—¡Ah!
—No grites tanto, que te van a oír los vecinos.
—Bufff. No me jodas, Chico. Bufff.
—Je, je, je.
—No te muevas tanto, bufff, que ya sabes que ahora me molesta, bufff.
La oscuridad es total. Sólo a veces un fragor de voces sin batalla altera la paz de la calle Leganitos.
—Cuando dijiste lo de darle pasaporte a Jota, sólo era un farol.
—Hostia, Chico, bufff. Que te he dicho que te estés quieto.
—Te pone cachondo cuando hablamos de matar. Lo estoy notando. Ha, ha, ha.
—Quieto, bufff, mamón.
—¿Lo dijiste en serio? ¿Lo de matarlo?
—Lo he pensado mejor. No le vamos a decir nada. ¡Ahhh!
—La pesta ya tiene que haber encontrado el cuerpo de la gitana.
—Pero el del gitano, ay, ah, no lo van a encontrar nunca.
—Eso si no ha salido a morirse fuera del vertedero. Era un gitano muy grande y no le metimos todo.
—Con lo que le metimos ya es bastan…, bastante.
—Si lo encuentra la pesta con tu documentación, vas jodido.
—Vamos. Vamos jodidos.
—Tú no me harías eso. Te callarías la boca.
—Con lo bien que íbamos a estar en el talego tú y yo juntitos…
Cuando pasa un rato y los ojos de los muertos se acostumbran a la oscuridad de la habitación, se pueden distinguir los cuerpos de Grande y de Chico abrazados en trenecito sobre las sábanas de la cama enorme. Una imagen grotesca que a los muertos de muerte no natural no les provoca ninguna risa.