XXXVIII

El hombre que me hace infeliz aún roncaba cuando sonó el teléfono. Yo llevaba despierta más de una hora. Uno de esos despertares sin remisión contra los que, aunque estés muy cansada, resulta imposible luchar. Estuve a punto de levantarme a leer algo o a estudiar un poco de esa especialización en Criminología que nunca completaré. Cuando la desdicha y el aburrimiento se aposentan en la cotidianidad de una, se vacía la cisterna de los sueños incumplidos para siempre.

Pensaba cosas estúpidas al lado del hombre que me hace infeliz, como que me tocaba a mí aquella mañana acompañar a Ricardo al colegio, cuando el teléfono sonó. Antes, había pensado en masturbarme silenciosamente, como hacía años atrás cuando me desvelaba, pero la cercanía roncadora del hombre que me hace infeliz decapita tanto mi deseo como una ablación de clítoris. Ni siquiera la infidelidad es una huida para las mujeres cuando, por alguna estúpida inercia cultural o uterina, decidimos pasar el resto de nuestros días con ese hombre que nos hace infeliz y que todas llevamos dentro.

—¿Quién coño era a estas horas? —me preguntó, con su voz levemente atiplada, el hombre que me hace infeliz.

Me costó responder, como cuando me pregunta adónde voy los días que le engaño. El encargo del jefe le había dado una bofetada rotunda y desequilibrante a mi aburrimiento legañoso.

—El jefe. No voy a poder llevar al niño al colegio. Tengo que salir ya.

—Joder, para un día que puedo dormir un rato más. ¿Es tan importante?

—Un doble asesinato.

—Joder, ¿y a ti eso qué te importa?

—El agente que lo descubrió ha hecho cosas raras.

—Joder.

Mucho decir joder pero de hacerlo nada. Me duché y me puse guapa. Más guapa de lo normal. Me excité en la ducha y seguí excitada al vestirme. Lo odio, pero quería estar guapa para él. Las tías somos imbéciles. Me toqué levemente mientras el ascensor bajaba hacia el garaje, y en el coche juntaba los muslos y frotaba uno contra otro rastreando pliegues de mi piel. Tengo treinta años y un hombre que me hace infeliz. Rango de inspector en Asuntos Internos desde hace tres años, un sueldo de mierda, un hijo y toda una desalentadora vida por delante. La masturbación es mi combustible para seguir existiendo. Insistiendo.

En comisaría, el jefe me puso en antecedentes, me pidió que fuera a degüello, nada de manga ancha, dijo, y me informó de que O’Hara ya esperaba en el pasillo.

Ver otra vez a O’Hara no me causó ningún impacto. Hablaba con Ramos en el corredor, al lado de una ventana abierta, y fumaba. Aunque está prohibidísimo fumar. No había cambiado. Seguía siendo objetivamente feo y subjetivamente guapo. Yo creía que las feromonas eran una leyenda urbana hasta que lo conocí.

—Hola, O’Hara. ¿Qué tal, Pepe?

—Os dejo —me dijo Ramos inclinando la cabeza—. Trátamelo bien. Ya sabes que está loco.

En sus ojos noté que él sabía que yo sabía lo que todos sabíamos: que O’Hara estaba prejubilado. Como diría él, cantando cisnemente.

—El jefe me ha dicho que podemos utilizar su despacho —le dije.

—Antes me gustaría hablar contigo un rato. Sin grabadora. ¿Te importa que bajemos a tomar un café? Estoy molido. No he dormido en toda la noche.

—Me lo dijo el jefe. ¿Ya no te anfetas?

—Estos días no. Estoy escribiendo los cuadernos.

—Ah. Eso está bien.

—Eres igual que mi psicóloga. Nos tratáis como a niños.

—¿También te la has tirado?

Bajamos a la calle y nos alejamos unas cuantas manzanas para no coincidir con gente de la comisaría. Por el camino, O’Hara me preguntó que qué tal mi marido: bien; que qué tal mi hijo: bien; que qué tal yo: bien. La cafetería era gritona, medio limpia, medio sucia, barata, obrera, aceitosa, densa, vieja, matinal. Nos sentamos muy juntos a causa del ruido. Yo crucé las piernas y apreté varias veces los muslos. Uno contra otro.

—Estás muy guapa —dijo y sonreí.

—Tú no.

—Lo que Apolo no te da Afrodita no lo presta.

—Te quejarás tú. ¿Por qué no me volviste a llamar?

—No hay que confundir Asuntos Internos con Asuntos Íntimos.

—Eres un cabrón.

—Además, estás felizmente casada.

—De cintura para arriba. ¿Por qué no me cuentas lo que pasó anoche? El jefe me ha pedido que vaya a degüello contigo, así que mide lo que me vayas a contar.

O’Hara me había conocido cinco años atrás, cuando él y Ramos aún eran el star system del grupo de estupas de Carabanchel. Yo era una pipiola recién egresada de la Academia, número uno de mi promoción, y adscrita directamente a Asuntos Internos. No lo pedí yo. Me prometieron una vida plena de emociones (promesa incumplida) y el grado de inspector en menos de tres años (promesa cumplida).

—Eres lista y eres guapa —me dijo el jefe haciéndome entender que eran dos cualidades muy difícilmente conjuntables—. Y nosotros necesitamos a alguien listo y guapo. Y a quien no conozca nadie.

Es cierto que yo no soy fea ni tonta. Enseguida me di cuenta de que el trabajo que me iba a encargar no lo podría hacer un hombre listo y guapo: así que te hace falta un coño, jefe. Lo pensé, pero no lo dije. Aún me estoy arrepintiendo.

—Te vamos a dar un destino en la Unidad de Estupefacientes de Carabanchel. ¿Has oído hablar de ella?

—¿Quién no? —Su mirada me dio a entender que apreciaba que fuera lista pero no que fuera también de.

—¿Qué has oído tú?

—Que son buenos.

—Muy buenos. ¿Qué más?

—Poca cosa —mentí, y eso le gustó al jefe—. ¿Qué tengo que hacer?

—Hacerte la tonta de prácticas, observar e informar. Y, por muy simpáticos que te caigan, por mucho que los quieras y admires, incluso aunque te enamores y te cases con alguno de ellos, no decir nunca de dónde vienes. Me enteraré si lo haces.

Todos me cayeron simpáticos; los quise y los admiré a todos; me enamoré y me acosté con O’Hara, aunque no me casé con él, porque ya estaba recién casada. E informé a Asuntos Internos. Estaban todos manchados. Al jefe de grupo, El Gallego, lo enviaron a las alcantarillas de Madrid a cazar ratas; el Coyote se pegó un tiro en la sien; Marcelo pasó por el talego dos o tres días y le dieron la patada a la segunda actividad. Pagaban a los chotas con perico o con jaco. Como todo el mundo. Ése era todo su delito. A O’Hara no lo delaté y por eso descubrió que el topo era yo. Me preguntó si yo era el topo un 30 de diciembre. Habíamos quedado para cenar y celebrar el fin de año (el 31 estaba, por supuesto, reservado para el hombre que me hace infeliz). Él esperaba a la puerta del restaurante. Le dije que sí, que el topo era yo. No entramos al restaurante. Nevaba. Creo que soy la única mujer que ha visto a O’Hara llorar. Ni me pegó ni me insultó. Lloró y se fue. Unas lágrimas grandes como la lluvia de una tormenta de cocodrilos.

—Podían haber mandado a otra persona —me dijo cuando nos trajeron los cafés.

—Son todo sensibilidad —admití—. ¿Ves a la gente?

—No. Y al Coyote lo incineraron. Ni siquiera tiene tumba. No se le pueden llevar flores.

—Ya. ¿Me cuentas o te pregunto?

—Pregunta.

—¿En qué te podemos pillar?

O’Hara levantó una ceja, arrugó los ojos hasta convertirlos en dos puñaladas húmedas y sonrió. Después hizo ese gesto tan suyo de masticar su propia sonrisa.

—Volvamos a la comi. Llama al jefe. Quiero que él también esté presente.

—Como quieras.

Me levanté y salí tras él. Nunca ha valido la pena discutir con O’Hara. Ni sereno ni borracho. Ni drogado ni limpio. Es como decirle a la puesta de sol que se dé prisa. O a un roble que se ponga a corretear por la ladera.

El jefe ha recibido mi aviso, ha notado la extrañeza de mi voz y espera en su despacho nuestra llegada.

—¿Cómo estás, O’Hara?

—Grande y fuerte, como corresponde. Saca la grabadora, Raquel. No tengo todo el día.

—Ha sido una noche dura.

—¿Está grabando ya?

—Sí.

—Sí, ha sido una noche dura. Y ya empieza a ser muy larga. ¿Qué queréis que os cuente? Tu chica de los recados me ha preguntado que en qué me podéis pillar. Te lo voy a decir. ¿Seguro que está grabando? Vale. Tengo permiso judicial para seguir a Manosquietas y a otra docena de gitanos del Poblao porque nadie pensó que, siendo sólo dos agentes, íbamos a tomarnos la molestia. ¿Estaba fuera de servicio cuando practiqué la detención? Es posible. No podía decirle a Manosquietas que me esperara porque tenía que cerrar la taquilla.

—¿Por qué lo seguías?

—Porque es el único de los posibles implicados que no ha desaparecido.

—¿Implicado en la desaparición de la niña?

—Puede ser, puede no ser.

—¿Por qué interviniste?

—Porque Manosquietas cargaba una bolsa al salir que no llevaba cuando entró. Porque tenía la ropa manchada de sangre. Porque me salió de los cojones.

—Entraste a la casa sin orden judicial. Ibas solo.

—No me podía quedar en el portal con cinco kilos de jaco y un gitano empapado de sangre.

—Los dos tolis llevaban muertos más de dos horas.

—No recuerdo cuánto tiempo tuve que esperar en el coche. Pudieron ser dos horas. O más. O menos.

—Apaga la grabadora, Raquel.

Obedecí.

—Vete a la mierda, O’Hara. Tú te metiste con el choro en la casa y estuviste charlando con él más de una hora. ¿Has hecho un trato?

—¿Qué podría ofrecerle?

—Atenuante por defensa propia. Fue una ejecución. Tú colocaste la pistola en la mano del Soro grande.

—Vale, ¿y qué?

—Alterar el escenario de un crimen es un delito.

—¿Quiere encender otra vez la grabadora?

—O’Hara, tranquilízate —dije yo.

—Tú cállate —me gritó el jefe—. ¿Es eso lo que quieres? ¿Quieres que encienda la grabadora y te mande al módulo de seguridad de Soto?

—No, joder. Quiero dos días más. Quiero dos días más sin que ni tú ni tu zorra me toquéis los cojones.

Un armónico de metal se quedó colgado en el silencio como recuerdo del ruido. Las respiraciones del jefe y de O’Hara se respondían como las de dos boxeadores exhaustos. Yo no respiraba. Miradas ratoneras atravesaban las persianas venecianas del despacho del jefe con mucho disimulo.

—¿Por qué es tan importante, O’Hara? —la voz del jefe se hizo apenas audible.

—Yo qué sé. Es una magia. Los muertos me hablan aunque no esté drogado.

Yo me tapé la cara con las manos. Pero detrás de la cortina de dedos no pude evitar sonreír.

—¿Y qué te dicen los muertos? —Levanté los ojos; el jefe preguntaba con seriedad absoluta.

—No se les entiende muy bien. Todavía. Hay que estar un poco más cerca. Ya estoy muy cerca. Dejadme seguir unos días más.

El jefe se quitó cansinamente las gafas y las limpió con una servilleta de papel.

—Puedes irte.

O’Hara no le dio ni las gracias. Se limitó a mirarnos mientras se levantaba y salió con su corpachón aparentemente torpe meneando el aire.

—Es una pena de chico, ¿verdad? —dijo el jefe sin dejar de frotar sus gafas ya limpias. Yo no le di ni le quité la razón. Me limité a cruzar las piernas debajo de su mesa de despacho y a apretar los muslos. Uno contra otro. Más fuerte. Uno contra otro. Seguí haciéndolo mientras charlábamos sobre cualquier bobada. Recuerdo que el jefe decía algo de derechos y deberes mientras yo me corría. Suspiré, como dándole la razón.