XXV

El Tirao anda mal de cuartos, pero, desde que dejó el jaco, se volvió señoritingo. Aunque apenas le quedan ciento cincuenta pavos, se coge un taxi desde Valdeternero, barrio por el que pasa uno cada dos o tres horas. Cuando el taxista lo deja en el parking de El Corte Inglés de Nuevos Ministerios, la cartera le adelgaza veintidós euros. No le queda otra que salir esta noche con la Muda a levantarle cocodrilos a los pijolas putañeros de Gran Vía. El Tirao no sabe exactamente lo que va a escuchar, pero la voz de su padre le repite, desde el eco del estómago, arakav tut, ten cuidado, como cuando salía a pillar jaco y a follarse modernitas en la noche de los ochenta madrileños.

—Arakav tut.

—Háblame cristiano, viejo. O grábate otro disco y me lo mandas por correo, que estás chocho.

—Shatshimo romano.

El viejo se había vuelto loco desde la muerte de la madre y ya sólo se expresaba en romaní. Y se seguía volviendo más loco viendo a su hijo cada vez más enganchado. Kaén, el otro hermano, se había marchado y nunca más le volverían a ver. El viejo, empapado en vino malo y con la cara del color del hígado, aún se creía que su música iba a revivir a la madre y a recuperar a los hijos, y que pronto volverían los cuatro a rular cantando por los patios de Puerto Lope, Jayena, Ventas (la de Zafarraya, nunca la de Huelma), Brácana, Chimeneas, Riofrío… Hasta que una mañana, al volver de tomar doscientas copas en el Penta, barrio de Malasaña, el Tirao se encontró a su padre muerto en el salón. El Tirao estaba tan puesto que se quedó dormido al lado del cadáver. Se despertó a medio día por el mal olor.

—Arakav tut. Arakav tut.

—Shatshimo romano, khanamik. —La verdad se dice en romaní, padre: recitó el gitano para conjurar los ecos del estómago.

Tardó en ver a don Juan el Palomitas rengueando por el aparcamiento al aire libre. Se alegró cuando el viejo se acercó a él despreciando a un cliente con sus brincos impares. Y pensó que su vida estaba rodeada de seres incompletos, cojos de corazón, palpitando sístoles sin diástole, biografías tullidas por lo feroz como la suya misma o la de don Juan el Palomitas, la Charita, el Calcao, Gavroche, Patxi, el Nenas, la niña Alma, la Rosita.

—Buenas tardes, compañero —dijo el Tirao.

—Tenga usted, mi buen amigo. —El despojo humano ensayó una inclinación de cabeza sin dejar de brincar y casi se va al suelo—. Estoy levantando unos napos, que tuve mucho gasto estos días por unas inversiones.

—Cómo sois los financieros.

Se abrazaron. Nunca lo hacían. Pero, esta vez, se abrazaron.

—Por lo de la Charita no he visto sombras, ni de la pestañí ni de los secretas. —Sacó un cuaderno mugriento del bolsillo de la aviadora—. Nada de coches raros, pero, por hacer las cosas conforme es debido, he ido apuntalando las matrículas.

—No hacía falta.

—Pero sí ha tenido una visita.

El Tirao se quedó callado, observando cómo el viejo daba tiempo al suspense para encarecer el precio de su información.

—Hace dos tardes vino una gitana a verla.

—¿Cómo era la gitana?

—Iba muy limpia. De la edad de la Charita, disculpando. Ya sabes que con la edad de las mujeres no se juega. Bonita. Muy alta. Los ojos grandes. Muy grandes. ¿La conoces?

—Creo que sí.

—¿Amiga de la Charita?

—Desde chavalas —aclaró el Tirao para que el Palomo no siguiera preguntando.

—¿Quieres saber si llevas sombra?

—A ver. El Perro y la pasma me tienen con la mosca.

—Vamos.

Caminaron Castellana abajo, como siempre, en dirección opuesta al barrio de la Charita. El rengo miraba hacia atrás sin volver la cabeza, estudiaba los retrovisores y los reflejos de los escaparates, distinguía pisadas entre los taconeos de las aceras. Comenzaron su solito zigzag callejeando por rumbos contradictorios. Patearon las calles Pensamiento, Algodonales, Genciana, Miosotis…

—Vas más solo que la novia de la muerte, Tirao. A ver cuándo aprendes a junar secretas tú solo.

—Hoy no te puedo pasar guita, Palomo. No ando nada sobrao.

—No me jodas, sobrino, que tú nunca debes nada. El otro día te portaste de farol.

—No tanto. Ya te compensaré.

Se abrazaron de nuevo. El despojo se tuvo que impulsar de puntillas para palmear paternalmente la mejilla del Tirao. El viento no movía los mechones solteros que rastrojeaban su cráneo pintado a manchas.

—A ti te pasa algo, Tirao. Tú no eres tú.

—Los muertos, Palomo, que ni descansan ni dejan descansar.

—Eso pasa, Tirao. Y, cuando pasa, ya no vuelves a ser el mismo.

—Ya lo sé.

—Aquí tienes siempre un vivo por si quieres darte de hostias con ellos.

—Ya sé que lo tengo, Palomo. Muchas gracias.

—A mandar. ¿Me quedo junando un rato?

—No hace falta.

Al Tirao no le extrañó que, aquel miércoles, la Charita no hubiera preparado nada para comer. Estaba sentada en el borde del sillón de pseudocuero barato del saloncito de su piso subvencionado para ex yonquis. La guitarra de Paco de Poniente, El Bracero, agonizaba pisoteada sobre la alfombra persa tejida en unos talleres chinos de Valdemoro. Las cuerdas se retorcían de dolor. Algunas astillas de madera empalizaban la alfombra como espinas hirientes de tiburones muertos.

—Hola, Charita —dijo el Tirao cerrando la puerta.

—Hola —ella ni siquiera le miró.

El Tirao ignoró la guitarra rota, se sentó a su lado y la intentó abrazar por los hombros. Charita se zafó empujándolo con el brazo.

—¿No estás enfadado?

—No.

La guitarra muerta en la alfombra le escupía música a los ojos: «Cuando me busque entre tumbas / mi gitana de Poniente, / yo le cantaré por rumbas / menos muerto que valiente».

—¿No me vas a pegar?

—No.

—La rompí para que me pegaras —dijo ella.

—Sólo vine a preguntarte qué le pasó a la Rosita.

—Nunca me lo habías preguntado.

—Pero ahora necesito saberlo.

—La Rosita desapareció. —Charita pisoteó el mástil de la guitarra—. ¿Por qué no me pegas? Quiero que me pegues.

—Ya lo sé.

—Tú tampoco eres hombre, como el Bellezas.

—Sí, mi amor. Tampoco soy hombre. Pero tienes que decírmelo.

—La Rosita desapareció.

El Tirao se levantó y empezó a revolver con cuidado, sin desordenar, los cajones del mueble del saloncito. Después se dirigió a la habitación y no tardó en encontrar la caja de zapatos donde la Charita había guardado las cartas mensuales de su hija. Como remite sólo aparecía un apartado de Correos. La dirección a la que habían sido enviadas durante los últimos cuatro años no correspondía con las señas del domicilio de la Charita, si no con el de la casa que limpiaba cada día, salvo viernes: calle Velázquez, n.º 56, Madrid. Un barrio rico.

El Tirao leyó varias de las cartas de la niña Rosita sentado en la cama de la Charita y se guardó dos: un texto escolar de 2004, poco antes de la desaparición de la niña, y una carta de 2008, la más reciente. El resto de papeles los colocó de nuevo muy como estaban. Volvió a atar la caja de zapatos y la regresó al cajón de la mesilla.

—¿Por qué te estás engañando? —preguntó el Tirao a la Charita antes de volver a sentarse a su lado.

—¿Por qué no me dejas en paz?

—Tú sabes que esas cartas no las ha escrito nuestra niña.

—Que me dejes en paz. Y no es nuestra niña. Es mi niña.

—Anteayer estuvo aquí la Fandanga.

—¿Por qué no me contaste lo de la niña Alma? —gritó ella—. ¿Ves cómo no eres hombre?

El Tirao se levantó del sofá y se alisó la chaqueta. Bajó la cabeza hacia la alfombra y respiró hondo para prepararse a decir lo que tenía que decir mientras escuchaba la voz muerta de la guitarra: «A los pies de los caballos / de los sargentos feroces / ni lloraremos vasallos / ni sentiremos las coces».

—Charita.

—¿Qué?

—Cuando sepa lo que le ha pasado a tu hija, voy a venir a buscarte.

—¿A buscarme para qué?

—Para que nos vayamos tú y yo juntos, a algún sitio lejos.

—Esto ya está muy lejos, Tirao.

—Más lejos aún.

—Yo no quiero irme contigo a ningún lado.

—Te vendrás.

Salió y bajó las escaleras de dos en dos. Como ya había oscurecido, no tardó en conseguir un taxi: las farolas de la calle no le alumbraban la raza.

Había conocido a la Charita quizá veinte años atrás, quizá la misma noche en que enterró al Chino bajo una capa de cemento en el garaje del edificio Guanarteme, el último paraíso pequeñoburgués de la Urbanización. El guarda nocturno del edificio era heroinómano. El Tirao le invitó a un par de chinos y a un pico bizarro, y le dejó soñando que era feliz bajo el techado de la primera planta. Sacó el cadáver del Chino del maletero del R-21, buscó un lugar cementado aquella misma tarde y cavó una fosa de poco más de un metro de profundidad y 1,70 de largo. El Chino era, gracias a O’Beng, muy bajito. Arrojó el cadáver a la fosa con cuidado —no se le debe hacer daño a los muertos, aunque sean unos hijos de puta— y preparó la mezcla de cemento y arena en una hormigonera manual. Cuando acabó de sepultar al amarillo, regresó al Poblao para pillarse su cena en polvo. Tenía treinta y cinco mil pesetas en el bolsillo. El Chino, al menos, había sido generoso después de muerto.

—¿Adónde vas, gitano?

Tenía la voz rota y femenina, y sólo era una sombra delgada entre los escombros de la obra. Una yonqui. El Tirao nunca se había follado a una yonqui. Las despreciaba. Pero aquella voz.

—Voy a casa de un amigo.

—Este barrio es muy inseguro —dijo ella—. ¿Quieres que te acompañe?

—No tengo miedo.

—No me extraña. Eres muy alto.

—Me llaman el Largo.

—¿Y cómo quieres que te llame yo?

—Quiero que me llames Rodrigo. Y tú ¿cómo te llamas?

—Me dicen la Charita.

—Me gusta. A ti no te vamos a cambiar el nombre.

—No soy puta.

—Yo tampoco.

—Eres muy gracioso. ¿Por qué enciendes el mechero?

—Quiero verte bien la cara.