XVIII

La luna no tiene por qué huir de los gitanos. Eso son invenciones de los poetas granadinos muertos, de los antropólogos y de los astrólogos racistas. La luna huye del humano en general, como todo lo bello. Cada año, la luna se va alejando treinta y ocho milímetros más de vuestros ojos en vela, así que dentro de trescientos ochenta mil millones de años estará un kilómetro más lejos. Este tipo de divorcios no hay que negociarlos a la tremenda.

La luna hace esto porque no desea que volváis a pisarla. Eso de que se aleja es algo que casi nadie intuye, salvo los astrólogos, porque casi nadie se ha preocupado nunca de conocer íntimamente a la luna. Con saber que oculta una cara, parece que hombres y mujeres ya se sienten reconfortados. Pero la luna no oculta una cara por hipocresía, como vosotros. Sencillamente, soy coqueta. Sé que la belleza sin misterio sólo es decorativa. Y actúo en consecuencia.

Aquella noche de hogueras la luna fue la única que vio al Tirao robar la cámara de Ximena de lo alto de la caravana médica de Sanitale. Después el gitano ladrón salió camino del bosquecillo de alerces, escondido en su gabán bruno y en su cara de oliva, acechando las sombras que la luna dibujaba para darle cobijo a su delito. Las nubes veloces vestían de gasas espectrales a la luna, y la luna aprovechaba su aspecto fantasmal para inyectar miedo en los ojos de los gatos y de los niños insomnes de hambre del Poblao.

El gitano se sentó en un tocón entre los alerces protegido por arbustos escleróticos de frío y estudió la cámara. Tenía que hacerlo. Nunca había tenido en las manos nada tan sofisticado, si se excluye a algunas mujeres de su época joven, antes de que el caballo le venciera.

Al Tirao, entonces, no le llamaban el Tirao. Era el Largo. El Largo, con sus veinte añitos, su 1,89 de estatura, sus hombros anchos, su rostro atezado y semental de haberse respirado todo el aire de la sierra de la Almijara, y su voz, heredada verso a verso de su padre El Bracero, era un reclamo sexual exótico y apetecible en la noche de Madrid. Él se asombraba cada noche al desnudar a aquellas damas de eternales lasitudes en sus áticos posmodernos, bajo unas penumbras que las flappers de la movida madrileña denominaban, con una guinda roja e invisible entre los labios, luz ambiente.

Las flappers de aquellos ochenta tenían vinilos adquiridos en Londres, nunca casetes mangadas en la gasolinera de Algarinejo, y esnifaban la coca por unos turulos esbeltísimos de plata que nunca le ofrecían, quizá porque, aunque era guapo y garañón, no dejaba de ser gitano. El Largo se avergonzaba de enrollar para la farlopa sus billetes sudados de cinco mil pelas. Hasta que una noche una rubia le tocó demasiado las pelotas, poniéndole una carita pruna pasa que denotaba mucho asco. A la mañana siguiente, tras haberla agasajado con tres polvos, el gitano le robó el turulo sabiendo que nunca jamás volvería a verla. Salió corriendo del apartamento como un niño. Ya no pasaría más vergüenza esnifando junto a aquellas flappers.

Porque él se consideraba aún el mismo niño que garabateaba acordes inmaduros de guitarra a la sombra de los quejigos, de los majuelos o de los pinos negrales, cazaba lagartos a cantazos y robaba espárragos a la vega del Genil. Viajaba con su padre de tablao en tablao, encendiendo de cantes Puerto Lope, Jayena, Brácana, Chimeneas, Riofrío, Ventas (la de Zafarraya, nunca la de Huelma, donde barbechaban un viejo litigio con un gaje cabrón). El arte del padre los había convertido en gitanos ricos, nómadas los cuatro que conformaban aquella kumpania arrastrando de pueblo en pueblo su vardo atestado de guitarras, ropa a medio lavar, casetes, libros ajados y panderetas. Su hermano pequeño, Kaén, había nacido en aquella caravana.

Y a las noches, después de cenar orilla de alguna carretera poco transitada por civilones, el padre abrazaba la guitarra y amagaba su soleá.

Venteando mis pecados

y arenaditos de tierra,

me traen mis antepasados

un viento ungido de sierra.

Para gritarle al cobarde,

libertad gitana, un lema:

«Que, aunque en la guerra se arde,

a mí es tu amor quien me quema».

A los pies de los caballos

de los sargentos feroces

no lloraremos vasallos

ni sentiremos las coces.

Cuando me busque entre tumbas

mi gitana de Poniente,

yo le cantaré por rumbas

menos muerto que valiente.

Y el niño miraba las lágrimas discretas de su madre, gitana de Poniente, reflejarse en las llamas de la candela. Y la imaginaba vagando, buscando en los barrancos la sepultura de un gitano, su hombre, menos muerto que valiente. Hasta que la guitarra callaba y se iban los cuatro a dormir.

Siempre que la luna se ponía furcia de gasas encelajadas, como aquella noche, el Tirao se acordaba de su padre, Paco de Poniente El Bracero. Y revivía los patios guitarreros y el sabor del vino de pitarra, y a los zánganos como él saltando hogueras y a las viejas sucias escupiendo dientes casi póstumos en los geranios de las corralas.

A mediados de los setenta, su padre, Paco de Poniente El Bracero, empezó a llamar la atención de los flamencólogos y los flamencófagos de Sacromonte por sus cantes de rudeza obrera poscomunista, por sus experimentos sonoros con los boshnegros rumanos, por sus seguiriyas cósmicas, por su vindicación de las culturas romaní y nazarí, y por una voz macho que a la vena gorda le sacaba armonías rabiosas. Al Bracero le grabaron en el Sacromonte, con una Tascam de ocho pistas y una mesa de mezclas que prestó el mismísimo Rafael Farina, una casete que tituló Parasmitsha —cuento de hadas, en romaní— y que se vendió mucho en las gasolineras y en las fondas camioneras de Granada.

Poco después, el éxito trasladó a la kumpania lejos de Poniente, a Madrid. Vendieron la furgoneta por cuatro perras gordas y El Bracero grabó otro disco, pero éste se ahogó en el torrente de la movida madrileña. Empezaron a pasarlo mal. Sobre todo por culpa del Tirao y de su amria, su maldición, y se acabaron muriendo todos, los hijos por dentro y los padres por fuera.

Pero de aquello han pasado ya más de doscientas cincuenta lunas. Y ahora el Tirao apunta la cámara de fotos como si fuera un arcabuz óptico al blancor lunar, y dispara. Observa la pantalla y comprueba que la sensibilidad es suficiente como para fotografiar a oscuras, sin flash. Camina entre los alerces, alejándose del Poblao, hasta alcanzar las roderas que le descubrieron Gavroche y sus hijos por la tarde. Fotografía todas las marcas que ha dejado el vehículo en el barro y las costras incurables que la marcha atrás ha infligido a los tomillares y a los arbustos. Fotografía las huellas de pisadas, unas grandes y otras pequeñas, con meticulosidad de entomólogo. Levantándose, agachándose, haciendo planos generales y detalles, estudiando los encuadres para que quien observe las fotos pueda ubicar el lugar. La luna ayudaba alumbrando, selectiva, los retazos de selva que iba eligiendo el Tirao.

Aunque La Pálida, realmente, estaba más pendiente de otros asuntos. La luna no es sorda, aunque su atmósfera casi inexistente no transmita el sonido. La luna lee los labios de los hombres y de los mares. Por eso sabía que la cena en el chabolo del Perro había sido inquieta, y eso la preocupaba. El Bellezas se había instalado en el chabolo de su padre apenas dos días después de que encarcelaran al viejo y, salvo para dar garbeos en su Audi-8 nuevo con el Manosquietas y tirarse el moco por la M-40 a ciento ochenta por hora, se pasaba allí la vida trajinando mentalmente su recién heredada condición de jefe del Poblao.

Aquella noche la chi del Manosquietas, La Rana, que es oblonga como la hija de un huevo, cocinó para El Bellezas y para otros ocho primos de la familia. Preparó potaje. El nuevo patriarca hizo instalar tablones sostenidos con tocones altos para que cupieran todos a la mesa. La chabola del Perro, de adobe y ladrillo, dejó de ser una ermita austera. El Bellezas compró un televisor de cincuenta y dos pulgadas, la cadena musical con más luces de colores que vendían en Mediamarkt, una cama grande, una vitrocerámica y una mesa de despacho que no usaría nunca. Se comió poco, se bebió mucho, las narices escocieron y se habló demasiado. Hasta que el Bellezas nombró al Perro a medianoche.

—Me ha pedido ropa negra y no se afeita desde que lo hospedaron.

Fue como si el mismo Perro hubiera dado un golpe en la mesa. Hasta el borboteo del potaje pareció silenciarse un rato. El patriarca estaba de luto. Durante seis meses no se afeitaría la barba ni usaría ropa de color, como ordena la tradición. Eso significaba que el Perro daba por hecho que su nieta Alma estaba muerta.

—M’hija. —El Bellezas emitió un sollozo excesivo—. Los krisatora me han llamado esta tarde. Dicen que no van a reunir a las familias hasta ver qué hace la pestañí. Hay que joderse.

—La pasma se va a poner a buscar a la niña por mis cojones —terció el Remí, que llevaba las pupilas más dilatadas que un plato sopa.

El Perdigón tenía fama de bostaris, de bastardo, pero nadie se lo insinuaba nunca porque era malo como una rata con hambre.

—Aquí ya se ha hablado de quienes meten la tocha de más en el tema de los chavitos. Pero se habla, se habla, se habla y se espera y se espera y no se hace ná.

El Perdigón acercó la bandeja de coca y se cortó una raya de veinte centímetros con la cuchilla de afeitar en tres tajos hábiles.

—¿Tú que dices? —le preguntó al Bellezas mirándole a los ojos para envalentonarle. Sabía que era cobarde. El Bellezas le sostuvo la mirada, pero no mascó más que silencio—. Ahora quien manda eres tú. El Perro no va a salir nunca.

El Perdigón se levantó de su silla, cogió por el cañón una de las escopetas del patriarca y la mantuvo en el aire a la altura de la cabeza del Bellezas.

—Vamos a llamar nosotros a la pasma. Si hay cojones.

Al Bellezas no le quedaba otro remedio. Así actuaba siempre el Perdigón, ordenando aunque no tuviera mando en plaza. Tenía que haber cojones. El Bellezas cogió el arma y se levantó despacio, medio tambaleándose por culpa de las cuatro botellas de whisky que envidriaban los ojos y la mesa. El primero en levantarse y salir del chabolo del Perro fue el Remí. Después salió Rambo y, detrás de él, el Mulero. El resto fue desfilando a golpe de arritmias. Algunos se demoraron unos segundos entre el último whisky y la última raya, muy conscientes de que el jaleo que se preparaba era grave. El último en salir, y también el primero en volver, fue el Perdigón, que trajo sobre la calva la visera a cuadros de ir de caza para dar atrezo a la escena.

En diez minutos, todos los hombres estaban de regreso, todos con guantes, cananas, escopetas de caza con las guías limadas y mucho gesto fandanguero en los labios y en los ojos.

—Rana, sal de naja que hay jaleo —gritó el Bellezas hacia la cocina; Manosquietas no se atrevió a mirarlo mal. Su mujer dejó el chabolo sin levantar la cabeza para no ver lo que no tenía por qué ver.

IN BILI R A GUANA TEME

ISOS N C ONSTRUCC ON, P EC OSAS I STAS

DE DE 8.0 0.00

NO S EÑES SOLO N TU ORMITORI,

SU ÑA C N TU BAR IO

T F 91 5 55 83

Los hombres vaciaron de cartuchos los bolsillos de los pantalones y las cazadoras y cargaron las escopetas en silencio. El Remí cogió una lata de gasolina que el Perro tenía en la trasera. Todos se miraron antes de salir. El Bellezas presidió la comitiva. Caminaron Poblao arriba espantando ratas, gatos, rumanos, lechuzas y yonquis. A medida que recorrían trecho, los pasos de los diez hombres se sincronizaban en cadencia militar. El Bellezas se detuvo a quince metros de la camioneta medicalizada. Levantó el arma y plantó los dos primeros cañonazos en la puerta del conductor. Antes de que los demás lo imitaran, el Remí se adelantó y arrojó la lata de gasolina bajo las ruedas del vehículo. La balacera duró apenas quince segundos. La lata estalló bajo la Sanitale y el pequeño ejército derrotó unos pasos. Después fueron arrojando las armas a la hoguera y se retiró cada uno a su chabolo, con más prisa que culpa.

El Tirao no le dio importancia a los dos primeros disparos que sonaron a sus espaldas y siguió caminando entre las escombreras y las ruinas de la Urbanización hacia Valdeternero. Estaba acostumbrado a los petardazos de los niños e, incluso, a las batidas de ratas con cartuchos del doce. Pero instantes después, cuando atronó el dos de mayo y la camioneta medicalizada reventó en llamas, intentó comprender lo que ocurría en el Poblao. Y lo comprendió. Rápidamente, desencaminó sus pasos hacia el último esqueleto de la Urbanización Paraíso, un bloque de apartamentos de seis alturas.

Los cimientos no habían sido contratados con la mala calidad con que se había redactado el reclamo publicitario. Las vigas maestras habían aguantado las caries del tiempo y el abandono. Los solados de cada planta tenían boquetes, pero el Tirao supuso que, si andaba con tiento, no se despeñaría. Necesitaba un escondite. No se podía permitir el lujo de que la bofia, que de un momento a otro iba a aparecer por allí, lo trincara con un objeto robado. Y tampoco podía desprenderse de la cámara de fotos antes de devolverla a su dueña. Así que decidió subir a la azotea de las ruinas para ocultarse allí durante la noche. Conseguía, además, una perspectiva privilegiada para entender lo que había ocurrido en el Poblao. Observó el cielo antes de internarse entre los escombros. Acomodó los ojos antes de entrar en lo que hubiera sido garaje del edificio. Allí sólo permanecían aparcados los sueños de las familias pequeñoburguesas que nunca recuperaron el dinero de la entrada del piso ni del coche.

Gateó las estructuras empinadas de las ya nunca futuras escaleras del edificio, apoyando antes las manos para discernir los huecos donde el tiempo había fanado los peldaños. En la primera planta encontró grafitis, jeringuillas y bolsas de plástico. En la segunda ya sólo había alguna jeringuilla valiente y restos de una hoguera. De la tercera a la sexta, nadie se había atrevido a subir en aquellos veinte años, a juzgar por la ausencia de cualquier vestigio de presencia humana. Incluso encontró algunos materiales de construcción que los chamarileros podrían haber vendido por unos duros. Pero no era cuestión de jugarse la vida entre aquellas ruinas. Tardó un buen rato y llegó al ático jadeante pero contento. Allí nadie iba a ir a buscarlo.

Nunca había visto el Poblao, la Urbanización, Valdeternero ni Madrid desde aquella perspectiva. No necesitó aguzar demasiado la vista para comprobar que los gitanos la habían tomado con la Sanitale. Ya se lo había imaginado antes de subir. Miró la hoguera durante más de diez minutos, disfrutando del paisaje, del aire frío y de la soledad. Le extrañaba que, incluso a esas alturas, vaharadas pestilentes le anidaran la napia. Caminó por la techumbre desnuda midiendo su peso a cada paso, no se fuera a desfondar el cemento viejo.

Lo que descubrió ni siquiera se podía calificar de bulto. Apenas levantaría veinticinco o treinta centímetros del piso. A unos metros, parecía más largo de lo que realmente era, pero la falsa impresión era efecto de la delgadez de la carne momificada. Se acercó más. El jersey de cachemir falso estaba podrido y dejaba ver algunos huesos del tórax. La falda había volado. Unas bragas de nailon cubrían una pelvis donde ya sólo había hueso y mojama. La jeringuilla debía de haber rodado hasta el borde, porque no había rastro. La mujer debía de llevar tres o cuatro años muerta allí arriba. Su pelo rubio teñido cubría sólo a medias la cara momificada. La luna se dejó arropar por un manto nuboso para que el Tirao no tuviera que ver los ojos vacíos de la yonqui.

—Lo siento, compañera —le dijo.

Desenfundó de nuevo la cámara y fotografió el cadáver olvidado desde un ángulo que permitía colegir la situación del edificio respecto a Valdeternero. Después regresó al otro extremo del solar para evitar el tacto denso del hedor a muerte antigua. Pero ya estaba instalado en su nariz. Ya no lo olvidaría nunca. La luna volvió a alumbrar todo lo alumbrable.

También los ojos de Soledad. Los ojos de Soledad seguían abiertos mirando el techo del dormitorio una hora después de que los reproches y los gemidos (todos femeninos, todos de Ximena) cesaran en la habitación contigua. Hasta el loro se había dormido hacía rato, acurrucado en sí mismo sobre un perchero de pie donde no había perchas ni ropa, por lo que todo hacía pensar que Ximena lo había colocado allí para la noche en que se viera obligada a invitar a dormir a un loro.

La explosión se escuchó tan cerca que despertó al animal, y Soledad pudo ver cómo, por unos segundos, el pico, los ojos y el perfil verde del bicho enrojecían.

Soledad, avergonzada aún de haber acechado la intimidad de los amantes, esperó a escuchar los muelles de la cama en la otra habitación antes de levantarse y asomarse a la ventana. Entre las luces salpicadas del Poblao vio la hoguera. No reaccionó enseguida. Una rigidez muy íntima la paralizaba. Como si un dios que hubiera sospechado su pecado la hubiera convertido en sal. Por la posición de las llamas, una lengua de fuego negro diminuta desde allí, supo que habían volado su chabola, su refugio, su hogar, su hospital, su convento, su lazareto con ruedas. Supo que, definitivamente, se había hecho vieja. Que se había quedado sin nada.

—Joder, es lo de Sole —oyó decir a Ximena a través del murete de papel de fumar que separaba las dos habitaciones

Soledad se arrancó el camisón y se vistió medio a tientas, sin pararse siquiera a encender la luz. La luna alumbraba lo que podía, pero no consiguió evitar que se colocara el chal al revés, algo que esta vez no le iba a prometer ningún regalo. Ni siquiera esperó a que O’Hara y Ximena saliesen. Echó a correr primero escaleras abajo, dejando abierta la puerta del piso. Siguió por la calle García Arano sorteando charcos, socavones, basuras, ruedas quemadas y gatos petrificados, y bajó el terraplén hasta el túnel de la M-40 cayéndose media docena de veces pero sin notar el escozor de las heridas en las rodillas y en las palmas de las manos, sin ver otra cosa que las llamas cada vez más cerca pero también más difusas a causa de las lágrimas y el sudor.

Cuando llegó a la furgoneta incendiada, ya había perdido los dos zapatos y sangraba por las rodillas, los codos, las manos, la barbilla. Se detuvo a menos de diez metros del fuego, sucia de barro y de ira, resoplando espuma por la boca, llorando sin gemir.

Los habitantes del Poblao que no habían participado en el aquelarre se habían ido acercando en procesión muda después de oír la explosión. Soledad volvió la cabeza hacia ellos, medio centenar de desechos humanos que hacían corro a una veintena de metros de la camioneta ardiendo. Los niños, sus niños, en primera fila, fascinados por las llamaradas. Los mayores, silenciosos y estatuarios, ni siquiera se atrevían a intentar aplacar el fuego acercando cubos de agua, echando tierra, escupiendo, llorando, orinando. Soledad cogió aire. Enrojeció. Aspiró humo hasta que sus pulmones estuvieron a punto de reventar y clavó sus ojos, furibundos y desencajados, en la muchedumbre.

—¡Hiiiijos de la Gran Puta! —La voz de Soledad rebotó en eco contra un centenar de ojos de plata fría—. Cerdos, mulas, bestias. —Sólo la afasia y el crepitar de las llamas, a sus espaldas, respondía a los dicterios enloquecidos de Soledad—. Habría que dejar que os murierais todos. Habría que dejar que se murieran vuestros hijos. Habría que dejar que no nacierais. —Nadie se movía, como si la luciferina Soledad, envuelta en lumbre, estuviera representando una obra de teatro, no la puta realidad—. Me cago en Dios si fue él quien os hizo. Me cago en vuestras madres y en vuestra boca —siguió gritando, buscando maldiciones en lo más hondo de su humanidad.

Y no las encontró. Caminó alrededor de sí como una peonza desorientada, con los brazos ahuecados como un simio, y miró a la luna.

—¡Me cago en la niña Alma y en todos vuestros niños muertos! ¡Cerdos, salvajes, miserables!

Soledad se agachó y cogió una piedra. Se levantó como una mamba negra antes de atacar y la arrojó a la masa. Un pequeño movimiento de los cuerpos, y otra vez silencio y hieratismo de espectadores. Soledad les lanzó otra piedra. Y otra. Soledad perdió el equilibrio y se desplomó. Un niño, el Meli, seropositivo por herencia al que la monja había tratado desde el día de su nacimiento, se empezó a reír con sus pocos dientes. Soledad se levantó y, desde el suelo, le lanzó una piedra pequeña que rodó mansa hasta sus pies, y se quedó mirándolo con furia. Entonces, el Meli la recogió, adelantó dos pasos, disparó la piedra con pericia y acertó a Soledad en la frente. La monja se tambaleó, aturdida, pero no se cayó. La segunda piedra se estrelló contra la chapa ya calcinada de la furgoneta. La tercera le acertó al hombro y la cuarta en la boca, y entonces la risa del Meli se le contagió al resto de los niños y a algunas mujeres y hombres y todos empezaron a lanzar piedras y a reír, y Soledad acabó arrodillada en el suelo, de espaldas, cubriéndose la cabeza con las manos y recibiendo la lluvia de meteoritos hasta derramarse en el barro como un saco de estiércol.

—¡Bollera!, ¡puta!, ¡vieja loca!, ¡martyia!, ¡vuélvete a tu convento!, ¡bostari!

La llegada del Dogde Dart rojo de O’Hara con la sirena policial echando azules dispersó a la multitud. En menos de cinco segundos, el Poblao parecía un desierto de sombras huidizas.

—¡Sole! ¿Qué te han hecho, Sole?

Ximena, llorosa, se arrodilló junto a la vieja vencida. La monja estaba inconsciente y su chal del revés tenía más flores rojas de las que se había bordado.

O’Hara llamó primero a una ambulancia y después a sus colegas. A la prensa no la llamó nadie, pero también apareció. La luna estaba sobre la sexta planta del edificio Guanarteme, en el extremo de la Urbanización Paraíso. Pero ya no alumbraba la silueta negra e imponente del Tirao, sobre el tejado del edificio en ruinas, recortándose en el cielo. Mejor que no lo vea nadie.