Ay, hijo mío, estás cansado. ¿Por qué no te vas a dormir? No puedo; hoy no puedo; cállate un poquito, madre. ¿No ves que voy conduciendo? Siempre has sido igual, Pepiño. ¿Cuándo le vas a empezar a hacer caso a tu madre? No me vuelvas loco, mamá, mujer. Ya descansaré. Mañana. Pasado mañana. Te prometo que voy a dormir doce horas. ¿Y no vas a beber más? Nunca más. ¿Y no vas a drogarte? Tampoco, madre, tampoco.
Ábreme la puerta, madre,
que vengo de la memoria.
Caliéntame un caldecito
y un agüita de amapola,
que esta noche no he dormido
y me escupen sal las olas.
¿Te acuerdas de aquella canción? Ay, qué brutos éramos, Pepiño, entonces. Os dábamos a los niños caldo de amapola hervida para que os durmierais a la hora de la siesta. Quién iba a pensar que unas flores tan hermosas son opiáceas. ¿Tú crees que te volviste tan drogadicto y tan cabrón por culpa de las amapolas, Pepe? Yo, por culpa de las amapolas, haría cualquier cosa, mamá. Ay, qué tonto has sido siempre, Pepiño. Qué cosas dices. Mamá, ahora necesito pensar. No puedo estar hablando contigo. Pero si vas conduciendo. ¿No puedes hacerle caso a tu madre mientras conduces? Tengo que encontrar a esos niños, madre. Ya lo sé, Pepiño. Si yo ya sé que eres bueno en el fondo. Si te cuidaras un poquito más.
Ábreme la puerta, madre.
Abre, aunque éstas no son horas,
que me va a matar de frío
este viento de palomas.
Vas a ver a esa mujer, ¿verdad? Sí. Pobrecita mujer. ¿Cómo la habrán engañado? A ella y a todas, Pepiño, porque, para que una madre haga eso, hay que engañarla mucho. ¿Tú qué crees que le dijeron a todas esas mujeres? Por eso voy a preguntarlo, madre. Porque todavía no lo sé. Ella es la única persona a la que puedo preguntárselo. Aunque todas ellas fueran unas drogadictas, hijo. Aunque lo fueran, una madre no hace eso sin que la engañen. Míralas ahora. Tú las has visto. Todas tienen esa cara triste. Parece que todas esas gitanas tienen la misma cara. Es como si llevaran siempre la misma lágrima colgando de los ojos. No hay desgracia peor que la de perder a un hijo. ¿Te acuerdas que yo siempre te lo decía? Hijo, por favor, no te mueras antes de que me muera yo. No me hagas cargar con esa pena tan grande. ¿Te acuerdas, Pepiño? Y, mira, en una cosa en esta vida me hiciste caso. Debe de ser la única, eso sí, porque mira cómo eres.
Me dijo la luna llena:
«Llévame pa’ hacer jaleo».
Yo, como soy hijo tuyo,
la besé y le quité el velo.
Toqué sus tetas de plata
y ella me birló el aliento.
Uy, mira que el barrio es feo, pero qué nombres tan bonitos tienen estas calles. Calle Algodonales, calle Genciana, calle Miosotis, calle Pensamiento… Mira, hijo. Aquí es donde vive la Charita esa. Pobre mujer. ¿Le vas a decir lo que piensas? No seas muy bruto, Pepiño, que te conozco. Piensa que es una madre. Que hace ya muchos años que no ve a su hija. ¿Me estás oyendo? Sí, mamá, no te preocupes, tendré cuidado. Tú escúchame a mí y vete diciéndole sólo lo que yo te diga a ti al oído. No puedo hacer eso, mamá. Ay, hijo, nunca me dejas que te ayude. Si me dejaras que te ayudara más, no estarías siempre metido en tantos líos. ¿Por qué das tantas vueltas, Pepiño? Ya hemos pasado tres veces por la misma calle. No encuentro dónde aparcar. Además, quiero comprobar si la calle está vigilada. Ay, hijo, no me asustes. ¿No te harán nada a ti? Está usted hablando con el inspector O’Hara, señora. Pero qué gilipollas eres, hijo. ¿Te vas a meter en el parking, con lo caros que están y tú que nunca tienes un duro? Paga el ministerio, mamá. Pues guarda bien el tique. No lo pierdas. Que, si lo pierdes, te cobran veinticuatro horas y eso no creo yo que te lo pague el ministerio. No te preocupes, mamá. Es que no haces más que gastar, hijo. No sé cómo te las arreglas desde que no estoy yo para prestarte dinero. Mira a tus hermanos, lo bien que se apañaron siempre solos.
Ábreme la puerta, madre,
que me miro y no me veo.
No quiero más novias blancas
que dan placeres por precio.
Ya estás mirando a las chicas. No, mamá. No miraba a esa chica. ¿Entonces, qué mirabas aquí dentro de un parking? El cuarto de baño está por ahí. No te preocupes, que yo me quedo fuera. Tampoco buscaba el váter, mamá. Pero, cuando estás trabajando, tienes que fijarte en todo. ¿Tienes miedo, hijo? No sé. Un poco. A mí no me engañas. Tú estabas mirando a la chica rubia que entraba en el BMW azul. Matrícula DKG. De encaje. Hay que mezclar el placer con el trabajo, madre. Si no, estás perdido. Pero qué hijo de puta eres. ¿No ves cómo tenía yo razón?
Después me encontré con padre
en un bar del firmamento.
Cazamos cien gamusinos
con una trampa que ha hecho.
Traigo dos pa’ que los veas,
niña de mi pensamiento.
Ay, los gamusinos de papá. Qué risa. Cómo os lo creíais, lo de los gamusinos, cuando papá os llevaba a cazarlos por la noche. Y tú, que siempre has sido el más infantil de todos, Pepiño, tú aún sigues creyendo en los gamusinos. Tu trabajo este de policía no es más que eso. Sales a cazar gamusinos por las noches. Mamá, coño, los asesinos y los etarras no son gamusinos. No te des importancia conmigo, que soy tu madre. Buscas gamusinos. Tampoco te creas que no estoy orgullosa de ti, que has hecho cosas muy bonitas en tu vida, lo de los etarras y otras cosas, pero no me niegues que buscas gamusinos. Nada más que gamusinos. A lo mejor tienes razón, madre. Son gamusinos. Pa’ ti la perra gorda. Bueno, hijo, no te pongas así. Yo sé que tú buscas la verdad y la justicia. Pero no me negarás que la verdad y la justicia son, para la mayoría de la gente, solamente gamusinos. Ja, ja. A veces me pareces más lista que yo. ¿Tú qué te habías creído, que porque en la tontería esa de los test de inteligencia saques tan buenas notas, eres más listo que yo? Y no te rías con mis cosas, que la gente te mira por la calle y se creen que te estás riendo solo. Pareces tan tonto a veces, hijo.
—Disculpe, señora, que creo que voy un poco perdido. ¿Me podría usted decir dónde está la calle Abrojo?
—Estás al ladito, hijo. Mira. Sigue un poquito más pa’ allí, donde Mercadona. Y a la vuelta tienes Genciana. Pues, donde da la vuelta el aire entre Genciana y calle Suegra, allí se entra mismo a Abrojo. No tiene pérdida.
—Gracias.
Pa’ pintarte blanco el pelo
disfrazado de antifaces,
subió el viento a tu tejado
a robar estrellas fugaces.
Esas mujeres, hijo, yo creo que no han hecho nada malo. A ellas las engañaron. Yo no sé ni cómo ni para qué, pero esas mujeres buscaban algo bueno para sus hijos. Todas las mujeres buscamos algo bueno para nuestros hijos. No mires a las chicas y óyeme. Mamá, estoy mirando hacia todas partes. Miro a esa chica, miro aquella esquina, miro si hay una sombra rara. Tengo miedo, madre. No sé por qué. Me dan miedo los parkings. Una mierda. Mirabas a la chica. Vale, mamá. ¿Tú ves algo raro? Ay, Pepiño. A quien veo raro es a ti. Saliste del garaje ese dando portazos, y ahora mira cómo andas, como un pistolero, apartando a la gente de la acera. Perdona, madre. Tienes razón. Voy acelerado como un novato. ¿Estaba llamando la atención? No, hijo. La gente va cada una a lo suyo, ¿no lo ves? Mira. Ya estamos. Calle Abrojo número 71. ¿Ves cómo me acuerdo de lo que me dices? No empieces. ¿Por qué no te quedas aquí abajo? ¿Y si se pone a llover? Parece que va a llover. Si se pone a llover, tápate debajo de una nube. Qué tonto eres, hijo. Trabaja por una vez en tu vida. Pero acuérdate de lo que te he dicho. Esas mujeres yo creo que no han hecho nada. ¿Qué estás haciendo…? Como sigas haciendo eso, vas a romper la cerradura, y esta puerta no es tuya, hijo. Ay, Dios, que aún es por la mañana, que te va a ver la gente. Espera aquí fuera, madre. Vuelvo enseguida.
Las escaleras del portal de Rosario Isasi González, alias la Charita, alias Aceitunilla, olían a coliflor, a cocido lento, a jabón lagarto, a chorizo rancio disimulado en lentejas, a esas cosas que comen los jubilados que no han tenido ni muy buena suerte ni mala suerte excesiva. El presidente de la comunidad de vecinos había ido a Correos a cambiar, por recomendación gubernamental, las viejas bombillas incandescentes por bombillas ecológicas, pero no había dado instrucciones de repintar las paredes, encubrir las fugas de agua o limpiar las escaleras. Las placas de alpaca de las puertas caligrafiaban apellidos aparatosos de gente antigua en caligrafía de cuaderno Rubio. Don Mariano Cospedal Iraújo, María Rosa Reimúndez Escolapio, Toribio Alférez Arguindey… Al llegar al cuarto, me pesaban los gemelos. Si los dueños de las placas de alpaca de las puertas eran tan viejos como sus nombres, pronto no podrían subir la escalera alpinista del número 71 de la calle Abrojo. Los bancos iban a hacer pronto un buen negocio con aquellos pisos. No un gran negocio, pero sí otro buen negocio.
Llamé al timbre. No esperé mucho. La puerta se abrió. Sólo lo suficiente para que la lengua metálica de la cerradura se posara en la cara interior del marco. Desabotoné la sobaquera y con la derecha en la culata usé la izquierda para empujar muy levemente hasta abrir una rendija. Y vi una guitarra destrozada sobre el sofá de escay de un recibidor más bien pequeño, más bien cutre, más bien oscuro. Más allá, otra puerta abierta enmarcaba un buen culo, mínimo pero perfecto, meneándose delante de una vitrocerámica. La Charita esperaba a alguien para comer. Deduje equivocadamente, por los movimientos del culo perfecto que ocultaba bajo jersey largo, que bacalao al pil pil. Pero algunas mujeres son capaces de mover el culo así sólo para escaldar un huevo en pisto. Cerré la puerta a mis espaldas y abotoné la sobaquera.
—¿Tres huevos? —preguntó el reverso del culo.
—Sí. —Los huevos me gustan de tres en tres, pero además era un culo al que no se le podían poner menos huevos. Se dio la vuelta muy despacio. Sus tetas eran como dos aljabas horizontales. Sus ojos también. Me amenazaba con una sartén llena de huevos a medio escalfar.
—¿Quién eres?
—Soy el inspector José Jara. Nos conocimos el otro día. ¿No te acuerdas?
—¿Qué quieres?
—Hablar.
—¿De qué?
Por alguna razón, yo estaba asustado. No por la sartén. Una sensación de que hubiera alguien más agazapado en la casa. Metí muy lentamente la mano por debajo de la solapa, cogí la culata de la Glock con el pulgar y el índice y la balanceé ante los ojos hipnotizados e hipnotizantes de la gitana. Con la sartén en la mano, ella se agachó un poco, como un tenista que espera el saque del contrario.
—Si tú dejas la sartén en la cocina, yo dejo la pistola en el sofá —le dije.
—Eres el policía —afirmó.
—Sí. ¿A quién esperabas? —Guardé la Glock en la sobaquera.
—No te lo voy a decir. —Dejó la sartén sobre la cocina.
—A lo mejor ya lo sé.
—Y a lo mejor no lo sabes.
—Esperabas a un hombre.
Me respondió con un gesto despectivo y una sonrisa no mucho más agradable. Pero se sentó en una fea silla de falso cuero marrón, una silla de un patetismo pequeñoburgués anticuado, de patas y brazos de madera fina, mal alimentada y de una verticalidad espartana que sugería todo menos comodidad. Toda la casa era igual. Tristeza no embellecida por ningún atisbo de melancolía. Como un cementerio de nichos verticales sin cipreses ni flores. Más allá de los ventanales de la cocina, los carteles de «Se vende» colgados de las fachadas de los feos edificios de la otra acera acrecentaban el patetismo del pisito. Como si ya todo el mundo, menos aquella gitana borde y trágica, hubiera al fin decidido volar hacia paisajes más verdes.
—Te voy a dar lo que quieres, policía. Y después te vas a marchar.
—¿Y qué es lo que yo quiero?
—Tú quieres unas cartas, policía.
—¿Ah, sí? ¿Yo he venido aquí por unas cartas? No, yo he venido a hablar contigo, Charita.
—No, has venido a por las cartas. Pero aún no lo sabes.
Me lo dijo con la misma contundencia fría con la que había derribado al chaval delante del colegio. Era una gitana yunque. Volvió hacia mí su precioso culo insolente y lo encaminó, ensanchando pasillos, hasta el armario empotrado del fondo. Lo puso en pompa contra mi lujuria, revolviendo bolsas, buscando algo, y se volvió de repente, vertical y exacta.
—Aquí tienes las cartas. Una de mi hija y otra de la niña Alma. Y aquí tienes ejercicios de cuando ellas estaban aprendiendo a escribir, de antes de —le costó encontrar cómo decirlo—, de antes de irse. Ahora tú también te puedes ir.
Cogí las dos cartas. Sin remite. Caligrafía infantil en las direcciones de destino.
—¿Para qué quiero las cartas?
—Para leerlas. Ahora puedes irte, policía.
—No, Charita. Tú tienes que contarme muchas cosas. Ya te da igual. Sabes que tu hija no va a volver y que yo voy a descubrir tarde o temprano lo que hiciste con ella.
—Por esto no te van a poner medallas, policía.
—Me importan un carajo las medallas.
Me quedé callado. Ella también. Me relajé en un sillón. Tenía todo el tiempo del mundo. Pensé que a mamá no le importaría esperarme debajo de cualquier nube. No estaba lloviendo. De vez en cuando, torcía la cara hacia las dos puertas cerradas que flanqueaban el pasillo. Sin demasiado interés ni demasiada insistencia. Hacía tiempo que se había disipado la sensación de que podría haber alguien más, aparte de la niña muerta.
—Charita, estoy aquí para hacerte un favor. Con todo lo que está pasando, no tendría problema en conseguir que el juez te citara a declarar hoy mismo. Tú verás cómo prefieres hacer las cosas.
—Quiero que me dejen en paz.
—Eso ya no es posible. Desde la desaparición de la niña Alma sus padres se nos han esfumado. Y el Tirao también. Creo que conoces bien a Monge.
Levantó los ojos por primera vez sin insolencia.
—¿Qué le ha pasado al Tirao?
—No lo sé.
Su voz había perdido la calma. Era pastosa y rota, como de arcilla.
—Están todos muertos, ¿verdad?
—No lo sé.
—¿Por qué tenemos que vivir con toda esta muerte?
Era una pregunta retórica. De ésas que, a los policías, nadie nos ha enseñado a responder.
—Dime cómo te convencieron para que les entregaras a tu hija.
—Me desperté en un hospital.
—¿Qué hospital?
—No lo recuerdo. No me lo dijeron.
—¿Por qué estabas en ese hospital?
—Un mal viaje. Alguien me había pegado una paliza.
—¿Quién?
—No sé. Yo era una de esas yonquis que esperaba coches en la urbanización. Nunca sabía con quién estaba. En cuanto tenía algo de dinero, bajaba al Poblao a por caballo.
Las palabras yonqui y caballo sonaban extrañas en sus labios. Como si no sólo hubiera abandonado aquella vida. Como si también hubiera desterrado aquel lenguaje de su lengua apetitosa.
—Me dijeron que no tenían más remedio que avisar a Asuntos Sociales. Que se llevarían a Rosita de mi lado para siempre. Que la internarían en un centro de menores y no volvería a verla nunca más.
—Y tú lo creíste todo.
—Si me hubieras visto entonces, policía, te darías cuenta de que era verdad. El Tirao estaba loco de tanta heroína y yo era un guiñapo, una puta, una yonqui, una desahuciada, una basura.
—¿Quiénes eran las personas que te hablaron?
Meneó la cabeza de un lado a otro.
—¿Cómo eran?
—Eran un hombre y una mujer. Con ropa cara. Me hablaban como hacía mucho tiempo que no me hablaba nadie. Me secaban los labios con un paño húmedo para que pudiera hablar.
—¿Jóvenes, viejos?
—No muy viejos. Señores.
—Entiendo. ¿Cómo era el sitio?
—Era una habitación grande y bonita —sonrió—. No como las de La Paz o las del Marañón. Yo las conocía bien, entonces. Su olor se te metía en las tripas y en el cuelgue. Era un olor tan fuerte que a veces soñabas con él. Pero allí, en aquel hospital donde aparecí, no olía a muerto ni a miseria. Olía a ropa limpia y al perfume de las enfermeras. No había ventana.
Tenía el gesto de quien recuerda un paisaje bello, una antigua escena familiar de copas y risas, una canción bailada en la adolescencia. Pero no. Lo más hermoso que la vida había dejado en la memoria de la Charita era una habitación limpia de hospital.
—Ahora dime cómo te convencieron, qué te dieron a cambio.
—Eso ya lo sabes, policía. —Miró a su alrededor—. Ya lo ves.
—Quiero que me lo digas tú.
—Me desintoxicaron, me dieron un piso, un buen trabajo y me enseñaron a hablar como la señora.
—¿Por qué pegaste al chaval?
—Eso no te lo voy a decir. Ya he hecho bastante daño a esa gente.
—¿Y tu hija?
—Me dijeron que viviría con una buena familia, una familia como eran ellos, los dos señores amables. Sólo había una condición: que yo nunca intentara averiguar dónde estaba ella. Y una promesa: que mi hija me escribiría todos los meses.
—Por eso me has dado las cartas. Crees que no las escribió tu hija.
—Ya he hablado bastante. No quiero saber nada más. ¿Podría pedirte una cosa, policía?
—Claro.
—No quiero saber lo que pasó.
—Eso es imposible, Charita. Te llamarán tarde o temprano para declarar. Además, no te mereces no saberlo.
Cerró los ojos y bajó la cabeza. Yo me levanté, acaricié su pelo y salí de allí. Leí las cartas bajo la luz indefectible de las nuevas bombillas ecológicas.
Antes de llegar al primero, pasé de sentirme triste a sentirme imbécil. Entre el primero y el portal del número 71 de la calle Abrojo, recuperé mi autoestima. Cuatro folios. Dos y dos. Asunto medianamente resuelto. Llamé a Ramos.
—Tengo una carta de la niña Alma.
Queridos papa y mama yo estoy bien en casa de hestos señores, como estais tú y papa, aquí todo es muy bonito y la casa muy grandísima, y me dan muchos jugetes y como cosas muy ricas que vienen dentro de plasticos como las gosolinas haunque no son gosolinas
Un veso para ti y para papa y para el abuelo y para la señorita Sole
Alma Heredia
—¿Te la ha llevado una paloma mensajera o estás drogado?
—Paloma mensajera. Se la envió a su madre después de desaparecer.
—O sea, que teníamos razón. Éste es un tema de locos.
—Es un tema de locos, Ramos.
—De fantasmas.
—Los fantasmas no escriben cartas.
—Salvo que digan lo contrario los grafólogos —contestó el muy inteligente Ramos.
—Esas mujeres están colgadas, Ramos. Todas eran adictas. Les ofrecen una vida mejor para sus niños a cambio de un tratamiento de desintoxicación, un trabajo y un piso. Les dicen que sus hijos estarán bien, y les escriben cartas falsas con una caligrafía parecida. Saben que sus hijos están muertos, pero les ofrecen los suficientes engaños como para no tener que reconocerlo.
—¿De verdad que tienes esas cartas?
—En el bolsillo de la chupa. Al ladito del alma.
—No seas maricón.
—Hoy me sale.
—Vente cagando hostias.
Me fui con mi sal de amores
a las absentas del puerto
con gitanas, con borrachos,
con guitarras dando acero.
El mar quería esculpirme
caracolas en el pelo.
Ábrele la puerta, madre,
a tu hijo el vagabundo
que, habiendo risa en tu cara,
ya no quiero ver más mundo.
Pero mi vieja se había cansado de esperar. Las madres son muy nuestras pero también muy suyas. La mía, a veces, tardaba meses en volver. En alguna ocasión, más de un año. Una tía dura. La última vez que la vi con vida, ponían en la televisión Dos hombres y un destino.
—Ay, hijo, qué final. Esos dos, por muy delincuentes que fueran, no merecían morir.
—Por eso no te han dejado verlos morir.
—Tienes razón. Qué listo eres, a veces. —Después se quedó un rato en silencio—. ¿Sabes lo mejor de lo mío?
—¿Qué es lo tuyo, madre?
—Estarme muriendo.
—Pues no, coño, madre, no lo sé. ¿Que voy a heredar un pastizal?
—No, tonto. Que nosotros nunca hemos tenido un duro.
—Pues qué.
—Que así no voy a verte morir a ti. Siempre tuve miedo a eso. No vale la pena vivir después de haber visto morir a un hijo.
La gente ya había comido, ya se había tomado un café y un solysombra y ya empezaban a levantarse con ruido de cadenas fantasmagóricas los cierres metálicos de las tiendas. Había modorra de siesta frustrada en la calle Pensamiento, en Algodonales, en Genciana, en Miosotis. Los parados del barrio jugaban naipes tristes, golpeando con fuerza viejos tapetes verdes, tras las cristaleras de los peores bares.
Hace un frío de cojones,
tiemblan hasta los luceros
y el torcón va ensangrentado
de amapolas por el cuello.
Diciembre trepa tu calle
y la puerta no se ha abierto.
Busqué en los bolsillos y en la cartera el tique del aparcamiento y me cagué dos o tres veces en Dios. Pues guarda bien el tique. No lo pierdas. Que, si lo pierdes, te cobran veinticuatro horas y eso no creo yo que te lo pague el ministerio. No te preocupes, mamá. Es que no haces más que gastar, hijo. La vieja siempre teniendo razón. Pero, al final, el maldito tique apareció entre los papeles de las niñas. Lo que unos muertos quitan otros lo dan. Bajé las escaleras sucias del subterráneo hasta el cajero automático. Un matrimonio de ancianos peleaba contra la tecnología intentando introducir billetes arrugados que la máquina les devolvía con escupitajos eléctricos.
—Déjame a mí, que no se mete así eso.
—Calla, mujer. Que me estás dando dolor de cabeza.
Un hombre más alto incluso que yo bajó las escaleras y se puso a mi espalda. Sonreímos mutuamente ante las porfías de los viejos, que iban agriando su discusión camino del divorcio.
—Prueba con monedas, ¿no ves que hay gente esperando?
—¿Y quién tiene monedas? ¿Las tienes tú? ¿Tú las tienes?
Ni el hombre alto ni yo hicimos nada. Hay que dejar que los matrimonios viejos se despellejen y se odien a sus anchas. Si los hubiéramos ayudado, les habríamos arrebatado uno de esos momentos de rabia y furia mutuas que los mantienen vivos. Pero la cola y la cólera iban creciendo. Un señor muy bajito, calvo y trajeado se unió a la hilera.
—Pero ¿cómo eres siempre tan torpe? ¿Saben ustedes? Aún ni sabe cambiar él solo los canales de la televisión.
Decidí intervenir.
—Disculpen. Es que ese billete está demasiado arrugado. Démelo y verá como éste, que está nuevo, sí lo coge la máquina.
Los cuatro ojos del viejo matrimonio me miraron con toda su rabia, pero aceptaron que introdujera mi billete y les recogiera las monedas del cambio y el tique. No me dieron las gracias. Los vi alejarse lentamente y sonreí a mis compañeros de paciencia. No había visto llegar al tercero, que me devolvió la sonrisa. Una cara peculiar. Introduje el tique y la tarjeta de crédito por sus respectivas ranuras. Pero la maldita máquina me la escupió dos veces. Me volví, una vez más, con una sonrisa de disculpa. Que sólo me devolvió el tercer hombre. Entonces intuí, aun sin ser muy consciente, por qué la vieja me había dejado colgado. Sólo conseguí entenderlo bien cuando ya el cajero rumiaba en su interior la pasta que debía sacarme. El ojo cortado del tercer hombre, su pelo rubio, sus rasgos perfectos y su sonrisa encantadora eran los de JJJ. Un JJJ redivivo, idéntico al hombre al que casi deje muerto aquella noche en el parque de mi infancia. El único hombre que, como le dije tantas veces a Ramos, podría matarme. Recordé mi admiración adolescente por el boxeador de barrio y aquella noche en el parque.
—Tú puedes ser un buen boxeador. Si dejas que yo te enseñe.
Y sus manos buscando mis muslos.
—No estés nervioso. No te estoy haciendo nada. Mira qué bonita. ¿Me dejas darle un beso?
Me corrí en su boca antes de empezar a golpearlo. Antes de destrozar su ojo azul de una patada. De oír cómo algo en su espalda se quebraba cuando salté encima. Adiós, JJJ, adiós aunque un día quise que tú fueras mi padre. Y ahora había regresado, como regresan todos los fantasmas. Con su ojo azul cortado por mis golpes. Su pelo rubio. Y treinta años menos que los que debía de tener, quitándose edad, como todos los fantasmas.
Antes de que la ranura me devolviera la tarjeta de crédito y de que yo pudiera desabotonar la Glock de la sobaquera, toda la superficie del cajero se llenó de rojo. La sangre, que salía a borbotones de mi pecho, primero me calentó hasta escaldarme, pero, inmediatamente, recibió como un jarrazo de hidrógeno que la heló hasta dolerme. Me acordé de cerrar los ojos antes de caer. Es muy desagradable para los compañeros levantar el cadáver de un amigo que aún te mira.
Ábreme la puerta, madre.
Por alumbrar cementerios,
se ha puesto muy mala el alba
y por poquito no se ha muerto.