La mañana en que lo condenaron a muerte sin querer, O’Hara entró en nuestra pocilga con, a tenor de sus pupilas, dos anfetas y un whisky ya en el chaleco. El loro miró mal a O’Hara cuando mi compañero arrojó sobre la fotocopiadora su chaqueta negra. Una chaqueta negra hasta ese momento bien estirada y lustrosa, con toda seguridad descolgada una hora antes, desde un alcanforado armario, por una de esas mujeres que a mí nunca me miran y de las que él olvida el nombre.
—Que te jodan, Pepe —le saludé.
—Que te jodan a ti. ¿Qué tal tu santa esposa? —me preguntó mientras retorcía de forma inverosímil su chaqueta negra en busca de un bolsillo con tabaco.
—Con flatulencias.
—Desatáscala de vez en cuando, Pepe. Se le pasa la flatulencia enseguida.
Le arrojé el cenicero con colillas sin dejar de mirar la pantalla del ordenador y debí de acertarle, porque un primavera metió la cabeza por la puerta al oír el grito de O’Hara.
—¿Ha pasado algo? —preguntó el primavera metiendo su cara redondita y amanzanada por una rendija de la puerta en la que no cabían sus orejas.
—Muérete —le aconsejé.
Como soy tan feo y tan mala hostia que les inspiro terror, cerró la puerta antes de sacar del todo la cabeza. Y se tuvo que hacer daño. No importa. Con esa jeta para toda la vida, de poco le iba a servir tener o no tener cabeza. A los futuros gilipollas se les cala enseguida. En la mirada. Como a las enamoradas y a los culpables de asesinato.
—Ya la desatasqué anteayer y no se le pasó —le dije a mi compañero.
—Eso no te lo crees ni tú, Ramos. ¿Has visto la cara de mala follá que tienes? Si tú tienes cara del mala follá, tu mujer tiene que tener cara de mala follá. Eso no se disimula. —Se calló de repente y levantó una ceja jupiterina—. ¿O Mercedes no tiene tu misma cara de mala follá…?
Ahora que han pasado los años, sospecho que O’Hara se ponía tan pesado con lo de mi esposa a sabiendas de que Mercedes me había abandonado un lustro antes, llevándose a las niñas y al perro y dejándome, como carta de despedida, la tarjeta de un abogado matrimonialista de apellido nobiliario. Que, por supuesto, me arrebató el piso, el apartamento de Fuengirola y un buen mordisco de la nómina hasta que las niñas fueron mayores de edad.
Presionados por mi abogado, nos hicimos todos la prueba del ADN. De las tres niñas, sólo Martita, la mediana, era hija mía. Preferí no usar esa prueba durante el juicio. Martita se hubiera llevado un gran disgusto al verificar que yo soy su verdadero padre. Mi abogado se enfadó muchísimo.
—¿Por dónde empezamos, querido O’Hara?
—Necesitamos un listado de todos los enanos chabolistas desaparecidos en Madrid en los últimos diez años. Descarta violaciones y asesinatos.
—¿Vamos a buscarlos a todos?
—No, sólo a la niña. Pero he pensado una cosa.
—¿Qué has pensado, Pepe? —le pregunté.
—¿Has leído los periódicos?
—Están en la papelera manchados de café con churros y ceniza. El sudoku de ABC no me ha salido hasta que me lo ha chivado el loro.
—Lo que dicen los periódicos es una mierda, Pepe. Esa niña no desapareció por un ajuste de cuentas de los lituanos ni de los turcos con Heredia el Perro. Ése es el sudoku fácil que resuelven tus amigos picoletos.
—No te metas con los policías de verdad.
—Si la niña hubiera desaparecido por un asunto de drogas, no hubieran dejado pruebas de despiste para que se cargaran al tarao ese…, eh…
—Leao Mendes, alias el Calcao.
—Ése. Hubieran dejado claro que es un secuestro y se hubieran puesto en contacto con el Perro o con los padres para organizar un pago. Nosotros no nos hubiéramos enterado nunca. Se equivocaron de niña, Ramos. Agarraron a la primera que pillaron sin saber que era la nieta del baranda del Poblao.
—¿Y para qué quieren a la niña?
—Para follársela, para venderla, para comprarle un chupachú… Faltan niños, Pepe. Ha desaparecido una niña gitana. Hagámonos la única pregunta que nos puede divertir: ¿desaparecen niños gitanos?
—Están encima de tu mesa.
—¿Qué?
—Los niños que desaparecen. No son los últimos diez años ni son sólo gitanos. Son sólo los niños chabolistas desaparecidos desde 2000. También incluí las identidades y domicilios de los padres. De los que tenemos en ficha, claro. El subcomisario me ha asignado a dos niñatos para que revienten los teléfonos y nos verifiquen que los datos y las direcciones están actualizados.
—¿Vamos a tener suficiente chicha para que el ordenador cruce datos?
—A ver.
—Te amo, Pepe —gritó O’Hara—. ¿Me dejas lamerte el culo?
—No, que igual me lo confundes con la cara y me da mucho asco —le expliqué.
Nunca he visto a nadie, salvo yo mismo y el loro, capaz de asimilar y memorizar información más rápido que Pepe O’Hara, que ya estaba devorando el dosier que yo había dejado en su mesa a primera hora de la mañana, aun a sabiendas de que él nunca acudiría a una oficina hasta mucho después de la hora de fichar. Ya ni le echaban broncas por sus retrasos. Ni por su desmedida afición a dejar empantanado cualquier informe para ir a beberse un par de whiskies al bar: «Yo sé que usted valora mucho el spleen de nuestro estilo, subcomisario».
Ni Pepe ni yo escribíamos nunca informes, ni siquiera notas informativas, hasta tener respuesta a cualquier pregunta que cualquier abogadito pudiera ingeniar para jodernos y soltar al malo. Así manteníamos contentos a los jueces y evitábamos que curiosearan nuestros papeles los compañeros y los mandos. Nuestro jefe está muy orgulloso de su negocio de tráfico de mierda, pero se enfada si el día de paga te acercas a él con las manos manchadas de mierda. Pepe y yo nos lavábamos antes casi de mancharnos. Las pocas notas que nos dejábamos encima de la mesa cuando no coincidíamos en la pocilga eran criptogramas para cualquiera que no fuéramos el loro, O’Hara o yo. Cuando teníamos necesidad de cruzar información, ni siquiera quedábamos en los bares por teléfono. Nos encontrábamos en los bares. Coincidíamos por la noche detrás de un árbol del jardín como dos niños traviesos. Sin premeditarlo. Quien no nos conociera diría que nos comportábamos como un par de maricas que no se han atrevido a salir del armario. Quien nos conociera lo pensaría o no, pero no se atrevería a decirlo. Si te consideran un bicho raro, te dejan en paz. A nosotros nos habían dejado en paz hacía algunos años. A O’Hara le tenían miedo y a mí asco. Nadie nos dirigía la palabra en el tajo salvo que resultara inevitable. Así, tanto en lo policial como en lo referente a buen rollo en el lugar de trabajo, estábamos en la puta gloria.
—Descarta un rapto —gritó O’Hara agitando sus rizos de loco—. Fuera los fines sexuales cuando cruces los datos en el ordenador.
—¿Por qué, O’Hara?
—Porque tienen un chivato. El ladrón de cámaras. Él nos dijo que no es un rapto. A la espera de las pruebas de ADN, nos enseñó que hay una escena del crimen real y otra simulada. Un follador de niñas no tiene tiempo a dejar pistas falsas sólo para que le endiñen el embolao a otro menda.
—En eso tienes razón. Se le tropieza la polla en el pensamiento antes de algo así.
—No sé lo que has querido decir, pero es exactamente lo que estaba pensando. Entonces no es un follador; es otra cosa. Son más de uno, porque hay un chivato. Pero el chivato, ¿qué es?
—Un ladrón de cámaras que se arrepiente y las devuelve a domicilio.
—Exacto —gritó O’Hara, poseído—. Y no deja huellas. Y un detalle más. Se dio cuenta de que no le habíamos puesto agua al loro y le llenó el vaso. ¿No te lo había dicho?
—No, Pepe. Así yo no puedo mantener la ley y el orden, coño. No. No me lo habías dicho. ¿Le puso agua al loro?
—Yo me había olvidado. Salimos a toda hostia cuando oímos el petardazo de la Sanitale y me olvidé de ponerle el puto agua al puto loro.
—¿Se la puso el ladrón?
—Un vasito mediado. De agua clara.
—Joder, qué tío.
—El loro es el único que sabe cómo es él. ¿Cómo era el ladrón, loro?
—Haznos un retrato robot —añadí yo tendiéndole al loro papel y pluma.
—Gilipollas —dijo el loro.
—Es alguien del Poblao que conoce la dirección de Ximena —continuó O’Hara—. Se cree que Ximena es una periodista de verdad a la que se van a tomar en serio. Le da las fotos porque el muy toli confía en que ella pueda publicar la historia. Es un chivato estilo garganta profunda. No quiere que se le vea la jeta.
—O a lo mejor no es tan toli y a quien conoce es a ti, y sabe que Ximena es tu fulana.
—No, con la pasma en casa no se hubiera acercado tanto. Te apuesto a que no es payo.
—¿Es demasiado listo? —pregunté.
—No seas racista. ¿Por qué allanó una propiedad y no se limitó a dejarnos la memoria de la cámara en el buzón de Ximena?
—Por el riesgo de que alguien la robara —razoné sin convicción.
—En los buzones de los pisos pobres no roba nadie.
—¿Te la tiraste?
—No aproveches la brainstorming para hurgarme la bragueta, Ramos. —O’Hara se rio abriendo los ojos por primera vez en toda la conversación—. Ese gitano ladrón quiere cantar cancioncitas, pero lo faltan huevos para venirse de randevú.
—Y sabe nuestro modus operandi —proseguí yo—. Sabe que los picoletos nunca iban a rastrear el páramo y a hacer pruebas de ADN en cada retama aplastada.
—Y considera que conocer el modelo del coche y la carga son importantes para nosotros. Por eso tanto empeño en fotografiar las roderas al detalle.
—Esa noche quemaron una furgoneta pesada en el Poblao, O’Hara.
—Me has quitado las palabras de la punta de la polla, Ramos. Las roderas en los alerces son de un vehículo pesado, así que…
—¿Resumiendo, Pepe? —pregunté.
—Elemental, querido Pepe. —O’Hara levantó las manos sobre los hombros como un predicador a punto de revelar a sus feligreses la Verdad—. No tenemos nada.
—Te toca calle —dije yo, como siempre.
—Y a ti oficina —contestó O’Hara, como siempre.
—No te pases con las anfetas. ¿Vas a recorrer la lista entera? Son más de cincuenta direcciones. Y hasta mañana no vamos a saber cuántos flamencos se han cambiado de casa. Y ésos no son caracoles. Vas a tirar gasofa en balde.
—¿Cuántos niños son? —me preguntó.
—¿Sólo los gitanos? Serán unas sesenta y dos visitas.
—El subcomisario, ¿está de acuerdo?
—Dice que, cuanto más tiempo estás en la calle, menos tocas los cojones aquí.
—¿Textual?
—No, disculpa la imprecisión. Dijo huevos, no cojones.
O’Hara encendió un cigarro. Por supuesto, estaba prohibido fumar en la comisaría incluso antes de que la ley antitabaco castrara nuestras justificadas ansias de suicidio lento. Pero a O’Hara le daba igual. Su indisciplina le había impedido ascender, a pesar de una hoja de servicios muy guapa, de las que gustan a los políticos. Su compañía también me frenó a mí en el escalafón, aunque yo no haya sido nunca indisciplinado y mi hoja de servicios no tenga nada que envidiar a la suya. Pero O’Hara era mi amigo y nunca me hubiera perdonado la desfachatez de convertirme en su jefe.
—Una cosa más —añadí—. ¿Sabes quién fue ayer a visitar al Perro en el tambo?
O’Hara me clavó sus ojitos ratoneros con una sonrisa gamberra crucificada en el cigarro.
—¿Por segunda vez? ¿Y otra vez en domingo?
Asentí.
—Ese Tirao empieza a ponerme cachondísimo —dijo O’Hara—. ¿Vis a vis, careo otra vez o locutorio?
—Vis a vis, Pepe. Sin grabación.
—¿A este Tirao se le conocen hazañas?
—Sí, Pepe. Pero son hazañas muy viejas —le contesté abanderando delante de mis narices los antecedentes de Rodrigo Monge, alias el Tirao,el Largo, el Dedos, el Maca.
—¿Y no podemos apretar al Perro hasta que ladre?
—El juez no te va a dejar ni mandarle flores. Ha confesado y está portándose como un angelito.
—¿Quién era el juez?
—Ya lo sabes. No le puedes chantajear —le corté antes de que continuase—. El delito más grave que ha cometido el juez Javier Gómez en su vida es hacerse socio del Atlético en época de Jesús Gil. Exactamente, en 1995.
—Mierda. El año del doblete.
—Peor me lo pones.
—Gilipollas —graznó el loro, que era atlético.
—Dame alguna mala noticia con respecto a esta investigación, Ramos.
—Tienes suerte, Pepe —le dije a O’Hara—. Está aún calentita. Me llegó esta mañana, pero quise dejártela de postre. —Cogí uno de los doscientos papeles que otoñizaban mi mesa de despacho con una sonrisa, aun a sabiendas de que mi sonrisa recuerda a la raja del culo de un oficinista albino—. Las marcas de ruedas del lugar donde desapareció la niña no corresponden a las de la furgoneta quemada de Sanitale.
O’Hara resopló.
—Entonces ya está resuelto. No ha sido nadie. —Se sentó sobre el canto de mi mesa y me miró como si yo fuera guapo—. Me voy al váter a meterme un tiro, Ramos. Esta vida es un puto infierno.
—Pégatelo aquí, si quieres.
—No, Ramos. Es un tiro de los otros.
O’Hara se levantó y salió de la pocilga. Yo ya sabía que se refería a un tiro de los otros. La cocaína era el catalizador que refrenaba las tendencias suicidas de su cociente intelectual de 191, uno de los más altos de los registrados en el mundo según unos pardillos del CTI de Massachusetts. Todos los años enviaban invitaciones varias facultades de Psicología estadounidenses para que O’Hara se prestara a hacer de conejillo de Indias ante sus afamados doctores. Algún ministro de Interior había intentado personalmente que Pepe diera su conformidad a estos experimentos para sacarlo en la prensa y cantar las excelencias de nuestros Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado. Cuando, al otro lado de la línea, una voz siempre femenina le decía a O’Hara: «Aguarde un minuto. El ministro Acebes —u otro— desea hablar con usted», O’Hara colgaba. Décimas de segundo más tarde, o quizás algo más, un subdirector general llamaba recriminándole su mala educación. O’Hara, a pesar de que el teléfono no enseña gestos, ponía cara inocente y declaraba haber considerado la llamada una broma. ¿Cómo me va a llamar el ministro, a mí? Nadie podría reprochar que la disculpa no fuera razonable.
La única vez que O’Hara cogió el teléfono a un ministro, hace ya unos cuantos años, le suspendieron de empleo y sueldo durante dos semanas y provocó un conflicto internacional.
—Disculpe, señor ministro. Ya les expliqué a los americanos que se trata de un error. Mi CI sí es de 191, pero en la escala de Ritcher, no en la de Weschler.
El ministro, quizá escaso de conocimientos en psicología y sismología, le transmitió textualmente las palabras de O’Hara a los americanos, que no tardaron en filtrarle a The New York Times y al Chicago Tribune que al responsable español de Interior le retemblaba el seso no en escala Weschler, que evalúa inteligencias, sino sólo en la Ritcher, que mide terremotos. Pocos días después, para encortinar el desliz del ministro, los americanos se bajaron los pantalones y difundieron una foto del presidente español con los zapatos sobre la mesa del jefe del universo en actitud colonialmente laxa o relajada. Se lavó así la afrenta diplomática, pero a O’Hara nadie le restituyó las dos semanas de sueldo que le costó su natural inclinación a cachondearse de ministros y otras gentes conspicuas.
—Necesitamos seis tíos para seguir al Tirao durante las veinticinco horas los ocho días de la semana —dijo O’Hara reentrando en la pocilga como un vendaval de mandíbulas batientes.
Yo no dije nada. Odio a los suicidas. Sobre todo cuando los suicidas son mi sangre adoptada. Hacía tiempo que a O’Hara se le había ido la olla. A veces me daba asco ver cómo le sudaban cocaína las narices y procuraba no mirarle a la cara.
—¿Me has oído? —me dijo sorbiendo como un guarro.
Yo seguí sin decir nada. Por joderle.
—¿En qué piensas, Ramos?
—Pensaba en cuando te da por montar conflictos internacionales.
—¿No crees en esto, verdad?
—Eso no se le dice a un amigo. Límpiate la nariz, anda. —Me levante, llamé al loro gilipollas y cogí a O’Hara de un brazo—. Vamos a ver al subcomisario y a pedirle seis hombres para buscar a una niña gitana.
—Ése es mi Ramos —sonrió; O’Hara era fácil de alegrar, como un niño no demasiado inteligente—. No nos va a dejar seis hombres, ¿verdad?
—Ni de coña —contesté—. Pero supongo que no nos pondrán ningún problema si nos lo comemos solitos y en horas muertas.
Recorrimos los pasillos sin soltarnos del brazo. Pepe se tambaleaba un poco. Quizá no había dormido. Yo amenazaba con mi cara ofidia los ojos de curiosos envenenables. Entramos en el despacho del subcomisario Márquez sin llamar, porque O’Hara se me adelantó a dos pasos de la puerta del jefe sin prevenirme. Por suerte, Márquez era uno de los pocos mandos que aún conservaba ese prurito caballeresco que antaño distinguía a los investigadores de las ratas de uniforme que basurean sólo en despacho.
—Pero ¿quién cojones os habéis creído que sois? ¿No sabéis llamar a la puerta?
—Señor, necesito seis hombres para un seguimiento —dijo O’Hara sentándose sin permiso y enseñando una sonrisa arcangélica.
—Si me explicas para qué quieres seis hombres, te doy doce, O’Hara. Cuatro de ellos, tías.
O’Hara puso cara de listo y explicó nuestras conjeturas sobre el secuestro, rapto o asesinato de la niña gitana. Ni siquiera yo entendí una palabra de lo que dijo.
—De acuerdo, O’Hara —resopló muy tranquilamente el viejo Márquez apoyando la barbilla en un puño—. Pero seis me parecen pocos.
—A mí también me parecen pocos —dijo O’Hara rascándose los rizos—. Pero ya sabe cómo anda el bolsillo del contribuyente.
—¿No te sientas, Ramos?
—No, gracias —contesté sabiendo que, cuando notas la caricia fría de la vaselina en el culo, es que algo te va a doler.
—Como quieras. —El subcomisario Márquez sacó una carpeta de un cajón del escritorio que estaba demasiado a mano como para ser casualidad—. O’Hara, estás loco. Acabas de meterte una raya de medio metro; eres adicto a la cocaína, a las anfetaminas y al alcohol. Tienes las pupilas como un eclipse de luna y te atreves a venir a mi despacho vacilando.
—Váyase a tomar por el culo —se disculpó mi compañero.
—Tengo aquí tus análisis de sangre y tu informe psiquiátrico. No eres apto para el servicio. Hace una semana que has recibido la carta donde que te comunican que pasas a segunda actividad y ni siquiera la has abierto.
—Sí la he abierto —contestó O’Hara—. Lo que pasa es que la volví a cerrar.
Debería habérmelo dicho. Soy su compañero. Le mandaban a segunda actividad. Jubilación con sueldo. El limbo de los desechos policiales.
—Lo siento, O’Hara. ¿Quieres que te lea tus informes psicológicos y psiquiátricos?
—Si a usted le entretiene, lea —contestó O’Hara recostándose relajadamente en la silla.
—Hay varias palabras que no entiendo —rezongó Márquez.
—Yo se las traduzco.
Entonces sí, sin que nadie me dijera nada, me senté.
—Ciclotímico —recitó Márquez.
—Me cambia el humor a cada rato. Unas veces cuento chistes malos y otras, chistes buenos.
—Muy gracioso. Trastorno límite de personalidad. Antisocial. Paranoide —siguió rapsodiando el subcomisario con el informe psiquiátrico de O’Hara pegado a las narices—. ¿Qué es tricotilomanía?
—Lo más grave. Me enredo los rizos.
—Me deja el despacho lleno de pelos, jefe. Da asco —dije yo.
—¿Es eso verdad? Vaya chorrada. Seguimos: ansiedad, hipertimia… ¿Qué significa hipertimia?
—Andar acelerado.
—Verborrea, distraibilidad, descarrilamiento…
—Eso es porque las tías dicen que estoy como un tren.
—… Hipersexualidad patológica, deshinhibición, ritmo circadiano alterado, hiperestesia, inquietud, hiperactividad, acatisia…
—Lo de mover todo el tiempo las piernas, jefe —explicó O’Hara sin dejar de chocar, como siempre, una rodilla contra otra.
—Síndrome de Tourette, tics, coprolalia…
—Lo del síndrome no tengo ni puta idea. Coprolalia es hablar siempre con palabras innecesariamente malsonantes.
—¿Por ejemplo? —preguntó el subcomisario Márquez.
—Chúpame la polla, subcomisario —replicó O’Hara.
—¿Todavía quieres seis hombres para seguir a un gitano?
—No hace falta, Márquez —contesté yo poniéndome en pie. Pepe no se levantó.
—Lo siento, O’Hara —dijo Márquez.
—¿De verdad que mi informe psicológico dice todas esas gilipolleces?
—Si sólo fuera el informe psicológico, O’Hara, te salvaría el culo.
—¿Y por qué no me lo salva?
—Por el toxicológico. Tú sabías desde octubre que te iban a someter a los análisis. Yo mismo te lo dije. Y tú sabías lo que me estaba jugando yo avisándote de algo así.
—Claro que lo sabía. Y le di las gracias, jefe. ¿O no se las di?
—¿Y por qué no te desintoxicaste un poco, como hace todo el mundo?
—Es que no me habían dicho que eso funcionaba —protestó O’Hara como un niño de tres años, abriendo los ojos bajo un caos de rizos—. Tú sabes que aquí se enfariña la mitad de la gente. Y no mandas a nadie al asilo porque se meta unas lonchas. Excepto a mí. Menos Ramos, aquí todo el mundo se mete.
—Ellos sólo son viciosos, O’Hara. Tú estás enfermo. Muy enfermo. Ya no eres un genio. Ya no piensas. Se te ha ido la pinza —se calentó Márquez—. Has aguantado hasta ahora porque Ramos te ha venido salvando el culo, compañero. Vas a estar mejor en casa.
—¿Di muy positivo? —O’Hara se había tranquilizado de repente y preguntaba como si aún pudiera aprobar los análisis en segunda convocatoria y pasar de curso.
—No es que dieras positivo, O’Hara. Los análisis revelan que eres un alijo de coca y pastillas que camina. Lo que no se explican los médicos es cómo aún no traficas con tu sangre. Una gota, un viaje.
—Qué bien hablas, Márquez.
—Tengo un amigo que tiene una constructora y necesita un jefe de seguridad. Ganarías el doble que aquí.
—Prefiero ponerme en la puerta de una discoteca. Por dentro.
—La gente evoluciona.
—Yo no, jefe. ¿Me traspapela esos análisis hasta que encuentre a la niña gitana? No quiero dejarle a Ramos este marrón. Se lo está comiendo solo por mi culpa.
—Claro, O’Hara. Traspapelaré tu informe un par de veces más. Con eso ganarás unas semanas. Pero con los seis guripas ni sueñes. No hay presupuesto.
—Qué se le va a hacer. Pero gracias, compañero —dijo O’Hara levantándose.
—Que te follen, Pepe —se despidió el subcomisario.
O’Hara se volvió y habló muy despacito.
—Joder, tíos. De pequeñito me echaron dos veces del colegio. De bares…, pfff…, me han echado mogollón de veces. —Pensó unos segundos rascándose los rizos sobre los párpados arrugados—. Me han echado de timbas ilegales de póquer. De bailes de salón me echaron también. De entierros. De charlas de alcohólicos anónimos. De muchas camas. —Elevó sutilmente la voz—. No estoy orgulloso de nada. Pero tíos, ¡joder! Que me vayáis a echar de la policía, eso sí que es caer bajo.
Como no había llamado antes de entrar, O’Hara llamó a la puerta del despacho del subcomisario antes de salir. Abrió, cerró cuidándose de no aplastar ninguna mosca, y se fue hacia nuestra pocilga sin esperarme.
Yo me quedé allí sentado, delante del subcomisario, durante el tiempo que me dio la gana. Con mi cara fea y mi olor a pantalón de divorciado viejo. Después me levanté sin abrir la boca y lo dejé solo. Yo también me sentía solo. Cuando me sentía solo, me iba a tomar un café de máquina. Un solo para un solo, concierto en luna bemol. Yo y el café. Porque yo no era uno de esos tíos a los que, como a O’Hara, las niñas de la comisaría llevaban café sin que él lo hubiera pedido. Y, tomando el café, me acordé de Jaime Jiménez de Juana alias JJJ, el nadir de la biografía del inspector José Jara. Una historia que yo nunca me creí del todo, como nada de lo concerniente a O’Hara.
—Por JJJ —brindó por enésima vez O’Hara la primera noche que nos emborrachamos juntos, allá por 1992, cinco días después de que nos convirtieran en compañeros.
—Por JJJ —brindé yo.
No sabía quién o qué era JJJ, pero le seguía la corriente a O’Hara. Pepe Jara tenía entonces sólo veintiocho años. Me habían advertido de que lo tratara bien. Alguien había oído que otro había escuchado que O’Hara era uno de los crupieres de la caída de la cúpula de ETA en Bidart en marzo de aquel mismo 1992, una de esas leyendas sobre las que nunca se le pregunta al interesado, salvo pasados de copas para comprobar si el tío es alguien —y se lo calla— o solamente un fantasmón —y te lo cuenta.
—¿Cómo lo hiciste, Pepe?
—Estudié a los lepidópteros.
—Vale —dije como diciendo vete a tomar por el culo.
—Va en serio, Pepe —me contestó con mirada inocente bajo sus rizos de Huckleberry Finn.
—¿Tú crees que soy tan feo como parezco? —le pregunté.
—En absoluto, compañero.
—Pues tampoco soy tan tonto como parezco.
—¿Sabías que antes del proceso de Burgos el cabrón de Etxebeste coleccionaba mariposas? Las mariposas son lepidópteros, Pepe. En serio. Como de ETA yo no tenía ni pajolera idea, me convertí en un experto en mariposas. Para poder hablar de algo cuando me mandaron a Santo Domingo con el pollo. Ése fue mi plan —dijo, con naturalidad, mientras ofrecía galantemente su taburete a dos chicas que acababan de acodarse en la barra. Apenas volvió a hacerme caso durante el resto de la noche.
Se rumoreaba en la comisaría que, tras mariposear con Antxon Etxebeste, Pepe O’Hara había salido de la cárcel con cierto prestigio entre los patxis y se había infiltrado en un talde, en un comando. Que había pasado varios meses agachado en un caserío francés y había participado, ganándose confianzas, en varios atentados: gajes del oficio. Que luego se dejó detener en la frontera con explosivos y armas y que, después de ocho meses en el módulo de aislamiento de la cárcel de Puerto, en Cádiz, había sacado información de punto para el operativo de Bidart. Ecos de rumorilandia. De mí se decía que había sido el primer expediente de la promoción de 1979, que no es la mía y que, antes de cumplir los veinticinco, ya había perdido a dos compañeros en acto de servicio. Me pusieron de mote el Enterrador. Todo el mundo en la comisaría se refería a mí como el Enterrador. Hasta el día en que el mote llegó a mis oídos. Era 1992. Yo me conformaba con mi nuevo destino en Narcóticos y con mi novato. A un chaval sobre el que se cuentan tantas historias no puedes pedirle que esté, ni siquiera, medio cuerdo. Pero aquel mote que los lameculos me habían puesto a mí no me había gustado nada, y me lo mandé quitar. En esos días los dentistas tuvieron bastante trabajo.
—Por JJJ —volvió a brindar O’Hara y me derramó media copa sobre la barra del Penta, en Malasaña. Esto sería ya por 1994. Sonaba Siniestro Total, había dos niñas en la pista y yo aún tenía algo de pelo.
—¿Quién es JJJ? Estoy hasta los cojones de brindar por un tío al que no conozco.
—Adivínalo, Pepe —me contestó—. Eres policía.
—Yo no soy policía de los de pensar, Pepe —le dije sin apartar los ojos de las dos niñas acid house que se desganaban por la pista—. No lo necesito. Con esta cara, tengo la mitad del trabajo hecho. Soy tan feo que intimido. A veces, aun estando fuera de servicio, los delincuentes se me entregan por la calle sin yo decirles nada. Mi mujer no lo soporta. Siempre llegamos tarde al cine. ¿Qué significa JJJ? —Me costó pronunciar las tres jotas seguidas.
—Mi padre murió en el parto.
—Tu padre murió en el parto. —Solté una carcajada y olvidé a las desganadas acid en la pista—. En aquella época, cuando tú naciste, pasaba mucho. Muchos hombres no soportaban la cesárea. Un feto con tu cabezón no cabe por el culo. Hay que rajar.
—No. Qué hijoputa. Se emborrachó como un piojo para celebrar mi nacimiento y se mató en el coche al volver del bar a la maternidad —me contó retorciéndose de risa sobre la barra y con los ojos alumbrados por un tripi—. Mi madre no volvió a estar con otro tío. Me crie solo con ella. Así que me busqué un padre. Jaime Jiménez de Juana, Jota Jota Jota, era nuestro vecino de arriba. Había nacido el mismo año que mi padre, pero JJJ subía las escaleras de tres en tres y sabía silbar con dos dedos, entre otras habilidades. Tenía una mujer bellísima, supongo que un buen trabajo, dos angelitos de niñas y boxeaba de aficionado en un gimnasio del barrio. Lo máximo. Era amigo de Urtain y de otros púgiles famosos, decían. Yo quería que JJJ fuera mi padre. Cuando nos encontrábamos en el portal o en el ascensor, JJJ me enseñaba cómo lanzar un uppercut o un crochet. Con siete años ya me conocía de memoria el código del marqués de Quennsberry. Pero, cuando tuve doce, intentó inculcarme el de su sparring Oscar Wilde.
—¿Maricón?
—Una tarde nos encontramos en el parque y me metió mano.
—Qué tarado.
—Lo machaqué a hostias.
—¿No era boxeador?
—Y yo medía dos cabezas menos.
—¿Y cómo lo conseguiste noquear? —pregunté con el desinterés de quien escucha a un borracho.
—Con odio. Si odias de verdad, puedes acabar con cualquiera. Aquella noche fue la primera vez que me masturbé.
—¿No te denunció?
—Si me hubiera denunciado, yo aún estaría hoy chupando tambo. Se quedó cojo, perdió la visión de un ojo y sufrió una desviación irreparable de espalda. En el barrio se contó que unos pandilleros lo habían cogido por sorpresa. Ni JJJ ni yo dijimos nunca la verdad. Ya no era un héroe. Ni mío ni de nadie. Era sólo un tullido que no se metía en líos ni visitaba los bares.
—¿Y no te lo encontrabas nunca?
—Todos los días, en el ascensor.
—¿Y qué hacías?
—Mirarlo hasta obligarle a bajar el ojo azul que le quedaba. Me jodía no haberlo matado. Por eso, cuando cumplí catorce, desvirgué a su hija de trece para no dejar a medias las cosas. Se llamaba Alicita. Era preciosa, aunque, cuando me la follé, aún casi no tenía tetas. —Sus labios fruncieron un sentido pésame hacia la escasez de tetas de la pubertad, antes de apurar el whisky y levantar la vista para mejor escuchar el ruido: «Ayatolá, no me toques la pirola mááááás»—. La seduje, me la follé y se lo conté a su padre.
Pedí con un gesto de vaso que nos rellenaran las copas y no dije nada. Como ya llevábamos dos o tres años juntos, iba comprendiendo los mecanismos de las fábulas de Pepe O’Hara y ya no me sorprendía. Pepe tenía un concepto muy saturnal de sus presuntas biografías. Las dos ninfas acid seguían desparramando sus follantiscas lasitudes al ritmo de los bajos de La Herida. Esa canción ni nada de Héroes me ha gustado nunca, pero ya estaba sonando el final: «Siempre he preferido un beso prolongado, aunque sepa que miente, aunque sepa que es falso».
—¿Qué sabrá de besos falsos un roquero? —me pregunté a gritos con la espalda apoyada en la barra y mi hombro contra el de O’Hara—. Esta canción es una mierda.
—Los dueños de los bares ponen música porque saben que a las tías no les gusta beber —me gritó él—. Les ponen la música alta a las tías para saltarles el interruptor y que beban sin darse cuenta de que no les gusta.
—Lo peor de los bares es la música —resumí yo.
Nos quedamos mirando la pista con ojos vidriosos, las espaldas contra la barra y los cuellos camiseros blandos como gatos recién sacados de un balde. Parecíamos maderos, no lo disimulábamos mucho y a nadie en el Penta le caíamos bien. Las dos niñas acid dejaron de bailar en cuanto les pusimos los ojos encima y se metieron a chupar éxtasis en el lavabo de presuntas señoras. Desde una penumbra de la barra, dos maricas con revistas y pelos pintados nos olisqueaban con asco y morbo apoyados lánguidamente en dos martinis. El camarero nos odiaba posmodernamente. La chica de los abrigos y el pincha nos odiaban, respectivamente, con un odio neogótico y otro odio retro. La máquina de tabaco nos odiaba tan fehacientemente que exigía importe exacto. Sólo un niñato se acercó a nosotros. Nos pidió fuego para hacerse el Vaquilla delante de su chorba. O’Hara le tendió un mechero. Nadie más nos molestó. Se estaba muy a gusto en el Penta aquella noche.
—Un día me matará —dijo O’Hara con La chica de ayer ya anunciando el fin de fiesta. Acababa de meterse un tiro en el lavabo y se le había curado la borrachera de repente. No me había ofrecido. No solía hacerlo. Yo tampoco solía aceptar. Los que mezclan es porque ni les gusta beber ni saben drogarse, pienso yo.
—¿Quién te va a matar, O’Hara? —Apoyé los codos en la barra y puse la cara entre las manos. Bajo mi nariz se extendía el desolador paisaje polar del culo de mi vaso con dos hielos huérfanos—. ¿No para nunca de pensar tu cabeza?
—¿Te aburro? —O’Hara acercó su boca a mi oído y aprovechó que había terminado la música para ponerse confidencial. Algunos clientes recogían los abrigos para irse y otros todavía no.
—Generalmente, no. —Me bebí el whisky que aún sudaba el hielo.
—Me mirará con su único ojo azul y me matará por la espalda. JJJ es quien me matará. —O’Hara también apuró sin esperanza el sudor de sus hielos.
—Me voy a la cama. Estoy borracho. —Giré la cabeza sin levantarme del taburete; la gente se había vuelto más fea con tanta luz.
—Es el único que me puede matar.
—Joder, O’Hara, eres un psicópata de manual. Aprovéchalo y pide la jubilación anticipada. Y déjame tranquilo.
Catorce años más tarde se la acababan de conceder. Terminé el café infecto de máquina, me despedí con los ojos de dos uniformadas gordas que se habían acercado a la máquina de chocolatinas para cotillear atiborrándose, y regresé a nuestra pocilga. O’Hara estudiaba los informes que yo había elaborado como si nada hubiera ocurrido, concentrado en los listados sin actualizar de niños chabolistas evaporados. El loro sollozaba con la cabeza bajo el ala, por lo que supuse que O’Hara ya le habría explicado la vaina entera.
—Me da igual pasar a segunda actividad —me dijo O’Hara sin levantar la vista de los papeles—. Ser un jubilado de cuarenta y cuatro años. Un inútil sentado en los parques dando de comer a las palomas.
—Claro, Pepe. A mí también me la trae floja. Si te gusta tanto la ornitología, quédate con el loro.
Y, como yo no sé llorar, me puse a cruzar datos en el ordenador. Coincidencias en los apellidos de padres y madres de niños perdidos. Clasificación por barrios y poblados de sus direcciones actuales y antiguas. Lugares de trabajo (nunca imaginé que hubiera tanta gitanada como empleadas del hogar). Combinaciones por población de nacimiento o fechas de entrada en España. Posibles encuentros en módulos de cárceles, centros de acogida, albergues, plantas de psiquiatría de los hospitales. Mapa de los colegios donde estudiaban los niños, si es que estudiaban, para ver la densidad de desaparecidos por distrito escolar. Un montón de currelo informático que yo no confiaba en que valiera para nada. Pero me gusta hacerlo cuando O’Hara anda cerca. Él también dice que no sirve para nada pero que inspira.