XXXVI

La voz dulce que inunda el blancor carece de entonación, de aliento, de resonancia humana, de eco, de sexo. ¿Te acuerdas, Tirao? Aquella voz… Trabajabas en el aeropuerto de Barajas. A jornada partida. El mejor carterista de Madrid.

—Por su seguridad personal, rogamos mantengan su equipaje a la vista en todo momento; recuerden los señores pasajeros que, diluidos en nuestra edénica civilización, hay gitanos con navajas, maleantes de toda laya, prostitutas, carteristas, sidáticos, ralea, inmundicia, turbamulta, izquierdistas, violadores de niños. La dirección del aeropuerto no se hace responsable de sus valijas hasta que hayan sido facturadas. Si los señores pasajeros desean presentar una queja o una reclamación, les agradeceremos que desistan: haber pensado antes en manos de quién depositan su voto, joder.

—Sole, está sonriendo.

El cabrón del Tirao se ha dado cuenta de que soy yo. Me conoce. Hemos pasado muchas horas juntos. Hemos asaltado muchas gasolineras juntos. Hemos enterrado a su padre y a su madre juntos.

—Bueno, ya lleva un par de horas sin convulsionar. No me extraña que sonría.

—Anoche te asustaste, ¿verdad?

—Quiero mucho a este gitano, niña. No lo conozco y no sé por qué, pero quiero mucho a este gitano.

—Huele un poco. ¿Quieres que le cambie yo el pañal?

—No, vete un rato al salón e intenta dormir un rato. Al Tirao no le gustaría que le cambiaras tú el pañal.

La planta de psiquiatría del hospital. Cuerdas. El colchón y las sábanas empapadas de sudor. Olor a vómitos, a diarrea, a orina concentrada de riñones resecos, a formoles, a últimos alientos sin últimas voluntades; no me cambies de tema, Tirao; no profundices; el terror se disipa si profundizas, si piensas, Tirao; no quieras pensar demasiado. Si piensas, nunca conseguiré que tu terror se transforme en horror, y entonces te venza para siempre. No te vayas contra las cuerdas, Tirao, cobarde. Si no logro convertir tu terror en horror, quizá seas capaz de salir a la calle y no apañarte otra dosis, y entonces ya no podré volver a habitar dentro de ti, y mi trabajo es habitarte, no tengo casa. No me mires así. Es lo mismo que hace el ser humano con los planetas, con los jardines, con los sitios.

—¿Qué te pasa, Tirao?

—¿Sabías, monja, que el mono habla?

—Los monos no hablan, Tirao. Eso son los loros.

—No, el mono me habla.

—Mono es el que tú tienes.

—Ése es el mono que me habla.

Contra lo que proclama el saber popular, yo nunca dibujo en la conciencia elefantes rosas ni hago volar y precipitarse a las gentes. El saber popular está plagado de simplismos. El saber popular no ha leído a Thomas de Quincey. El saber popular se cree que, a los infiernos, se puede bajar en ascensor. Y que después, curado el anhelo de malditismo que todos lleváis muy dentro, se puede subir otra vez para preparar oposiciones a notaría, hipotecarse y comprarse una televisión de plasma delante de la cual marchitar pausadamente la flor del destiempo. Pero el mono no te deja. El mono manda en tu jaula.

—Monja, dame algo. Tengo que buscar a la niña de mis ojos.

—No, Tirao. Espera un poco. Tú eres fuerte. ¿Qué ha pasado?

—Tú sabes lo que ha pasado, puta.

—Yo no sé nada, Tirao. ¿Quién es la niña de mis ojos?

—Tenía que haber ardido contigo dentro…

Mierda. Me habéis distraído. Tanta explicación. Putos elefantes rosas. Niños te hablan, Tirao. Niños. La niña. ¿Te acuerdas? Escondido en un rincón para que Rosita no te viera pinchándote. Ahhhh, qué gusto. Pero ahora te está mirando. La niña abre los párpados y tiene dientes en vez de párpados. Dentaduras podridas que mastican la córnea y el iris cada vez que parpadea…

—¿Qué pasa, Sole?

—Vuelve a convulsionar. Ayúdame.