Cuando el subcomisario Olmedo nos dijo a Bermúdez y a mí que nos bajáramos a Valdeternero a ver qué gilipollez se le había ocurrido ahora al pirado de Pepe O’Hara, me dieron ganas de abrazarle. Hacía años que quería coincidir con O’Hara o con Ramos en una investigación o en un bar. Había escuchado demasiadas historias sobre ellos. Como eran pura leyenda entre los novatos, los mandos hacían lo imposible por denostarlos en público. Pero yo aún era joven e impresionable, y hacía bastante tiempo que nadie de mi grupo o ahora, en la brigada, me había impresionado.
Todo sucedió exactamente como me lo esperaba. Es decir, nada de lo que pude ver aquel día a través de los ojos del inspector detective O’Hara tenía explicación. ¿Cómo había dado con el cuerpo momificado de la yonqui?
—Subí al sexto piso a echarme un cigarro para ver el entorno y me encontré a la piba —me mintió sin el menor rubor.
¿Qué interés tenían unas huellas de ruedas como cualquiera otras en el bosque de alerces? Las parejas se esconden a follar en los bosques de alerces. Los puteros, respetables padres de familia, buscan los lugares más recónditos para beneficiarse a sus furcias.
—No hay condones en el suelo —se limitó a contestarme—. Ni colillas. Y un padre de familia no raya su coche por esconderse con una puta en un páramo. Además, no son ruedas de coche. Son de furgoneta. Una furgoneta blanca. Grande y pesada. Quizá con una carga de obra. Las huellas de las ruedas están muy hundidas.
Yo tomaba notas y correteaba detrás de él entre los arbustos y los cardos. Algunas setas enfermizas se pudrían entre los alerces. Más abajo, O’Hara se sentó sobre una piedra y colocó las manos bajo las mejillas sin dejar de mirar al suelo. Entre sus piernas pude leer escrito en la tierra: The End. Seguimos las huellas de unos bastos zapatos femeninos. Se perdían enseguida. Lo interesante lo encontramos al rebobinar la subida de la mujer desde el Poblao.
—O’Hara —dije—, las huellas de subida son mucho más profundas.
—Ya me he dado cuenta.
—Como si la mujer llevara un peso encima que después soltó.
O’Hara se agachó. Algunas de las huellas femeninas dirigidas hacia lo alto de la loma se hundían casi diez centímetros en el barro.
—Una mujer que calza un treinta y cinco no sube este cerro corriendo con un peso encima.
—¿Entonces?
—Se la estaba tragando la tierra antes de muerta —respondió O’Hara con tranquilidad—. Por eso corría. A los gitanos les pasa a veces.
—No entiendo.
—Yo sí. Por eso has oído decir que estoy loco. Porque yo entiendo estas cosas. Esta mujer corría para que no se la tragara la tierra antes de tiempo.
Miró hacia el cielo nimbado y me sonrió. Volvimos al Poblao. Hicimos los honores a los picos. No se acercaban curiosos. Nadie quería ser preguntado. Sólo una gitana joven y muy bonita que se quedó mirando a O’Hara. Él le sonrió. Ella devolvió el gesto. La chica no tenía dientes. Con O’Hara, ya me habían dicho, nada podía ser nunca enteramente normal.