Me han llamado espía, infiltrado, santidad, hijo de puta, hijo de la aurora. Me han llamado de tantas maneras y en tantas lenguas que es casi mejor que no me presente. Determinada gente desconfiaría de la veracidad de mi relato, y muchos otros, no menos necios, lo transcribirían en papel biblia por el solo prestigio de mi voz. Son los predicadores y los exégetas los que mancillan mi verdad con sus interpretaciones torticeras. A mí me basta con consignar hechos humanos para que se comprenda y extienda mi mensaje. Yo soy ojos, no boca. Muestro la verdad, no la adjetivo.
—¿Y a ti quién te ha dado vela en este entierro?
El Perdigón me miraba con dos ferocidades bajo las cejas hirsutas. No le dio tiempo a más. La multitud enloquecida nos empujó al interior del templo, del gran edificio Sanitale, y no volvió a reparar en mí. Habíamos penetrado en el enorme hall, blanco, amarmolado y de línea elegante, como corresponde a una catedral.
—Vamos a entrar —le gritó el Perdigón a los cinco guardias de seguridad que no sabían qué hacer con sus armas detrás de los tornos de entrada al recinto.
—Apartarse o sus comemos —amenazó el Perdigón.
Eran cinco niños. No más de veintitrés años el mayor. Mil euros al mes y poca preparación. ¿Para qué va a contratar seguridad privada competente una empresa en la que nunca va a pasar nada? Porque puedo aparecer yo.
—Que apartarse. Que sus comemos —volvió a gritar el Perdigón.
Y otras voces empezaron a repetir la consigna como un eco, al principio algo atemorizadas por el lujo del entorno, enseguida envalentonadas por la compañía de una masa que tenía sus mismos ojos cansados, su mismo olor a fuego, su misma estirpe caminera. Yo también puedo presumir de antepasados.
—Que apartarse, hostia.
—Que os comemos.
Más de dos centenares de gitanos nos agolpábamos en el hall del templo Sanitale. Uno de los guardias, el más joven, empezó a gritar.
—Largo de aquí. Chusma. Chusma.
—Chusma, chusma —le respondió la chusma con voz cada vez más limonera y áspera.
Otro de los guardias, el más viejo, disparó hacia los techos amarmolados, y las lámparas cayeron con sus fuegos artificiales, y las placas de pladur se desplomaron sobre las cabezas de los miserables, y un polvo blanco denso descendió sobre las peluquerías grasientas de cosmética de los gitanos, agachándolos como si se les estuviera cayendo el cielo encima. En medio de la multitud, los coches abollados de la policía, después del salvaje alunizaje que destrozó las puertas blindadas, aún ronroneaban en el centro casi exacto del enorme hall del complejo Sanitale.
—Ten cuidado con las puertas de la calle —me dijo una vieja loca cuando aún resonaba el eco de los disparos.
El Perdigón adelantó unos pasos hasta encararse con los guardas sin otra protección que su pecho echao palante y su cara de gitano más que chulo. Los fusiles, temblorosos, enfilaron hacia él. El Perdigón adelantó otro paso y agarró una de las tres barras giratorias que impedían el paso a los que no llevaran una tarjeta magnética en la biografía. Error. El Perdigón no la llevaba. Uno de los guardas medianos, el guarda al que más le temblaba el fusil, apretó los dientes y disparó. El Perdigón y sus pulmones, desparramados por el aire, salpicaron las mejillas y los ojos de la multitud gitana, que se quedó muda un segundo, como esperando atentamente a que se apagara el eco del disparo y a que el cuerpo del Perdigón terminara de rebotar contra el suelo.
Me encanta este tipo de situaciones. El bien es fácil de practicar individualmente, pero jamás he visto a un colectivo capaz de no hacer el mal. El mal colectivo nos sale estupendo.
La masa se adelantó, paso a paso, unos metros. Primero en silencio y después con gritos arcanos fluyendo de ojos, oídos y bocas, como si el cuerpo humano fuera una fuente inagotable, y lo es, de gritos y de voces. La masa se adelantó tanto que derribó los tornos del control de entrada, y después alzó en volandas a los guardas como peleles y los lanzó hacia el techo, retorció sus cuellos, sus brazos y sus piernas como investigando si el cuerpo humano está construido por trozos unidos con rosca. Pisoteó ojos, narices y genitales tiernos. Rompió cristales y muebles y gritó, gritó coralmente, entonando una sinfonía picuda de altos, bajos y roncos, una sinfonía donde cupieran todos los sonidos, una sinfonía que, por su belleza, habría enloquecido a Stravinski borracho. La masa pasó por encima de su propia alfombra de cadáveres y subió escaleras arriba, sin cansarse de su propio estruendo, hasta la sexta planta desde la que se ve todo Madrid. La sexta planta que protegían también, como en el bajo, media docena de casi nonatos guardas de seguridad.
—Deténganse —gritó el presidente de Sanitale, Rius Mont, encorbatado, calvo y absurdo entre los cinco uniformados armados.
Su grito no se oyó. No se oyó siquiera el grito cuando la multitud aplastó su cabeza contra las cristaleras blindadas desde las que se veía el parque de abetos pisoteado por cientos de miles de gitanos sin hoguera. Tampoco se oyó el grito de los guardas al morir entre el grito de la multitud desviviéndose.
Derribaron puertas. Mordisquearon el mobiliario; se violaron unos a otros con la mirada, con las manos, con los dientes, con las uñas, con la polla y con la voz. Y, sólo cuando derribaron las puertas blindadas de la sexta planta, las puertas del horror, las puertas detrás de las que a veces yo habito, se silenciaron y se quedaron quietos, con ese silencio de plomo gaseoso que sólo la masa es capaz de recitar.
Un silencio de urna.
Un silencio tan de quinto acto de tragedia que hubiera sido mejor, incluso, que simplemente se hubieran quedado callados, como hace la gente normal. Las masas y las actrices secundarias tienen la espantosa costumbre de enfatizar demasiado sus silencios.
La sexta planta del edifico es tan fea y funcional como las demás. Con la diferencia de que no está dividida por paneles, carece de despachos y no tiene máquinas de café plantadas en esquinas. Sus cuatro mil metros cuadrados son diáfanos, o lo eran hasta que entraron los gitanos, que en cuatro mil metros cuadrados caben una barbaridad de gitanos, sobre todo si están quietos.
La sexta planta del edificio sirve exactamente para lo que sirve, para conservar en perfectas condiciones las urnas, sin alteraciones de temperatura, humedad o luz, sin microbios volanderos pariendo huevas en los vidrios, sin enfermeras premenstruales poniendo muy mala cara. Un lugar aséptico donde la inmundicia humana no penetre. Pero no hay nada perfecto. Y allí estaba, de repente, la inmundicia humana.
Una gitana gritó un ay, y enseguida otra gitana aulló dos ayes. Afinaron las gargantas más gemidos. Los más letrados empezaron a mascullar imprecaciones y blasfemias longitudinales, de ésas tan españolas que reúnen en una sola letanía a varias vírgenes y santos. Y sólo unos pocos se atrevieron a adelantar unos pasos hacia las urnas.
Había una cincuentena de urnas de un metro de alto por dos de largo alineadas frente a la masa. Reflejando en sus cubiertas vidriosas y amarillas las prendas de las gitanas vestidas con colores más chillones. Y formas rosadas flotando en un líquido viscoso y opaco. Los gitanos gritaban por esa tendencia humana a expresar de forma ruidosa los sentimientos que les duelen menos. Sobre todo en público. Todos habían visto y vivido horrores peores o, al menos, semejantes. A mí me dan mucho más asco las moscas en los ojos y en las llagas que aquel espectáculo limpio de cadáveres de niños metidos en urnas desinfectadas y flotando en líquido de apariencia amniótica. Pero también es verdad que eso va en gustos.
Cuando comprendieron lo que estaban viendo, los gitanos y las gitanas gritaron todavía más, rompieron las urnas, resbalaron en la laguna de líquido amniótico que se formó sobre el parqué de la sexta planta del edificio Sanitale y recogieron del suelo los cuerpos blancos de los gitanitos muertos. Se pelearon por recogerlos. Tiraron de los bracitos y de las piernecitas de hueso blando para ser ellos los que portaran los cadáveres, aunque no fueran sus hijos ni nada suyo. Ya se sabe que, donde hay mucho dolor, cierta gente necesita mucho protagonismo. Los más fuertes acabaron haciéndose con los cuerpos de los niños, que parecían desarticulados, como si les hubieran extraído muy científicamente los humores óseos. Y más blancos de lo que suelen parecer los niños gitanos. Después la multitud, encabezada por los orgullosos portadores de las decenas de cadáveres, descendió escaleras abajo hacia el portalón y hacia el parque y miró fijamente a los ojos de las docenas de alucinados policías. Hubo un silencio tan grande que ni yo pude oírlo. Sólo una vieja susurró, con esa lírica lorquiana que le sale a las viejas gitanas que no han leído a Lorca:
—Si son como rayitos de luna mojados.
Y algo así eran.
Los gitanos dejaron con gestos casi rituales los cuerpos blancos de los niños sobre la hierba del parque. El estruendo de los gritos de la masa empezó a hacerse molesto. Sobre todo cuando abrieron pasillos humanos entre los abedules, los magnolios y los pinos del parque invitando a los policías a acercarse al aquelarre.
Los policías, al principo, ni se atrevían. Al final lo hicieron y alguno vomitó sobre los niños muertos. Qué se le va a hacer. La verdad es que los cadáveres eran bastante repugnantes, quizá por esa blancura artificial que se les contagió en la piel después de meses y años conservados en líquido amniótico. Esperé a que los metieran, uno a uno, en sus bolsitas. Entonces, agotado de tanto ruido, yo me subí un rato a escuchar cómo se callan las estrellas. Pero no podía parar de reírme.
El ser humano.
Qué engendro fascinante.