XXVIII

Yo soy la ciudad, y por eso me van a perdonar que no arroje mucha luz sobre el asunto. Eso es cosa de ustedes. Yo soy el mar y ustedes la marea, así que no exijan de mí caudillismos ni consejos. Yo no les he pedido que se queden. Y tampoco voy a pedirles que se marchen, porque me gusta ver su cara de horror, qué quieren que les diga. Si el horror lo están siempre reinventando ustedes. El horror en el espejo es tu propia cara. Mis cánceres, mis metástasis viajan en tus coches, en tus autobuses, en tu metro.

Sólo te diré que ya hay una niña muerta más.

Ay, sí, pongan esa carita de horror colectivo que tan bien disimulan.

¿Por qué me va a importar a mí más una niña que una rata, banda de marimoñas sentimentales? ¿No han sido las viejas sucias que despreciáis también niñas no hace mucho? Sois tan graciosos que dais ganas de llorar orines.

Si mañana me hacen ciudad olímpica, seréis los primeros en olvidaros de la puta gitanilla muerta.

¿No es verdad, señor alcalde?

Ya os dije que no iba a arrojar mucha luz sobre el asunto.

Que os follen.

A mí todo esto de las niñas muertas, las niñas violadas, las niñas esclavizadas, las niñas desclitorizadas o, incluso, las niñas escolarizadas me ha dado siempre un poco igual. A mí me habéis alimentado de muerte y barbaridad desde el día en que los primeros cuatro matrimonios pleistocénicos pusieron casa en Chamberí y me hicieron ciudad. Así que a tocar los cojones a otra parte.

Ximena Jarque Matas, presunta periodista, lo escribió el otro día en un periódico gratuito para pobres, El Quinqué, ignorando seguramente que los pobres no leen porque ni quieren ni saben leer; quieren comer y aprender a comer. Transcribo textualmente el artículo desde un folio arrugado que recogí de mis sumideros por su importancia documental y almaria:

¿DÓNDE SE HAN ESCONDIDO ESTOS NIÑOS?

XIMENA JARQUE MATAS

La ciudad inhumana ha perdido en sus alcantarillas a 62 niños gitanos inocentes en los últimos ocho años. Un dato con el que se recogen sólo las denuncias cursadas oficialmente en Madrid desde febrero de 2000. Todos sabemos que la oficialidad nunca ha sido curso natural de las denuncias de la raza gitana española desde que el marqués de Ensenada emprendiera la Gran Redada de 1749. Es un perdono pero no olvido pronunciado desde toda una sangre. Y por eso los madrileños debemos hacernos una pregunta: ¿por qué la tasa de niños gitanos desaparecidos en nuestros poblados duplica el ratio de niños de otras razas que desaparecen en Madrid?

Y bla, bla, bla… Se nota que la periodista es joven, idealista, rica de cuna, blanca de raza y gilipollas: la ciudad inhumana, escribe. ¿Qué hay más humano que la ciudad, un golpe al paisaje asestado por un millón de miedos sólo dispuestos a fabricar la soledad del otro y mil basuras? Un arca de Noé de chismorreo y medias tintas. Espero que no te hayan pagado el artículo, niña. Esos articulitos suelen escribirse de gratis y publicarse en la revista del instituto. A las buenas intenciones indocumentadas se las debía gravar con impuestos. Se lo debería decir al alcalde. Pero no me oye. Yo sólo soy la gran ciudad. Ese cáncer no menguante. Pero sois vosotros quienes tendéis ropa sucia en mis ventanas.

—Charita, ¿has terminado ya de tender la ropa?

—Sí, Remedios.

Ahora es cosa muy moderna que las señoronas se tuteen con las criadas. Por mucho que les civilicéis el nombre y hasta se lo alarguéis con generosidades semánticas, vuestras empleadas de hogar siguen siendo sólo eso: criadas. La izquierda es incapaz de emprender la revolución social si no le desempolva antes los libros la criada.

Las señoras sí han cambiado. Remedios, Meditas en casa de papá, no se merece el apodo de señorona. A sus cuarenta y pocos años, sigue leyendo el Vogue con la misma lozanía lánguida con que lo leía a los dieciséis, sigue teniendo el mismo culito duro de entonces, y los mismos ojos limpios de niña veraneante que otea horizontes desde el yate de treinta y cinco metros del abuelo oligarca. Pasa las páginas del Vogue deslizada en la chaise longue con la tranquilidad que da saber que a tu marido lo ha metido ya papá en cuatro o cinco consejos de administración, y que llegará tarde.

Desde los ventanales de su ático de quinientos cincuenta metros, en Velázquez, la polución de Madrid se engalana para parecer un elemento más del enorme salón decorado en ocres. El Vogue se le agota a Meditas, que nunca ha sido niña de mucha letra, y Meditas se levanta y camina por la pasarela de su salón dispuesta, aunque todavía muy lánguidamente, a cumplir con sus obligaciones de esposa y madre.

Los pasillos del apartamento son anchos y umbríamente confortables. Meditas puede contonear a gusto toda la contundencia hembra de sus caderas embutidas en vaqueros sin miedo a destrozar ningún jarrón. Es un alivio. Son unos jarrones carísimos y uniquísimos, como diría ella. Meditas es de esas mujeres que, cuando pasea por mis calles, hace volverse con deseo y admiración incluso a los registradores de la propiedad, esos señores tan poco ensoñadores que parece que se duermen en un catre cutre arrinconado en una plaza de garaje. Meditas entra en una cocina llena de luz, y parece que es con ella que toda esa luz ha entrado.

—¿Qué haces, Charita?

—Apañitos, mientras Marcos no viene.

—Ay, apañitos. Qué graciosa. —Meditas se sienta en bella horcajada a una silla blanca que también parece emitir luz—. ¿Ya os habéis tomado el desayuno?

Es un eufemismo: la Charita se desayuna en su casa. Una cosa es tratarlas con humanidad y otra que se mezclen hasta lo confianzudo. Moderna sí pero cada una en su sitio.

—Sí, ya lo ha tomado —dice la Charita.

—¿Y las medicinas?

—También.

—¿No las ha vomitado?

—No lo sé. Se ha ido al escusado.

—Ay, hija. No digas escusado. Parece que no te enseñamos nada. Lavabo tampoco es que sea muy bonito, pero no han inventado aún la palabra los inventores de palabras, sean quienes sean esos señores. —Meditas se ríe con sus dientes de luz.

—Se ha ido al lavabo.

—¿Qué te pasa, Charita? ¿Estás triste por algo? No es que hayas sido nunca la alegría de la huerta, pero…

La Charita vuelve hacia su señora la cara que se la ha quedado desde la visita de la Fandanga. Pero Meditas ha cogido una manzana abrillantada hasta parecer falsa y la mira fijamente, como si fuera a peinarse en el espejo rojo de su piel. Después le da un mordisco y la abandona sobre la mesa. Sólo entonces levanta la cabeza hacia los ojos tormentosos de la criada.

—¿Qué me miras? ¿Has estado llorando?

La Charita no dice nada.

—Ay, me estás asustando, Charita.

—Perdona, hoy no me encuentro muy bien. —La gitana se vuelve al fregadero.

Meditas se queda mirándole el culito flaco de adolescente, un culito casi masculino que se agita mientras ella enreda con el cacharreo. A Meditas le agrada que la Charita sea tan poco comunicativa. Recuerda lo pesadas que eran las domésticas de papá, que llenaban la casona con sus cantos gallináceos de onda media.

—Mamuchi, ¿por qué no les dices que se callen? Así no hay quién estudie ni quien haga nada.

—Ay, niña. A veces me pareces hasta más fascista que tu padre. ¡Callaos, vosotras, que la niña está estudiando!

A los dieciséis, Meditas logró que su padre prohibiera taxativamente en su casa el cántico menestral. La única vez que papá había conseguido que Meditas no se saliera con la suya había sido, precisamente, con la Charita. Y eso que Meditas acababa de pasar el mal trago de la operación a vida o muerte de Marquitos, que entonces sólo tenía ocho años.

—Papá, pero es que es gitana. Una boliviana o una colombiana, pase. Aunque sea negra. Pero una gitana no se queda sola en casa con mi hijo.

—Hija, Marquitos va a tener una enfermera con él las veinticuatro horas del día hasta que se ponga bueno del todo. La gitana no tiene ni que verlo.

Meditas se echó a llorar. Había pasado un calvario mientras papá y su marido buscaban riñones para Marquitos. Y empeñarse en meterle en casa a una gitana… Meditas, desde que había cogido conciencia del poder de un coño pijo sobre el universo masculino, había aprendido a llorar sin que se le corriera el rímel. Pero papá, aunque abrazándola, no dio su brazo a torcer. Le habló de un confuso programa de reinserción que él había impulsado desde una de las múltiples fundaciones humanitarias en las que enterraba sus impuestos. Meditas odió a la Charita durante dos años, hasta que Marquitos pudo prescindir de sus tres enfermeras en turnos de ocho horas. Ser madre de un niño enfermo es un trabajo ímprobo para una mujer joven. La Charita cogió las riendas del chaval y dejó de ser la gitana o la chabolera esa en las reuniones vespertinas de las niñas. Pasó a ser mi morenita.

—¿Sabéis que mi morenita le está enseñando a Marquitos a jugar al tute? Creo que la voy a ascender de niñera a institutriz, porque le está dando una educación.

Y las lámparas de diamantes de la cafetería del Ritz tintineaban con la risa de las niñas de cuarenta años, una edad ideal para las niñas de la alta sociedad madrileñí, en vista del mucho tiempo que la prolongan, y el pianista tocaba sólo teclas blancas para no desentonar con las dentaduras refulgentes de aquéllas tan distinguidas damas.

—Tú confíate con tu gitana. A ver si le va a acabar sacando la paga del domingo al niño, que éstas te son muy trileras.

En la puerta de la cocina apareció Marquitos con su cara blanquecina que le marcaba las bolsas de los ojos y le engrandecía esa mirada insondable que se le queda a los niños que han estado a punto de morirse.

—Ay, mi niño. Mira qué bien te queda la chaqueta nueva. ¿Me das un beso? —El niño la besó en los labios, como es costumbre entre nuestra alta burguesía desde que lo hace la mujer de un presidenciable Harrison Ford en unas películas encantadoras y muy, muy patrióticas y tradicionales. El duro papel de la madre interpretado por Meditas había concluido con éxito y el niño se acercó a la criada.

—¿Nos vamos, Charita?

—Claro, mi niño.

—¿Y tú no me das un beso?

Meditas se puso rígida y clavó sus ojos en la pareja. Le había prohibido terminantemente al niño besar también en la boca a la criada. Marquitos lloró aquella tarde. Meditas se relajó cuando la gitana puso la mejilla. El niño se alzó de puntillas. Tenía ya once años y la gitana no era jugadora de baloncesto. Pero, desde la enfermedad, el crecimiento del niño se había decelerado. A pesar de las sobredosis de petitsuis era el más bajito de su clase. Por muchas canciones que la Charita le enseñara, nunca llegaría a ser tan alto como la luna.

Cuando la Charita y Marquitos entraron en el ascensor, el ascensorista no acarició la cabeza del chaval como hacía con el resto de niños del edificio, a pesar de que era el infante con más tintineante abolengo del inmueble. Al ascensorista le asustaban un poco aquella piel de leche helada, aquellos ojos como dos manantiales muertos, su pelo de aspereza de rastrojo castellano en agosto. Tampoco esbozó más que un gruñido ante el saludo de aquella inexplicable gitana a la que no se terminaba de acostumbrar a pesar de los años. Por mucho que se lavara, que él no negaba que se lavase, la gitana le dejaba cada mañana el ascensor como impregnado de un recóndito olor a hoguera de medialuna.

Un olor que O’Hara deseó que impregnara sus sábanas en cuanto la vio salir a la calle con el niño de la mano.

O’Hara estaba esperando encontrarse a otra gitana gorda y ajada acompañando a otro niño raro. Pero esta Rosario Isasi González, alias la Charita, alias Aceitunilla, antecedentes remotos por posesión y menudeo y varias denuncias, siempre claudicantes a los ojos del juez, por prostitución, estaba más buena que una merienda de maná con Nocilla. A sus treintaypocos, el caballo sólo había dejado en la gitana huellas embellecedoras, como si hubiera cabalgado en unicornio y no en mal jaco. Dos lunas menguantes acostadas bajo los ojos le daban misterio y tristeza a su piel oliva. Su cuerpo pequeñito y apretado solamente pugnaba en un culo insuficiente y en dos tetas que prometían redonda perfección bajo la gabardina. El pelo le brillaba como si se hubieran posado sobre él gotas de frío. O’Hara echó a andar detrás de ellos Velázquez, Claudio Coello abajo.

O’Hara conoce todas mis suciedades y yo las suyas. Creo que nos llevaríamos bien si algún día él se hiciera consciente de que existo. De que no sólo soy el mapa incontestable de sus seguimientos, de sus trapis, de sus llantinas drogadas de esquina oscura, de sus polvos de asiento trasero, de su vagabundear en busca de mis pliegues más recónditos, que me hace sentir cuando camina como si yo fuera la piel de una puta enamorada.

La pareja caminaba sin prisas Claudio Coello abajo. Torcieron por Hermosilla y después bajaron Castelló hasta tocar Alcalá e internarse en los verdes que crecen en la encrucijada de O’Donnell con Menéndez Pelayo. O’Hara se volvía constantemente tras la estela de los culos perfectos de las niñas bien, con especial atención puesta en las adolescentes de faldita uniformera que dejan en el barrio pijo esa mezcla de chanel y hormona núbil que tan desaseados instintos despabila.

Los pasos chulescos y algo saltarines de O’Hara, ese andar con suavidad y desenvoltura de fumador de opio, llamaban inconscientemente la atención de los viandantes sobre su persona. Por esas calles sólo transita la elegancia de piernas largas de la niña compulsiva que corre a hacer su primera compra; el aplomo de hombres con maletín que suelen estar a punto de dirigir el mundo; la aristocracia contagiada de las criadas de casa bien; el servilismo estatuario de los porteros; la sexualidad feraz de las secretarias al ser vomitadas por la boca del metro que las ha traído mojando braga desde cualquier medioburgués extrarradio hasta la cima del mundo, y palabras embusteras disfrazadas de hedge funds y de cash-flow.

Y O’Hara en medio. Con sus gafas de sol horteras compradas a un chino por cuatro pavos. Los rizos despeinados de haber pasado otra mala noche. Su ropa desplanchada de soltero. Un cigarro algo torcido en la boca. Barba de dos desvelos deslavando su cara. A O’Hara nunca le habían agradado los servicios diurnos en los barrios pijos. De los barrios pijos sólo le interesaban, profesionalmente hablando, las criadas liberadas del atardecer y los adolescentes asesinados a golpes por porteros de discoteca muy pasados de testosterona y farla.

Acabó centrándose en lo suyo y se puso a escrutar la conversación animada del niño raro y la gitana. El niño raro no paraba de hablar, mientras la gitana limitaba su discurso a monosílabos y gestos de cabeza. A una veintena de metros del portalón ajardinado y con seguridad privada del colegio Las Ardillas, educación bilingüe y precios superiores al salario mínimo interprofesional, el niño tiró fuertemente de la mano de la gitana. Se quedaron los dos perfil contra perfil, mirándose, y O’Hara supo disfrutar de la belleza de la mujer mientras se recolocaba disimuladamente la polla desde el interior del bolsillo del vaquero. Entonces notó que la gitana estaba llorando. Se quitó las gafas oscuras para cerciorarse. Y se quedó paralizado al ver que la mujer golpeaba salvajemente al niño en la mejilla. El niño cayó al suelo. Una pareja de viejos miraba atónita la escena, pero nadie, salvo ellos y O’Hara, parecía haberse dado cuenta de lo que ocurría. La gitana soltó de su hombro la mochila con libros del niño y empezó a golpearlo para impedir que se levantara. El niño no se resistía. A la gitana le dio tiempo a darle varias patadas antes de que O’Hara llegase por su espalda y la elevase en vilo mientras ella gritaba al niño:

—Tú tenías que estar muerto. Tú tenías que estar muerto. Tú tenías que estar muerto.

Por fin se calló. El niño fue recogido por los guardianes cuadrados del colegio Las Ardillas, educación bilingüe y carteras colegialas fabricadas con piel auténtica de niños menos afortunados. Otros dos gigantes se abalanzaron sobre O’Hara, que repelió al más corpulento de ellos con una hostia de manual antes de identificarse como policía.

—Inspector Pepe Jara. —Sacó la placa sin soltar el brazo de la gitana, que sollozaba sin moverse.

—Me ha roto la nariz —se quejaba, sangrando y de rodillas, el guripa abatido.

—Eso te pasa por ponerte nervioso.

O’Hara observó cómo un coche de la policía local atravesaba los jardines y se detenía ante ellos.

—Los hemos llamado nosotros —dijo el otro guarura con cara de querer hacerle justicia a la nariz de su compañero en la de O’Hara.

O’Hara explicó a los locales lo que había visto y les entregó a la gitana.

—Tratádmela bien. Yo estoy fuera de servicio, pero me avisáis en cuanto acabéis con su papeleo. —Les dio una tarjeta—. Y llamad a un par de ambulancias. Ese niño no tiene muy buena cara y el de la nariz tampoco.

—¿Qué le ha pasado a ése?

—Eso fui yo. Me vino a pedir explicaciones con demasiado entusiasmo. Yo me asusté y le di. Soy un poco asustadizo.

Los locales no pudieron abortar del todo dos sonrisas. Después O’Hara se dirigió al otro portero del colegio Las Ardillas, educación bilingüe y garantía escrita, tras pagar un pequeño plus, de que a tu hijo no te lo va a encular ningún pederasta ensotanado.

—Tú vuélvete a cuidar a tus niñas, que es para lo que te pagan. De tu colega nos encargamos nosotros. No me mires así, que estoy fuera de servicio y nos podemos citar cuando quieras en tu gimnasio.

O’Hara se largó de allí con las manos muy hundidas en los bolsillos. Se sentó al lado de una anciana dama que le echaba miguitas a las palomas. Ciclistas vestidos de Induráin marcaban paquete por el parque. Mujeres ociosas, ya en esa bella cincuentena que te prestan las cremas caras, caminaban hacia el spa. La mañana estaba fresca pero no fría. Desde el amanecer ya habían muerto en mis calles varias personas, casi todas enlatadas en un coche. Y habían nacido otras cuantas, más o menos equilibrando las pérdidas. Pero en aquel momento hasta yo me percaté de que lo que había sucedido en el parque era lo más importante. Realmente lo intuí un poco antes. Cuando vi que O’Hara se sumergía tan profundamente las manos en los bolsillos. Como si deseara desaparecer dentro de ellos y ensimismarse.