El Bellezas estaba sentado en la silla con la cabeza un poco ladeada pero no dormido. Los ojos muy abiertos y las manos ocultas a la espalda. No tenía buena cara, a decir verdad. De hecho, llevaba muerto unos treinta segundos.
—Joder, amor mío, te has pasado —le dije a Grande, que se lavaba las manos en el fregadero del garaje.
—¿Qué más da?
—Tienes una manchita de sangre en el cuello de la camisa.
—Joder.
A Grande, lo que más le preocupa siempre es ir de punta en blanco a todos los sitios, como un general. Se quitó cuidadosamente la camisa y empezó a frotar con agua y jabón la mancha del cuello.
—Es una camisa de ciento sesenta pavos.
—¿Tú crees que de verdad no sabía dónde puede agacharse ese Tirao?
—Ni idea, Chico. Se nos fue demasiado pronto.
—Llevamos una racha…
—Sí que es verdad. Pero a éste, de todas todas, había que darle pasaporte. Me di cuenta en el momento en que mi amigo el poli me dijo que ese tal Manosquietas había confesado de quién era el jaco. Este primavera, en cuanto hubiera tenido a la pasma encima, nos habría delatado. Apuesto las pestañas.
Miré al fiambre. Después recorrí con la vista el garaje. Un buen sitio. Aislado, silencioso, seguro. Yo creo que el Bellezas no supo que íbamos a apiolarlo hasta que lo metimos aquí. Los veinte kilómetros de carretera que separan Madrid de Pinto se los pasó tranquilo, aunque no le dejamos fumar en su propio coche. Estaría drogado. Si dos tíos como nosotros me llevaran a mí a Pinto por la noche, así, sin decir nada, yo sospecharía, sin dudarlo, que me querían cortar el cuello. Nunca me ha gustado Pinto. Antes había demasiados atascos y ahora hay demasiados chinos. Mal rollo. Pero el Bellezas, seguro, venía puesto de jaco. La verdad es que no se entiende que un hombre se gaste el dinero de su hija en comprar marrón.
—No se entiende que un hombre se gaste el dinero de su hija en comprar caballo. Éste no me da ninguna pena. Por muy muerto que nos mire.
—Son gitanos, Chico. Peores que los perros.
—A mí los perros me parecen bien. No he matado a ninguno. Bueno, sí, de chaval. De un cantazo. Un foxterrier.
—Eres un gilipollas. A mí me encantan los foxterrier.
—De verdad que lo siento. ¿Qué hacemos con el gitano?
—Dejarlo aquí. Mi amigo el poli se encarga. Cuando esté de guardia, hace saltar la alarma y se meten él y su primo y, ay, sorpresa.
—¿No se va a enfadar?
—Él ya sabía lo que había.
Observé otra vez al muerto. El Bellezas no me había caído bien ni en vida ni ahora, aunque lo cierto es que lo conocí poco. A tres metros de la silla, el cochazo que se había comprado con el dinero de su hija. Tampoco entendía que alguien se pudiera haber gastado el dinero de su hija en un cochazo. Al menos, coño, una persona humana lo que hace es esperarse un tiempo. ¿No?
—¿No crees que deberíamos desatar al gitano y sentarlo en su coche? Así es que parece que ha sido una ejecución.
—No, déjalo así. Mi amigo lo prefiere. De esta manera parece que lo han hecho unos turcos o unos rusos, gente borrica y animal. Si ven algo de sentido de la humanidad en el trato a este puto gitano, no archivarán tan fácilmente el caso como ajuste de cuentas.
—A veces me pareces demasiado frío para ser español, perdona que te lo diga.
—Mi abuela era portuguesa.
—Será eso.
Grande se volvió a poner la camisa y se quedó algo contrariado por el desplanche que comprobó en el espejo retrovisor del cochazo del muerto. Como llevábamos guantes de goma, sólo hubo que ponerle el tapón al fregadero del garaje y dejar abierto el grifo para que todas las huellas de suelo se diluyeran en la inundación. La idea fue mía y Grande me felicitó por mi astucia. Agradezco que se me reconozca lo que es mío y él, que de tonto no tiene un gramo, lo sabe.
El exterior del chalé donde habíamos escondido al Bellezas durante aquellas horas no daba problemas: el camino hasta la salida era de grava y ahí no hay huella que sirva. Nuestra furgona nos esperaba doscientos metros más allá, entre robledales, paseo que disfrutamos en silencio porque la noche estaba desapacible y el frío no invitaba a confidencias.
—¿Y ahora? —le pregunté cuando salimos de Pinto y entramos en la M-40.
—A hacer guardia. Hay que pararse por cerveza y bocadillos.
—¿Dónde es la espera?
—Mi amigo cree que la fulana a la que detuvo Jara es la ex del Tirao. Igual el gitano se aparece por allí y recuperamos mi cartera.
—Entonces, la pasma también estará vigilando el piso. ¿No se te ha ocurrido pensar en eso?
—Mi amigo no le ha dicho a Jara quién es la chica.
—Eso que me dices es cojonudo.
—Nos va a costar dinero, que mi amigo no vive del aire.
Pasamos por Leganitos para coger toallas y ropa limpia, y paramos en un 24H para aprovisionarnos de bocadillos, leche y cerveza. A las dos de la madrugada ya habíamos aparcado el coche en un subterráneo cercano a la casa de la tal Charita. Después buscamos un refugio en la acera de enfrente.
—Viva la crisis —dijo Grande.
La verdad es que, desde que estalló la crisis, se ha facilitado mucho el trabajo de los que tenemos que hacer seguimientos o espionajes. Supongo que la gente de la pasma estará de acuerdo conmigo. Frente al piso de la tal Charita, había media docena de ventanas con el cartel de se alquila o se vende ofreciéndose a los callejeros. Allanamos cuidadosamente un cuarto piso que estaba bien, con dos baños, salón y tres habitaciones, casi todo exterior, aire acondicionado y calefacción de gas natural. Para mi gusto, la cocina era lo único que necesitaba reforma. Pero, desde las ventanas, se veía perfectamente el salón a media luz de la tal Charita. El colega pasma de Grande nos había dado la dirección exacta.
—¿No vamos a llamar a J?
—Mañana lo llamo. A primera hora.
—Se va a cabrear cuando se entere de que no hemos podido recuperar tu cartera.
—Que se cabree.
Eché el pasador de la puerta de entrada.
—¿Y si viene alguien?
—No te preocupes, chaval. Viva la crisis. La gente no tiene pasta para comprarse un piso ni tiempo para andar mirándolos.
—Eso es verdad. ¿Tú primero o yo?
—Tú —me ofreció Grande, siempre tan galante y educado.
Me quedé dormido en el parqué mientras observaba su perfil fumador asomado a la ventana. Ya sé que es tontería, pero, en aquel contraluz, a mí Grande me parecía hasta alto y guapo.
—Mañana, cuando llames a Jota, no te olvides de decirle que se traiga mi gabardina negra —le escuché ya en duermevela—. No se le nota la sangre salpicada. El Adolfo Domínguez ese sabe coser trajes.
—No te preocupes, cariño —respondí.