XLII

En cuanto el inspector Pepe Ramos, asomado al pequeño balcón del quinto piso, vio a Ximena y al Tirao cruzar la calle Paredes Piazuelo hacia el coche, se arrepintió de haber dejado al gitano marcharse por las buenas. Pero no se iba a poner a dar voces a esas horas de la madrugada en su propia calle, con lo que los vecinos ya murmuraban sobre él desde que Mercedes y las niñas habían hecho las maletas. Además, tantos de los implicados en aquel asunto habían desaparecido en pocos días que uno más no le iba a importar a nadie. Y menos a Ramos. Y, aún menos, a O’Hara.

El gitano le había traído la cartera de un asesino y dos escritos de una niña, su hija adoptiva, que demostrarían, con la ayuda de un calígrafo, que hay gente que roba niños; que envía después falsas cartas amables a las madres para que éstas crean que siguen estando bien; que hay alguien que pasa años preocupado en asegurarse de que nadie sepa que Rosita y Alma Heredia están muertas. Y todas esas viudas de hijo trabajan cuidando a tus niños raros, O’Hara.

Después de haber escuchado la historia del Tirao, Ramos estaba convencido de que tanto el gitano como la tal Charita eran los que más merecían el derecho a esfumarse. Era jueves, tres y media de la madrugada y, por el barrio de Prosperidad, no muy lejos de donde había vivido O’Hara, grupos de coperos en busca del bar último aún cosechaban restos de noche.

A Ramos le hubiera gustado llorar un rato, no mucho, porque no tenía tiempo para mariconadas, cinco o diez minutos hubieran bastado. Pero ni siquiera había llorado, o eso le contó su padre, cuando la nodriza le había azotado al nacer. Esputó y vomitó, eso sí, pero ni un sollozo ni una lágrima. Tampoco aquella vez que, para demostrarle no recordaba qué chorrada uterina, su ex mujer, Mercedes, le había frotado trozos de cebolla picada en los párpados. Lo que nunca entendió Mercedes, ni entendería ya nunca, es que ésa y muchas otras veces él hubiera deseado llorar. Como una niña mimada. Como una viuda ante testigos. Como un cincuentón en la cola del paro. Como un cachorro abandonado de cualquier especie animal. O, por lo menos, como un hielo expuesto al sol.

Pepe Ramos le había dicho siempre a todos sus amigos, o sea, a Pepe Jara, que él no era un tipo duro. Que lo que ocurría, sencillamente, es que la genética no le había dotado de rostro, de inteligencia y de alma como para parecer otra cosa.

Cuando su mujer y sus hijas le abandonaron seis años atrás, Pepe Ramos sabía que no lo hacían en busca de otro marido u otro padre, sino por alejarse de ese marido y padre, en concreto, que era él. Y después, cuando maquinó que podría aliviar en parte su soledad comprándose un perrito o un gatito, lo caviló mejor hasta llegar a la conclusión de que los animales serían infelices con un hombre tan incapaz de amar y de una fealdad tan manifiesta. Fue entonces cuando, trasteando por internet, descubrió a Mercedes, tocaya de su ex mujer. Se enamoró de sus redondeces. De la capacidad de trabajo que prometía el anuncio. De su cualidad, garantizada, de compañía casi absolutamente silenciosa. Del brillo elegante que refulgía en la fotografía del anuncio, que amplió una y otra vez buscando defectos sin encontrarlos. De su limpieza. Llamó ese mismo día y le aseguraron que tendría a Mercedes en casa en cuarenta y ocho horas, así que pidió aquel martes, despreciando el ni te cases ni te embarques, para asuntos propios. No se puede decir que estuviera nervioso aquella mañana, porque tampoco los dioses le habían dotado de nervios, pero se pasó un par de horas repasando maniáticamente el orden y limpieza de cada mueble y cada objeto decorativo, de la ropa del armario, y de los antiguos botes cosméticos que su mujer y sus hijas no se habían dignado a retirar ni del baño ni de su memoria.

El cartero llegó a las 11:22 de la mañana. Ramos pagó los cuatrocientos noventa y siete euros, incluidos gastos de envío, con una alegría con la que nunca antes había pagado nada. Después de cerrar la puerta al cartero con más prisas y más violencia de las que recomienda la cortesía, llevó a Mercedes hasta el salón con cuidado casi ritual y abrió el envoltorio cuidando no rayar la caja con el abrecartas. Antes de desembalarla, leyó una y otra vez las letras de colores impresas sobre el cartón: Mercedes E-281. Alimentación: 240 V. Potencia: 600 W. Robot de limpieza doméstica. Autonomía: 2 h. Batería de litio. Garantía dos años.

Mercedes es redonda como un platillo volante. Plateada. Con tres velocidades y conversor inteligente de modo parqué a modo alfombra. Cada noche, después de volver de comisaría o de la calle, Pepe Ramos vacía de polvo el depósito y la coloca en tercera velocidad. A veces, cuando quiere su pensamiento más disperso, la pone en la función esquinas y rincones. Y, como aquella noche de noviembre, cuando desea que su pensamiento intente ser concéntrico, programa el modo espiral de la aspiradora. Ramos, antes de encenderla, le habla, aunque no la acaricia por el pudor de no parecer, ni en la intimidad, un enfermo mental. Pero le gustaría hacerlo.

—Vamos, chiquitina, a trabajar.

Y se acoda sobre sus rodillas en el sillón de orejas mirándola vagar por la casa, un vagabundeo con sistema y reglas que ya comprende, que ya no le sorprenden, y con su lucecita verde parpadeante dándole alegría ferial al apartamento. Mercedes deja toda la casa sin polvo ni pelusas sin que Ramos tenga otra cosa que hacer que admirarla.

Eran las cuatro y veintiún minutos de la madrugada de aquella noche de noviembre cuando Ramos, una vez cavilado lo que debía hacer, apretó el botón de apagado del mando a distancia de Mercedes y, no sin cierta pena, la vio dirigirse con precisión de ingeniero de caminos y montes hacia la plataforma alimentadora que tenía enchufada en una esquina del salón. El zumbido de la aspiradora cesó y dejó un silencio existencial flotando en el saloncito. Y la lucecita verde dejó de parpadear su tiovivo festero.

Ramos, con su cara ofidia imperturbable, descolgó el teléfono y marcó el número del juez mientras abría la cartera de Adrián Grande Expósito, de profesión asesino, ante sus grandes y feas narices y explicaba, ocultando algunos datos e inventando otros, cómo la cartera del asesino de Susana Riveira Carbia, alias la Muda, alias Relamía, había llegado hasta él:

—Sí, tiene que ser ahora […]. Claro que hay peligro de fuga, señoría. Jamás le hubiera llamado en caso contrario, y menos a estas horas […]. Gracias, señoría […]. No, el inspector Jara no estaba casado […]. Disculpe, señoría, preferiría no hablar de él y centrarnos en lo que nos ocupa […]. Adrián Grande Expósito. Nacionalidad española. Nacido el 17 de agosto de 1959. Domicilio: C/ Leganitos 109 P 06 F. Lugar de domicilio: Madrid. Número de documento: 33 276 008, letra W […]. No lo sé, señor. Pero a estas horas me va a retrasar el comprobarlo […]. Como usted ordene, señor. ¿La cursará? […]. Gracias, señoría. Pero otra cosa… ¿Sería posible que me autorizara también a mantener un vis a vis inmediato con el Perro Heredia? […] Sí, a las nueve de la mañana. O a las diez. Depende del tiempo que tardemos en la detención de Grande Expósito […]. Estoy seguro de que Heredia no pondrá ningún inconveniente […]. Él nunca aceptaría esas condiciones y usted, señoría, lo sabe […]. Sí, señoría, ya lo sé; ya sé que se me van a echar encima […]. Sí, también sé que se le van a echar encima a su señoría y […]. Sí, gajes del oficio. No sabe cómo se lo agradezco […]. No, señoría. Yo tampoco sé si se tendrá que arrepentir. Yo, por mi parte, estoy seguro de que, pase lo que pase, no me arrepentiré […]. Se lo agradezco. Se lo agradezco de corazón. Y le prometo que lo voy a intentar.

Ramos colgó el teléfono en su alcándara muy despacio y sujetándolo con dos dedos, con el cuidado y la higiene con las que merece ser colgado un juez. Volvió a meter la cartera de Grande Expósito en la bolsa de plástico precintable donde la había guardado cuando se la dio Monge el Tirao y, con el mando a distancia, volvió a poner en funcionamiento la aspiradora. Mercedes no le decepcionó. Trazó círculos concéntricos y vagó por la casa hasta que el teléfono volvió a sonar.

—En veinte minutos estoy allí.

Ocho agentes de los Grupos Especiales de Operaciones participaron en el asalto al 6.º F de la calle Leganitos 109 y en la ulterior detención de Adrián Grande Expósito, quien no opuso resistencia a pesar de estar acompañado de un maromo de ciento noventa y cinco centímetros de estatura con una feroz inclinación a gritar como un personaje femenino de George Cukor: Federico Jiménez Chicote. Quizá influyó en la docilidad de los detenidos el hecho de que los agentes los encontraran desnudos en la misma cama, aunque tan pormenorizados detalles no constan en el atestado.

Tras poner a disposición judicial a Adrián Grande Expósito y Federico Jiménez Chicote, el inspector José Ramos se dirigió al complejo médico farmacéutico de Sanitale, en el parque Alejandro del Río, norte con vistas serranas de Madrid. Aparcó en las inmediaciones y entró en el edificio, sin más problemas, pasando por el torno de seguridad la tarjeta blanca, de banda magnética, que el asesino Adrián Grande Expósito llevaba en su cartera. Dio un par de vueltas por varias de las plantas del complejo y salió, con la misma tarjeta blanca, sin decirle nada a nadie pero con una cara de asco que hubiera llamado la atención de no haber sido exhibida por un hombre tan repugnante.

Después condujo hasta la prisión madrileña de Soto del Real, módulo dos, donde mantuvo una larga conversación con Jesús Heredia Migueli, alias el Perro.

Aunque el audio del vis a vis no fue grabado por orden del juez, en el vídeo mudo se puede observar cómo el inspector Ramos pronuncia un extenso discurso tras el cual Jesús Heredia Migueli rompe a llorar. Después de calmarse y tras un largo silencio, el viejo patriarca del Poblao empieza a recitar palabras lentas que, con meticulosidad, el inspector Ramos va consignando en un pequeño cuaderno de anillas que guardaba en el bolsillo de una gabardina gris, como él, de la que en ningún momento se ha despojado, a pesar de que los técnicos de mantenimiento mantienen esa sala a una temperatura constante de dieciocho grados. Dos novatos que curioseaban los monitores durante la visita aseguraron a otros compañeros de guardia que Heredia Migueli, alias el Perro, recitaba nombres y números de teléfono, pero, al ser novatos, ningún funcionario les prestó excesiva credibilidad, aunque tampoco despectiva indiferencia.

La inmensa instrucción de más de doscientos once mil folios manejada por el juez constata que, minutos después de abandonar el recinto penitenciario de Soto del Real, el inspector José Ramos realizó una llamada de cuarenta y dos minutos a un número de titularidad insondable, ya que se trataba de un prepago, y yo sé, porque me lo han contado, que, tras colgar, el inspector se dirigió en su coche particular a un caserío de Morata de Tajuña donde, a eso de las dos y media o tres, mantuvo una reunión de no más de media hora a la que asistieron entre una veintena de barandas de los poblados gitanos: Marcelo Flórez Tejedor, alias el Destripa, patriarca del poblado de Pitis; Indalecio Nives Arbeloa, alias Belfo, patriarca del asentamiento de la Cañada; Jesús Gómez Heredia, alias el Peseta, patriarca de los alojados de Puente Vallecas; Venancio Trapes Toribio, alias Dientes, alias Can, patriarca del asentamiento multiétnico de Begoña, y José Inda Ramónez, alias el Sicólogo, patriarca del asentamiento caló de Carabanchel sur.

Cuando salió del caserío de Morata, el inspector José Ramos se dirigió en su coche hasta su domicilio y se acostó un rato. Exactamente hasta que la alarma de su teléfono móvil lo despertó a las ocho menos diez de aquella tarde de noviembre. Más o menos una hora antes de que empezara todo.