Como aquí siempre se está con los ojos abiertos, a veces puedo soñar y salir sola por mis ojos del agua blanda, y ver las cosas como cuando te veo a ti, mamá, y hoy he visto a papá y creo que estaba muy cerca, así que estoy muy contenta porque me parece que muy pronto vais a encontrarme.
Papá no estaba contento, aunque él nunca está contento, ésa es la verdad, y eso que entró por las puertas grandes de cristal con tres señores muy simpáticos. Eran unas puertas muy grandes que se abrían solas y con muchos policías que no te dejan entrar si no les enseñas los papeles, aunque yo no me acuerdo de que nadie me haya pedido los papeles para entrar aquí, o a lo mejor yo no estoy aquí, y lo que pasa es que mis ojos vuelan por sitios donde yo no estoy gracias a esta agua fría, oscura y, a lo mejor, mágica.
Los tres señores que acompañaban a papá son como te lo voy a decir. Uno es muy grande y con cara de perro bueno, y lo más gracioso es que, midiendo dos o tres o cuatro metros más que papá, le llaman Chico. Otro es muy pequeño, se parece al Manosquietas aunque no tiene nada de pelo, y le llaman Grande. Y otro, que le llaman J, es muy rubio y muy guapo. Aunque tiene la nariz un poco torcida y un ojo sin color, es hasta más guapo que papá. Y mucho más joven que los otros dos. Hace como si fuera el jefe de todos, hasta de papá, y yo no sé qué haría el Avivo Perro si viera cómo trata a papá, que es lo que te quería contar ahora, a ver si tú sabes si me han venido a buscar o no me han venido a buscar, porque a veces a los mayores no se os entiende nada, aunque no habléis raro como los papás de Hristo, que ya te digo también que, aunque los niños digan tonterías por ahí, Hristo no es novio mío ni es nada, que sólo jugamos.
Pues papá y Jota y Grande y Pequeño se montaron en un ascensor enorme que subió como un cohete a un sitio muy blanco que parecía un hospital, pero no era un hospital, y Jota, aunque es tan guapo, le dijo a papá una cosa que yo creo no se debe decir delante de los ojos invisibles de una niña.
—Ahora te vas a enterar de quién da por el culo a quién, Bellezas —le dijo Jota sin dejar de poner esa cara de guapo que tiene, y Pequeño y Grande se rieron para dentro, como yo cuando no quiero que papá me grite.
Cuando salieron del ascensor, una chica un poco gordita pero con un vestido de los que valen muchísimo dinero, un vestido que era casi todo de oro de ley, se levantó de la silla y se puso delante de una puerta con cara de estar muy enfadada.
—No se te ocurra, Jota —dijo.
Pero Jota pasó a su lado y abrió la grandísima puerta de madera y entramos todos en una habitación más grande que la casa del Avivo Perro y la nuestra juntas, y muy lejos, muy lejos, al final de la habitación más grande del mundo y también del universo, estaba sentado un señor viejo de gafas y sin pelo, tan mayor como el Avivo pero más gordo y con gafas y sin pelo, que parecía muy pequeñito al fondo de la habitación tan grande, el hombre más pequeñito del mundo, pero, cuando nos acercamos, ya me pareció normal. Todos llevaban corbata menos papá, y a mí eso me dio un poco de vergüenza. Detrás del señor viejo y calvo y con gafas había una ventana preciosa como una pared y desde allí se veía muchísimo más trocito de Madrid del que te puedas imaginar, madre, y ese trocito de Madrid no echaba tanto humo como el trocito que se ve desde el Poblao; debe de ser que aquí la gente fuma menos o no hacen lumbres; eso ya no te lo sé decir bien.
—¿Qué coño haces aquí? —dijo el hombre viejo la palabrota—. Ya te dije que no pisaras por aquí, y menos con los gorilas.
—¿Cómo estás, Papi? Veo que no te alegras de verme.
—¿Quién es ése? —preguntó el hombre viejo señalando a papá.
—Es el que nos vendió la mercancía. Anoche apioló a su parienta. Pensé que tenías que saberlo. Dice que quiere más dinero. Que la cosa se está liando. Quiere que le saquemos a la muerta de un pozo donde la ha tirado y que nos deshagamos del fiambre. Yo he pensado que a lo mejor la solución es tirarlo también a él dentro del pozo.
—¿Es el padre?
—Es.
—Me cago en la madre que os parió a todos —dijo el hombre viejo, aunque al principio parecía tan bien educado—. ¿Por qué hizo eso el desgraciado?
—Dice que su mujer sabía todo.
—¿Cómo iba a saber eso?
—Dice que una de nuestras antiguas clientas se lo contó.
El hombre viejo y calvo se quitó las gafas y se levantó. Jota se sentó y todos los demás se quedaron de pie. Papá no decía nada.
—El pringao dice que se le fue la mano.
—No, si la mujer estaba loca y sabía todo, no había más remedio que hacerlo —dijo el hombre viejo—. Mejor que lo haya hecho él y no nosotros.
—Pues a mí ya me apetecía un poquito de rock’n’roll, Papi —dijo Jota.
—Eres un enfermo, hijo —le dijo el hombre de gafas, pero a mí no me pareció que Jota estuviera enfermo. Siento decírtelo, pero allí el único que parecía que estaba muy enfermo era papá.
—¿Qué hacemos, Papi?
—Hay que vigilar la casa de la mujer esa. ¿Cómo se llama? ¿Hace cuánto se metió en el negocio? ¿Dónde vive?
—Éste no sabe nada —dijo Jota—. Sólo que la llaman la Charita y que fue clienta nuestra hace cuatro años.
—Dadle veinte mil y que la localice. Alguien tiene que saber dónde anda.
—El Tirao lo sabe —dijo papá con una voz que casi no se le oye.
—¿Qué?
—Un gitano que era el maromo de la Charita esa —dijo Jota.
—Cogéis al gitano, se lo sacáis y vigiláis la casa donde viva y donde esté trabajando. Charita, Rosario. No sé cuantas Rosarios habrá trabajando en nuestras casas. Los gitanos se llaman todos lo mismo. A éste le dais veinte mil más y, si vuelve a meter la pata, lo tiráis al pozo. ¿Ha entendido usted?
Papá dijo que sí con la cabeza. Yo me reí con mis ojos invisibles. Que le iban a tirar a papá a un pozo. Qué tonterías dicen a veces los mayores cuando se creen que los niños no los oímos. Qué risa: «Papá se cayó en un pozo. / Las tripas hicieron cuaj, / arremoto, pitipoto, / salvadito tú estás».
—Que salgan estos tres, que quiero hablar contigo —dijo el hombre viejo a Jota.
Yo quise irme detrás de papá, pero mis ojos no se movían más, y oía todo mucho más bajito, como si le hubieran quitado la voz a la radio.
—¿Te has enterado de lo de la ambulancia? —dijo el viejo cuando nos quedamos solos los tres.
—Claro. Fue éste. —Jota señaló la puerta.
—¿Cómo que fue éste? Nos han echado los perros encima. La policía ha venido aquí. Y tenemos a la prensa pidiendo entrevistas.
—El Bellezas no podía negarse ante los suyos. Ya sabes que los gitanos llevan años oliéndose algo. La gente habla.
—Tú tienes la culpa de todo esto. La nieta de un patriarca. ¿A quién se le ocurre escoger precisamente a esa niña? Un día me voy a tener que librar de ti, hijo, y me va a doler.
—Me pediste una mercancía muy especial. Era la única niña con todo bien puesto. Ni un constipado.
Y me reí con los ojos otra vez, mamá, porque yo estoy segura de que estaban hablando de mí, que nunca he tenido un constipado. Y a lo mejor Jota, que es tan guapo aunque tenga la nariz torcida y una ceja rota y un ojo desteñido, ayuda a papá a que me encontréis. Pero, entonces, no sé por qué, a lo mejor por culpa de la risa, mis ojos volvieron al agua oscura. Y desde entonces no me he vuelto a reír. A ver si mis ojos se vuelven a escapar mañana, que ésto es muy aburrido. O a lo mejor no es aburrido. Es sólo triste.