Había tomado la precaución de buscar en mi desorden las llaves del apartamento de O’Hara antes de presentarme allí. También había escogido cuidadosamente la ropa entre las reliquias que conservo de los dieciocho: unos vaqueros de pitillo, color azul oscuro, de Diesel; un largo jersey morado de lana trenzada de Esk que sugería atisbos de piel íntima bajo su suavidad corderita, y un abrigo gris oscuro de media capa y botones grandes, algo desleído en inviernos colegiales de mucha lluvia, y me calcé unas falsamente antiguas bailarinas Repetto, negras y de inspiración sesentera. Me peiné para parecerme aún más a la niña que yo era en la época en que nos habíamos conocido y, para disimular el cansancio de mi cara, rescaté del fondo de una vieja mochila un maquillaje La Prairie, carísimo, que no se nota ni huele. Bosquejé una sombra casi imperceptible sobre los ojos para dotarlos de un aura de melancolía y abrillanté mis labios con un cacao transparente que proporciona al melancólico lienzo el necesario puntito de sensualidad vagamente salidorra. Finalmente, me miré en el espejo de cuerpo entero y sonreí complacida. Había conseguido ese perfecto aspecto de niñita gilipollas a la que un tío como O’Hara no le negaría nada nunca. Ventajas de conocerte a tus clásicos. Metí el ejemplar de El Quinqué donde me habían publicado el artículo, tras pagarle al editor un donativo equivalente a lo que el periódico hubiera cobrado por un faldón de publicidad del mismo tamaño, en un bolso de Tommy Hilfiger de charol negro, y partí hacia el frente.
Eran las siete de la mañana y atravesé un Madrid poco amistoso, un Madrid con cara de haber dormido mal. No me importó. Cuanto peores fueran los prolegómenos, más preparada estaría para enfrentarme a la mala hostia policial de O’Hara, que tampoco dormía nunca bien.
El barrio de Prosperidad está cambiando. Lo noté mientras buscaba aparcamiento. Dicen que los ochenta mezclaron allí el rollo cañí con la canalla posmoderna. Los noventa instalaron grandes firmas de abogados y hasta restaurantes con nombres en inglés donde los aprendices de ejecutivo gastaban en una comida de menú treinta euros, que no tenían, sólo para aparentar. Ahora la crisis ha cerrado las pequeñas firmas de decoración y otras mariconadas, porque ya nadie decora nada ni casi se mariconea, y las grandes empresas se han ido hacia arrabales más baratos para acojonar a sus convenio-colectivizados trabajadores. Los restaurantes que te crujían en inglés han echado el cierre, y ya van sobreviviendo sólo los viejos bares de solysombra y churros mañaneros que nunca perecen y nunca parecen, ni han estado nunca, demasiado limpios. O’Hara debe de estar bien contento acodado en la barra de un bar guarro con su solysombra tempranero templándosele en el infierno del paladar.
Porque en su casa no estaba. Subí los seis pisos hasta su ático sin haber tocado el portero automático: se lo había reventado yo tres meses antes pulsándolo desesperada, durante más de una hora, en un arrebato de celos. Y O’Hara es de los que no llaman jamás a un técnico ni a un médico, por mucho que sus circuitos le funcionen mal. El timbre del 6-B sólo me devolvió soledad a través de la puerta. La abrí, rezándole a santa Mesalina para no encontrar a O’Hara con ninguna de sus putas. La santa me escuchó. La cama deshecha. Sobre la mesilla, un cenicero rebosante de colillas de distintas marcas, cabrón. El baño y la cocina sólo limpios a medias. Libros apilados en el suelo del pasillo, del cuarto, del salón, de la cocina… Programa del curso de Derecho Criminal de Franchesco Carrara; Principio de Derecho Criminal de Enrique Ferri; Obras completas de Conan Doyle; Historia de la criminología e Inteligencia y delincuencia de Maylle Blas; Poesía completa de Raúl González Tuñón abierta por «Los ladrones»; Trattato dei delitti e delle pene de Cesare Beccaria, una primera edición de 1764 robada por O’Hara, sin duda alguna, en alguna biblioteca más o menos municipal…
Abrí ventanas y persianas y dejé entrar el aire frío y viscoso de polución de la hora punta. Después recogí la ropa sembrada por el suelo y la metí en la lavadora, vacié los ceniceros y fregué los vasos abandonados por todas partes sin mirar si alguno tenía manchas de carmín. Todo lo que no debería haber hecho, todo lo que O’Hara nunca me hubiera dejado hacer, todo lo hice. Yo había formado parte de esta entropía y ahora me estaba pasando una fregona por la cara para borrarme el pasado. Por supuesto, cuando terminé de limpiar y ordenarlo todo, me eché a llorar. Y después me quedé dormida en el sofá del salón.
Me despertó un beso en la frente.
—Hola, niña pija.
—En los labios —pedí y obedeció.
—¿Cuánto cobras la hora? —preguntó observando despectivo la pulcritud de su apartamento.
Tenía el pelo sucio y desordenado, la ropa arrugada y sin conjuntar, la cara deslavada por una barba de dos días, los ojos rojos de no haber dormido y de alguna otra sustancia estupefaciente.
—Hoy estás guapísimo, O’Hara. ¿Me haces el amor?
—Nunca me tiro a la chacha. Va contra mis principios posrevolucionarios.
—Tú no tenías principios.
—Le he robado a Ramos los suyos. ¿Por qué lo has hecho?
—Porque sabía que te iba a molestar —parodié su viejo discurso contra mis pijerías virilizando la voz—: Mientras haya quien pague para que otros limpien su basura, habrá ricos y pobres, jodientes y jodidos, cabrones y encabronados. Es como pagar a alguien para que se trague tus heces. Siempre habrá alguien lo suficientemente necesitado para hacerlo. Es como pagar por sexo.
—Yo no hablo así, gilipollas —se rio.
—Sí hablas así. —Le tendí el periódico con mi artículo—. Léelo. También yo soy muy Che Guevarita cuando me sale de los ovarios.
Cuando levantó la vista de mi artículo publicado en El Quinqué, se le había borrado la sonrisa entera.
—¿De dónde sacaste los datos? —me preguntó.
—No insultes a tu inteligencia, ricitos.
—Ramos está gagá o muy salido.
—Le llamé preguntando dónde andabas y si estabas haciendo algo con lo de la niña. Quedamos para tomar un café. Él una copa, por supuesto. Y hablando, hablando, una cosa nos llevó a la otra. ¿Qué son los niños raros? Ramos cree que te estás volviendo loco. Me enseñó tu mail.
—Estaba muy puesto cuando lo escribí. No tienes derecho a desvelar nada sobre una investigación policial, compañera. Te puede caer un puro.
—Mi papá es abogado.
—Además, la mitad de las cosas que has escrito te las has inventado.
—Mira, O’Hara, cariñoño: serás un gran policía, pero no tienes ni pajolera idea de Ciencias de la Información. ¿Desde cuándo un artículo de periódico tiene que decir la verdad?
—No me jodas, Campeadora.
—Esta tarde voy a pasar por las redacciones de cuatro periódicos. De los de pago. Voy a vender la historia, O’Hara. Tú y Ramos no lo podéis hacer todo.
O’Hara soltó una carcajada.
—¿De verdad te crees que, porque cuatro becarios de los que te follaste cuando estudiabas escriban sobre esto, nos van a poner más gente para buscar a una gitana? Cambia de camello, niña.
—No me los follé. Y creo que ya no son becarios. Uno de ellos ya se afeita.
O’Hara se levantó de la silla y se quedó en pie frente a mí.
—Ven aquí.
Me acerqué y me apretó en su abrazo oso, y yo me dejé llevar hasta la cama y, mientras hacíamos el amor y su teléfono no paraba de sonar, yo pensaba en lo ilógico de la lógica de los hombres.
—¿Te crees que, por haberme hecho el amor, ya no voy a hacer nada? —le dije cuando terminamos—. ¿Sabes que te quiero?
Su móvil seguía molestando desde el salón. Empezó a acariciarme hasta que me volvió loca otra vez. La piel de O’Hara es suave como la de un niño. Cuando me desperté, él se había marchado. Me levanté de la cama y casi no podía caminar. Un dolor tirante en la cara interna de los muslos me obligó a sentarme otra vez. El resto de mi cuerpo estaba laxo. Mi esqueleto se había reblandecido bajo tanto sudor y tanta lengua. Mi coño todavía palpitaba, como si se me hubiera escurrido hasta las ingles el corazón.
Miré el reloj. Las dos y diez. O’Hara casi lo había conseguido. Yo había quedado a las tres en un restaurante ignoto del oeste afuerino de Madrid con un ex compañero ex anarquista que ahora escribía crónicas clasistas de sucesos en un periódico de la ultraderecha xenófoba disfrazada de neoliberalismo. A las siete tenía cita con un viejo verde sexista que me había echado los tejos siendo yo becaria en su periódico socialdemócrata ortodoxo y ultrafeminista. A las ocho debía llegar a un bar del centro con carita de niña puritana para encontrarme con un antiguo profesor del Opus Dei que se había convertido en columnista relevante de un diario poscomunista que soñaba fundir sus intereses con el panfleto socialista ortodoxo de toda la vida tras arrebatarle unas cuantas decenas de miles de lectores. Una agenda ideal para coronar una buena mañana de sexo.
—No sé, tía. El rollo de los gitanos no vende mucho, ¿sabes? Aparte, son tan cerrados que resulta muy difícil investigar.
—El trabajo de campo os lo podía hacer yo. Vivo al ladito del Poblao. Allí me conocen.
Ricardito, ahora casi don Ricardo, se me quedó mirando con cara de eclipse de luna. Y después se rio.
—Ximena, coño, que yo estuve en tu casa. ¿Era La Moraleja o La Florida?
—La Florida. Y era. Me mudé a Valdeternero.
Lo malo de los antiguos amigos es que siempre son más antiguos que amigos. Procuré sortear una hora más de banalidades para intentar convencerle, pero ya se sabe: el rollo de los gitanos no vende mucho. Corrí hacia la sede del periódico socialdemócrata ortodoxo y ultrafeminista.
—Eso es muy interesante. —El camarada Ares se atusó la perilla canosa—. Siempre me ha llamado la atención tu valor. Esa fuerza. Esa capacidad tuya para bajarte a la realidad desde tus orígenes. —Su mano derecha dibujó dos espirales en el aire aprehendiendo mis elevados orígenes—. Tus inquebrantables principios. Pero esto que me dices de que estás viviendo en Valdeternero… Es fuerte. Es muy, muy fuerte. Lírico por tu belleza y épico por tu gesto. Siempre supe que acabarías siendo una gran periodista.
Lo malo de dialogar con los viejos rojos es que no se puede contradecir la evidencia de que dos monólogos no hacen un diálogo. Escuché el arranque, oí en lontananza el entreacto y evité que el ruido molestara mi intimidad durante el desenlace. La voz del camarada Ares está muy educada en la arenga y la seducción, y era un fondo de pantalla agradable.
—¿Te invito a cenar y hablamos más reposadamente?
Le dije que no podía aceptar su invitación, que era en realidad una invitación a follar, y volé hacia la redacción del panfleto poscomunista, mi última esperanza. Sor Alfonsito —así llamábamos en la Facultad a aquel pálido y antilibidinal numerario del Opus Dei— me escuchó con atención beatífica, leyó devotamente la documentación que le entregué y me observó con resignación más que cristiana.
—Dios nos creó a todos los hombres iguales —dijo—. A todos, menos a los gitanos.
—No te entiendo, Alfonso —respondí en lugar de arrojarle la cerveza por encima de donde debería lucir el alzacuellos.
Una extensa divagación sobre la libertad bien entendida reconcilió su racismo con el bolchevismo de su periódico, y yo salí a la calle cagándome mucho en Dios y en la Teología de la Liberación y llorando también mucho.
A la mañana siguiente, uno de los periódicos abriría edición asegurando que el paro deceleraba y aún no raseaba el horizonte de los cuatro millones; otro daría en portada que el paro se aproximaba peligrosamente a los cinco millones ante la apatía gubernamental; el último informaría de que las emisiones de CO2 se combatirán con un derivado del guano de gaviota a partir de 2050, así que, mientras esperamos, será mejor respirar con precaución y cuidar a las gaviotas.
Madrid aguardaba espeso aquellas revelaciones. Las marujas se atrincheraban en los balcones tendiendo bragas manteleras y comentando la sospechosa infección vaginal de la del quinto. Los yuppies hablaban inglés en elegantes bares de estética irlandesa. Los adolescentes de los parques hacían botellón, porque ya no está de moda deshojar las margaritas. Los gobernadores del Banco de España se corrompían muy poco a poco para que nadie lo notase. Los camareros tosían de tuberculosis anímica sobre las tapas de callos, pero a la clientela le daba igual porque nadie teme contagiarse de una enfermedad que ya padece. Los poetas se bebían a sus musas con dos hielos. Con el siete a la espalda, Raúl González Blanco entrenaba subiéndose a la Cibeles ante la pasividad policial. Y yo escribía en un bar toda esta lírica uterina urbana de insobornable inspiración postista pensando en eso, en las grandes revelaciones que nos traería la prensa como canto del heraldo matinal.
La oscuridad de la tarde había convertido el ventanal del bar en espejo. Me espié en él. Tan bonita y tan inútil. La belleza siempre es un don insuficiente, salvo si has nacido estatua helena. Y yo sólo he nacido niña pija. Una risa llena de dinero. Un hermoso coral en lo más profundo del inagotable spleen de las clases altas. Esa guapa gente de derechas soy yo. Un sucio chochito rico.
Nunca rugiste como una loca
ni te inflamaste como una hoguera;
tú no has gustado sangre en la boca,
zumo del beso que desespera
porque se acaba cuando se toca.
Copié los versos robados en mi cuaderno de lírica uterina urbana de insobornable inspiración postista, cerré el cuaderno de una bofetada sin dejar de reojarme en el espejo, apuré de un trago el resto de menta poleo imaginándolo whisky y marqué el móvil de O’Hara pisando a fondo la pantalla táctil.
—Tengo que verte, O’Hara. Y que me abraces.
—Deberías leer menos a Concha Espina y escuchar algo más a Barricada —me contestó con esa desenvoltura de chulo que esta noche prefiere follarse a otra.
—Vale Barricada. ¿En tu casa o en la mía?
—En las dos. Cada uno en la suya.
—Te necesito más que nunca, O’Hara.
—Como todos los días, amor mío.
—Me hiciste muy feliz esta mañana.
—Pero se ha hecho ya de noche.
—No te me pongas ultraísta.
—Ni tú te pongas ultra-Sur. Hoy no puedo.
—Por favor, O’Hara… —Y cortó.
Volví a marcar, pero me respondió una muchachita de voz eunuca para invitarme a insistir más tarde. Le juré que lo haría. En el espejo seguía, sin mancharse, mi belleza. Que no podía hacer nada contra esa fealdad de niños muertos o robados o violados o perdidos o engañados que llenaba de escombros las escombreras gitanas de Madrid. La belleza es útil o no es belleza, escribí en mi cuaderno medio parafraseando a alguien, pero sin saber a quién. El bar se empezó a llenar de hombres y mujeres menos bellos que yo pero más útiles y me piré de allí. La lluvia moja sin lavar. Las ventanas de los pisos rectangulan soledades. Hay un fragor de silencios observando mi fracaso. No sólo como periodista. También como poeta, deduzco mientras repaso los lirismos que aquí he escrito.
Arrojé mi cuaderno por la ventanilla y arranqué el coche. Atravesé sucesivamente un Madrid insípido de serenos muertos ofreciendo en las aceras llaves que ya no abren nada; otro Madrid lleno de viejos y putas; algún Madrid renovado por tiendas de colores; un Madrid donde Pekín calla a la vuelta de la esquina; el Madrid de siempre, Goya, fusilando dos de mayos pero con un Archie abierto donde extraerte la bala; los madriles de chulapos que visten gorras de negro, y que son negros, y que ríen bajo la lluvia como si el Caribe se hubiera elevado a los cielos para mojarles las rastas, apoyados en los coches más mal que bien aparcados, y un último Madrid mío, desalojado de estrellas por culpa de tres farolas, con sus edificios mansos donde sólo sobrevives, con los baches de la calle dentellando neumáticos, con su olor a esquina oscura, donde nunca pasa nada, que no hay nadie a quién robar; ya ni las navajas sirven para sacar la basura, para matar por dos gramos o rajarte la cartera, para violar a una niña que aún no esté muy violada, para asustar a una vieja, p’amedrentar a un macarra. Por eso aparco frente a mi casa, calle de García Arano, barrio de Valdeternero, sin miedo a la oscuridad.
Y, antes de bajar, vuelvo a arrojar mi cuaderno postista por la ventanilla del coche. Pero, siempre, siempre, con la ventanilla cerrada.
Las tres farolas malalumbraban la calle. Nadie recordaba cuándo habían sido cuatro, cinco, siete, diez farolas. Ni ningún vecino preguntaba por qué en Valdeternero nunca se reponían las bombillas fundidas. Y a nadie le interesaba, después, adónde iban a parar aquellas farolas mudas cuando los chatarreros furtivos, por la noche, las arrancaban de cuajo del asfalto y se las llevaban sobre sus carricoches traqueteantes hacia ningún lugar.
Desde que vivo aquí, entiendo ese desdén de los miserables por las cosas materiales. Entiendo por qué permiten el saqueo de su miserable entorno. Por qué arrancan ellos mismos sus propias y miserables farolas para quedarse a oscuras. Por qué ellos mismos devastan los miserables columpios que han levantado los hombres de las corbatas para sus miserables hijos. Por qué ellos mismos destrozan las alegres y miserables marquesinas autobuseras que les pone en elecciones la miserable municipalidad.
Porque son limosnas.
Disfraces para que se le vea a la miseria sólo el antifaz. Para que no se asusten los turistas. Para que no se levanten los muertos del 36 y se pongan a hacer autostop en la autopista de nuestra miserable historia.
—Hija, eres una roja.
—No te preocupes, madre. O preocúpate sólo cuando empiece a demostrártelo.
Contesto muy digna dos minutos antes de levantar mi esbelto cuerpo elevado hasta el 1,70 al que te alza una infancia de yogures con tropezones y caminar esbeltamente hacia mi dormitorio de cama con baldaquino, o casi, y depositar mi pijería octubrera sobre las sábanas que ha lavado, planchado y estirado una criada.
Pero ahora han pasado dos o tres años y bajo del coche, y piso un charco de Valdeternero, charcos que no reflejan las estrellas, y recojo dos jeringuillas que han arrojado desde las ventanas de mi edificio los yonquis, y no encuentro un contenedor, y me las subo a casa por escaleras oscuras donde se huele que han muerto gatos y personas, y tengo miedo de pincharme un sida o un cuelgue, y tengo miedo de dejar de ser yo, y tengo miedo de que ya no soy yo, y tengo miedo de haber sido alguna vez yo, y tengo miedo de que ser ella sea tan difícil que yo no pueda serlo bien.
Mi puerta también apestaba a gatos y personas muertos.
Y a gitanos muertos.
Y a ruido de guitarras podridas.
Y a cerradura forzada.
—¿Hay alguien ahí?
Mi casa olía a gitanos muertos, a guitarras podridas, a gatos muertos, a ruido sucio. La cerradura, por dentro, no cerraba.
—¿Hay alguien ahí?
El pasillo estaba oscuro.
—¿Hay alguien ahí?
No encendí la luz. La gente cree que, cuando tiene miedo, la solución es encender la luz. Cuando tienes miedo, el instinto te dice que no enciendas la luz. Que nadie te vea. Olía a vertedero olvidado, a rayo clavado en el vientre de un potro, a bombilla encendida metida en el culo.
—¿Hay alguien ahí?
Cuando tienes miedo, las pequeñas luces te hacen compañía. Hablas con las luces pequeñas. Las estrellas, detrás de la ventana de la cocina, se emborronaban sin alumbrar.
—¿Hay alguien ahí?
Entré en mi habitación oliendo a olores podridos para siempre y vi que algo muy grande y muy negro enfangaba el claror de mi cama blanca. Entraba luz de cuarto creciente, mitad blancor y mitad negrura. Pero aquí no hay nadie. El cuarto creciente siempre engaña sombras. Sonreí a mi propio miedo. Y encendí la luz sin tener en cuenta el olor a gato destripado, bombilla quemada, rayo podrido, carne renegrida o gitano muerto.
Pero el gitano estaba vivo. Grité al encender la luz y él abrió los ojos. Y yo grité otra vez, pero sólo salió un gargajo mudo de mi boca. Ninguna niña pija, hasta aquel instante, había dejado escapar gargajo alguno de su boca salvo en alguna resacosa intimidad. El Tirao ocupaba toda la cama. Su ropa negra tenía costras de inmundicia. Su cara, el color de una aceituna enferma o vomitada. Su boca espumeaba bilis y sangre. Una brecha en la frente supuraba pus. Su estómago se elevaba y se sumía en las costillas como un fuelle de avivar fuegos. Sus manos ensangrentadas arrancaban, lentas pero fuertes, las costuras de mi edredón. Saqué el teléfono, pero no llamé a la policía. Empecé a teclear el número de O’Hara, pero lo pensé mejor. O lo intuí mejor, que no estaba yo para pensar. Salí de la habitación y cerré la puerta desde fuera. Empujé el aparador del pasillo hasta cerrarle al gitano la salida. Dejé que mi respiración se normalizara antes de comprobar que la puerta no podría ser abierta fácilmente. Empujé hacia mí la manilla y no logré mover el aparador. Sonreí orgullosa sabiendo que podría huir escaleras abajo antes de que el gitano consiguiera salir. La sonrisa se me borró cuando recordé que aquella puerta abría hacia dentro. Y se abrió. El gitano me miró con ojos transparentes. Como los de los yonquis de la metadona que atiende Soledad.
—No llame usted a la policía —pidió con voz pastosa antes de desplomarse tras el aparador—. Yo no le voy a hacer daño, señorita —farfulló desde el suelo.
Asomé la cabeza por encima del aparador y observé su cara durante unos segundos. Su cuerpo, a ratos, se retorcía como el de una culebra recién muerta, elevando el arco de la espalda sobre los hombros antes de caer pesadamente. Los ojos y la boca se abrían entonces pero sin expresar otra cosa que terror. Salté el aparador y me arrodillé ante él.
—Voy a llamar a una ambulancia.
—No, por favor. —Su voz apenas era audible.
—¿Qué le ocurre?
—Me han matado.
—No está usted muerto. —Puse mi mano en su frente; estaba fría.
—Tiene que atarme. Ponga el colchón en el suelo, por favor. Para que los vecinos… —Tardó más de dos minutos en articular las dos frases y media.
Perdió el conocimiento. Salté otra vez el aparador y le llevé un vaso de agua. Le mojé la cara y los labios. Y entonces supe que él había sido el ladrón inverso de cámaras que había evitado, con aquel mismo vaso de agua, que el loro de O’Hara se muriera de sed la noche del incendio de la Sanitale.
—¿Qué hago yo entonces? —le pregunté sollozando de impotencia. El gigante dormía su sueño cadaverino. Aunque todavía respiraba.
Marqué el móvil de Soledad. Le expliqué lo que ocurría.
—Hazle caso. El Tirao no se ha metido la heroína. Y busca algo para atarlo a la cama.
—No tengo nada para atarlo a la cama —grité deseando volver a ser la gilipollas que había sido, estar en casa de mamá viendo alguna película donde no se hiciera ni la más velada alusión a la miseria, a los miserables, a la verdad, a los niños muertos, a las chabolas, a las puestas de luna que encienden luz sobre lo que no querríamos ver. Una comedia romántica con Hugh Grant como único y estúpido protagonista.
—Vete a una sex-shop.
—¿Qué?
—Vete a una sex-shop y compra cadenas y cinturones de cuero, y ata al Tirao a los hierros de la cama. Me cago en Dios —maldijo la monja—. Y yo sin poder moverme de aquí.
—Yo no sé dónde hay una sex-shop, Sole.
—Pregúntale a un guardia. Pero date prisa. En cuanto le baje el efecto de la dosis, va a empezar a pegar brincos y golpes y vas a tener que llamar a la Policía.
—¿Y por qué no llamo ya a la Policía?
—Hazme caso, mi amor. Creo que sé de lo que estoy hablando. No, mejor. Dile a O’Hara que vaya él a la sex-shop. Y tú espéralo en casa. ¿Tienes bebidas alcohólicas?
—No.
—Debajo de mi cama, en la maleta, hay una botella de ginebra. Haz que el Tirao se la beba entera. Date prisa. Por lo que me dices, va a empezar a convulsionar en muy poco tiempo.
Llamé a O’Hara y me colgó. Tres veces le llamé y tres veces me colgó. Así que me lavé la cara, dejé de llorar, puse en el espejo cara de chica dura y vacié la botella de ginebra de Soledad en el gaznate del gitano. Me vomitó dos veces encima, pero dejó de convulsionar. Cogí ropa limpia y me di una ducha rápida para lavarme de bilis. En internet busqué la sex-shop más cercana —en Valdeternero, por supuesto, no había ninguna—, bajé al coche y me dirigí hacia allí. En los semáforos, aproveché para sacar de la guantera un maletín de belleza de la señorita Pepis que conservaba de mis tiempos de Snobissimo, y me pinté la boca y los ojos ante un espejo retrovisor que me miró enseguida con cara de ofrecerme algún dinero. Iba tan nerviosa que me pinté los labios muy por fuera y los ojos muy por dentro, y casi no veía las medianas de la avenida de Barcelona cuando torcí la esquina a la busca del Efe-O-ya-ya, un discreto establecimiento multicolor delante del cual se besaban tres parejas de gays subidos a los capós de los coches, y en cuyos portales adyacentes sombreaban silueta tres o cuatro prostitutas de sexo y precio inciertos. Antes de dejar el coche en doble fila, sin poner las luces de emergencia para que no pareciera que andaba anunciando las calenturas de mi clítoris, volví a llamar a Sole.
—Oye, Sole. Ya estoy donde me has dicho. Pero ¿cómo se piden las cadenas y los cueros para atar al gitano en un sitio así?
—Ay, mi tonta. Tú di que eres sado, y que esta noche tienes una pasta en el bolsillo y un esclavo o una esclava, ahí entran tus inclinaciones, para atarlo y someterlo. ¿Es que nunca has visto una peli porno?
—Será que yo no soy monja —le contesté casi sollozando.
—¿Y O’Hara? —me preguntó.
—Donde siempre se le puede encontrar. Apagado o fuera de cobertura.
—Me voy a quitar la escayola y me voy para tu casa, Ximena.
—Ni se te ocurra.
Y cortó. La llamé. El teléfono al que llama está apagado o fuera de cobertura. Inténtelo de nuevo más tarde. Imaginé a la bruta de Sole rompiendo la escayola con el canto del teléfono. Me reí entre lágrimas de tontería, vergüenza y pavor. Comprobé en el retrovisor que no se me había corrido el rímel, me arremangué la falda hasta el límite exacto donde tintinea el clítoris y bajé a la calzada. Bajé despacio. Rumiando mi papel. Imaginando lugares oscuros donde la gente probaba juguetes de guerra en trincheras que la naturaleza ya nos ofrece de fábrica.
Entré con los ojos cerrados en el Efe-O-ya-ya. Los abrí intentando adoptar mis pupilas a la oscuridad anunciada. Y me deslumbró un rayo multiplicado de neones blancos en los techos y plásticos refulgentes cuadrados militarmente en las estanterías. Yo, como siempre he sido medio gilipollas, nunca imaginé que una sex-shop pudiera no estar completamente a oscuras. Tardé en reconocer el paisaje. A mi izquierda, se alineaban en posición de firmes cientos de inmensas pollas plásticas; a mi derecha, otros tantos cientos de coños abrían sus promesas de látex sobre estanterías metálicas que, inexplicablemente, permanecían perfectamente secas.
—¿Deseabas algo?
Era un chico extremadamente guapo con los ojos extremadamente grises y los labios extremadamente besables.
—Quiero atar a mi novio con cuero y cadenas. Quiero atarle con cuero y cadenas y que él no se pueda soltar.
Sonrió lentamente. Y en sus mejillas aparecieron unos hoyuelitos extremadamente apetecibles.
—¿Y tu novio está de acuerdo?
Se me pasó la tontería de inmediato. Era uno de esos guaperas que enseguida te resulta extremadamente cansino.
—Si lo necesitas, me miras un rato más. Y te darás cuenta de que, si yo lo quiero, cualquier tío al que yo se lo pida también lo quiere.
—Dices frases demasiado largas para mí. Vente.
Se dio la vuelta y lo seguí hasta el fondo del supermercado. Algunas tías miraban el producto con tanta avidez que parecían a punto de cogerse un carrito.
—Éstas son más de mentira y éstas son más de verdad.
Pasó la mano por un perchero de esposas y cadenas que iban de las menos de verdad hacia las más de mentira pero que tintinearon al unísono.
—De las más de verdad. Cuatro. Y esos cinturones.
Eran bragueros de cuero con largas bridas, o cinchas, que, calculé, darían la vuelta a la cama por debajo para amarrar el cuerpo enorme del gitano.
—¿Y ésas para qué son?
—Para los tobillos.
—Dame dos. ¿Y ésas?
—Para las muñecas.
—Ésa supongo que es para el cuello.
—¿La del braguero la quieres con salida de polla o sin salida de polla?
—Con salida —dije pensando que el gitano, con el mono, se iba a mear.
—Tú me estás vacilando, ¿verdad, niña? —me preguntó el guaperas—. ¿Dónde están riéndose tus amiguitos?
—Si quieres, antes de envolver, me haces la cuenta. —Saqué la visa y el carné de identidad y se los puse delante de las narices.
—Es que para estos rollos nunca suelen venir las niñas solas… Tenemos cámaras de seguridad…
Me gasté trescientos sesenta y dos con ochenta pavos, y no me perdonó ni el con ochenta. Las tres parejas de gays se quedaron desempalmadas y ojipláticas cuando me vieron salir con las tres enormes y pesadas bolsas rebosantes de cueros y cadenas. Ya en el coche, me alejé dos esquinas del Efe-O-ya-ya con el corazón atorado entre las costillas, el coño húmedo y repugnancias olientes a látex en mis braguitas. Llamé otra vez a O’Hara, que me volvió a colgar. Conduje muy prudente hacia Valdeternero temiendo tener que mostrarle a una patrulla la naturaleza de mi carga.
Así que esto es el mundo real. Que una monja conoce mejor que yo. Un mundo en vena donde apesta a gitano muerto. Me horrorizó la idea de encontrarme muerto al Tirao. Pero también me horrorizaba la de encontrarlo vivo con un mono del quince. Subí las escaleras del edificio intentando mitigar el tintineo de las cadenas. Cuando abrí la puerta, me asustó una voz que susurraba desde el fondo del pasillo con fortaleza impropia de un susurro.
—Tranquila, soy yo —susurró a gritos Sole—. Cierra y vente enseguida.
—Cállate, que te van a escuchar los vecinos.
El espectáculo que me encontré en la habitación me hizo reír. Creo que ya ni siquiera era una risa nerviosa. Era una risa salida del poso de comicidad que tienen todas las tragedias. Allí estaba yo, con tres bolsas de cueros y cadenas lúbricas colgándome de los brazos. Detrás de la cómoda que había arrastrado para impedir la salida del gitano, sólo alcanzaba a ver la pierna enyesada de Sole, que había saltado el mueble y estaba sentada en el suelo e inclinada sobre el cadáver del yonqui. A su lado, un cubo lleno de agua en el que empapaba la bayeta con la que fregaba el pecho desnudo del gitano.
—Pero ¿qué haces aquí?
—Hija, qué tonta eres. No será porque hoy tengo los cojones de aventura.
—Sole, que nos van a oír.
—¿Qué hace ahí la cómoda?
No pude evitar que la risa tonta regresara.
—Era para que no saliera el gitano —conseguí responder; Sole me miró con cara de confirmar estupidez ajena.
—Anda, apártalo y ayúdame, que hay que subir al gitano a la cama y atarlo antes de que se despierte.
Mientras apartaba la cómoda con dificultad, Sole me puso al corriente de sus disparatadas peripecias.
—Ay, hija. ¿Cómo te iba a dejar con este marrón? Pues, en cuanto llamaste, me vestí, le pedí a mi compañero de habitación, que es un viejo con Alzheimer, que se vistiera también y que me sacara en silla de ruedas. Al gitano le he metido adrenalina para reventarle los huevos a un caballo…
—Joder, Sole, habla bien.
—Le pincharon en el cuello, Ximena.
—¿Le pincharon?
—Lo han querido matar, niña.
Yo le revelé a Sole que estaba convencida de que el Tirao era el hombre que había entrado en mi casa con mi cámara robada y las fotos, aquella noche en que el loro de O’Hara, de milagro, no se murió de sed.
—O’Hara está convencido de que él es cómplice de los que se llevaron a la niña Alma.
—¿Lo has llamado?
—Sí, pero no me coge.
—Mejor. Empapelarían a este pobre y le cargarían todos los gitanitos muertos del mundo. Conozco a tus policías —concluyó con malicia—. Anda, ayúdame a quitarle los pantalones, que huele como un rayo del infierno después de haber destripado al gato Pirri. ¿Qué te pasa? ¿Te da vergüenza ver a un tío en pelota a estas alturas?
Me agaché junto a ella y dejamos al gitano totalmente desnudo a nuestros pies. Fui a buscar más trapos y empezamos a frotarle la piel para quitarle aquel olor a aquelarre.
—¿Quién es el gato Pirri?
—¿Y yo qué sé? Hija, te preocupas de cada chorrada…
Cuando le dimos la vuelta al cuerpo absolutamente inerme del Tirao, después de varios intentos, fuimos conscientes de la dificultad que iba a entrañar para una pija sin fitness y una monja coja subir aquellos cien kilos de carne aceituna a la cama.
—Y qué carne, niña. ¿Te has dado cuenta de lo bueno que está este gitano?
—Pues ya verás cómo te vas a poner cuando le colguemos las cadenas y los cueros, sor.
—Cuando le empiece el mono, se va a mear. Voy a traer una sonda del maletín.
Una hora más tarde, el cuerpo desnudo del gitano, desnudo salvo el tanga de cuero con abertura y sonda acoplada al sexo, descansaba sobre el colchón con dos pares de esposas atándole cada muñeca y cada tobillo a las barras metálicas del cabecero y los pies de la cama.
—¿Le sacamos una foto? —me preguntó, exhausta, Sole.
Y yo, sencillamente, me eché a llorar otra vez. Lloraba por mi nacimiento y por sus muertes, que ahora de vieja ya sé que nacimientos y muertes están muy mal repartidos. Lloraba por mi inocencia, que hasta entonces nunca hubiera imaginado a un hombre moribundo tendido en mi propia cama ensabanada sólo para hacer amores. Lloraba porque esta vez no podría recurrir a papá ni a mamá ni a O’Hara, fuerzas más o menos —lo siento, Pepe— equilibrantes de mi zodiaco. Lloraba porque estaba agotada. Porque aquella noche habían puesto Historias de Filadelfia en TCM y no la había podido ver. Y Archie, a aquellas horas de la madrugada, estaría ya radiante de las sonrisas dentifriquísimas de mis amigos entre sones bacaladeros, desengaños amorosos de Sabina y hips y hops. Lloré porque mis padres estarían entonces durmiendo poco abrazados y sin atreverse, en fin, a poner dos camas. Por los perros ladrando fuera. Por la luna reflejada en la piscina junto a la que, por primera vez, besé.
—Anda, hija. Deja de llorar y lávate la cara —me dijo Sole derramada sobre la silla del dormitorio y con su pierna escayolada y tiesa rayando el viejo parqué—. Lávate la cara y tarda un rato en arreglarte y, cuando termines, a ver si vamos a arreglar el mundo.
—Has leído El Principito —farfullé entre mocos y babas pero empezando a sonreír.
—Con todas las cosas que tú no sabes que yo he hecho, se podrían inundar galaxias, pequeña zorra. Anda, ayúdame a ir hasta el salón, que me duele la pierna. —Cruzamos el pasillo y la tumbé en el sofá—. Dentro de la cisterna hay otra botella de ginebra. Tráemela, anda. Y un vaso y hielo.
Sole se atiborró de calmantes y ginebra. Yo sólo tomé un par de ginebras, pero acabé borracha. Me dormí abrazada a ella, que me acariciaba el pelo, hasta que nos despertaron el amanecer y las primeras convulsiones del gitano.