Los héroes anónimos somos esa gente importante de la que nadie se acuerda. Yo soy un héroe anónimo. Cambié el curso de la historia, pero una noche me quedé dormido. Yo me habría convertido en un mito, os lo aseguro, si no me hubiera quedado dormido aquella noche. La carga explosiva estalló debajo de mi culo dormido a las 4:21 de la madrugada, hora española, del 11 de noviembre de 1991. Estaba cansado de tanta lucha y me quedé dormido. La historia no me hizo justicia porque me quedé dormido. Si al Che Guevara le hubiera atacado el sueño o una antirrevolucionaria diarrea el 31 de diciembre de 1958, hoy no se serigrafiarían camisetas con su guapa carita y andaría como yo, vagando por Camagüey o por alguna otra geografía dibujada con ciclones. Se hubiera quedado sentadito en cuclillas sobre su propia mierda mientras Fidel avanzaba hacia La Habana.
Quiero que se sepa esto antes de narrar las hermosas heroicidades firmadas aquella noche del demonio por la Muda, una retrasada mental a la que nunca nadie se dignará a escribirle en la tierra un digno The End.
Desde 1931 me llamaron Carbonilla. Y, hasta mi muerte, en 1991, reventado por seis kilos de explosivos que yo mismo coloqué, me siguieron llamando Carbonilla. Me pusieron Carbonilla en Mieres, el día que murió mi padre aplastado de carbón en la nada famosa mina de Tres Árboles.
Lo único que heredé de mi padre fue el apodo y las uñas negras. Y la rara ufanía de nunca sentirme culpable por el simple hecho de ser pobre. No hay que olvidar un legado así. Yo fui pobre pero nunca honrado. Y por eso le doy gracias a mi Dios. Aunque el cabrón de Él me esté puteando. Me lo merezco por gilipollas.
La Muda murió por amor. Quien tiene mucho amor acaba muriendo de amor. Como quien tiene mucho cáncer acaba muriendo de cáncer.
Yo lo vi.
Sin mis ojos.
Porque yo soy Nadie.
El señor Nadie es… adivina, adivinanza: ¿qué esposa es la que más danza?
La Muerte: baila con todos.
Yo soy don Finado Nadie, con DNI 00 000 000 y domicilio en el helio; esposo de la señora Muerte desde hace ya no sé cuánto. Pero, a pesar del paso del tiempo, todavía somos muy felices. Y eso que hace una barbaridad que no cogemos vacaciones. Mi parienta la Muerte y yo somos gente de la quinta edad. No queremos viajes organizados. Somos dos fieles amantes infinitamente aburridos de hacer siempre lo mismo: la eternidad.
Fue el O’Beng, un dios jodido, uno de los dioses más jodidos de los gitanos, el que me condenó por dejarme volar el culo con mi propia dinamita. Casi veinte años siendo nadie, vagando por la tierra de mi batalla perdida, entre las ruinas hormigoneras de la Urbanización Paraíso. Ironías de los malos dioses.
Estar muerto es aburrido. Yo lo pasaba mucho mejor de vivo, aunque es una opinión personal. Es cierto que gozas del don de la ubicuidad, que nunca te duelen las muelas y que no deseas a las mujeres de tus amigos. Pero nada nos parece bastante a los muertos. Echas muchísimo de menos la alegría y la tristeza, el sexo y el desamor y que, de vez en cuando, alguien querido te haga una buena putada. Ya sé que suena extraño, pero así es.
Del páramo bajaba hacia el Poblao esa niebla cambiadiza y articulada en nimbos que hasta a los muertos nos hace temer que se nos pueda aparecer un fantasma. Por eso había pocas putas de guardia a la sombra de los andamios de la Urbanización Paraíso. Las putas son muy quirománticas y supersticiosas a la hora de cabalgar este tipo de nieblas. Eso se explica porque nadie ha aclarado todavía quién fue Jack el Destripador. Que ahora se ha vuelto castizo y hace desaparecer a las niñas gitanas por las noches. Con él, desde Londres, se vino esta niebla. Bueno, es un suponer.
La única puta que zanganeaba entre las ruinas de mis petardeos de antaño era la Petrona, que no tiene dónde caerse viva. Andaba por ahí con el Lacio, un payo cirrótico y enganchao que no tiene dónde caerse muerto. Ellos vieron antes que yo la molicie de sombra que bajaba desde Valdeternero con los faros apagados y un motor no más chillón que el gaznate de un gato dormido. Una Mercedes Sprinter Chasis de color negro. Un carro de los cojones. Matrícula de ayer, metalizado, con neumáticos suficientes para aplastar la cabeza de un maño.
—Negocio, Petrona —dijo el Lacio con un medio temblor de frío y otro medio temblor de mono—. Y ése tiene sitio en la trasera para algo más que una mamada.
—Calla la boca y no seas cerdo —susurró la Petrona, que era muy recatada y pagaba una misa cada vez que se le moría un chulo o un camello.
Se agazaparon tras una colina de escombro y mierda sin ser demasiado conscientes de lo desapercibidos que pasaban allí sus dos despojos. Ni una repentina aparición de la luna consiguió delatarlos. El motor de la Sprinter acalló su ronroneo antes de que el coche se detuviera. El fantasma de una ex novia mía se deslizó entre la niebla sin enterarse de nada. Tres puertas de la furgoneta se abrieron simultáneamente y bajaron tres hombres vestidos de oscuro: uno muy bajo, otro muy alto y el tercero muy mediano.
—Joder, Petrona, vas a acabar inflada. No te van a dejar ni un solo agujero pa desaguar.
—Éstos vienen al negocio, imbécil. O a matar a alguien.
—Que no sea a mí.
—Tú ya estás muerto.
—¿No les entras, por si se animan a uno rápido?
—Tú espera callao a que yo me haga la descomposición de lugar.
Los tres hombres oscuros observaron el paisaje antes incluso de volver a cerrar las portezuelas de la furgoneta. Con tanta atención que uno de ellos incluso pareció clavar en mí sus ojos. Un tío rubio, con la nariz y una ceja rota y un ojo velado, pero, por lo demás, apuesto como payo rico.
—Hace más noche de matar que de asustar —dijo el enano.
—Lo que hace es noche de quedarse en la camita mirando teletienda —respondió el gigante.
—Bisturí y escalpelo, doctor Grande —ordenó el mediano—. Vamos a operar. Tú, Chico: vigila que no se encienda la luna.
—Vale, jefe.
El presunto doctor Grande, hombre bastante bajito, abrió la trasera de la furgona y sacó un maletín negro de facultativo, con lo que me pareció menos presunto. Se metió unas jeringuillas y unos frascos en los bolsillos de la chaqueta. Después se urgó el sobaco y extrajo un pistolón del 45, que comprobó sin usar más que una mano. Los tres se encaminaron en procesión hacia el origen de la niebla, camino del Poblao y del páramo. La Petrona y el Lacio, que se habían taquicardizado con la visión del maletín médico, esperaron a que los pasos de los tres hombres dejaran de oírse para ponerse a trabajar. Yonquis sí pero profesionales. Y que a nadie, estando en vida, le agrada que le peguen un tiro.
El tal Jota, el tal Grande y el tal Chico caminaban con la determinación de las personas que hacen lo que hacen con rutina, como los manifestantes de izquierda, los meapilas de derechas o los equipos de fútbol perdedores al salir al campo. En el paisaje neblinoso de aquella noche, todas las sombras estaban cumpliendo perfectamente con lo que se esperaba de ellas. Los yonquis improvisando. Los asesinos, no.
—Creo que es aquí —dijo Chico antes de resbalar en un lodazal y caerse de espaldas.
—¿Te has hecho daño? —le preguntó el doctor Grande.
Chico se había levantado ya y se había limpiado el culo con la presteza de quien está muy acostumbrado a caerse, levantarse y limpiarse el culo.
—No —dijo, y elevó su mirada alta hasta las ruinas del edificio Formentera, el que yo iba a volar precisamente aquella madrugada del 11 de noviembre de 1991, y en cuyas vigas aún se puede encontrar algún diente mío. Hay que mirar con atención. Se incrustaron muy profundo.
—Joder, cómo está esto. Si Chico se tira un solo pedo, se nos cae la techumbre en la cabeza.
—Pues que no se lo tire —dijo Jota bajando la cabeza y adaptando su estatura al techo bajo diseñado por algún ahorrativo arquitecto para el garaje del ya por siempre inconcluso edificio Formentera. Creo que se llamaba Fermín Algo. Lo ponía un gran cartel que voló también aquella noche. Cuando yo. Sabe Dios hace cuántos años se pudrió ya aquel cartel que lo ponía.
—Encender las linternas.
Encendieron las linternas. Ratas y lagartijas se dieron a la fuga. Los mosquitos acudieron.
—Ahora, a esperar.
—¿Y si no vienen esta noche?
—Vendrán mañana.
Apagaron las linternas y no se sentaron ni fumaron. Se metieron las manos en los bolsillos de sus gabardinas profundas y paseaban despacito entre los andamios desnudos, respirando frío, y el frío que respiraban alentaba en la niebla. Casi no los veía ni yo.
Aunque se lo habían advertido, Chico sí se tiró un pedo. Pero el andamiaje no se derrumbó. Aquel edificio lo había volado yo muy mal. Por haberme dormido sobre la dinamita en la cuarta planta. No eran más que seis kilos. De mi ser mortal no quedó ni la memoria. Pero el edificio Formentera se mantuvo medio en pie. Y como si se derrumba sólo puede matar a yonquis o gitanos, aquí lo ha dejado medio en pie nuestra municipalidad.
No sé quién del Poblao se iría de chusquelona y les contó a los asesinos que el Tirao, siempre que volvía con la Muda de hacerse cocodrilos en Gran Vía, se daba el rodeo por detrás del Formentera para evitar encuentros con yonquis o putas. No quería broncas con nadie llevando tanto dinero encima, y además a la Muda, dormidita, en brazos. Desde que se desenganchó, el Tirao no se mete en consumaos, a no ser que la circunstancia lo implore.
Serían poco más de las cinco de la mañana cuando lo vi bajar con la Muda encima. A caballito. Ella a horcajadas y con la mejilla dormida en su hombro. El Tirao trotaba despacio, como un asno dinamitero de los de antes, para no despertarla. Empezó a llover de repente y la noche se convirtió en una sombra de clausura. El Tirao corrió para guarecerse en el garaje desnudo del Formentera. La lluvia hacía tanto ruido que no escuchó los pasos embarrados de Grande al encarársele. Y apenas vislumbró la barra de metal antes de que le atizara en la frente. El Tirao no se desmayó enseguida. Se tambaleó unos pasos y dio un par de vueltas antes de dejar caer suavemente el cuerpo de la Muda y desmayarse. Entonces, la Muda se despertó.
—Joder, qué buena está la puta —dijo Chico al acercarse.
—¿Te la quieres follar mientras se despierta el otro?
—Yo no hago esas guarrerías, jefe.
—¿Tienes lengua? —le preguntó Chico a la gitana con una media sonrisa tecleando en sus dientes.
La Muda, los ojos muy abiertos, agitó la cabeza de arriba abajo. Como estaba muy nerviosa, tiraba hacia arriba del vestido para taparse lo más posible el escote y levantaba la faldita, sin querer, hasta la sombra del coño. Su culo hacía el gesto de arrastrarse en retirada pero sin éxito alguno, porque tenía una viga detrás.
—Los mudos no tienen por qué no tener lengua —dijo Jota acercándose desde atrás—. Doctorcito —apuntilló.
La Muda empezó a sollozar cuando sus ojos se adaptaron a la falta de luz y vio al Tirao boca arriba entre los escombros, con toda la cara empapada en sangre. El ruido de la lluvia era tan fuerte que los hombres hablaban casi a voces.
—¿No lo habrás matado?
—¿Con quién te crees que estás hablando, gilipollas? Ha sido sólo una hostia terapéutica. Te apuesto un cubata a que éste abre los ojos antes de que pasen dos minutos.
Como Chico, por lo que se ve, es más tonto que un haba, sonrió aceptando tácitamente la apuesta y activó el cronómetro de su teléfono móvil. Cuando la pantalla aceleraba sobre los ciento dos segundos y algunas décimas, detuvo el cronómetro y puso cara de desilusión: el Tirao había abierto los ojos.
—Me debes un whisky —dijo Grande sacando una jeringuilla y un frasco del bolsillo. Cargó la hipodérmica mientras Chico se sentaba sobre el vientre del Tirao y le golpeaba las mejillas.
Jota lo observaba todo, indiferente, apoyado en una viga maestra. Ojalá hubiera volado ese edificio algo mejor y se les hubiera caído encima. Grande se agachó en cuclillas sobre la Muda y le puso la hipodérmica en la carótida. Llovía tan fuerte que casi no se podía oír su voz.
—Si no me dices dónde vive tu Charita —le dijo al Tirao—, le meto a ésta el último chute.
—Tiene pinta de ser el primero —gritó Jota, elegantemente, desde más allá del ruido y la sombra.
—Mejor me lo pones. ¿Qué dices, gitano? ¿Matas a una o la matas a la otra?
—Rapidito, que hace mal tiempo y todos nos queremos ir a la cama —se le oyó decir a Jota.
El doctor Grande clavó la aguja y fue inyectando poquito a poco la heroína adulterada en la carótida de la Muda, que abrió todavía más los ojos. Hasta que se le quedaron transparentes. Entonces el enano dejó caer el torso muerto de la gitana, se limpió el traje a manotazos y preparó otra dosis.
—Ahora te toca a ti —dijo sin levantar ni siquiera las cejas.
El doctor Grande se sentó sobre el pecho del Tirao y enhebró la aguja hipodérmica en su carótida. Esperó un minuto. Después esperó un minuto más. Y otro. Y otro. Por fin habló Jota.
—¿Dónde vive tu otra novia? La Charita, la llaman, ¿no?
El gitano tenía la cara llena de sangre. Tan de repente como había empezado, la lluvia cesó y dejó de empapar mi espíritu ambulante.
—Respira, hijo, respira —le decía el doctor Grande al Tirao dándole palmaditas en la mejilla con la mano con la que no sostenía la hipodérmica—. No te me vayas a morir.
—Arakav tut —susurró el gitano casi sin aliento la vieja letanía romaní de su padre: ten cuidado.
—¿Qué ha dicho?
—Lo has desgraciado, doctor. Te has pasado con la anestesia.
—Lo has llevado hasta el nido el cuco —se rio Chico.
—¿Dónde vive la Charita, hijo de puta? —insistió el presunto doctorcito.
Las grietas del Formentera empezaron a filtrar goterones de la lluvia reciente. Una gotera pertinaz se clavaba justamente sobre el cráneo pelado de Grande.
—Me estoy hartando de ti —dijo inyectando una parte de la mezcla de morfina y heroína en las venas del Tirao.
—Métesela toda —ordenó Jota—. Lo has desgraciado, doctorcito. La hemos jodido bien.
—Arakav tut.
Sólo se oían las goteras, sobre todo la que caía sobre la calva del doctor, y el croar lejano de las ranas cantoras de la charca, que se habían inspirado con la lluvia. El gitano, sin embargo, seguía sin cantar. El espíritu indócil de la Muda golpeaba la espalda de Grande y tiraba de su cuello. La pobre aún no se había dado cuenta de que estaba muerta. Pasa mucho.
—Clávasela toda —insistió Jota.
—Espera un poco. Los que han sido yonquis se ponen muy efusivos cuando se vuelven a meter. Yo sé de ésto más que tú.
La Muda ya se empezaba a percatar de lo irreparable y ahora miraba su propio cadáver. Se agachó e intentó cerrarse los ojos como había visto hacer con sus abuelos. No sé por qué quiso hacer eso, porque los tenía muy abiertos y muy bonitos. El chute le había reventado el corazón sin dar tiempo a la piel para gestos o rictus extravagantes.
Y, de repente, estalló un tiovivo en medio de la noche. Una fiesta de luces y sirenas arriba de la loma, ya casi en Valdeternero.
—¿Qué coño es eso? —gritó Jota.
—Joder, jefe, creo que es la Mercedes.
—¿Cómo que la Merdeces, inútil?
—La alarma de la Mercedes.
—Mata al gitano y vámonos de aquí —ordenó Jota.
Pero, cuando Grande empezaba a vaciar la jeringuilla, el Tirao le dio un empujón y la jeringuilla medio vacía rodó hasta hacerse añicos, como por magia, sobre el cemento.
—Pégale un tiro y vámonos antes de que aparezca la pesta —Jota estaba fuera de sí.
—No hace falta —dijo el doctor con tranquilidad—. Le he metido suficiente para matar a un cerdo.
Los tres hombres salieron corriendo cuesta arriba, salpicando barro y resbalando, tropezando con sombras, latas vacías y nieblas. En lo alto, los cuatro intermitentes de la Mercedes Sprinter soltaban alaridos de luz sobre las ruinas del edificio Guanarteme, ése que yo había volado con sólo tres petardos muy bien colocados una madrugada de lunes. Chico fue el primero en llegar y desconectó la alarma del coche. El silencio de ranas y de muertos volvió a hacerse señor del paisaje.
Cuando llegaron los otros dos, Chico miraba la puerta trasera que habían reventado nada sutilmente la Petrona y el Lacio para llevarse el maletín cargado de jaco y de morfina.
—Teníamos que habernos quedado uno —dijo Chico con expresión de pesadumbre en el centro de su cara—. Ya os dije que este barrio está lleno de chorizos y cabrones.
—Se han llevado el maletín —confirmó el doctorcito.
—Da igual —ordenó Jota—. Pirándose de aquí, no vaya a venir la pasma a preguntar.
Chico se puso al volante, Grande a su lado y Jota detrás. Nada más sentarse, el doctorcito empezó a tocarse nerviosamente el culo. Yo, que lo había visto todo, me eché a reír.
—Joder. Hostia puta. La madre que me parió.
—¿Te ha picado una abeja muerta? —le preguntó Chico.
—La cartera. He perdido la cartera.
—Me cago en Dios —gritó Jota—. Ésta es la puta noche de los muertos vivientes. Mira bien, Grande.
—Que no está, joder. Que no está. Que me ha saltado el botón del bolsillo.
—Eso han sido los gitanos, Grande —dijo Chico, el único que parecía tranquilo gracias a su imperturbable bobaliconería—. Ya te he dicho que son unos delincuentes. Te han robado la cartera mientras los matabas. Son delincuentes hasta el final. Te lo digo yo. No tienen vergüenza.
El discurso de Chico acalló las histerias de los otros dos, que lo escuchaban embobados. Hubo un silencio de segundos largos como un camino de sed.
—¿Llevabas la documentación? —preguntó Jota con los ojos cerrados.
—¿Qué coño voy a llevar en la cartera? ¿Un kilo fruta?
—Bajad y encontrad la cartera. Yo me llevo la Sprinter, no vaya a venir alguien. Déjame el pistolón, Grande. No sean los demonios que te encuentre la pasma con hierro.
—¿Y si hay que matar a alguien?
—Mejor a mano que a máquina. Ya te he dicho que ésta es la puta noche de los muertos vivientes. Venga, zumba. Que se hace de día y papá se enfada si llego tarde a casa.
Chico y Grande bajaron. Jota saltó al asiento del conductor y la furgoneta desapareció por la esquina de García Arano sin encender las luces.
—¿Por qué corres? —le preguntó Grande a Chico cuando caminaban barrizal abajo—. Están muertos.
—Tienes razón, pero es que voy muy cabreado. Me joden mucho estos chorizos. Tener los huevos de limpiarte la cartera en un momento así. No escarmientan, joder. No escarmientan.
—Tranquilízate, hombre.
—¿Tú sabes que a muchos de estos chorizos los han pillado más de cincuenta veces? No lo digo yo, lo dice la prensa. Los cogen y los sueltan, los cogen y los sueltan. Éso sólo pasa en España. Éste es un país de bricolaje. Que no lo digo yo, que lo dice la prensa.
—Que llevas razón, hombre. Que llevas razón. Pero estate tranquilo, que no ha pasado nada.
—¿Cómo que no ha pasado, joder? Aquí es que una mitad de los españoles somos Paco Martínez Soria y la otra mitad, el Vaquilla. Con esa mentalidad este país no puede ir a ningún lado.
—Joder, éso está muy bien dicho, Chico.
—¿Qué te piensas? ¿Que soy gilipollas? También hay que joderse.
—No pienso éso —contemporizó con voz muy suave Grande acariciándole el culo a Chico, que se dejó—. Venga, hombre, que dentro de un rato estamos de vuelta en casa bebiéndonos un vasito de leche calentita.
—A ver si es verdad.
Llegaron al edificio Formentera y se colaron otra vez bajo el techo inclinado del garaje. Chico y Grande encendieron sus linternas y empezaron a proyectarlas a un lado y a otro en busca de su propia incredulidad. Rastrearon todo el garaje sin decir nada. Luego se iluminaron las caras el uno al otro y, al fin, Chico dijo:
—Joder.
Y Grande respondió, aunque no muy crédulo:
—No puede haber ido muy lejos.
Yo vi toda la película en el cinemascope de los ojos bellísimos de la Muda, que seguía allí muerta. Cómo, mientras el doctorcito le clavaba en la carótida la sobredosis, ella, con su mano derecha de prestidigitadora, le robaba el cocodrilo por la espalda y lo guardaba debajo de sus nalgas duras de hembra de buen joder. Cómo, después de que la alarma del Mercedes hubiera saltado y los tres asesinos hubieran zumbado cuesta arriba, el Tirao, con un pedazo de pedo más grande que su estatura, se había acercado hacia el cadáver de la Muda para abrazarla y llorar. Y cómo, sin querer, había tocado el culo de la gitana en su abrazo y había descubierto la cartera robada al cabrón de Grande. Ya no se pudo ver más baile. Los ojos de la Muda se volvieron a empañar y se terminó la función. The End.
Dejé a Chico y a Grande rastreando sombras con las linternas en busca del Tirao e hice un barrido hacia la escombrera en que se ha convertido la parte norte de la malograda Urbanización Paraíso. Dunas de basura que durante años se han ido acumulando allí sin que nuestros consistoriales hayan dicho o hecho nunca nada. Allí se arrojan animales muertos, escombro de obras ilegales, vaciados de pozo negro. Allí arrojan su basura hasta los yonquis, que apenas producen basura. Hasta allí sólo se acerca, por afición, la niña de mis ojos. Le pusieron así porque, de joven, cantaba mucho esa canción. No crean que en su casa. En los saraos de los payos, la cantaba. Después empezó a abusar del chinchón y se quedó muy mal del palomero. Vaga entre los escombros sin importarle el hedor ni las caricias en los tobillos de los rabos de las ratas, que ya no la muerden porque tienen su carne amarga muy conocida. A veces, algunas noches muy claras, he visto la silueta flaca de la niña de mis ojos sobre una montaña de mierda recostarse contra la luna. Pero es una loca legal que no tiene el sida ni le hace ningún mal a nadie. Cualquier día van a venir unos chicos y la van a quemar con gasolina, que ahora es costumbre entre la juventud aburrida de Madrid quemar a locos y a viejos cuando se cierra la disco.
El reptil en que se había convertido el Tirao después del chute en vena se arrastraba sobre una de aquellas montañas de porquería. Llevaba la cartera robada a Grande en una mano y en la otra el anillo de casada de la Muda, que no sé por qué lo había cogido. Pero uno con sobredosis de morfina y jaco es capaz de hacer cualquier cosa sin buscarle mucho significado ni derrochar demasiado entendimiento. Lo digo de ley, porque yo vi morir a dos de mis dos hijos de la vena. No tuvieron ellos tanto la culpa, el Miguel y el Tripao, mis dos niñitos. Lo que pasa es que les tocaron tiempos de mucho malvivir y yo no supe darles demasiada educación.
La basura bajo la barriga del Tirao, que trepaba como una lagartija borracha las laderas de mierda, estaba húmeda de lluvia. El Tirao se cortaba el ombligo y las tetillas con los filos de las latas oxidadas y los clavos de maderas podrecidas, y a él sí le mordían las ratas los tobillos, porque el Tirao llevaba vida muy sana, se lavaba en la poza todos los días y su carne no sabía amarga como la de la niña de mis ojos.
Si el Tirao lograba llegar a lo alto del primer montículo y se dejaba rodar basura abajo, tenía alguna probabilidad de que los asesinos no lo encontraran. Arrastrándose a velocidad de caracol reumático como estaba haciendo, calculé que le quedaban quince minutos de vida para reunirse con la Muda e ir a hacerse cocodrilos en el barrio de los ángeles o en el de los demonios, eso no soy yo quién para juzgarlo. Y los quince minutos se los concedía porque la niebla le estaba haciendo de punto. Por las noches, aunque no haya hecho calor, de las montañas de mierda que rodean la Urbanización Paraíso supura hacia el cielo una calígine de materia en descomposición muy blanca y muy fantasmagórica, como si vapores envolvieran los espíritus de vísceras podridas allí abajo. Y, si esa calígine que sube se junta a media altura con una niebla que baja, es imposible ver nada que no sea la silueta de la niña de mis ojos caligrafiada sobre la luna.
—Mira. —Grande alumbraba con su linterna el suelo.
—No veo nada.
—Se va arrastrando —avanzó unos pasos lentos con el hocico de su linterna sabuesa pegado al barrizal.
A medida que se aproximaban a la cordillera de mierda, sus narices se arrugaban y sus ojos se empequeñecían.
—Joder, huele como a bombona de butano muerta —dijo Chico sacando un pañuelo y colocándoselo sobre la nariz.
Grande tardó pocos segundos en hacer lo mismo. Se detuvieron ante la primera colina y alumbraron su elevación vertiginosa de excrementos innombrables, por describirlo finamente.
—Es imposible que haya subido por aquí —dijo Chico—. De hecho, yo creo que es imposible que esto exista. Ahora nos vamos a despertar y nos vamos a dar cuenta de que esto no está pasando, ¿verdad?
—No sé si esto existe o no, Chico. Lo único que sé es que ahí arriba hay un gitano que tendría que estar muerto y que lleva en su bolsillo mi cartera. Y, si caigo yo, caemos todos.
—O sea, que hay que subir. Mira que yo creía que hoy íbamos a tener la noche tranquilita, con lo bien pensado que lo llevábamos todo.
—Las cosas más sencillas son las que más se pueden complicar, camarada. ¿Vamos?
—Habrá que ir.
La niña de mis ojos se había refugiado en la hondonada que se forma entre esa primera montaña de mierda, que ya subían Grande y Chico, y la segunda, en el fondo de una axila entre basuras donde ni siquiera la luz de la luna se atreve a bajar. La niña de mis ojos, aunque ida del platanero, sabía que una linterna antecediendo a un hombre no presagia nada sano. Como poco, un policía. La niña de mis ojos aguardó allí en cuclillas sin preocuparse de no respirar, porque sabía que entre la niebla y el vaho de la putrefacción era imposible que el hálito blanco de su aliento la delatara. No es que yo sea adivino. Es que la niña de mis ojos, de tanto estar sola, lo piensa todo en voz muy alta. Ella cree que su voz es sólo pensamiento.
—¡No seas paleta! —gritó—. Puedes respirar. ¡Respira! ¡Que esta niebla te borra el aliento!
—¿Has oído eso? —preguntó Grande deteniéndose y buscando el origen de la voz.
—No he oído nada.
—Parecía una mujer.
Grande tropezó con el motor de alguna máquina incomprensible, que rodó colina abajo emitiendo ruido de hojalatas. Con el pedo que llevaba, ni siquiera el Tirao sabrá si aprovechó el momento o sencillamente había decidido ya dejarse rodar por la pendiente. Pero por la coincidencia ni Chico ni Grande escucharon cómo su cuerpo daba vueltas ladera abajo hasta quedar boca arriba a los pies de la niña de mis ojos.
La niña de mis ojos, cuando piensa, lo hace en voz alta. Ya se ha dicho. Y, cuando habla, por compensar, lo hace sin abrir la boca, sólo con las arrugas de su frente herida por dentro. Pero yo, aun en mi poquedad de muerto desletrado, me atrevo a aventurar que la niña de mis ojos, al ver al Tirao allí inconsciente, herido, chutado y boca arriba, le dijo con la arruga occipital que yo sí vi inclinarse:
—Joder, Tirao. ¿Eres tú? Y ese par de putos guripas no vendrán a por ti…
—Sí vienen. —Debió de escuchar la niña de mis ojos del silencio inerte del Tirao.
—¿Y por qué no corres? O mejor. ¿Por qué no subimos los dos y los matamos a hostias? Tú sabes matar a hostias, Tirao. Que yo te he visto —continuó la despojo sin mover los labios.
—Porque me estoy muriendo, Niña. Porque me estoy muriendo. ¿Es que no lo ves? —dijo el Tirao, otra vez, desde lo hondo de su silencio.
La niña de mis ojos se tapó con las dos manos el ojo bueno que le quedaba y apretó sobre él los puños como si quisiera arrancárselo. También se tiró de los pelos, aunque le quedaban pocos, y apretó los dientes, aunque le quedaban menos. Entonces se puso a pensar y ya sí que pude escucharla, yo y todo el barrio, porque, cuando piensa, grita al cielo como un perro aullador y contagiado de rabia:
—A ti no. A ti no. La Niña está aquí y a ti no te va a pasar nada. A ti no te mete nadie debajo de la tierra.
Y empezó a coger basura de la axila que hiede entre las dos montañas de mierda y a depositarla dulcemente sobre el cuerpo cadaveriforme del Tirao, que ya debía de estar subiendo a los paraísos de la heroína porque sonrió levemente. Sepultó al gitano bajo latas de aceite, plásticos, casquillos de bombilla rota, compresas sucias, barros, condones, trapos, vísceras desechadas hasta por las carnicerías del barrio, balones desinflados, cartones, tablas, dos gatos muertos con pinta de haberse matado entre ellos, zapatos impares, pelucas con canas, neumáticos. Y la niña de mis ojos, que no tiene más que piel en hueso, hasta levantó, sólo apoyada en sus húmeros pelados, en sus cúbitos pelados, en sus radios pelados, un motor de motocicleta de más de cuarenta kilos, que depositó sobre el estómago del Tirao. Mientras ocultaba bajo escombros el cuerpo quizá muerto del gitanazo, no paraba de gritar:
—A ti no y a ti no. A ti no que eres más limpio que el agua de la poza en que te bañas —seguía gritando—. A ti no, que un día me cogiste en brazos para salvarme de la lluvia. A ti no, que tienes esos ojos. A ti no, que tienes esa boca. A ti no, que tú fuiste mi hijo cuando aquéllos de los dientes me pegaban. Nunca confíes en los que tienen dientes, amor mío. Aunque tú tengas tus dientes. A ti no. A ti no, que tú me diste a mí dinero, y el dinero vale tanto…
—¿Qué pasa ahí?
—Y ahora me bajo las bragas.
Gritó la niña de mis ojos bajándose las bragas mientras las linternas de Chico y Grande, que ya se deslizaban colina abajo y estaban a menos de quince metros, le deslumbraban el ojo sano.
—Y ahora voy a hacer pis, para que nadie te sepa, porque a ti no.
Chico y Grande se detuvieron a cuatro pasos del despojo en cuclillas y la alumbraron de arriba abajo, hasta el reguero de orina que se filtraba entre humus y otras cosas hacia las profundidades basureras donde debía de encontrarse la cara sepultada en escombros del Tirao. Yo esperaba ver de un momento a otro su alma muerta elevarse sobre el asco, pero el Tirao es mucho mulo.
—Joder, Grande —dijo Chico alumbrando al despojo—. Ya te dije que estamos dormidos. Ya te dije que esto no es verdad. Que hoy es la puta noche de los muertos vivientes. Jota tenía razón.
La niña de mis ojos movía el occipital, el parietal, el frontal y otros huesos de nombres más arcanos. Gracias a Dios, ya no pensaba. Por eso no abría la boca. Y no delató al Tirao, totalmente cubierto de escombros bajo el coño viejo y arrugado de la Niña.
—Si la matamos, le hacemos un favor —dijo Chico.
—No llevamos fusco —contestó Grande—. Si quieres matarla a mano… —y sonrió.
—Calla. Creo que voy a vomitar sólo de pensarlo.
Cuando los vio perderse entre los pliegues de aquellos Alpes de mierda, la niña de mis ojos sonrió y dejó de mear. Se cayó de espaldas, porque su coartada había sido mear y mear y se había deshidratado. Empezó a llover y bebió agua de lluvia. Y seguramente por eso no se murió. Y después desenterró al Tirao de entre la mierda, con manos cuidadosas de arqueóloga exhumando tanagras antiquísimas.
—Cuando yo me muera, no sé quién va a cuidar de ti, Tirao —dijo con su pensamiento estridente—. Hace frío. Hace mucho frío. No he traído la ropa adecuada, pero por suerte esta noche no hay baile. Tampoco hay baile mañana. Ni pasado. Ni al otro. No creo que haya baile hasta que yo me muera, y entonces los chicos ya no vais a querer ir. Qué tristeza. —La vieja esqueleta sacudió los últimos barros del rostro del Tirao, que vomitó casi sin abrir la boca; ella empezó a limpiarle las mejillas con su falda húmeda—. Toda la vida limpiando niños. No como esas señoronas que no los limpian, pero siempre dicen la tontería esa de que son tan guapos que se los comerían. —Levantó la cabeza hacia un trozo de luna que se había deslizado entre las nubes y gritó—: ¡Y a veces se los comen!
Las linternas de Chico y Grande baruteaban dos colinas de mierda más allá, buscando un cuerpo enorme demasiado muerto como para haber llegado tan lejos. Y volvieron un instante las linternas en dirección a la voz loca de la esqueleta.
—Hijos de puta —gritó, pensando que pensaba, la niña de mis ojos—. Ésos vienen a por ti, amor mío, pero yo te voy a esconder hasta que amanezca y no se vea nada. Entonces ya podrás dormir tranquilo —siguió gritando—. O morirte. Lo que tú quieras, que ya eres mayorcito.
Y amaneció. La niña de mis ojos consideró que ya estaba lo suficientemente oscuro —esto es difícil de explicar— para que los asesinos no dieran con el cuerpo inerte del Tirao, cuya única señal de vida en las últimas horas había sido un vómito sincopado que se repetía a cada rato sin mucha convicción ni demasiado caudal.
—Ay, m’hijo. Con lo grande que es, qué poco echa.
Y registró sus bolsillos. Y se encontró dos carteras. La del Tirao la devolvió intacta al bolsillo del gitano. La otra la dejó abierta ante sus ojos, que jugaban a ser espectadores de un partido de tenis entre la fotografía del carné y los ojos del Tirao, de los ojos del Tirao a la fotografía del carné. Después comprobó que había más de ocho mil napos en el cocodrilo y abofetó al Tirao.
—No te he educado yo para que seas un chorizo.
También encontró el anillo de casada de la Muda; lo besó como si fuera un crucifijo y lo guardó en uno de los bolsillos del Tirao.
Y se marchó de allí con la cartera y el billetaje del doctor Grande, dejando al Tirao inconsciente entre la basura. Yo me disipé en la niebla. En cuanto sale el sol, los fantasmas debemos ser discretos, no vaya a ser que la gente se dé cuenta de que la muerte es algo tan cercano. Se asustarían. ¿Y para qué asustarlos, si la mayoría ya viven muertos de miedo?