Yo no sé por qué nos han diseñado como a un rey sol si nosotras, y nuestros portadores, somos, ante todo, transeúntes de las sombras. A veces, incluso, traficantes de sombras, como el propio inspector Pepe O’Hara. En la época del gallego cabrón, las placas policiales éramos aguiluchos que mirábamos, nada paradójicamente, hacia la derecha. No es que yo, personalmente, lo prefiriera, que de fachas está el mundo lleno. Pero, como símbolo, el pájaro veedor resulta mucho más oportuno, ponderado y cabal que el majestuoso astro. Las razones son obvias y algunos de ustedes no son imbéciles, así que voy a contenerme la facundia. Casi ningún policía es un águila; eso lo sabe todo el mundo. Pero es cristalino como el agua que ninguno de los que gastan fusco, placa y uniforme es ningún sol. Queda dicho aquí para que no se llamen a engaño las almas biempensantes.
Para poner un ejemplo práctico: lo que deseaba aquel sábado Pepe O’Hara a las cinco y media de la madrugada del 15 al 16 de noviembre, sentado en la sala de espera del hospital Ruiz Jiménez al lado de Ximena, no era hacer justicia ni proteger la propiedad privada o los valores constitucionales. No. Lo que deseaba Pepe O’Hara era coger su Dogde Dart rojo del aparcamiento, conducir con mucha calma hasta Valdeternero y después al Poblao, sacar allí la fusca y meterle un tiro en la boca al primer pringao que se le cruzase. A continuación, tras una pausa minutada por un winston y una anfeta, patearía la puerta de cada uno de los chabolos y rompería de un golpe de culata los labios de cada una de aquellas mujeres para que nunca más fueran besadas. Cuando sus maridos o novios salieran a pedir explicaciones, dispararía despacio a los perfiles de sus cráneos para que cada bala sirviera para matar a dos. Y, por último, obligaría a los niños a salir y a orinar sobre las llagas sangrantes de sus padres antes de quemar el Poblao con todos dentro. Después, se marcharía. La cólera y la furia de Pepe O’Hara arremolinaban su sangre y le hinchaban nudos en las venas de los antebrazos, que parecía que iban a explotar y escupir lenguas de hematíes venenosos contra los ojos de la gente.
Ximena, en cambio, sollozaba.
—Cállate, por favor.
—Te quiero, Pepe. ¿Por qué esta vida es una mierda?
—Porque vivimos poco. No tenemos tiempo de arreglarla. ¿Te quieres callar, por favor?
—Lo que tú digas.
Y Ximena dejó de sollozar. Paredes blancas sucias de hombros apoyados. Sillas de plástico. Mesas en las que ni los hambrientos comerían. Revistas viejas con toses de enfermos enturbiando los labios de las modelos publicitarias. Es una crueldad plantar relojes blancos con segunderos negros sobre las paredes blancas de las salas de espera de los hospitales: van muy lentos. A las siete y diecisiete de la mañana, cuando el segundero negro caminaba tan cansado que ya parecía ni moverse, un hombrón de bata blanca, gafas y papeles en mano se acercó hasta ellos.
—¿Son ustedes los familiares de… —leyó—… doña Soledad Ortiz Paredes?
—No, nosotros… —tartamudeó Ximena antes de que la voz impetuosa de O’Hara la interrumpiese.
—Soy su hijo. ¿Cómo está?
—Estable. La resonancia no ha revelado nada grave. Contusiones y rasguños, además, claro, de lo de la pierna. Ahora está sedada, pero si quieren verla…
Alumbró sus ojos de topo bajo las gafas.
—Yo me voy a matar a los malos, niña. Tú quédate si quieres —le dijo O’Hara a Ximena ignorando al médico.
—Yo voy contigo para recoger los cadáveres. ¿Pasamos antes por mi casa? Necesito cambiarme.
—Queda de camino.
Los ojos del médico perdieron, de repente, cuatro dioptrías. Cuando las recuperó, Ximena y O’Hara ya se habían metido en el ascensor.
—¿Por qué han quemado la furgoneta? ¿Por qué le han hecho esto a Soledad? ¿Tiene algo que ver con la niña? ¿Sabes algo por donde yo pueda empezar?
—No —respondió Ximena.
—Sólo intuición femenina —se lamentó O’Hara
—Ni eso.
—«La luna dijo a la pasma».
—«Mira que te lo he contao» —siguió recitando ella sus propios versos.
—Ni ella ni tú me habéis contado nada.
No dijeron nada hasta subir al Dodge Dart rojo de O’Hara. El policía abrió la guantera sobre las rodillas de Ximena y rebuscó hasta sacar un bote de viejas dexidrinas portuguesas y una botellita de veinte centilitros de Johnnie Walker.
—¿Sigues tomando esa porquería?
Él se tragó dos anfetas, las empujó esófago abajo con el whisky y arrancó el motor.
—Hoy era mi día libre —dijo.
—¡Qué contrariedad! —Ximena se puso histriónica—. Es sábado por la mañana. Hay controles. ¿Qué vas a hacer si te paran, inspector?
—Me la sopla.
—Nunca mejor dicho. —Ximena, cuando silabeaba, se convertía en la tía más impertinente del mundo.
—¿Por qué no vuelves a llorar?
—Porque ya sé que Sole está bien. Ahora sólo podría llorar por ti, y de eso ya estoy aburrida, Pepe. ¿De verdad que vienes para matar a los malos?
O’Hara no contestó. A tientas, mientras conducía por las calles resacosas de Madrid, buscó otra botellita de JW en la guantera y la apuró de un trago. O’Hara no es un buen tipo. Es demasiado inteligente para serlo. Trata mal a la gente porque la gente se siente fascinada al tenerlo a su lado. Aunque les haga daño, viven ese daño como un privilegio porque se lo ha infligido él. Sobre todo algunas mujeres. O’Hara, desde mi imparcial punto de vista, es un hijo de puta.
—Eres un hijo de puta, Pepe. No vas a venir a matar a los malos. Te da igual lo de la niña. Yo te doy igual.
Pepe O’Hara encendió la radio del Dodge, un aparato viejo que aún se sintonizaba con potenciómetro rodante, y buscó un lugar del dial que sólo emitiera lluvia hertziana. Cuando lo encontró, elevó al máximo el volumen y siguió conduciendo a una velocidad superior, en cincuenta kilómetros por hora, a la permitida en ciudad. Sólo levantó el pie del acelerador cuando atisbó un control policial cerca de Atocha, a doscientos metros de su carrera.
—Jódete —dijo Ximena.
Había dos patrullas a cada lado de la calzada. Una de ellas les dio el alto. O’Hara sacó las gafas oscuras del bolsillo interior de la chaqueta a pesar de que las nubes mañaneras ensombrecían Madrid. Un agente saludó con cara de cansancio desconfiado y O’Hara me mostró ante sus narices, con mi pinta gilipollas de Rey Sol.
—Buenos días, compañero —saludó al agente.
—¿De servicio? —El uniformado le plantó una sonrisa.
—Se acaba de tomar dos anfetas y dos whiskies —dijo Ximena.
—Es malo volver a casa en ayunas a estas horas, compañero —dijo O’Hara—. ¿Tienes novia?
—Casado. Vete a casa.
—¿Con esto? —O’Hara apuntó con un pulgar displicente hacia Ximena—. Prefiero que me detengas.
—Venga, cachondo. Que aún tengo hasta las once.
O’Hara cerró su cartera, la regresó al bolsillo de la americana y dejé de mirar la escena. El avispero de la radio seguía atronando la cabina del coche.
—Pepe, ¿qué vas a hacer después de llevarme a casa?
—Dormir.
—Te has metido dos anfetas.
—Ramos conoce a uno de los que llevan lo de la niña. Te llamaré con lo que haya. Tendrás tu reportaje, te lo juro. Pero déjame en paz.
—Eres un cabrón. ¿Te crees que lo que busco es vender un reportaje?
—Tienes que comer, niña. Ahora eres medio pobre. —La media sonrisa de O’Hara le cuesta una bofetada.
—Hoy se me ha quemado una cámara en la furgoneta de Sole, Pepe. La más cara que tengo. Aún la estoy pagando. ¿Te crees que he pensado en eso un solo minuto?
—Ahora estás pensando en eso.
—Hijo de puta.
Hablan casi a gritos por encima del enjambre colosal que zumba en la radio.
—Quédate hoy, Pepe. Me muero de pena.
—No vamos a empezar otra vez.
—Anoche me follaste.
—Follo casi todas las noches.
—Tengo un perchero para el loro.
—Me olvidé en casa la comida para pájaros.
—Hay una barra de pan duro en la cocina. ¿Por qué no me quieres?
—A Pepe no le gusta el pan duro.
—Sube, por favor. Aunque sea sólo para tomar una copa.
Pepe O’Hara apaga el Dodge Dart entre un contenedor rebosante de basura y un viejo Renault 12 del que se han llevado las ruedas, y deja escapar un suspiro.
—Gracias, Pepe. —Ximena le besa en la mejilla y abre la puerta del coche.
La mañana de sábado en la calle García Arano, barriada de Valdeternero, es un partido de fútbol entre barro y charcos que siempre ganan los niños que más pronto irán a la cárcel. Los otros, los que pisarán maco más tarde, son los pusilánimes, los que aún no se resignan al hecho de que nunca saldrán de allí, de que toda su vida será como ese mismo partido: patadas a un balón huero que se queda flotando en un charco de barro y miseria, remates con un cuero desinflado que nunca terminarán en gol. Subiendo las escaleras hacia el 4-B del número 16, Ximena y O’Hara se cruzan con gatos pedigüeños, perros mendicantes, cucarachas halterofílicas y señoras que aún huelen al ajo de anoche.
—Buenos días, niña.
—Buenos días, doña Merce.
Pero doña Merce se deja de cortesías al ver a O’Hara. Las mujeres como doña Merce me olfatean. Ya han visto decenas de placas policiales colgando ante sus narices tras abrir la puerta de su casa a cualquier deshora:
—¿Está en casa su marido, señora? ¿Está en casa su hijo? ¿Nos permite entrar? Traemos una orden.
Tras las noches lluviosas, las escaleras del número 16 de la calle García Arano, barriada de Valdeternero, huelen aún peor de lo acostumbrado, y las ratas que se aventuran al inmueble parece que arrugan el hocico para conjurar el mal olor.
—Pero ¿qué coño haces tú viviendo aquí, niña pija?
—En este piso nació mi madre. Si no hubiera salido nunca de aquí, a lo mejor sería mejor persona.
—Lo dudo. Los ricos no pueden evitar ser malos y los pobres no se pueden permitir el lujo de ser buenos.
En cuanto Ximena introduce la llave en una cerradura que se podría abrir con la uña del meñique, empieza a sonar un aria estremecedora desde lo profundo del piso.
—Gilipollas, gilipollas, gilipollas, gilipollas, gilipollas, gilipollas…
—Por lo menos no se ha muerto. Dame el trozo ese de pan duro y un vaso con agua para Pepe, a ver si se calla de una puta vez.
—… gilipollas, gilipollas, gilipollas, gilipollas, gilipollas…
Entran en la cocina. Fogones oxidados y sucios de grasa de una butana antigua. Suelos de baldosa desleída por años y litros de lejía infecta. Banquetas de asientos mordidos por culos indigentes. Mantel de hule de los que ya ni se ven en los atrezos de las películas de posguerra. Cristales deformantes cuadriculando una ventana harta de transparentar los paisajes de la inmundicia. Ximena ha visto un fantasma y se queda clavada ante la cámara de fotos que hay sobre el fregadero.
—Hostias, Pepe.
—Ese lenguaje, pijita.
O’Hara mira la cámara y los ojos hipnóticos de Ximena sobre ella. El policía, al entrar, ha visto otra cámara arrojada sobre la mecedora cancerada del recibidor. Y la noche anterior Ximena había recogido una Canon de entre las sábanas de su cama antes de follárselo tan dulcemente. Pepe O’Hara no entiende por qué la niña se extraña de que una de sus cámaras visite la cocina. Ximena se sienta en una banqueta descostrada sin dejar de mirar el ojo enorme del objetivo.
—Joder, Pepe.
—Pero ¿qué te pasa? Y deja de decir tacos, que no te van con los Lewis negros.
—Joder, esa cámara se ha quemado esta noche, Pepe. Y ahora está ahí, mirándome como si estuviera viva.
—Te recuerdo que las anfetas y los Johnnies me los he metido yo —dice el policía procurando comprender.
—Es la cámara de la que te hablé, Pepe. La que dejé anoche encima de la furgoneta de Sole. Y a la furgoneta de Sole le prendieron fuego los gitanos. Y ahora mi cámara ha vuelto a la cocina porque se ha salvado de las llamas huyendo sobre las patas del trípode, ¿no? —Parece como si Ximena hablara en serio, y sus ojos achinados se redondean para mirar a O’Hara por si el genio tiene alguna explicación razonable, pero no la tiene.
—¿Qué coño hacía tu cámara encima de la furgoneta de Soledad, mi niña?
—Es la del objetivo de visión nocturna. Lo dejo allí todas las noches. Ayer te enseñé las fotos. ¡No te acuerdas! —protestó Ximena.
—¿Las lucecitas esas que no se ve nada? —O’Hara levantó una ceja y se encaracoló un rizo.
—Las lucecitas, sí. Las lucecitas, gilipollas. Esta cámara tiene un sensor. Mira. Aquí. Capta la luz por débil que sea; un motor gira el cuerpo, enfoca el punto de luz y dispara. Es para mi exposición… —Por fin Ximena, acercando desconfiadamente la mano como para acariciar un perro callejero, coge la cámara y comprueba que está en perfecto estado—. La exposición sobre el Poblao.
—Niñas ricas fotografiando niños pobres. Qué tópica eres. ¿Estás segura de que dejaste la cámara…?
Ximena ni contesta. Está encendiendo el equipo. Mira la pantalla con ojos escrutadores, sin comprender lo que está viendo. Pasa varias imágenes oscurecidas y poco claras.
—¿No te la traería Soledad?
—Pepe —acierta a decir.
O’Hara se acerca y ve pasar las diapositivas.
—¿Qué es eso…?
—Es un cadáver, Pepe. Es casi un esqueleto.
—Déjame ver. —O’Hara tarda un rato—. La hora y la fecha ¿se pueden alterar?
—Sí, Pepe. Pero no están alteradas. Mira al fondo. Esa luz. Es la furgoneta de Sole ardiendo. Las tomaron anoche.
—La madre que me parió.
El loro tenía razón. Yo también conozco a Pepe O’Hara y sé que empieza el baile. Se muerde las mandíbulas como un pit-bull.
—Vamos al ordenador. Allí lo vemos todo más claro.
El cadáver momificado de la yonqui. Huellas de un vehículo entre tomillares y arbustos.
—Esto es allí arriba, pasado el bosquecito de alerces del páramo —dice Ximena.
—Sácame copias de todo.
—¿Te vas a llevar la cámara?
—No te preocupes, no hace falta. Quien hizo esto es listo. No va a haber huellas. Y además no quiero mezclarte…
—Este tío no tiene ni puta idea de fotografía… —Ximena conecta la cámara al ordenador y empieza a imprimir fotos—. ¿Por qué me devolvió una cámara que vale doce mil euros?
—Quería que supieras dónde está la muerta. Y quería que supieras también dónde secuestraron a la niña.
—¿Alma?
—Como se llame.
—Joder, Pepe.
—Como se te ocurra publicar algo, te meto en una cárcel de mujeres. No sabes el daño que te puede hacer el mango de una fregona.
—Joder.
—Y no digas más tacos, que se te despeinan los ricitos de Llongueras.
—Joder, Pepe.
Diez minutos más tarde la pareja y el loro estaban alrededor de los restos calcinados de la Sanitale. Guardias civiles perplejos extraían con guantes ignífugos restos de escopetas humeantes de entre los hierros. Esta vez sí habían venido periodistas, y la Parrala, a pesar de lo temprano de la hora, ya había salido en todas las televisiones. A la Fandanga no la pudieron sacar de casa, y el Bellezas había huido por la noche a esconder el Audi-8 del trinqui para que la opinión pública no se llevara una impresión inadecuada del desconsolado padre de la niña desaparecida. O’Hara me balanceó delante de las narices de los civilones y le dejaron traspasar el perímetro sin ponerle buena cara. El Poblao era territorio de nadie: la Guardia Civil lo hacía suyo alegando que no era urbano y la Nacional vindicaba la jurisdicción para la Brigada Central de Estupefacientes. Buen rollito. O’Hara oteó alrededor y señaló a Ximena el esqueleto del edificio de seis alturas donde el Tirao había inmortalizado a la momia yonqui. Una presentadora de Madrid Ya y Ahora intentaba domesticar al viento su peinado.
—Entramos en cuarenta segundos —voceó el regidor al cámara y a la presentadora.
Ximena, muy atenta, observó cómo la reportera cambiaba la cara de mala hostia al acercarse el micro. Probó una sonrisa, después otra, y finalmente concluyó que el tema no era para deslumbrar con profidén al respetable. Optó finalmente por una expresión de profesional atribulada pero de muy sólidas convicciones morales, no dispuesta a doblegarse ante las pertinaces manifestaciones de la maldad y la estupidez de algunos pobres. Aunque ella, seguramente, no llegaba a mileurista. Escuchó el retorno del estudio y arrancó su crónica.
—Sí, Mayka. Así es. Sucedió esta misma noche aquí, en Valdeternero, al Este de Madrid, en uno de los poblados chabolistas más conflictivos y peligrosos de los arrabales de la capital. El suceso ocurrió aproximadamente a las dos de la madrugada, según nos han confirmado fuentes policiales. Un grupo de desconocidos, armados con escopetas de caza, destruyó y quemó la furgoneta medicalizada que la fundación Sanitale desplazó aquí hace ya seis años para dar atención paliativa a los toxicómanos y asistencia médica a las personas sin recursos, sobre todo a los niños.
La reportera aguardó a escuchar las preguntas pactadas y obvias que le llegaban desde el estudio.
—Exactamente, la barbarie no terminó aquí. Alertada por las llamas, la doctora responsable de la unidad medicalizada, la religiosa Soledad Ortiz Paredes, de sesenta y tres años, intentó detener a los vándalos y resultó, literalmente, lapidada a pedradas.
—No sé con qué querría ésta que lapidaran a Sole —susurró O’Hara al oído de la atentísima Ximena—. ¿Quieres ser como ella de mayor?
—Cállate.
—Parece que no se trata de un boicot, sino de un mero acto de vandalismo, querida Mayka —continuó la reportera—. A pesar de la controvertida defensa, por parte de la empresa médico-farmacéutica Sanitale, de la conservación y selección de embriones para trasplantes, no se trata de una agresión planificada, según han desvelado a Madrid Ya y Ahora fuentes de la investigación.
De nuevo, atención al retorno desde el estudio.
—Sí, está claro que la fundación Sanitale no despierta simpatías entre los sectores más conservadores y católicos. Pero los sabotajes sufridos por sus ambulancias siempre han sido simplemente testimoniales: grafitis o pinchazos en las ruedas. Esta vez estamos hablando, Mayka, de un atentado con víctimas humanas y daños materiales.
—Imposible de conocer. El mutismo entre los habitantes del Poblado es total. Ni nosotros ni los compañeros de otros medios hemos podido hablar con ningún testigo ocular. Aquí, Mayka, nadie, insisto, nadie ha visto nada.
—Sí, sí. El estado de la religiosa, ingresada en la Unidad de Cuidados Intensivos de la fundación Ruiz Jiménez, es grave, pero no se teme, de momento, por su vida. —La reportera detuvo el relato y levantó la vista.
O’Hara apuntó sus ojos en la misma dirección y soltó una carcajada. La Parrala corría ladera arriba haciendo gestos hacia la locutora. La gitana llegó jadeante y se recolocó el moño en un pispás. Ya había hablado con TVE, con la Cope, con Tele 5, con Antena 3, con la Sexta y con la Ser. Por poco se le escapa Telemadrid.
—Espera, Mayka. Espera. —La locutora estaba excitada—. Parece que tenemos un testigo. No cortéis la conexión, Mayka. Ya la tenemos aquí. Sí. Sí. Aquí la tenemos.
La Parrala se colocó a trompicones al lado de la periodista y se terminó de arreglar el moño frente al objetivo de la cámara como si fuera un espejo. Enseguida miró a la periodista y se arrancó.
—Buenooooo… Si está usté aún más guapa aquí fuera que en la televisión. Más gorda está, y mejor.
—Vale, vale. Muchas gracias. ¿Podría… podría usted decirnos su nombre?
—¿El mío? A mí me dicen la Parrala. Que la veo a usté todas las tardes. Y más guapa está usté aquí fuera que en la televisión.
—Si, sí. —La melena de la reportera se agitaba al frenético ritmo de la noticia—. Muchas gracias. La Parrala, me dice. Pero ¿cómo dice que se llama usted?
—A ver. Pues la Parrala.
—Como os había dicho, Mayka, el mutismo es absoluto. Parece que nuestra testigo ocular prefiere ocultar su nombre.
—Que nooo. La Parralaaaa.
—Bueno, lo estáis viendo. Pero…, pero aquí la tenemos. Vamos a ver, vamos a ver. —La reportera tuerce su bello perfil hacia la gitana—. Estaba usted anoche aquí cuando quemaron la Sanitale y agredieron…
—A la sor. A la sor, fue… A pedraás. Los muchachos. —La Parrala se pone testigo y mira fijo a cámara.
—¿Quién dice que fue?
—Los muchachos.
—¿Algún nombre? ¿Alguna identificación? ¿Los conoce usted?
—Anda no los voy a conocé.
—Bueno, bueno. Mayka. Mantenemos la conexión, mantenemos la conexión. Ya estás viendo que tenemos un testigo dispuesto a hablar. —Se vuelve de nuevo hacia la gitana—. Bien, señora. Eh… ¿Podría usted, y por favor esté segura de que nuestra cadena garantiza su seguridad…, podría usted decirnos los nombres y apellidos de las personas que infringieron este atentado?
—Lo del tronío, no. Aunque me lo barrunto. Lo del tronío de la ambulancia…, me parece a mí…, que ésos han sío los de siempre. Los de siempre. Un tronío.
—¿Quiere decir usted que un trueno…?
—¡Noooo! ¡Un tronío, coño!
—Pero, a ver, relátenos usted lo que vio exactamente.
—Un tronío mú…, mú grande, mú grande fue el tronío.
—¡No! ¡Mayka! Aguarda un minuto… Como me digas. Sí. Bueno. De momento despedimos la conexión. Desde el campamento chabolero del Poblado, Almudena Riofrío para Telemadrid. —La reportera sonríe a cámara, borra su sonrisa y masculla—. Me cago en Dios.
O’Hara dio la espalda a la estrella de la televisión antes de que la despidieran de su minuto de gloria chabolera ante millones de espectadores. Marcó el número de Ramos.
—¿Pepe? Dile al gran jefe que necesito en Valdeternero a los de la Brigada Central de Desaparecidos y una ambulancia o un coche fúnebre con sarcófago. —Escuchó a Ramos—. Nada especial. Lo del sarcófago es porque tengo un cadáver momificado y lo que se nos viene encima a nosotros son un par de asuntos aún más jodidos. No, no es material para los picos. No les cabría en el tricornio. Sí, nos metemos […]. Somos dos contra uno. El loro está conmigo. Que te follen, feo.
Ximena había escuchado la conversación y sonrió. Ya tenía a O’Hara en marcha. Cómo son las mujeres. Perfectas. No me gustaría ser placa de mujer policía. Hay ciertas sonrisas que no soporto. La sonrisa distrae de los verdaderos objetivos. Si en ese momento yo hubiera podido palpitar dentro del bolsillo de la chaqueta de O’Hara, si hubiera podido encenderme hasta quemarle el pecho, arrojar un grito, hacer cualquier señal, ahora quizá no me estaría oxidando en la paz estúpida de estas humedades. Si hubiera podido, como cualquier metal, invocar a los rayos de la tormenta y atraerlos hacia su pecho, O’Hara no se hubiera quedado observando idiotamente la sonrisa perfecta de Ximena, nacarada de deseo, su frente colegiala.
Si yo hubiera podido atraer hacia el pecho de O’Hara ese rayo, quizá se hubiera dado cuenta de que en el Poblao, a espaldas de su rostro alelado por una sonrisa, estaba sucediendo algo que en aquel suburbio infecto no había sucedido antes nunca y que jamás volvería a suceder: una moto del servicio de Correos atravesaba los lodazales brincando malamente sobre baches, charcos, piedras, cadáveres de gatos y troncos muertos.
O’Hara habría reparado en el motorista, que tuvo que detenerse ante una de las primeras chabolas para preguntar cuál era la de Santiago Heredia, alias el Bellezas, y tal vez pudiera haber pospuesto la apertura de algunos sepulcros. Si el rayo de esa tormenta, al que ya no puedo invocar, hubiera despertado a O’Hara, habría visto cómo el cartero, sin despojarse del casco, llamaba a la puerta del chamizo, y cómo la Fandanga, ida y ausente, había recogido sin chistar la primera y última carta certificada que llegó nunca al Poblao. Y a lo mejor, como es un genio, podría haber deducido que los gritos que empezaron a escucharse como un bramido de la tierra en el interior de la chabola del Bellezas tenían algo que ver con la desaparición y muerte de la niña Alma, y de todos esos niños que vagan buscando trozos de sí mismos ante puertas blindadas y verjas altas como lanzas que nunca se les abrirán.
—¿Qué son esos gritos?
—La madre de la desaparecida, que se ha vuelto loca.
Enseguida llegó el coche con los dos agentes de la Brigada Central de Desaparecidos. O’Hara los guio hasta el edificio de seis plantas sobre el que se había dormido la momia en bragas de nailon fotografiada por el Tirao. Después localizó el paraje donde el ladrón de cámaras había fotografiado las roderas de un vehículo entre los alerces. Acordonó el terreno y sólo encontró una marca que había pasado desapercibida al cámara: un The End escrito torpemente en el barro con la puntera de un zapato femenino.