Antes de salir de casa, dejé a Mercedes limpiando el salón con su runrún de gata buena recorriendo la alfombra. Me gusta ver cómo se menea de un lado a otro con sus redondeces plateadas, parpadeando en la oscuridad de la casa.
—Ahí te quedas, amor mío. Déjalo todo bien limpito. Yo vuelvo enseguida. Aunque, si tardo, no te preocupes. Ya sabes cómo es O’Hara.
La compañía es algo muy importante en la vida de un policía. No tanto el amor. Además yo, con mi cara, tampoco nunca pude aspirar con garantías a que me amara nadie. Ni siquiera mi mujer o mis hijas. Ya, de pequeñas, Merceditas junior, Marta y Laura se echaban a llorar en cuanto su papá llegaba a casa. Yo, entonces, prefería imaginar que el llanto de mis niñas era intuición de la suciedad, el asco y la muerte entre los que había pasado el día su papá, recogiendo tripas humanas de la M-30 y metiéndolas en bolsas oscuras; rescatando a bebés violados e intoxicados de heroína por unos padres más ignorantes que perversos; entoligando a putas menores que te ofrecían amor eterno a cambio de que las dejaras darse el piro; soportando las vomitonas de conductores borrachos; persiguiendo por las calles a jóvenes neofascistas musculados a los que sólo O’Hara era capaz de dar alcance y un par de hostias; levantando falsos suelos de bares para sacar un par de kilos de jaco cortado con estricnina… Esas cosas.
Muchos compañeros, con el paso de los años, acaban con la tripa llena de pus, los dedos hinchados de ganas de matar, la boca alentada de podredumbres, el corazón sistoleando racismo y la conciencia alcoholizada. He calculado a ojo, en noches meditabundas, que eso les ocurre a los compañeros bajo cociente intelectual 115 escala WAIS-3, la de Weschler. Por encima de este nivel, los guripas ganamos en comprensión con el tiempo y la quema; nos volvemos blandos pero implacables, humanistas de gatillo fácil que en la noche lloran a sus muertos; nos alcoholizamos y nos despreciamos, y un día huimos de nosotros mismos —después de que ya todo el mundo haya huido de nuestro lado— con el cañón de la Beretta en la sien, la botella de valor casi vacía sobre el escritorio y un último cigarro negro en la boca. Yo tengo un paquete en el escritorio, aunque no fumo. O’Hara siempre lleva tabaco encima.
Me metí en el Mirlitón, un bar de Lavapiés, casi orillita del Rastro, que desde hace un par de años lleva un matrimonio bosnio, ella con cara de haber sobrevivido chupando pollas a militares serbios y él con dureza en los ojos de haberse vengado muy cruelmente de cada uno de ellos. Pero ahora son buenos chicos. Sólo trafican unos menudos de caballo afgano cuando hay crisis. Nada que objetar si tu WAIS-3 está por encima de 115. Nos huelen, nos soportan y jamás nos cobran una copa, por mucho que yo insista (O’Hara, que nunca tiene pasta, no insiste jamás).
—¿Por qué nunca tienes pasta, O’Hara?
—Porque un caballero nunca escamotea a sus amigos el placer de invitarlo.
En el bar sólo estaban el matrimonio regente y tres parroquianos de sabe Dios qué aldea bosnia arrasada. Hablaban bajo, como todos los bosnios, con la confidencia de pueblo perseguido ínsita hasta en sus confesuales gestos y en sus ojos azulísimos de haber reflejado mucho horror. Eran jóvenes, fuertes y fibrosos. Con buenos cuerpos para trabajar, joder o matar. No tuvieron que bajar la voz cuando entré. Además, nunca se me dio muy bien el bosnio, el croata o el serbio. Son idiomas ideados para gente que se debe estar callada. Pedí una copa de sljivovica que traen de contrabando desde Bugojno en camiones oficialmente fruteros, donde también se esconden jovencitas que van sembrando por los prostíbulos de carretera desde Port Bou hasta el Madrid afuerino, donde los picoletos siempre rompen más los cojones que en otras carreteras de la ruta.
O’Hara y yo no habíamos quedado. Pero supuse que querría verme aquella noche. Me dio tiempo a jubilar tres copas antes de que llegara. Olía a whisky, a ginebra, a ron, a Martini, a no haberse duchado después de follar; respiraba con una piedra de farlopa aún atascada en la nariz y su ropa arrugada exhalaba tufillo a costo afgano.
—Tienes buen aspecto —le dije.
—Tú cada día estás más guapo —me dijo.
Se sentó y levantó la mano. Erika la bosnia acudió antes de que su marido intentara adelantarse. La mujer se limpiaba las manos en el mandil como si así se pusiera guapa para recibir a su galán. Los dos sonreían. Erika era bella, aunque la crueldad humana la había engordado y arrugado prematuramente. Tenía las manos rojas de fregar y en las mejillas un rubor eterno de mujer que ha sido mil veces avergonzada.
—La bella Erika —declamó O’Hara—. ¿Cuándo vas a tener un hijo que se me parezca?
—Ay, no, no, no. Yo no quiero un hijo que se parezca a algún policía —respondió ella riéndose y sin dejar de frotarse las manos en el delantal—. Ni siquiera a tú.
—Me lo tomaré como un piropo.
—¿Un priopo? ¿Qué es un priopo?
—Una errata muy acertada. Tus priopos son priápicos —añadí yo, recibiendo de O’Hara una mirada afectuosamente despectiva.
—¿Nos traes una botella de esa sljivovica tan rica que os metéis de contrabando y dos copas? ¿Qué tal Mercedes? —me preguntó cuando Erika se fue al otro lado de la barra.
—La dejé en casa, aspirando.
—¿A estas horas?
—Es muy silenciosa.
—¿La aspiradora o Mercedes?
—Las dos. ¿Traes algo nuevo?
—Una mujer.
—¿Otra?
—Una mujer rara.
Miré con escepticismo sus pupilas dilatadas que disimulaban las rojeces de sus ojos.
—¿Tan rara como los niños?
—La novia del Tirao cuida a un niño raro.
—¿Ya empezamos otra vez, O’Hara?
—Al llevarlo al colegio, los seguí y ella empezó a darle una manta de hostias. He dado instrucciones de que la suelten con cargos esta noche. Pero no he pedido una orden de registro de su casa. Voy a ir a pelo. Creo que, si voy sin mandato, se acojona más que si lo llevo. Algo nos contará.
—¿Tan fuerte fue la paliza que la podemos putear así?
—Fue una paliza rara.
—Joder, O’Hara. Estás perdiendo aquella gracia que tenías para adjetivar.
O’Hara bebía una copa por minuto. Mientras hablaba, rellenaba el chupito. Y durante mis réplicas apuraba la copa de un trago sin desclavarme sus pupilas saturnales.
—¿Tú qué tienes? —me preguntó.
—Quizá nada. Cruzando los datos de las mujeres, no hay muchos puntos comunes. Lo mismo con los niños esfumados. Pero hay un detalle.
Bebí un trago y pensé bien lo que le iba a decir, porque no hay nada peor que darle información desviada a un genio loco.
—La compañía de colocación.
—¿La compañía de colocación de quién?
—De las madres.
—De las madres raras que cuidan niños raros —dijo misterioso.
—Ya empezamos. —Bebí un trago, más para que O’Hara no siguiera bebiendo que por apetencia—. Todas fueron colocadas a través de distintas fundaciones humanitarias que operan en España. Más o menos una decena: Funinfancia, Vive, Integración, una tal Asociación de Padres de Todos los Niños…, y Sanitale.
—La furgoneta que quemaron los gitanos.
—La furgoneta que quemaron los gitanos —repetí.
—Para hablarme en repetido, podrías haberte traído al loro. ¿Qué más?
—Los donantes.
—¿Qué les pasa a los donantes?
—Todas las personas que han contratado a las madres gitanas que han perdido niños son donantes de alguna de estas fundaciones.
—Es normal. Son asociaciones integradoras de ex yonquis, ¿no?
—Sí, pero hay muchos donantes que dan cantidades razonables. Digamos seiscientos euros al año, trescientos, cien… Todas las familias de tus niños raros han tirado la casa por la ventana. No sólo han contratado a las gitanas huérfanas de hijo como limpiadoras o mucamas o como se diga ahora. Yo nunca he tenido. Han aportado una media de medio millón de euros por barba.
—Joder para las buenas conciencias —exclamó O’Hara atragantándose con el licor.
—Algunos quinientos mil pavos cada año durante tres o cuatro. Otros han llegado a tres millones de un envite. Eso sí, siempre a través de empresas y fragmentado, para que no cante mucho. Nunca personales. Pero, como no me estás jodiendo en el despacho, he tenido tiempo a rastrear el origen del dinero.
—Más —requirió con su cerebro ya haciendo ruido de motores despegando.
—Lo demás es divergente. Algunas de esas asociaciones o fundaciones son ultracatólicas.
—Avemaríapurísima.
—Otras, como Sanitale, tienen todo el día a la Iglesia encima por el tema de las células madre y esas chorradas.
O’Hara se quedó un rato en silencio, rumiando.
—Vale, Ariadna —me dijo—. Pero no encuentro el extremo del hilo.
—Yo tampoco.
Los bosnios seguían confidenciando sus muchas penas y sus avaras glorias. Erika y Alexandru limpiaban la barra con fragor de quien teme una inminente inspección de Sanidad (siempre lo hacían cuando los visitábamos). O’Hara se frotaba la frente como si fuera la lámpara de Aladino de la que iba a salir, de un momento a otro, su luz oscura.
—Siempre hay un momento en el que parecemos tontos, ¿verdad?
—Yo siempre parezco tonto, O’Hara.
—Eso te pasa por guapo —contestó sin dejar de trajinar sinapsis.
—Seguimos sin tener nada.
—No seas impaciente.
Y, en cuanto terminó la frase, sonó mi teléfono. No era mi mujer, ni ninguna de las tres niñas, ni sus novios para mí desconocidos, ni mis hermanos perdidos, ni mi madre muerta. Era la policía.
—Vamos —le dije a O’Hara en cuanto colgué.
—Han encontrado muerto a Monge, ¿verdad?
—Debería haber apostado, para una vez que gano. No, no es el Tirao.
—Me alegro por nosotros. ¿Quién?
—Una gitana. Sobredosis. A la salida del Poblao.
—¿Asesinato?
—Pinchazo en la carótida. Heroína adulterada, parece.
—Qué poco profesionales.
Como siempre que había trabajo, a O’Hara se le pasó el pedo de repente, se le afilaron los ojos y se le secó el sudor de la cara. Hasta parecía mejor peinado. Cuando salimos a la calle, sólo desentonaba en su impecable aspecto de policía secreta la botella de sljivovica terciada que colgaba de su mano.
—¿En tu coche o en el mío?
—Si fuéramos en el tuyo, tendría que hacerte soplar —contesté.
O’Hara encendió la sirena de mi coche mientras yo conducía por un Madrid ya semivacío. A O’Hara le encantaba poner la sirena. Para joder a las almas que se retiran pronto a sus cuidados y para despertarse él mismo del todo.
—¿No me preguntas quién es la gitana?
—Si fuera la madre de la niña, no me harías esa pregunta, alma de cántaro. No tienes ni puta idea de quién es la gitana.
—Vete a la mierda.
Tardamos veinte minutos en llegar a Valdeternero. Un coche de la Guardia Civil había dejado los azules encendidos a orillas de una estructura urbana coja, inclinada, inconclusa. Le dije a O’Hara que tomara nota para dar parte: aquello era un peligro para la ciudadanía.
—Los gitanos no son ciudadanía, Pepe —me contestó, y no apuntó nada.
Sólo una pareja picoleta velaba el cadáver en el garaje inacabado del inacabado edificio Formentera. No era nada más que una gitana muerta. No había curiosos ni jueces ni periodistas. Sólo la muerta, la muerte y las ratas.
—Es nuestra, compañeros —dijo O’Hara al llegar.
—Menos chulería, que te reventamos de una hostia —contestó el picoleto más joven, un chaval de unos veintiséis años, fuerte y con cara de haber podido dedicarse a cualquier otra cosa.
—Coño —exclamó O’Hara deteniéndose ante él—. Un picoleto inteligente. Inspector Pepe Jara, pero llámame O’Hara. Este guaperas que viene conmigo es el inspector Pepe Ramos.
Se dieron la mano.
—Yo soy Ridao y éste González. Tenemos el carné de baile completo. El juez no viene hasta mañana. Las gitanas muertas no despiertan jueces a medianoche.
—Vamos a ver a la reina de las fiestas —dijo O’Hara.
Era una gitana joven de rasgos perfectos. Su cuerpo yacía elegante como una Ofelia de Odilon Redon pero sin nenúfares. Aunque era tan bella que las cagadas de gato, las latas oxidadas, los trapos innombrables y las huellas de rata que había a su alrededor parecían nenúfares. Sentí una compasión infinita pero hacia mí mismo. Yo hubiera cuidado a esa gitana, la hubiera abrazado, la hubiera amado, la hubiera arropado por las noches, le habría acariciado el pelo mirando el silencio de la ciudad por mi ventana, la habría dejado dormir por las mañanas, habría incluso permitido que se fuera con otros hombres más jóvenes y más bellos sólo con la condición de que volviera. Ya sé que yo no seré nunca un chollo. Pero estar conmigo es mejor que estar muerta, gitanita. O eso creo.
O’Hara, que es tan listo, me sonrió.
—¿Ya te has enamorado, Pepe? —preguntó.
—No digas chorradas.
Se había dado cuenta porque las otras linternas iluminaban el entorno y yo sólo alumbraba aquel cuerpo muerto. O’Hara empezó a hacer fotografías.
—¿No acordonamos? —preguntó Ridao.
—¿Para qué? ¿Quién la encontró?
—Nosotros. Nos tienen paseando por aquí desde lo de la Sanitale.
—¿Y os metisteis aquí? Vosotros sois un par de pajilleros.
—Nos has pillado. Vinimos porque González, a veces, tiene alucinaciones. Me dijo que había visto luces de linterna cerca. Nos aburríamos mucho y vinimos a dar un garbeo. No hay mucha marcha estas noches por el Poblao.
—Vaya par de colgaos.
—No todos podemos llegar a catedrático, eminencia.
O’Hara sonrió. A O’Hara le encantaba que lo insultaran con cierto estilo. Cuando hubimos fotografiado todo y recogido toda la basura con guantes para meterla en bolsas de precinto por si el laboratorio añadía algo a nuestra nada, O’Hara bostezó.
—Joder, Ridao. Tengo resaca y sueño. ¿Por qué no somos un poquito cabrones y le privamos al juez de ser el primero en sobar a la belleza?
—¿No te apetece quedarte hasta que venga? El amanecer aquí es precioso —intentó disuadirlo Ridao.
—Es que tengo una paja esperándome en la cama —contestó O’Hara—. Y no le gusta que la hagan esperar. Cualquier día me voy a encontrar a mi mano derecha con otro.
—Si es por eso, vamos.
Nos agachamos ante el cuerpo de la gitana. La registramos. En su bolso no llevaba documentación. En su bolso sólo había postales de carteles de películas antiguas: Clark Gable besándose con Olivia de Havilland en Lo que el viento se llevó, Gary Cooper besándose con Sara Montiel en Veracruz, Charlton Heston besándose con Sophia Loren en El Cid, Paul Newman besándose con Victoria Principal en El juez de la horca, Humphrey Bogart besándose con Lauren Bacall en El sueño eterno, Robert Redford besándose con Katharine Ross en Dos hombres y un destino, Marilyn Monroe besándose con, otra vez, Clark Gable en The Misfits… Así hasta un par de cientos de besos y postales. Y también había en el bolso un pañuelo en el que ponía, bordado, La Muda, y una dentadura postiza. O’Hara, con un bolígrafo, le abrió la boca a la gitana para comprobar que no tenía dientes.
—Si lo de los dientes no te ha desenamorado, Ramos, mírale a ver si lleva bragas.
—¿No os estáis pasando? —preguntó Ridao.
—Las lleva —dijo O’Hara antes de que yo mirara—. Esto no es una violación. Pero vamos a comprobarlo, ¿no?
—De acuerdo, eminencia.
—Lleva bragas —confirmé yo.
Pero no dije que eran unas braguitas blancas de aquéllas que se llevaban antes, no un vulgar tanga. Unas braguitas inmaculadas de niña buena, de niña que hasta se había aguantado la vejiga al morir para no manchar el universo con las defecciones de su cadáver. Unas braguitas que abrazaban un coñito peludo, como le gusta a los gitanos, de rizos casi núbiles huyendo poco a poco hacia las ingles. Me hubiera gustado ver esas braguitas colgadas de mi tendal blanqueándose al sol de abril, al sol de mayo, a cualquier sol. Maldigo, cada vez que veo a una muerta bonita, haber nacido tan feo.
—No era una yonqui —dijo O’Hara—. No hay más pinchazos que el de la garganta.
—Qué mierda de mundo —dije yo.
—Sólo te falta decir que la culpa no es nuestra —bromeó Ridao mirando fijo a mis ojos enamorados.
—No —añadió O’Hara—. Ramos nunca miente.
Yo cogí la manita de la muerta, fría de vida al menos desde hacía veinticuatro horas. Una manita pequeña a la que deberían haber enseñado a tocar el arpa. Qué hortera es el amor.
—Le han quitado el anillo de casada.
—Seguramente se lo quitó ella antes de salir de casa. El anillo de esta niña no debía valer un duro.
—¿Puta? —preguntó Ridao, y yo le mandé una mirada medio batracia, medio asesina.
—No tiene pinta —contestó O’Hara—. Pero puede. Vamos a ver quién es. —Desanudó las cuclillas—. ¿Te vienes? —me preguntó alejándose y encendiendo un pitillo.
—¿Os largáis? Qué aburrimiento.
—González nunca habla —añadió, socarrón, González.
Todos se rieron menos yo.
—No, volvemos en un rato. Quiero saber quién es la niña antes de largarme.
Seguí a O’Hara entre desperdicios hacia el Poblao. Algunas hogueras moribundas alumbraban la noche. También ojos de gato acechando ratas. Pocas luces en las chabolas. Runrún de televisores incordiaba el silencio. Unas ranas lejanas.
—No me jodas que te vas a inventar un testigo —le dije a O’Hara.
—No tanto.
Llegamos hasta la casa de la niña desaparecida, la niña Alma. O’Hara pateó la puerta sin llamar. El silencio se rompió del todo. El cristal de la ventana que había junto al dintel estalló unos segundos más tarde, como quebrado por otro golpe. La luz descubrió una televisión de plasma destrozada en un salón cocina con electrodomésticos de última generación, ropa descuidada, algunos juguetes y libros infantiles. O’Hara siguió montando escándalo hasta que una figura pequeña y ratonil se plantó en la puerta. A modo de saludo, O’Hara le plantó a la figura ratonil una sonora bofetada en la mejilla izquierda. El gitano tuvo suerte. O’Hara es zurdo y sólo usa la derecha cuando no tiene intenciones de matar.
—Éste es el poli bueno, así que ya verás si colaboras —me presentó O’Hara ante el gitano aún tambaleante—. ¿Tú quién eres?
—Me dicen Manosquietas.
—Llévame a tu chozo.
O’Hara apretaba con su manaza la clavícula del gitano mientras éste nos introducía en la chabola aledaña a la del Bellezas. Se adivinó la figura de una mujer semiincorporada en la cama al otro lado de la cortina que separaba el salón cocina —por llamarlo de algún modo— del dormitorio.
—Tranquila, mujer. Son unos amigos —farfulló Manosquietas—. Déjate estar. ¿Qué quieren ustedes?
—Lo primero, que pongas una raya de veinte centímetros, que me estoy cayendo de sueño.
—Yo no uso de eso, señor policía, yo de eso no uso.
—Ni sabes de qué te hablo. —O’Hara levantó, ahora, la mano izquierda abierta sobre la mejilla temblorosa de Manosquietas.
El gitano se movió como accionado por un motor que llevara oculto en el culo y se agachó bajo el fregadero.
—Esto no es mío, señoría, pero tenga usted.
O’Hara cogió el bolsón de medio kilo de perico, lo rajó con un cuchillo de cocina y se preparó veinte centímetros de cocaína sobre el hule de la mesa.
—Ahora dame el jaco y lo marrón —ordenó después de aspirar—. Joder, Manosquietas —dijo sorbiendo el polvo—. Qué bien nos cuidamos. ¿Boliviano, quizá? No me mires así y sácalo todo, que te doy.
—Esto es ilegal.
Error.
El gitano voló con los pies a treinta centímetros del suelo y se muñequizó, desarticulado, sobre el fregadero. Cuando el pelele resbalaba hacia el suelo lentamente, sin consciencia, O’Hara lo sujetó por el cuello y lo mantuvo erguido hasta que recuperó su natural consistencia ósea.
—Venga —dijo—. Sé hospitalario.
El Manosquietas se agachó y levantó una portezuela del tablao del suelo. Sacó dos bolsas de polvo marrón que O’Hara arrojó contra mi pecho. Las cogí malamente.
—Luego nos hacemos un millón de chinos. Ahora, tú, vente con nosotros. ¿Y el hachís?
Manosquietas meneó la cabeza muy lentamente, con los ojos aún llorosos por la hostia.
—Ya. El costo es de probes, ¿eh?
—Usted lo ha dicho.
O’Hara asomó la cabeza tras la cortina del dormitorio y dijo muy educadamente:
—En un rato se lo devolvemos, señora. No tenga apuro.
Después se metió la bolsa abierta de cocaína en el bolsillo de la chupa sin preocuparse de lo que se perdiera.
—¿Adónde me llevan? —osó preguntar Manosquietas.
—Queremos que nos presentes a una dama.
—¿No registramos antes, Pepe? —pregunté yo.
—Nunca le quites todos los caramelos a los niños.
Cuando regresamos al garaje inacabado del inacabado edificio Formentera, González y Ridao nos observaron con ojos alucinados.
—Os presento al Manosquietas. Tiene un perico cojonudo. —Sacó la bolsa—. ¿Queréis?
—Yo sí —dijo González—. Ridao es una estrecha.
—¿Quién es la chavala? —O’Hara empujó a Manosquietas por el hombro hacia el cuerpo yacente de la gitana.
—Es la Muda.
—Tú también eres medio mudo, ¿no? Su nombre verdadero.
—Aquí nadie gasta nombre verdadero, señor.
—¿Tú como te llamas?
—Manosquietas. José Ramos Ramos es mi nombre de carné, si tiene usted interés en conocerlo.
—Encantado, doble primo —dije yo.
—¿A qué se dedicaba?
—Se hacía cocodrilos con el Tirao por Gran Vía. Ella se vestía de puta bien y levantaban carteras a los panolis.
—¿Dónde está el Tirao?
—No lo sé.
O’Hara presionó la clavícula de Manosquietas, que se hizo aún más pequeño de lo que es.
—No lo sé. No me trato. El Tirao no se trata con nadie. Sólo con la Muda.
—¿Se metían?
—No. El Tirao no se metía. Ni la Muda. Se mete mucho el marido de la Muda —vaciló—. El viudo de la Muda. Joder, cuánta desgracia, señor, cuánta desgracia nos ha caído a los probes.
—¿Quién es el marido?
Soltamos a Manosquietas y nos llevamos al Relamío a comisaría. Registramos el chabolo de Monge, alias el Tirao, alias Maca, alias Largo. Nada sucio. En una jaula, un canario. O’Hara le puso alpiste y agua y habló con él durante unos minutos. Es un orgullo ser amigo de O’Hara cuando se comporta como un ser humano. Más tarde, dimos indicación de que el laboratorio intentara comprobar si el jaco que había matado a la Muda era de la misma marca que el que le habíamos confiscado a Manosquietas. A O’Hara se le caía, de vez en cuando, una nube de polvo blanco del bolsillo de la chupa. Yo, por alguna extraña intuición, empezaba a mirar a mi amigo como si ya estuviera muerto. El Relamío no nos dijo nada de interés sobre su malograda esposa muda y, en cuanto empezó con el mono, lo dejamos marchar. Nosotros paseamos un rato. Ninguno de los dos habló mucho. Yo no podía quitarme de la cabeza el cuerpo de la gitana muerta, como si así ella y yo pudiéramos, al menos, pasar un rato juntos. La mañana amaneció nublada y Madrid, indiferente.