado, se escabulló tan rápido como los CD’s que tenía en los pantalones y la abarrotada tienda se lo permitieron.

Byleth se sentía confundida. Un completo desconocido le acababa de dar un regalo y había rechazado algo que él quería a cambio. Mientras mordía el caramelo, se puso a buscar a los guardas de seguridad de la tienda. Delatar a Steven volvería a poner su mundo en orden.

—Eh, hay un…

—Estoy tratando con un cliente —la mujer joven de aspecto acosado se abrió paso sin verla realmente—. Tendrás que hablar con otra persona.

—… modelo en particular tiene muchas posibilidades, verá que…

—Aquel tío de allí está robando.

—… la batería puede que necesite que la recargue más a menudo. Byleth se abrió paso a empujones entre los dos hombres.

—¿Me ha escuchado?

—Un momento, señorita. Por supuesto que las pilas extra también están de oferta, así que eso podría resolver el problema fácilmente —continuó el vendedor mientras pasaba el teléfono móvil por encima de la cabeza de ella.

—¿Y esos cargadores que te caben dentro del mechero?

—¿Eh? ¿Hola?

—Los tenemos, pero no estoy seguro de si nos quedan.

—¡¿Por qué nadie ME escucha?! —la ignoraban. Era como si no existiese… ¡casi como si fuese una adolescente de verdad!—, ¡ME ESTOY ENFADANDO!

—¡Eh! ¡Ya basta! —el fornido guarda de seguridad cruzó los brazos sobre su imitación de placa de policía y miró al demonio—. Tendrá que marcharse ahora mismo, señorita.

Byleth también se cruzó de brazos.

—Oblígame.

No debería haber sido posible.

—¡Vale! —chilló desde la acera—. ¡Como si me importase! Acercarse a las posibilidades oscuras para activar el sistema de riego antiincendios de la tienda la hizo sentirse un poco mejor.

—¿Llamadas? —preguntó Diana cuando Nalo se detuvo, escuchando nada con la cabeza ladeada.

Un momento después, la Guardiana mayor asintió.

—Y además está cerca —dijo mientras subía los últimos escalones y volvía a salir a la esquina entre Yonge y Dundas—. Seguramente no esté más allá de Bloor. ¿Quieres venir conmigo?

—Me encantaría, pero… —el darse cuenta de repente de que casi había oscurecido cortó en seco una respuesta finamente sarcástica—. Me ca… —las cejas arqueadas de Nalo cortaron el improperio—. ¡Me tengo que ir a casa!

Y de verdad que tengo que ir a casa, se recordó unos instantes más tarde, mientras volvía a bajar las escaleras corriendo en dirección a las cabinas telefónicas de la estación de metro. Pero primero tenía que encontrar al ángel.

Ligeramente confusa, Patricia le tendió el teléfono.

—Es para ti.

Samuel imitó el gesto que le acababa de ver hacer a Patricia.

—¿Hola? En la cooperativa de Oak Street, justo un poco más arriba de la esquina entre River y Dundas, en la casa número cuatro.

—¿Cómo sabe eso? —preguntó Pixel.

—Es conocimiento superior —informó Ilea al gato más joven sin tan siquiera abrir los ojos—. Sabe cosas.

—No sabía nada de nosotros.

—¿Y qué? Incluso el conocimiento superior tiene un tope.

Distraído por la conversación de los gatos, Samuel tuvo que pedirle a Diana que repitiese lo que decía dos veces. Al final asintió y devolvió el teléfono.

—Mi Guardiana se reunirá conmigo aquí.

—Si a ti te parece bien —le espetó Ilea.

—¿Qué?

—Pregúntale a mi dulce y sonriente abrelatas si a ella le parece bien, tonto del haba.

—Por supuesto, está bien —le dijo Patricia cuando le dio el mensaje del gato.

—¿Te sientes aliviada porque tenga una Guardiana?

Una respuesta adecuada se perdió en los ojos dorados sobre castaño.

—Oh, sí.

Mientras se subía al tranvía, Diana sintió que algo atraía su mirada hacia el norte. Algo estaba… estaba… una sensación de darse cuenta de algo la hizo estremecerse en el límite de la consciencia.

—¡Eh! ¡Cambio exacto!

… y cayó en el abismo.

Una ira injustificada la mantuvo en calor durante unas cuantas manzanas, pero al ponerse el sol las temperaturas habían caído en picado. Cuando llegó a Yonge con Dundas, le castañeaban los dientes tan alto que apenas escuchaba al guarda de seguridad que la echaba del Eatons Center. Este se marchó rascándose un piojo que se le acababa de poner en la cabeza, pero aquello tenía pocas consecuencias si ella ya estaba fuera, al frío.

—No pareces muy contenta. Quizá pueda ayudarte.

Byleth se giró y se encontró con un hombre de mediana edad que se le acercaba mucho. Bajo el ala del sombrero de piel de oveja, tenía el pelo canoso en las sienes, una sonrisa cálida y encantadora, los ojos arrugados en los extremos con una sincera buena voluntad y un corazón aún más oscuro que el de ella.

—De acuerdo, vayamos directamente al grano —le espetó mientras echaba a un lado la más mínima pretensión de sutileza—. Digamos que estoy sola y perdida en la gran ciudad, que tú te vas a poner paternal y me vas a ofrecer un lugar en donde dejarme caer. Poco después me harás adicta a la heroína, me volverás a poner en la calle para que comillas, te vuelva a pagar, fin de las comillas. Te quedarás con cada centavo que haga y me controlarás con violencia física —él dio un paso atrás. Ella acortó la distancia entre ellos—. ¿Me he dejado algo?

—Yo no…

—Tú sí. Pero no se trata de eso. Se trata de que estás intentando hacerme esa putada —entornó los ojos, que se le pusieron negros de párpado a párpado—. He tenido un mal día de verdad. Muy muy malo. ¡Ni tan siquiera debería tener genitales!

—Yo…

—¡Puedes perderte entre el tráfico, gilipollas!

Los servicios de urgencias lo estaban sacando de debajo del tranvía cuando ella se dio cuenta de que podía haber manejado aquello mejor. No se sentía los pies, todos los músculos de su cuerpo estaban en tensión, no parecía poder conseguir que los hombros se le bajasen de la altura de las orejas y sentía el estómago como si lo tuviera al lado de la columna. ¡Idiota, idiota, idiota! ¡La próxima vez espera a que te haya llevado a su piso! Un rápido examen de la multitud que se había agolpado allí le sugirió que no habría una próxima vez muy pronto.

—Siempre pasa lo mismo —murmuró abatida—. Nunca hay un imbécil alrededor cuando lo necesitas.

Hacer que los poderes oscuros se manifestasen la había dejado con la sensación de estar exprimida y débil. No debería haber sido así, pero no era capaz de manejar suficiente energía para ocuparse de ello.

—Oye, parece que necesitases un lugar en dónde quedarte.

—Bueno, sí —se giró, y se encontró cara a cara con…—. Oh, genial. Un chulo de Dios.

Leslie/Deter curvó los labios. Una buena parte de su comprensión y paciencia se habían consumido en un momento anterior del día cuando había llegado a las manos con sus supuestos amigos.

—Vale. Pues entonces quédate aquí fuera y congélate.

Ya que cada vez parecía más probable que aquello ocurriese, Byleth lo agarró del brazo cuando él comenzó a alejarse.

—Se supone que deberías ser más agradable. Yo no lo soy, pero tú eres uno de los buenos —al ver que él continuaba con aspecto fastidiado, suspiró—. Vale, no debería haberte llamado eso. Lo… siento.

Harry Porter tenía razón. Se había vuelto más fácil. Lo que aquello implicaba hizo que le temblasen las rodillas.

Leslie/Deter la cogió, disculpándose prolíficamente a su vez, y la llevó hacia la misión, mientras le explicaba que tras la comida escucharían la palabra de Dios.

—¿Qué palabra?

—¿Qué?

—En el lugar del que vengo, nos partimos de la risa al escuchar al viejo intentar decir «aluminio»…