Queridos papa y mama yo estoy bien en casa de hestos señores, como estais tú y papa, aquí todo es muy bonito y la casa muy grandísima, y me dan muchos jugetes y como cosas muy ricas que vienen dentro de plasticos como las gosolinas haunque no son gosolinas
Un veso para ti y para papa y para el abuelo y para la señorita Sole
Alma Heredia
Yo soy el mar. Yo soy la madre. Madremar. Fuerza de la naturaleza que no decide si revienta a sus hijos contra las rocas o los acuesta sobre la playa. Yo soy la sangre que te empuja en oleadas. Yo soy tu madre, niña Alma, mi niña muerta. ¿Me escuchas? Soy este olor a sal y algas que erosiona la vida y la muerte enterrando mensajes en dunas poco profundas. Soy la palabra de madre que no tiene vocabulario para gritarte esto. De madre que, como tú, nunca vio el mar. Soy ese olor extraño que esta mañana percibieron, sin entender su belleza, el Remí, la Ruli y la Parrocha.
—¿T’has dao cuenta qué olor a pescao muerto viene hoy al Poblao?
Porque ellos y ellas tampoco han visto ni olido nunca el mar.
Tampoco percibió el tifón de salitre que inundaba el Poblao desde mi cuerpo y desde tu casa, mi niña, José Ruiz Martínez, el único cartero que en la historia llevó carta certificada alguna hasta las chabolas, porque la mala combustión de su Vespa lo embreaba de pestazo a gasolina. Abrí la puerta del chabolo antes de salir del sueño en vela que desduermo desde que te fuiste, y lo vi allí con su casco amarillo de Correos como el portador de un mal chiste.
—¿Don Antonio Heredia? Carta certificada.
—Es mi marido. Ahora no está. —Me costó decir marido; me gustó decir no está.
—¿Es usted su señora? Sólo tiene que enseñarme el carné y firmar aquí para acreditar la recepción.
Obedecí no sé por qué. Quizá porque nunca había hablado con un hombre con el casco puesto. Escribí mi nombre en el cuaderno del cartero: Almudena Martagón. Aprendí a escribir mi nombre cuando tú aprendiste a escribir el tuyo, mi niña. Y le sonreí al hombre del casco con orgullo. Mi primera sonrisa desde que te fuiste, amor.
—Esta niña va a aprender a leer y a escribir. Esta niña no va a ser como nosotras.
—Por mucho que la leas y la escribas, va a ser como nosotras. Y como tú, Fandanga. Porque, a ser como nosotras, no se aprende ni se desaprende. Sólo se nace.
Queridos papa y mama yo estoy bien en casa de hestos señores, como estais tú y papa, aquí todo es muy bonito y la casa muy grandísima, y me dan muchos jugetes y como cosas muy ricas que vienen dentro de plasticos como las gosolinas haunque no son gosolinas
Un veso para ti y para papa y para el abuelo y para la señorita Sole
Alma Heredia
Y aprendiste a escribir y a no ser como ellas…
Y yo también aprendí a leer y a escribir contigo, y por eso he empezado a gritar al leer tu carta. Porque tu carta no es tu carta. Porque no se desaprende a escribir cuando te has muerto. Grito y nadie acude porque ya todos saben que estoy loca. Y el Bellezas no entra a callarme con dos hostias porque se largó de madrugada después de quemar la Sanitale: no quiere que los civiles vean su coche nuevo, su dinero nuevo, su casa nueva. Grito hasta que ya no grito más, porque el mar no grita, madre mar, que sólo ruge, y porque tengo que salir de aquí antes de que los civiles vengan a preguntarme dónde está el Bellezas, y te juro, niña, por mis castas, que a partir de este momento no voy a gritar más. Nunca más. Voy a rugir como un mar azuzado de nordés.
El Poblao me mira cuando lo cruzo. Lavada y peinada, camino a buscarte. No se hacen a la idea de por qué me he lavado y me he vestido después de una semana exacta de mearme y cagarme encima. Llevo el pelo negro brillante como las endrinas. Y me asoma hasta los dientes la sonrisa que te di, mi única herencia. No se atreven a preguntarme dónde voy tan apañada. Me miran. ¿Nunca habíais visto el mar? Y, sin torcer la mirada, barruntan sus adentros:
—¿Adónde va la Fandanga?
A romper contra las rocas, hatajo de hijos de puta. A eso voy.
Ya no sé ni mirar los autobuses, tantos años encerrada. Pero subo al primero que pasa y atravieso los madriles porque sé a quién voy buscando y soy las olas: llegaré. En el bus ya no soy una gitana, como antes de encerrarme en el Poblao. ¿Cuántos años pasaron? Siete o nueve. O diez. Ya ni me acuerdo desde cuándo estoy casada. Ni con quién estoy casada. Ni de qué año es. Pero ahora ya no soy la más morena. Nadie ya me mira raro. ¿Será que Madrid entero ya vio el mar alguna vez? Las ancianas se sientan a mi lado sin que vea yo desconfianza ni ellas furia. Me cambio de autobuses y voy leyendo los nombres de las calles cuando puedo. Si son nombres muy largos, no lo consigo, aunque pongo el dedo en el cristal como cuando leemos en tus libros, mi hija. Qué bonitos los nombres de aquí fuera cuando vives en un sitio que no bautiza las calles: Pensamiento, Algodonales, Azucena, Miosotis, Estrecho, Tiziano, Panizo, Tablada. Si las calles del Poblao se llamaran con estos nombres, o con otros, a lo mejor no te tendrías que haber muerto.
No he olvidado que en una ocasión ya recorrimos estas calles, mi niña. No quieras hacerte la lista conmigo porque leas ya mejor que yo. Pero yo aquel día aún no era el mar. Tú no tenías ni un añito y yo era sólo la Fandanga. Te traje en taxi arrugando mi cara contra tus arropes para que el conductor no viera mi rostro deformado por las hostias del Bellezas. Fue el día en que supiste que él no era tu padre. Pero ese día yo tenía los ojos encharcados de dolor, y no pude recitar para ti los nombres de las calles, Alma mía. Además de que aún no sabíamos leer ninguna de las dos, todo hay que decirlo.
Reconozco esto. El barrio. Las tiendas. Aquí nos bajamos. Cógete a mí con tu manita, que son muy altos los escalones del autobús, tan altos que hasta pueden tropezar los niños muertos y arañarse las manitas en la acera. Cuántas cosas construidas pueden hacer daño a los pobres niños. A los niños pobres. Cógeme de la manita, mi amor. Mira cómo no nos miran. Esta gente de Madrid no se entera si ve el mar.
Aquí está. El portal no lo han cambiado. Qué raro debe de ser vivir tan en lo alto, hija, tan por encima del ras de las sepulturas. Era el cuarto piso, ¿te acuerdas? ¿Cuántos metros crees que hay por encima de tu tumba? Suéltame un momentito, anda, que voy a llamar. A ver si la encontramos en casa. Si no, nos quedamos en esta calle tan bonita y con su nombre propio, viendo pasar a la gente y los coches y los autobuses. Hasta que ella llegue con su hija y su tristeza.
—¿Sí?
—Charita.
—Sí. No grites. ¿Quién es?
—Soy la Fandanga.
El interfono se queda zumbando como si se hubiera tragado una abeja eléctrica. Yo creo que la Charita malicia a qué hemos venido tú y yo. Que se lo ha dicho el Tirao, hija, que sigue siendo su hombre aunque ella no quiera ya más hombre.
—Sube.
¿Sabías que la Charita y yo éramos amigas desde más pequeñitas que eres tú? ¿Cuando el Poblao no tenía nombre? ¿Cuando los payos quisieron construir los edificios y el abuelo Carbonilla los volaba con dinamita muy de noche? El Poblao (los locutores decían el Poblado y nosotras nos reíamos mucho) salía todos los días en las noticias de la radio y de la televisión. La Charita y yo aprendimos, oyendo aquellos partes, la palabra especuladores, y nos íbamos a la obra con los otros muchachos y les enseñábamos a los obreros el culo y les gritábamos: «Especuladores», pensando que aquella palabra tenía que ver algo con el culo. No tenía que ver, me dijeron luego, pero los obreros de la Urbanización se encabronaban igual, que era de lo que se trataba.
Después echamos un poquito de tetas y algo más de culo, y dejamos de enseñárselo a los especuladores de mono azul, que por otra parte ya estaban recogiendo los bártulos y largándose de allí, y la Charita empezó a hacer guarrerías con los payos en las ruinas de las obras hasta que se quedó preñada de la niña Rosa, que era como tu primita para mí, y que ahora ya es tu hermana. Yo le pregunté quién era el padre, pero la Charita no supo decirme. Ya estaba metida en el caballo y andaba medio de puta. Tampoco seguíamos siendo tan amigas: el Bellezas me había comunicado dos o tres verdades y yo necesitaba ser decente, que ya me habían dicho que la mujer del Perro me iba a meter el dedo en la rajita antes de la noche de bodas para comprobarme el virgo.
—Yo quiero que me traigas mis braguitas, mamá —dices.
—Cállate ahora. ¿No ves que esto está oscuro y tengo miedo?
—Yo también tengo miedo.
—Chssssss… Déjame que te cuente… Y entonces un día apareció el Tirao, con una guitarra y una faca y con unas ojeras hasta los labios, como el perrito Goofy, ¿te acuerdas, tontita?, para decirle al Perro que tenía que matar a un hombre al que llamaban el Chino porque le había tangado en un negocio de medio kilo de jaco.
—¿Qué es jaco, mamá?
—Jaco es droga, hija.
—¿Y qué pasó?
—Se conoce que el Perro le dio permiso al Tirao, porque al Chino nunca más se le vio y fue una pena, porque era el único chino que había en el Poblao y a los niños les daba mucha distracción verlo tan amarillo. Por ahí andará enterrado. El Tirao era entonces muy mala sangre, pero se encoñó con la Charita y criaron muy malamente a la niña Rosa. Robaban una semana y se metían otra. Hasta que una noche la niña Rosa desapareció, como tú, mientras la Charita y el Tirao se reventaban las venas en el chabolo.
—La niña Rosa ¿es la niña que me habla a veces?
—No lo sé. Pregúntale. A lo mejor sí.
—¿A la niña Rosa la encontraron?
—No.
—¿A mí me van a encontrar?
—No, hija.
—¿Con quién hablas, Fandanga?
—Hablo sola. Me senté en el escalón porque estaba cansada.
—¿Has venido andando? Espera, que te doy la luz.
—Gracias, Charita. Te veo muy bien.
—Sube. Fandanga, ¿qué te pasa?
—Nada, Charita.
¿Por qué te has callado, hija? ¿Por qué no subes con nosotras las escaleras hasta casa de la Charita, que desde la ventana se ve mucho trocito de Madrid?
Haz lo que quieras. Ya iré a buscarte. ¿Es porque la casa de la Charita está demasiado por encima del ras de las sepulturas? ¿Te has ido por eso, tonta?
—Siéntate. Qué sorpresa. ¿Quieres tomar algo?
—Un vasito de agua. Estás muy guapa, Charita.
De verdad que la Charita está muy guapa, hija mía. Con ese culito estrecho y esa cara que tiene ahora de no ponerse vena. Me da el vaso de agua y se sienta a mi lado, como una señora. ¿Te das cuenta de cómo hay que comportarse, niña Alma? Aprende.
—Hacía muchos años, Fandanga.
—Tú no quieres que te vean.
—Y tú has llorado mucho.
—¿No te lo ha dicho el Tirao? ¿Ya no viene?
—El Tirao viene, se calla y se va. ¿Qué le ha pasado a la niña Alma, Fandanga?
—Estás muy guapa, Charita. ¿Cómo te atreves a estar tan guapa? —Y me pongo a llorar y tiro el agua en la alfombra. Es lo único que ahora me queda de ser mar.
—¿Por qué está llorando la Fandanga, mamá?
Y me vuelvo hacia las cortinas y le grito a la voz de la niña Rosa.
—¡Porque estáis muertas!
—La has oído —me pregunta o afirma la Charita con toda la calma.
—Claro.
—El Tirao no la oye. Deja de llorar. Te van a oír —me dice la Charita como si me fuera a pegar.
—Están muertas las dos, Charita —le digo limpiándome las lágrimas—. ¿Y estarán juntas?
Queridos papa y mama yo estoy bien en casa de hestos señores, como estais tú y papa, aquí todo es muy bonito y la casa muy grandísima, y me dan muchos jugetes y como cosas muy ricas que vienen dentro de plasticos como las gosolinas haunque no son gosolinas
Un veso para ti y para papa y para el abuelo y para la señorita Sole
Alma Heredia
—Muertas y juntas las dos, Fandanga. Como nosotras. ¿A qué has venido?
—A que leas esto.
Llevo la carta en el pecho, como si fuera tuya de verdad, hija, y se la doy a la Charita.
—¿Por qué me la das a mí, Fandanga?
—La trajo el cartero para el Bellezas.
—¿Qué quieres que yo te diga, mi hermana?
—Ya me lo estás diciendo, Charita. Ya me lo ha dicho tu niña.
—Nos hemos vuelto locas, Fandanga. Esas voces no existen. Sólo están en nuestras cabezas.
La Charita, con su culo delgadito, se levanta del sofá y se mete en el dormitorio. Cuando vuelve, me trae una caja de zapatos atada con un cordal azul.
—Son las cartas de la niña Rosa. Me escribe cada mes.
—¿Dónde está tu hija?
—Vive con unos señores. Con unos señores muy buenos que la tratan muy bien. No podía seguir con nosotros, Fandanga. Yo era una yonqui y el Tirao era aún peor.
—¿La has visto, Charita?
—No me dejan verla. Era parte de lo firmado. Pero, cada mes, me escribe una carta. Ya escribe muy bien. —La Charita sonríe.
—Antes dijiste que estaban muertas.
—También te dije que estoy loca. Que estamos locas. Nos han arrancado algo dentro, Fandanga. Ya no sabemos vivir sin estar locas.
Querida mamá. En el colegio me han dado un diploma porque soy la mejor en las mates. Te mando un dibujo de cómo soy ya de alta y otro de mi amiga Antonia, para que veas que es mucho más bajita. Este verano a lo mejor, si saco muy buenas notas, mi nueva mamá me ha dicho que me van a mandar a Inglaterra para que aprenda inglés. Te quiero mucho y te echo mucho de menos.
Rosita
—La carta que mandó la niña Alma no es de la niña Alma, Charita. Yo aprendí a leer y a escribir con ella. Beso se escribe con be larga. Escribíamos esa palabra muchas veces.
—Sí se escribe con be larga, mamá. La Fandanga tiene razón. —Se vuelve a oír la voz infantil desde las cortinas.
—Calla, hija.
—¿No tienes miedo, Charita? Yo sí tengo miedo. De sus voces. De la voz de mi hija. Yo la oigo. ¿Y tú?
La tarde va cayendo encima de nosotras. La Charita no enciende la luz. Se conoce que no quiere gastar. Pasamos las horas leyendo las cartas de la niña Rosa. A veces, incluso, nos reímos, vencidas. Qué cosas tienen los niños, aunque estén muertos.
—Me dijeron que la niña estaría bien. Que me darían a mí algo de dinero para que empezara otra vida. Que me desintoxicarían. Y cumplieron, Fandanga.
—¿Qué les hacen a nuestros hijos, Charita?
—Los llevan a una vida mejor. Nosotros somos unos miserables, Fandanga. Tu hombre ha hecho bien.
—El Bellezas no es mi hombre y tú lo sabes.
—Perdona. ¿Por qué no te vas y me dejas sola, Fandanga?
—Lo que tú digas.
Me levanto y me marcho sin despedirme. La luna ya está ahí arriba, alumbrando Madrid y dirigiendo mis mareas de madre muerta. Lo que tú me digas, luna. Hacia ti voy. Caminito de la nada, como la Charita. Paseo durante tres horas por Madrid, sin rumbo, detrás de un rayo de luna que me conduce a la casa donde tú no estás, hija mía.
Cuando llego al páramo, ya es de madrugada y me duelen los pies. Pero no me importa. A las madres nunca nos ha importado el dolor de pies ni el dolor de nada cuando vamos detrás del hijo.
Me siento mirando la poza, la luna nadando sobre el agua. De noche, como no se ven las escombreras de alrededor, la poza parece un lago o el mismo mar. Hoy huele a limpio porque el viento viene contra el Poblao desde los montes.
—¿Qué haces aquí, Fandanga? Te he estado buscando por todas partes.
¿Por qué te esperaba, Bellezas? ¿Por qué sabía que me ibas a encontrar tú, y no ninguna de tus sirvientas con pantalones? Vete otra vez. Déjame aquí en silencio, viendo la luna reflejada en la poza, notando este aire de cara que hoy huele a tomillo, como si viniera de los montes de Toledo para orear el Poblao, que buena falta le hace si allí estás tú con los tuyos, cabrón. ¿Por qué ni siquiera tengo derecho a este silencio?
Cuando éramos novios, el Bellezas y yo nos sentábamos aquí a mirar la poza. Como tú nunca tuviste muchas cosas que decir, Bellezas, nos quedábamos en silencio, y a veces me cortabas florcitas de retama para ponérmelas en el pelo. Y nunca me tocabas. Porque entonces ya sabías que no eras hombre, Bellezas, que no tienes nada entre las piernas ni en el corazón, que son los dos sitios del cuerpo donde los hombres llevan lo que los hace hombres. Cuanto más grande sea lo que llevas entre las piernas y en el corazón, más hombre se es, Bellezas, y tú no tienes nada en ninguno de los dos sitios y, si me dejas este silencio que tanto necesito unos minutos más, ya te lo voy a decir bien dicho todo. Y a la cara. Pero ahora, por favor, cállate, déjame mirar la luna, déjame oler el tomillo de los montes de Toledo, que viene venteado por los ángeles para mí por una vez en la vida.
—Levántate, mujer, y vamos a casa.
—Yo no soy tu mujer y tu casa no es mi casa, Bellezas.
—No te pongas gitana conmigo, Fandanga. Que ya sabes que me enciendo. Yo te juro que te voy a traer a tu hija, mujer. Aunque haya que arañar la tierra con las uñas.
—¿Cuánto te dieron por vender a mi hija, Bellezas?
—¿Qué dices, loca?
—Con ese dinero te compraste el coche, ¿verdad, hijo de puta?
—Como vuelvas a faltarle a mi madre, te rajo la cara.
—He estado con la Charita, Bellezas. —Me levanto para que me vea la cara, por si sigue pensando en rajármela—. ¿Cuánto dinero te dieron por mi hija? Ten los cojones, por lo menos, para decírmelo.
—Fandanga, que te pierdes.
—¿Cuánto, cabrón?
Nunca antes le había pegado al Bellezas así, con la mano abierta, como se le pega a una mujer. Y nunca el Bellezas había dejado de contestarme con un golpe aún más fuerte. Pero esta vez se queda quieto, con su cara bonita reflejando la luna. Nunca ha dejado de ser guapo, ni siquiera ahora, que está más pasado de la coca y del whisky que nunca, desde que su padre está en el maco y no viene a gritar firmes.
—¿Cuánto, cabrón? —Y le pego otra vez—. ¿Qué va a hacer tu padre cuando se entere, cabrón? ¿Qué te va a hacer el padre de la niña Alma?
Qué bien se porta la luna siempre con el mar. Por eso ilumina ahora, para mí, la cara bonita del Bellezas. Para que yo vea cómo ha enrojecido de cólera.
—¿No lo sabías, cabrón?
—¿Qué dices, loca?
—¿Quién te creías que había sido, cabrón? ¿Quién te creías que me había hecho a la niña Alma? Porque alguien tenía que haber sido, que tú no tienes nada entre las piernas, cabrón. ¿Quién te creías que había sido?
El Bellezas, quizá, sí me haya querido un poco alguna vez, quizá cuando éramos jóvenes y nos sentábamos aquí a ver la luna en la poza. Lo pienso ahora, hija mía, porque su faca se ha metido en mi vientre sin hacer daño, como una inyección bien puesta y, si no fuera por la sangre que me corre ya por los muslos, te diría incluso que no parece que me vaya a morir, que parece que me pueda volver andando a casa, limpiarme y seguir llorando por ti, seguir comiéndome los pelos tuyos que encuentro en las sábanas, en las alfombras, en los cepillos.
—Sí, cabrón. Fue tu padre el que me dio a la niña Alma porque tú no podías. Porque el Perro sabía que no había engendrado un hombre.
La segunda sí duele. La segunda es algo más arriba y se ha metido en mal sitio. A lo mejor, mi niña, en el sitio donde me faltas. Aquella noche tu abuelo entró en nuestro chabolo para hablarme, como hacía tantas noches, desde que tu abuela se había muerto. Acudía a acompañarme siempre que el Bellezas se iba de parranda. Y me pedía un nieto y yo no decía nada. Hasta el día que se lo dije.
—Perro, tú sabes que no es culpa mía. Tú sabes que tu hijo no es un hombre.
Entonces reparó el error que había cometido su Naturaleza, hija. La tercera puñalada me la mete el Bellezas —no voy a decir tu padre— vertical en el ombligo, con la hoja hacia arriba, y sube el acero abriéndome la carne hasta el centro de los pechos con los que te di de mamar. Y está llorando como las niñas. Y veo la luna dos veces temblar dentro de sus lágrimas.
Aquí, en el fondo del pozo, ya estoy en paz. Me ha traído en sus brazos, llorando aún, como el día que me metió en el chabolo después de nuestra boda. Quizá todavía me quiere un poquito, hija, porque me ha tirado al pozo con cuidado, como si así la caída se me hiciera más suave. No sé de qué se preocupa. Ya no me duele. Mientras me arroja piedras gordas desde el brocal, para que nadie me encuentre nunca, pienso en aquella noche, hija, la noche en que tu abuelo el Perro y yo te hicimos, te construimos, te nacimos, te matamos. Me cogió con sus brazos tan fuertes y tan dulces y me llevó a la cama sin decir nada. Con un silencio tan hombre que, desde entonces, se escucha en mi cabeza y en mi coño cada segundo de vida. Sin detenerse ni ahora. Yo creo que tú también oías ese silencio cuando estabas dentro de mí. Aquélla fue la única noche feliz de mi vida, hija, y nunca podré darle a tu abuelo las gracias por aquellas horas. Ahora, por favor, déjame que me duerma un ratito, que estoy muy cansada.