Hablo con ella para olvidar los espasmos musculares y este vómito hacia dentro que me retuerce las tripas. Hablo demasiado. Y digo la verdad. Como si decirle la verdad a ella ayudara a mis venas a limpiarse de espanto. Le he dicho cosas que jamás le había dicho a nadie. Palabras en romaní que ella, con su cara dulce de haberse criado bajo un techo no estrellado, no comprende. He gritado, he temblado y he luchado contra estas cadenas y estos cueros que me atan a la cama, pero ella no ha querido escucharme.
—Suéltame, niña, por favor. Tengo que salir a buscarla. Tengo que salir a buscarla ya.
Ella se queda mirándome sin responder, limpiándome la cara y el pecho y la boca de babas y de sudor y quizá de sangre. Aunque hace frío, la ventana está abierta. Como cuando me ataban en el loquero de los yonquis. Cuando me contencionaban, como decían los de las batas blancas para que sus labios de rosa plástica no pronunciaran las palabras atar o encadenar. La ventana abierta, siempre, no para librarle a uno de su mal olor, sino para librarse ellos de sus caritas de asco que les afeaban los doctorados y la cuna alta.
Ella no. Ella no pone carita de asco.
—Suéltame, niña, suéltame que me matas. Que me muero aquí, niña, por favor.
Ella no habla. Ella sonríe. Encogida en sí misma. Con pena. Le doy pena yo, tan grande. Como si a un jilguero enjaulado le diera pena la montaña.
Ella está asustada. A veces, cuando grito en silencio para que los vecinos no llamen a la pestañí, ella se levanta de la silla y se aleja un paso, mirándome y con su paño húmedo apretado en el puño, como si en cualquier momento la niña pudiera convertir el paño húmedo en puñal para defenderse. Defenderse de mí. Yo, entonces, para no asustarla más, aguanto este dolor de zorro que te come, desde dentro, las entrañas, despacio, mordisqueando primero el estómago, un poco, sin llegar a matarte; el esófago, los intestinos, los hígados, los riñones; pequeños mordiscos repartidos y profundos y, al final, el corazón.
—Por tus muertos, niña, que yo nunca te haría daño. Nunca, niña. Nunca te lo haría. Daño.
Ella es una niña. Todavía es una niña aunque ya es una mujer. Si yo pudiera ser abrazado, quisiera que me abrazara ella. Si yo pudiera ser besado, quisiera que fuera ella quien me besara. Gitano, gitano. ¿Por qué te has muerto tan joven y sin embargo no te han muerto? Por sus besos, gitano. Por eso le has contado, le he contado a ella lo de la Charita, lo de nuestra niña perdida, como la niña Alma de tantas muertes. Le he hablado de la Muda y ella se ha parecido, se le ha parecido un poco, un momento nada más, sin cambiarse de piel pero sí un poco de alma, como si regresara a mí, a la Muda. Y entonces le conté, en agradecimiento, cómo había muerto la Muda, cómo había muerto robando a los que merecen ser robados, a los que no habría que robar sólo la cartera sino también los ojos y los dientes y las uñas. Arrancándoselos lentamente como a mí me arranca ahora este zorro las entrañas.
—Ponme otra dosis, niña, por Dios, y déjame salir; ya te he dicho que tengo que salir; que, si no salgo yo de aquí y encuentro lo que tengo que encontrar, ya nunca habrá justicia. Ya nunca volverán ni la Rosita ni niña Alma. Por los muertos que tú tengas, mi niña. Hazlo por los muertos que tú tengas y por los que vayas a tener.
Detrás de la ventana ya se cae la tarde, temprano, como manda el invierno.
—La niña de mis ojos perderá la cartera y nunca más veré la cara de ese payo. ¿No lo entiendes?
Ella no lo entiende. Por eso se calla. Por eso no habla desde que se marchó la monja, la monja del demonio, la que se lleva a los niños de la mano nunca se sabe para qué ni adónde. Niña, le pido con todas mis fuerzas a O Beng y a Deviesa y al demonio y al dios que tengas tú que me deje escuchar tu voz.
Y entonces ocurre el prodigio.
Suena el teléfono.
Lo buscas.
No lo encuentras.
Lo encuentras.
Tu voz, casi un susurro, como si me la negaras.
—¿Sí?
…
—Soy yo.
Escuchas largo rato, niña, dándome la espalda y con el cuenco de una mano tapando tu boca para que yo no oiga tu voz. ¿Por qué no quieres que oiga tu voz?
—¿Cómo fue? —preguntas casi con silencio.
Y escucho otro largo tiempo de nada mientras tus hombros se encogen, y tú toda te encoges, como si te hubieran dicho algo que te vuelve, otra vez, más niña.
—En casa. Estoy en casa.
…
—No, Ramos. No te preocupes. No quiero ir a verle.
…
—No te preocupes, Ramos. Estaré bien. Estaré bien. Ramos, sólo una cosa. ¿Te puedo hacer una pregunta?
…
—¿Tenía los ojos cerrados?
…
—Me alegro por ti. —Parece que sonríes.
…
—No, no, perdona. No significa nada. Es una chorrada que siempre decía él.
…
—Gracias, Ramos.
…
—No, como quieras; no sé si iré. No lo sé. Lo siento. Déjame ahora.
…
—No, yo no lo sabía, Ramos. Nunca me dijo te quiero. Pero gracias por intentarlo, amigo. Aunque sea mentira.
Ella deja caer el brazo con el móvil en la mano, sin volverse hacia mí. Sólo se escucha, a ráfagas traídas por el viento, el griterío atardecido de los muchachos del Poblao, que juegan a lanzarle piedras a los gatos y a las ratas como otros niños, en pueblos quizá no muy lejanos, hacen surf o golpean pelotas de tenis en canchas acolchadas por, si se caen, no se costren.
Y entonces, sí, entonces sucede el prodigio. Ella desaparece por la puerta. Con las ataduras, apenas puedo levantar el cuello para ver que ya no está. Y enseguida vuelve. Vuelve con la jeringuilla en la mano. Con la dosis de metadona que va a apaciguar al zorro.
—No le des nada hasta que yo vuelva —había dicho la monja cómplice, la que se lleva a los niños de la mano, antes de marcharse con su pata coja—. Por muy malo que se ponga. Por mucho que te grite. Tiene que aguantar.
—No te preocupes.
—Es fuerte. Aguantará.
—¿Te ayudo a bajar?
—No, yo también soy fuerte. Si oyes un grito, baja.
—Eres una vieja bruja.
Ella se acerca a mí con la jeringuilla. Ya no me tiene miedo. Lo veo en sus ojos. Ya ha perdido todos los miedos. Ha dejado de ser una niña.
—¿Qué te ha pasado? —le pregunto por encima del grito del zorro.
—¿Quieres que te dé una dosis?
—Quiero que me sueltes. Tengo que irme.
—¿Adónde tienes que irte?
—A buscar a una mujer que tiene algo que es mío.
—Antes dijiste que es algo que tiene que ver con la niña Alma.
—Es algo que también es de la niña Alma. Y de Rosita.
—¿Tu hija?
—Mi hija.
Ella me pincha en el brazo después de mirarme a los ojos durante mucho rato. Yo aguanto las mordeduras en el hígado para no meterle miedo. Mis ojos muertos como dos cristales. Paz.
—Te desato si me llevas contigo —dices.
—Sí. —Me gustaría decir más cosas, pero es lo único que puedo decir, por culpa de la paz.
—¿Puedes levantarte?
—¿Estoy desnudo? —pregunto.
—Sí —dices—. Sole ha lavado tu ropa. ¿Crees que puedes levantarte y vestirte?
—¿Estoy limpio? —pregunto.
—No —dices.
…
—No puedes ni hablar —dices.
—¿Qué ha pasado? —pregunto—. ¿Quién te ha llamado?
—Nadie —dices.
—¿Venir conmigo? —pregunto.
—Sí, voy contigo. Es el trato —dices.
—Sí, es el trato.
¿Sabes? Por ti estoy recordando aquellos tiempos, cuando la Charita me pedía que me moviera en pleno cuelgue, que me levantara a buscar más, cuando ella tenía la regla y no podía irse de puta. También era el trato. Mover la paz dentro de ti es más difícil que cerrarle la boca hambrienta al zorro que te muerde dentro. Levantarse es como tocar las cuerdas de una guitarra rota.
A los pies de los caballos
de los sargentos feroces
ni lloraremos vasallos
ni sentiremos las coces.
Ella me sostiene la espalda. Las paredes de la habitación están pintadas con niebla o se están lloviendo. La bombilla del techo zumba se mueve torpe y es opaca como una mariposa nocturna muerta ayer. Paz. Puta paz. Termina, paz. Puta metadona. Termina, metadona. La piel de ella también está llovida de niebla. Blanca.
—No te caigas —dices.
—No.
Cuando me busque entre tumbas
mi gitana de Poniente,
yo le cantaré por rumbas
menos muerto que valiente.
Ya ni las paredes ni su piel, tu piel, son más de niebla. Ni mi piel es más de tierra. Por un rato. Por este rato.
—¿Dónde puedo lavarme?
Me pongo en pie.
—Sal al pasillo. La puerta está abierta.
—No me mires.
Tengo miedo a que la puerta de la habitación no esté donde aparece. Pero está. La atravieso sin apoyarme, cruzando una coliflor negra de bruma que me quiere cerrar el paso con su boca abierta. Aunque quisiera, no podría caerme: Muda, Charita, Rosita, Alma…
—¿Te ayudo? —preguntas.
—No —digo.
Agua fría. Me quemo. Grito. Jabón. Despacio. Paz no. Pero despacio.
—¿Te has caído?
—Sí, pero no importa.
—Deja que te ayude a secarte. Anda, levanta. Te has hecho daño.
—Tenemos que ir, niña.
—Si tú puedes, yo puedo.
—No me mires, por favor. Déjame a mí la toalla. Y tráeme la ropa. ¿Qué hora es?
—Las seis menos diez.
—Creí que era más tarde. Está oscuro.
—La casa —dices como si yo estuviera loco—. Pega al Este.
—Entonces hay tiempo.
—¿Dónde vamos?
—Al vertido.
—¿Al vertido?
Ella me baja las escaleras cogiéndome del brazo, a veces de la cintura. No le importa que la vean conmigo. Me dice que ha cogido tres dosis por si acaso. No inyectable. En ampollas. Le digo que no hace falta. Me dice que si estoy bien. La ardilla abrigando al roble. Los cerros de mierda del vertido, a contra sol, huelen peor que a contra luna.
—¿Qué buscamos? —pregunta.
—A una mujer que vive aquí —digo.
—Aquí no vive nadie, Tirao. No sé cómo te llamas. Sé que eres Monge.
—Tirao.
—Aquí no vive nadie.
—Aquí vive la niña de mis ojos.
Ella se ríe. Una risa triste, pesada, desencantada, difunta.
—Es una mujer.
Ella me escucha mientras le explico cómo la niña de mis ojos me salvó la vida la noche en que mataron a la Muda. Cómo ella se quedó con el cocodrilo que la Muda le birló al asesino enano. La niña de mis ojos lleva en su bolso la foto y los apellidos de ese asesino enano. Estoy a punto de convertirme en el primer tano que le devuelve una cartera robada a la policía. Vaya mierda de currículum.
—Esa mujer ¿sabe quiénes son?
—No está aquí. ¿Tú ves a alguien?
Mi mirada se clava, pero mi vista se pierde. Demasiados colores. La basura tiene demasiados colores, más que el arcoiris. Más que los cuadernos colegiales de los vejigos. Que los jardines botánicos. Que la moda primavera de El Corte Inglés. Que los arlequines carnavaleros. Que los cuadros modernísimos. La basura reúne dentro de sí todos los colores del universo conocido.
—¿Qué te pasa?
—Es la metadona. Pero intento pensar.
Pienso. La niña de mis ojos no está aquí. La cartera del asesino enano estaba llena de billetes de cien, de doscientos y de quinientos. Los asesinos siempre llevan mucho dinero encima, por si acaso. La niña de mis ojos es generosa.
—La niña de mis ojos tiene un hijo —digo.
—¿Qué dices? —preguntas.
—Vamos.
—¿Adónde?
—A tu coche. Tenemos que buscar a Ramono el Barquero.
—¿Quién es ése?
—El hijo de la niña de mis ojos. Ella le ha llevado cuartos.
—Pues vamos.
Te hago dar vueltas Cañada arriba Cañada abajo. El barrio no ha cambiado; es como el Poblao en plan inmenso y con más ladrillo, pero la niebla de la cabeza me enfanga el pensamiento y no recuerdo dónde vive el Barca, el cabrón del Barca.
—¿Has venido alguna vez a casa de ese hombre?
—Una vez que ella se rompió una pierna y había que cuidarla.
El cabrón del Barca, Ramono el Barquero, no quiso a su madre en casa. Hasta que le largué mil pavos por tenerla un mes a pan y vino, que no le diste más, hijo de puta, que pan y vino. Pero eso no te lo cuento yo a ti, niña. Esas cosas no se le cuentan a las niñas.
—¿Estás bien?
—Veo las cosas borrosas.
—Llevo sucio el parabrisas.
—No digas gilipolleces. Espera. Para aquí.
Él me dice que pare. Que pise el freno. Atisbo su silueta hecha con dos montañas, una vertical y otra horizontal. Su gran nariz perfileña me tapa el reflejo del retrovisor derecho. El Tirao es un grandor que tiembla. Tiembla de pasado y de mono.
—¿Es ésa la casa? —pregunto.
…
—¿Por eso me has hecho parar? —pregunto.
—Sí. Te he dicho que te pares aquí —dice, sin fuerzas.
—¿Aquí? ¿Justo aquí? —pregunto.
—De verdad que lo siento —dice—. Pero es aquí.
Él mira hacia todo lo que a mí me da miedo. Fijamente. Con su nariz robusta de gitano grande. Corrillos de yonquis nos sonríen sin dientes y se acercan al coche lento ofreciendo mercancía. Ventanas oscuras y débilmente enrejadas de chabolas no encaladas desde hace cien años. Hogueras con neumáticos y cartones que no alumbran a nadie. Algunos viejos que caminan y amenazan con ser sólo nuestra sombra. Parece que las ruedas del coche se van a hundir en estos charcos sin luna.
—¿Me esperas o bajas conmigo?
—Voy contigo —le grito, nerviosa, antes de que haya terminado la frase—. ¿Crees que el coche se queda seguro aquí?
—No vamos a tardar nada.
El Tirao se acerca a una puerta tan débil que cruje cuando llama con el puño. Por una rendija se asoman una nariz, una verruga y un trozo de ojo venado.
—¿Qué pasa? —pregunta desamablemente.
—Ando buscando al Ramono.
—El Ramono no está.
—Eso lo dices tú.
—¿Para qué lo quieres tú al Ramono, gitano?
—Para hablar de su madre.
La verruga y el trozo de ojo se tuercen con desagrado. Parece mentira que algo tan feo pueda expresar desagrado por nada.
—Ésa andará por el vertido del Poblao.
—Ya hemos estado allí.
Desde el interior de la casa llega un cóctel de estridores procedentes de una televisión y de un equipo de música compitiendo por ver cuál de los dos mete más ruido. La verruga gira noventa grados y manda una voz hacia dentro.
—Es el grande de los Monge, el Tirao. Pidiendo razón de tu madre.
La puerta se abre completamente. A nuestras espaldas, sombras de niños se agachan a buscar sombras por los bajos de mi coche. Al otro lado de la ancha avenida de tierra sembrada de baches, perfiles de hombres flacos y encorvados se dibujan contra los afiches que adornan el muro de cemento, carcelario, que separa la Cañada de la autopista y la civilización.
—¿Qué dices que te trae, Tirao?
El propietario de la voz susurrante viste camisa blanca abierta, calzoncillos amarillos y cara de no esperar visitas. Los pelos de sus piernas y su pecho son canosos y rizados, pero su cabellera es negra y aceitada como la de los flamencos que cantan en tablaos para turistas. Tiene un ojo morado y casi ningún diente. Detrás de él, una televisión de plasma encendida con vídeos musicales y los hombros de un adolescente balanceándose obsesivamente entre dos bafles metálicos. En las paredes sucias, postales de santos, de putas calendarias de Pirelli y de grupos de rock.
—¿Qué dices que te trae, Tirao?
—Estoy buscando a tu madre.
—Haberla buscado por tu barrio. Por aquí no viene.
—Vino por aquí. Traía un dinero. No tengo tiempo, así que, si no quieres que te mate a hostias ya mismo, dime dónde anda.
No hace calor, pero las gotas de sudor le gotean al Tirao desde la punta de la nariz, detrás de las orejas y bajo la barbilla. Los músculos de su cara, por momentos, se tensan en un espasmo. El Ramono se da cuenta de inmediato de que tiene cara de matarlo a hostias ya mismo. De que no fanfarronea.
—¿Qué quería tu madre?
—Quería lavarse, Tirao; eso son cosas íntimas.
La verruga, la nariz y el medio ojo reaparecen desde atrás trayendo también todo el resto de su cara y muchas voces.
—Cincocientos euros —brama—. Traía la vieja un fajo así y a su hijo sólo le apaña cincocientos euros.
—¿Cómo que a lavarse?
—A lavarse, Tirao, a ponerse guapa. Como te digo. Y con un taxi en la puerta. Para ella sola.
—¿Cómo que a ponerse guapa?
—Te lo juro, Tirao —intervino el Ramono—. Me dio quinientos pavos por dejarla que se lavara y se vistiera aquí con ropa limpia que traía en bolsas. Hasta se lavó el pelo con jabón.
—¿Dónde llevaba los billetes?
—En una cartera de hombre. A saber de ande la sacaría. De algún muerto. Porque, ésa, ésa ya no está pa’ los oficios.
—Calla, mujer.
El gitano se vuelve y lo sigo hasta mi coche. Un corro de gitanillos sopesa si acercarse a pedirnos algo, pero la cara desencajada del Tirao y su raza los disuade. Arranco.
—¿Hacia dónde?
—Vuelve a Valdeternero. Allí ya te digo yo.
—¿Te encuentras bien?
—Aguanto.
El zorro vuelve a morder. A desenredar mis venas a tirones ahí dentro. El mono es un animal salvaje que te has comido vivo y que no puedes cagar. Los que nunca os habéis puesto no os enteráis de nada. Mientras ella conduce, pienso en la niña de mis ojos, en los viejos tiempos de la niña de mis ojos, cuando el viejo guitarreaba en las tabernas y ella era una especie de cupletista flamenca, entre cantante y entretenida, que distraía mesas con hombres mayores de labios afilados por purazos Montecristo colgados de la sonrisa. Me acuerdo de aquellos puros y aquellos hombres. Ella y el viejo nunca actuaron juntos, pero respetaban sus respectivos fracasos, que eran fracasos de ley.
—El grande de los Monge —dijo ella—. ¿Te conocían?
—Sí. No hace falta que me des conversación. Ya voy hablando conmigo mismo. De yonqui aprendí que es lo mejor para el dolor de vena. Salte en la siguiente.
Cuando los años y el anís fueron gastando a la niña de mis ojos, sus vestidos de colores se fueron destiñiendo, y ya le cerraban la puerta en las tabernas donde sonreían hombres fumando Montecristos. Fue entonces cuando empezó a confundir palabra y pensamiento.
—¿Y de qué te hablas?
—De la niña de mis ojos. Ella cree que lo que dice en voz alta lo está pensando y que lo que pasa por su cabeza lo escuchan los demás.
—Monge, se te está poniendo muy mala cara. ¿Quieres una ampolla?
—Tuerce por aquí. Llámame Tirao. Dámela.
—No me gusta ese nombre.
—Pues te jodes.
—Yo me llamo Ximena. Se escribe con equis, pero se pronuncia normal. Sole me dijo que tú te llamas Monge con ge. Los dos tenemos un nombre que se escribe un poco gilipollas, ¿no te parece?
No dice nada. Sigue mirando al frente. Como si yo no existiera o como si fuese un taxista coñazo. A tientas, saco del bolso una de las ampollas de metadona y se la doy. Veo de reojo que la abre y bebe un mínimo golpe líquido.
—¿Llevas dinero? —pregunta.
—No sé cuánto. Mira en el bolso.
—La primera a la derecha y luego tuerce por Riego de Flores hasta la parada de taxis.
Hurga en mi bolso y cuenta billetes mientras yo conduzco.
—Te debo cien pavos —dice—. Lo siento. Estoy pelao.
—No te preocupes. Yo voy sobrada. ¿Qué vas a hacer? ¿Coger un taxi con mi dinero y dejarme tirada?
—No. —Escupe antes de dejar el resto de metadona en la guantera. Las manos le tiemblan. Se limpia el sudor de la cara con la gamuza de desempañar cristales.
—¿Estás mejor? —pregunto.
—Aguanto —dice.
Dejo el coche en doble fila a pocos metros de la parada de Riego de Flores, donde dormitan siete u ocho taxis. Alguna vez he venido hasta aquí. Es la parada de taxis más cercana a Valdeternero. Tres kilómetros de calles cada vez más iluminadas, cada vez más concurridas, cada vez más desagitanadas. Mujeres refajonas salen de las tiendas de chinos con ropas fluorescentes metidas en bolsas plásticas vulgares. A todos los bares de la calle se les ha fanado alguna letra del luminoso. Los coches aparcados aún tienen la M antes del número de matrícula. La boca de metro de la acera de enfrente inspira y expira vaharadas de sudor. Aquí todavía existen zapaterías que sólo reparan. Modistas que cosen guatas y vuelven los viejos abrigos del revés. Extrañas tiendas de decomisos con antediluvianas radios de onda corta en los escaparates.
Monge se baja del coche y yo le sigo. Parece que está mejor. No camina con la majestad de antes, pero ya no se encorva ni se tambalea. Tiene el pelo tan pegado al sudor del cráneo que parece que se ha pasado con la gomina. Se acerca a tres taxistas que comparten, a voces, furibundias políticas antes vomitadas por emisoras ultra.
—Disculpen, caballeros. —Las estaturas física y vocal de Monge acallan a los sublevados—. Hoy alquiló un taxi una mujer mayor, seguramente pagando mucho dinero. Una mujer rara y sucia, a la que uno de ustedes esperó delante de una casa en la Cañada.
Los tres legionarios observan en silencio al gitano, pero ninguno va a mostrar la debilidad ante los otros dos de dirigirse a un calé de tú a tú. Monge saca mis dos billetes de cincuenta euros.
—Sólo quiero saber dónde la llevaron después. Es mi madre y no está bien de la cabeza.
…
—No me importa cuánto dinero les haya dado. Y estoy dispuesto a pagar si me dicen dónde la llevaron. Sólo eso.
—La llevé yo, gitano. ¿Seguro que es tu madre?
—Seguro, caballero.
Los tres sublevados disimulan una sonrisa victoriosa y, para que se vea mejor la sonrisa de su disimulo, los tres se llevan una mano a la boca como si la quisieran encubrir.
—Sí, la llevé a la Cañada. Me cogió aquí. Llevaba bolsas. Y hablaba raro, como si hablara sola. Disculpando, ¿está bien, su madre, de…? —No se atreve a continuar: tampoco hay que pasarse con un gitano tan grande, no sea el demonio—. La esperé y salió lavada y vestida de otra manera.
—¿Y después?
Ante el silencio del requeté, Monge le tiende cincuenta euros.
—Dijo que quería ir de compras. Ir a la peluquería. Ser una gran señora. Pero no me lo decía a mí. A mí ni me miraba. Lo decía en voz alta como si estuviera sola.
—¿Y adónde la llevó usted?
—A Serrano. A la peluquería Caracolas. Le dije: si quiere ir usted peinada como una señora, la peluquería Caracolas. Allí va la baronesa Thyssen y de allí llaman a la gobernanta para la Zarzuela, no sé si para la Letizia esa o para la mismísima doña Sofía, le dije. Me había pagado bien la carrera y la espera, así que allí la dejé gratis.
—Gracias. Vamos —me dice Monge y se vuelve hacia el coche.
—Eh, gitano —vocea el botón de ancla.
A Monge no le ha gustado el tono de voz. Se encara a los taxistas. Ojos feroces. Los hombros adelantados.
—Qué.
—Nada —se encongen los bravucones.
Ya en el coche, le digo a Monge.
—Yo conozco la peluquería Caracolas. Allí va mi madre.
—Qué bien —dice el gitano mientras bebe otro trago de la ampolla de metadona.
En la peluquería digo que soy hija de mi madre. Monge se queda en el coche. Me dicen que esa mujer tan excéntrica pero tan señora se peinó y les preguntó (bueno, no lo preguntó, lo habló en voz alta) por la tienda donde las grandes señoras se visten para el teatro y para ir a ver a los reyes y a las reinas.
—Así me lo preguntó, hija, que qué se pone una para ver a los reyes y a las reinas. ¡Qué graciosa que es! Los reyes y las reinas, que no me extrañaría que conociera a más de uno ni de dos, y menos ahora, con las referencias que me estás dando. Pues súper excéntrica, y traía ropa barata, pero se le notaba el dinero en la forma de hablar, sin abrir casi la boca y como si yo no estuviera delante. En eso me recordaba a la señora baronesa, que también dice lo que piensa como si no estuvieras tú delante. Encantadora, vuestra amiga. Y de joven debió de ser súper, súper guapa. Súper guapísima, o sea. Pues, claro, le dije que se fuera a Smarkandra, la de aquí al lado, ¿caes?, que allí visten súper bien a las señoras de cierta edad; bueno, lo de cierta edad no se lo dije, pero lo pensé, no lo voy a pensar; ya sabes tú, hija, que no hay que decir todo lo que se piensa, pero no es lo mismo que vayamos tú y yo, que no vamos allí, pero yo, a las señoras de esa edad, siempre les digo: «La mejor ropa de Madrid, austera y elegante pero atrevida, la mejor tienda de todo Madrid». Oye, y…, una cosa: ¿quién es? ¿Es extranjera? Porque así de mal sólo visten las alemanas que, cuando se quieren poner de trapillo, se ponen de trapillo, por mucho abolengo que traigan detrás. De baratillo. Aquí vienen muchas. Hasta con cosas de Zara y así. Pantalones cortos, te digo. Y camisetas. Hija. ¡Por Serrano en camiseta! ¿Oyes, y qué tal tu madre? Hace por lo menos seis o siete días que no viene por aquí.
En Smarkandra, más de lo mismo. La jefa de tienda se llama Enriqueta, pero la puedo llamar Queta:
—Así que tú eres la niña de los Jarque. Sí, sí, claro que me doy cuenta; cómo no me voy a dar cuenta. A tu padre, no; sólo de los periódicos y de cuando estuvo de medio ministro o algo así; con Aznar fue, ¿no? Pero a tu madre sí que la conozco de vista, aunque no te creas, no, que ella no nos tiene a nosotras preferencia, que yo siempre le digo a Marta, ¿verdad, Marta, que te lo digo? ¿Ves? Pues le digo: «Mira esta señora qué planta tiene». Cómo le gustaría a Richie vestirla. «Que aquí siempre será bienvenida», le dices de mi parte, de parte de Queta, la de Smarkandra; verás cómo cae, porque muchas de sus amigas sí se visten aquí. ¿Y esa señora de la que me hablas es algo vuestro? Ajá, ajá, entiendo, entiendo. Abuela y sin saberlo. ¿Sietemesino? Uy, dile de mi parte que no se preocupe, que ahora no es como antes, que los sietemesinos, bien cuidados y bien alimentados, salen como los hijos de cualquier otro cristiano. ¿Niño o niña? ¡Ay, qué lindo! Pues sí. Yo misma la atendí. Porque, perdona que te lo diga, pero vuestra amiga es una clienta muy, muy difícil. Y exigente. Muy, muy exigente. Y, claro, tiene esa forma de hablar entre dientes, oye, y que no la estoy criticando, ¿eh?, bueno sería, estaría bueno, pero es que le hablas y no te hace ni caso, oye, y tú estás buscando lo mejor para ella […]. Exactamente. Lo que tú dices. Que a veces hay gente que se lo toma como mala educación pero nosotras no. Hay que tener comprensión. Si estás toda la vida rodeada de servicio, hija, ¿eso no se interioriza, como dice mi psicóloga? Se in-te-rio-ri-za. Y ella decía: «Yo me voy a la ópera». Y no me lo decía a mí; pero me lo decía a mí; eso una tiene que captarlo porque nos dedicamos a eso, a la atención al cliente, y no a cualquier cliente, sino a clientes muy, muy particulares. Y ella decía «Me voy a la ópera» una y otra vez, como recordándome que no había mucho tiempo y que tenía que vestirla para la ocasión, bla, bla, bla, bla.
Llego al coche y Monge abre los ojos.
—Espera un poco más —le digo—. Tengo que encontrar un periódico como sea.
—¿Qué dices?
—Creo que ya sé dónde puede estar. En la ópera. Sólo hablaba de la ópera, de vestirse para ir a la ópera. Me lo dijo la mismísima Queta. ¿Es capaz? —le pregunto.
—¿Capaz de qué?
—La niña de mis ojos ¿es capaz de querer ir a la ópera?
—Sal corriendo a por ese periódico. ¿Dónde cojones ponen hoy ópera? —El gitano sonríe con las pocas fuerzas que le quedan.
Entro en el Mogador. Entro en el Mogador no porque me guste, o porque quiera arriesgarme a un encuentro con mi madre, asidua a una de las cafeterías más más de Madrid. Entro en el Mogador, aunque tengo que caminar hasta allí más de quinientos metros, porque los quioscos ya no están abiertos y el Mogador tiene el mejor revistero de Madrid. Lo sé porque he acompañado a mamá mil veces y, mientras ella habla conmigo como si hablara sola, yo leo lo que quiera, porque ninguna señora o caballero de alta alcurnia van al Mogador a leer nada, estaría bueno, y el revistero está a mi entera disposición siempre. Pido un café de seis euros, camino alumbrada por las lámparas de araña copiadas de los techos de Guerra y paz y, en el revistero, robo la Gaceta de la Ópera después de comprobar que es de este mes.
Cuando llego al coche, voy sudando por la carrera. El gitano me observa con desconfianza. Más cuando enciendo la luz de techo del coche y me pongo a pasar páginas como posesa. O’Hara lo hubiera hecho así. Él siempre hacía las cosas así. Esperando que la suerte le tuviera simpatía por el simple hecho de ser un desastre.
—¿Es posible que la niña de mis ojos haya pensado en ir a la ópera?
—Si lo ha dicho, es verdad —contesta serio—. Si lo hubiera pensado, psch.
—Es posible. Manda huevos.
Recordé los viejos tiempos de la niña de mis ojos, hace veinte o veinticinco años, cuando yo era un chaval y ella alternaba en los garitos flamencos haciendo reír con sus gracias a señoras y a hombres maduros de puro en boca. Recordé que ella siempre decía que había hecho pinitos en la ópera. Pinitos, decía.
Ella me señala una página de la revista. Un anuncio:
el rincón de la ópera.
De martes a sábado.
Última semana en cartel.
Reyes y reinas,
De Humberto Squilacci.
Rey: Fabrizio Leonardo (tenor).
Reina: Morgana Sacci (soprano).
—¿Eso es cerca de aquí?
—La peluquera me contó que la niña de mis ojos le pidió un peinado de los que se llevan para ver a los reyes y a las reinas. La modista, que quería vestirse para la ópera. El Rincón de la Ópera está aquí al lado. ¡O’Hara, O’Hara, O’Hara!
Ella grita como una niña que está jugando. Pero que está jugando a un juego triste y con un muñeco muerto. Una niña que sólo tiene juguetes para tiempos prohibidos, como la niña Alma, como Rosita.
—¿Quién es ese O’Hara? ¿Qué me estás diciendo?
—Nada, nada. Cosas mías. O’Hara es mi novio. Policía. Lo han matado hoy. Los mismos que mataron a la Muda. Me lo ha dicho él. Los mismos que se llevaron a la niña Alma y a tu hija. ¿Tú crees que hablan los muertos? Yo sí lo creo. Vamos. Por favor. Está allí. Seguro.
Le acaricio el pelo y la puta niña se me echa en los brazos, llorando. La arropo fuerte con la incomodidad de los abrazos que no se dan en los asientos traseros. Siento su olor, más acá de su perfume, antes de que se desabrace, se seque los ojos con la manga del jersey y me diga:
—Soy una tonta. Perdona. Aún estoy en la nube.
—¿Quién coño estás diciendo que es tu novio? Perdona que te hable así… Joder.
—Te entiendo, te entiendo.
—Por favor, deja de llorar. Me acabas de curar el mono de repente. Tú eres la puta novia de un madero. —Escupo; se me vuelve.
—Vale, puto gitano de mierda. Puto colgado. Soy la puta novia de un madero. Soy la puta novia de un madero muerto. Le han disparado esta tarde. Por la espalda. Se llamaba O’Hara y era un tío cojonudo…, no…, era un hijo de la gran puta…, no…, era…
—No llores. Vamos a buscar a la niña de mis ojos.
Arranco. Como soy una tonta, me sorbo los mocos y enciendo los limpias, pero sigo sin ver nada. No, niña boba, no está lloviendo. Me seco las lágrimas, apago los limpias y meto primera. Salgo a la calzada sin mirar y olvidando que existen los intermitentes, y se arma una feria de gritos y cláxones impropios de barrio tan distinguido.
—¿Quieres que conduzca yo? —pregunto.
—No, ya no estoy llorando —dice.
Me importa un carajo el dolor. Las piernas me pesan. Los pies no me caben en los zapatos. Ni los dedos en las manos. Ni los ojos en la cara.
—¿Es verdad lo que me has dicho o sólo eres una pijotera a la que se le está yendo la olla? —pregunto.
—Las dos cosas —dice.
—Vale.
—Eres muy gracioso, Monge.
—Llámame Tirao.
—No me da la gana.
—Cada uno tiene el nombre que se merece.
—Pues yo soy la puta novia de un madero. ¿Qué nombre se merece la puta novia de un madero?
—El peor.
—¿Y cuál es el peor nombre?
—Ya se me ocurrirá —digo; te digo.
El Tirao no me cree. No sabe quién soy yo. No sabe quién era O’Hara. Ni quiénes son Ramos y el loro. Piensa que estoy loca, pero no tiene ni un pavo y necesita taxista. Meto el coche sin preguntar en el aparcamiento de Sánchez Bravo.
—No te preocupes, pago yo.
—Yo fui el que te robó la cámara. ¿Se la enseñaste a tu novio madero?
—Estaba conmigo cuando volvimos a casa. Ya sabía que eras tú. Se lo dije a Sole. Lo supe en cuanto te encontré anoche medio muerto en mi cama.
—Joder —digo, evitando mirar ni al frente ni a mi izquierda ni a ningún lado.
Dejamos el coche en el aparcamiento de Sánchez Bravo y salimos por pasillos oscuros, escaleras de orín y techos parpadeantes de fluorescentes rotos, pero nadie nos dispara por la espalda. Sólo a O’Hara se le ocurre dejarse matar en un aparcamiento subterráneo a la hora del café. Siempre ha tenido problemas para elegir el cuándo y dónde decir o hacer las cosas más importantes. Lo mismo que le pasó a Oppenheimer, supongo.
Fabrizio Leonardo, presunto tenor, y Morgana Sacci, presunta soprano, aún desgañitaban las humedades bajoventrales de la monarquía europea de entreguerras cuando llegamos a la puerta del Rincón de la Ópera, llamado justamente rincón por lo recoleto pero un tanto presuntuosamente apellidado ópera, ya que allí, desde su apertura en los años cincuenta, no se ha representado otra cosa que algún ensayo de principiantes y un par de cientos de vodeviles casposos con viejo señor e irrespetable señorita. Eso es lo que dice siempre mamá. Viéndolo en persona, o sea, resumido en su portero de traje y gorra rojos con polvorientos botones dorados por todas partes, no se entiende que aún no haya sido clausurado para siempre. A no ser que el óxido de las bisagras impida cerrar las puertas.
—Disculpe, señor. ¿Queda mucho?
—Es que no he pasado a platea y no sé si hoy lo están cantando rápido o despacio, señorita. ¿Es que acaso espera a alguien?
Acaso.
—A mi bisabuela.
—Señorita, señorita, será su madre o será su abuela, que se está usted quitando años.
—¿Si no me los quito yo, quién me los va a quitar?
—Lleva usted más razón que un santo. Un santo que lleve razón, porque yo soy creyente pero no dogmático.
—Si el diablo acierta una vez, no hay que negárselo.
—Qué buena conversación tiene usted, señorita. Se le nota lo estudiado.
—Mejorando lo presente.
—No diga usted nunca eso, señorita. Que con usted lo presente es inmejorable.
—Es usted un galán.
—Y usted le está tomando el pelo a un viejo, pero no me importa. El viejo se cobra su burla y los intereses en el solo placer de mirarla.
No sé qué decirle. Tardo un montón de tiempo en decir lo que no sé qué decir. ¿Qué hará este viejo cuando se quite su estúpido uniforme rojo de terciopelo? ¿Cuando desabotone los botones dorados de ancla? ¿Cuando se descubra de gorra? ¿Leerá a James Joyce o rebobinará una y otra vez películas pornográficas?
—No se burle de mi uniforme. Y no piense eso… —respondo al pensamiento de la niña.
—No lo pensaré, si usted me lo pide —dice.
—Se lo pido.
Sonrío. Sólo a medias. Vale, O’Hara. Ahora que te han matado, me estás echando encima a todos tus personajes con alma de búho. Esa gente extraña que me presentabas. Todos los porteros de discotecas, cines, teatros, prostíbulos. Te llorarán todos en cuanto se enteren. Y consigues que todos te hagan frases interminables para impresionar a tus amantes, para impresionarme a mí, otra tonta, una gilipollas más manchando sábanas: «El viejo se cobra su burla y los intereses en el solo placer de mirarla». Ya te vale, O’Hara. Ni después de muerto. Ni después de muerto dejas de reírte de todos y de mí. Y yo, como una gilipollas, manchando aquí de lágrimas de coño tu puto sudario.
—Me han dicho que saldrán más o menos en veinte minutos. Dependiendo de que la soprano cante su agonía más o menos rápido o despacio. ¿Qué tal estás?
—Aguanto —digo—. Pero que la cante rápido.
Joder, es tan pequeña. Es una niña. Es una niña de la que se compadecería hasta un gato perdido. Abrazándose a sí misma por encima del jersey mientras la gente viene y va sin prestar mucha atención a lo que pasa en las aceras. Los que son o hemos sido delincuentes nos fijamos más, por la cuenta que nos tiene, de lo que pasa en las aceras, y eso nos da, creo yo, una humanidad más grande.
—¿Tienes frío? —pregunto.
Ella vuelve su cabeza gatuna y me sonríe como si le acabara de regalar un anillo. Con naturalidad. Es de ese tipo de tías a las que siempre, alguien, les acaba de regalar un anillo. De compromiso o aún más caros.
—No te preocupes. Aunque haga frío o llueva o nieve o caigan relámpagos o soplen huracanes, es imposible que pueda estar peor.
—¿Dónde lo mataron? —pregunto por preguntar, porque creo que, sea verdad o mentira, ella quiere hablar de eso.
—Te da igual. A mí también me da igual.
Tengo el culo apoyado en un coche, y también estoy abrazado a mí mismo, como ella. Huelo su olor. Hace un frío de cojones. Tiemblan hasta los luceros. Y ella me da la espalda. Y se agacha para rescatar de la acera un paquete de Marlboro vacío. Y camina diez o doce metros, esquivando gentes, para arrojarlo en una papelera con la rectitud del que piensa que, con eso, está librando al puto mundo de todos sus putos males y desgracias. La noche vuela blanca encima de nosotros.
—¿Qué has dicho?
—No he dicho nada.
—Tu padre era cantante. ¿No era? Sí, te he oído.
—Sí, cantaba. ¿Qué has oído?
—¿Tú cantas? Cántame algo. He oído a los muertos. Tú sabes que los he oído.
—Cállate.
—Lo que tú me digas. ¿Eres cobarde?
—Casi siempre —contesto. Y me acerco a su lado. Sitúo mi cuerpo en el lugar exacto del abrazo que no le voy a dar, y dejo las manos quietas.
—Ya van a salir —dices.
—¿Por qué lo sabes? —pregunto.
—Por el frusfrús. Siempre que un montón de ricos se mueve, suena un frusfrús. Es el almidón en la ropa.
Tiene razón. Al principio no la creo, porque veo vacía la escalinata del teatro subiendo hacia el cielo de lámparas. Pero, de repente, suena ese frusfrús y se abren las puertas, y un montón de viejas de colores y de viejos de negro se despeñan escalones abajo enseñando dentaduras más o menos postizas y sonrisas más o menos postizas.
—¿La ves?
—Sí.
La niña de mis ojos no sonríe como los demás porque le faltan muchos dientes y se notaría, pero desciende con la misma elegancia parsimoniosa de los que no tienen que llegar temprano nunca. Hombres y mujeres vestidos de satenes, sedas y terciopelos cuchichean a su alrededor como si ella escuchara sus sandeces.
—¿Dónde? —pregunto.
—Es la de azul —dice.
—Estás delirando. Me habías dicho…
—La gente cambia.
Es una mujer delgada como una espátula de perfil. Vertical como una sombra atardecida. Con esa cara difícil que tienen, como de nacimiento o sin querer, las vicepresidentas segundas o primeras de algunos Gobiernos. Baja las escaleras tan dulcemente que parece que son los escalones los que se posan en sus pies.
—No puede ser —digo.
—Es —sonríe, orgulloso.
Le cae desde los hombros, como una pincelada de Modigliani, un vestido azul de Barbara Valenci. No se le ven casi los zapatos, pero, por la forma de andar, tienen que ser Ramones. El bolso es un indudable Louis Vuitton. Y el peinado con extensiones y a lo garçon, prolongando dos patillas sobre los pómulos, le da a su cara arrugada, angulosa y muy morritos una arrogancia empezada hace más de cincuenta años.
—Acércate tú, que, si entro yo, me echan a los guripas.
—¿Porque eres gitano?
—Entre otras cosas.
Me acerco con mi pantalón vaquero, mi viejo jersey sobrado de mangas y mi novio muerto soplándome en la nuca.
—Te hemos venido a buscar —le digo lanzándole a la niña de mis ojos una mano ayudadora para los escalones últimos.
Sonríe sin despegar los labios. Los hombres de negro y las mujeres de colores que le hacen la pelota alrededor me miran con condescendencia. Ella sonríe; todo el tiempo sonríe, no sonrisa menesterosa ni aplacada, hacia todos aquellos montones de dientes que pugnan por enseñarse como si no fueran postizos. Adiós, adiós, seguro que nos volveremos a ver; ha sido un placer verdadero conocerla; ¿volverá usted por Madrid pronto?; permita que me presente a su nieta; yo soy Luisa Regalada, de las regaladas de toda la vida, ja, ja, ja. Besamanos y mejillas acercadas. Me llevo a la niña de mis ojos hasta la calle apretando su mano a la deriva. Su andar huele a Mirscha, un perfume que no juzga ni condena. Como llevo de la mano a la gran señora, tengo que decir adiós a un montón de gente a la que no conozco.
—De los árboles frutales, me gusta el melocotón y, de los reyes de España, Alfonsito de Borbón —masculla la niña de mis ojos cuando ya, tras tanto peloteo, caminamos las dos solas hacia el Tirao.
—¿Fue bonita la ópera? —pregunto.
—Lo importante no es cantar muy fuerte; es que te oigan mejor. Pero ¿qué le ha pasado a este muchacho?
—Hola, niña de mis ojos —dice el Tirao—. Tienes una cosa que es mía.
La niña de mis ojos sonríe, esta vez sin importarle que se le vean los dientes, o la falta de dientes, y Monge le da un beso en la frente que ya hubiera querido yo para mí. No sé por qué, pero lo hubiera querido para mí.
—Mi niño, mi niño mío, qué pena tengo de no ser yo tu madre —dice la niña de mis ojos mirándolo y sacando una cartera masculina de su bolso LV, y abriéndola, y deshojando entre sus pliegues de cuero caro treinta o cuarenta billetes de cien euros.
—Los asesinos siempre llevan encima mucho dinero —me dice Monge mirándome con sorna—. Es el único negocio en el que los olivos son para el que los trabaja.
—Qué tonterías que hay que escuchar —susurra hacia el cielo la niña de mis ojos—. Va a llover.
La niña de mis ojos ha puesto el fajo de billetes de cien delante de las narices enormes del Tirao.
—No, niña de mis ojos, eso es para ti.
—Ay, pero que tonto es este hijo mío.
—La cartera, niña de mis ojos. Quédate con la pasta. No, espera, dame cien euros —se los coge a la vieja y me los extiende.
—No los quiero —digo.
—Cógelos, cojones. Y cállate un rato.
Los cojo. No va a llover. Esta noche no puede llover. La niña de mis ojos le da la cartera a Monge.
—Ay, hijo. Siempre estás pensando sólo en bobadas. Por eso no has llegado a ser nada en la vida. Menos tan bonito. —Y otra vez enseña sus dientes y su falta de dientes—. Coge la jodida cartera, con lo bonita que me iba a quedar metida dentro de las latas.
Monge abre la cartera. Hay un carné de identidad, otro de conducir, una tarjeta blanca de banda magnética y seis o siete tarjetas de crédito.
—Hijo de puta —dice Monge.
—Déjame ver cómo es —le pido.
Me enseña el carné de identidad. Adrián Grande Expósito. Sexo: M. Nacionalidad: Esp. En la foto, un hombre de ojos apacibles. Nariz perfecta. Labios finos. Barbilla erguida. Cejas como horizontes. Calvo lirondo. Saco el carné de la cartera y estudio las dos caras. Nacido el 17 de agosto de 1959. Hijo de Jesús Roberto/María Engracia, dice el reverso. Domicilio: C/ Leganitos 109 P 06 F. Lugar de domicilio: Madrid.
—¿Mató a O’Hara este hombre? —pregunto.
—Si es verdad que existe O’Hara, y si es verdad que está muerto, supongo que sí —balbucea Monge.
—Mató a tu Muda. Ella sí que ha existido y ella sí que está muerta. ¿No?
—Perdona —dice.
—Quiero irme a casa —dicen los labios inmóviles de la niña de mis ojos.
—¿Dónde la llevamos?
—Al Poblao. Al vertedero.
—¿No sería mejor llevarla con su hijo?
—No.
A los pies de la cordillera de basura que separa Valdeternero del Poblao, la niña de mis ojos desciende por la puerta trasera que le ha abierto Monge. Por momentos, la luna llena de noviembre se deja ver sobre los picos de desechos. El Tirao y Ximena se quedan un rato a mirar cómo la niña de mis ojos asciende la empinada ladera con paso señorial, como una marquesa fantasma que pisa senderos de una estación de esquí alpina. Cuando ha llegado a la cima, la luna se vuelve a abrir, y la barbilla erguida y orgullosa de la niña de mis ojos se queda recortada delante del círculo blanco. Como un lobo que prepara el aullido.
—¿Y ahora qué?
—Voy a llamar a Ramos. Vamos a llevarle esa cartera y que se encargue la policía.
—¿Quién es Ramos?
—Era el compañero de O’Hara. ¿Te parece que lo hagamos así?
El gitano asiente. Después rebusca en los bolsillos y extrae el anillo de casada que le había quitado a la Muda la noche que la mataron. Coge la mano de Ximena cuidando de no asustarla y se lo encaja en el anular.
—¿Qué es esto?
—Era de una amiga mía.
—¿Por qué me lo das a mí?
—No lo sé. Será que creo que te lo mereces.
Antes de que arranquen, una yonqui en busca de clientes para su boca desdentada se asoma al cristal.