—Lo que suena son las Variaciones Goldberg, Muda. ¿Te gustan?
Sí, me gustan. Me gusta todo. Me gusta mirarme en el espejo porque soy bonita, y sonreír sin abrir la boca porque el Tirao hoy no me deja ponerme la dentadura. Mala señal. Un día más que no salimos a hacernos cocodrilos a Gran Vía. Se conoce que, desde que mataron al Calcao, el Tirao tiene miedo de que le pillen los secretas, que él no sabe junarlos. Pero me gustan las Variaciones Goldberg porque dicen todo el tiempo clin clin clin clin y yo entiendo la letra. El Tirao casi nunca me permite que me quede en su chabolo mirándome al espejo y molestándole, a pesar de que yo, como soy muda, molesto mucho menos que cualquier otra mujer. El canario Bogart juega entre mis manos pajareando de una palma a otra. La verdad es que, en el espejo, está igualito que en la realidad. Ojalá yo también sea tan bonita como en el espejo, aunque no creo. Si lo fuera, ahora el Tirao me estaría haciendo el amor en la cama. Pero no me lo hace. Ni siquiera me deja quedarme con las tetas al aire. Será que el Tirao compró un espejo para ver canarios, y en este espejo todas las demás cosas y animales nos vemos bonitos como pájaros. ¿Cómo seré yo en realidad viéndome en un espejo que no sea para pájaros?
Me gusta observar al Tirao, siempre tan quieto como una estatua. Hasta cuando se mueve, está quieto. Son la tierra y los horizontes los que se descorren como ventanas para que el Tirao cambie de sitio sin moverse. Como un árbol clavado delante de una pantalla de cine. A veces, antes de robarle los cocodrilos a los tolis, el Tirao me entra en los cines de Gran Vía y yo me quedo todo el tiempo mirando a las personas hasta que las tapan con el The End, que ya he insinuado aquí lo que significa. Pero, desde que el Perro apioló al Calcao, el Tirao se ha vuelto más malo que antes. Se queda aquí, sentado en la cama, pasando muy despacio las hojas de un libro. Yo, siendo indudablemente menos lista, las paso mucho más rápido que él, y no tengo esa necesidad de quedarme ahí alelada y con los ojos clavados como si estuviera muerta. Si no lo conociera tan bien, me atrevería a decir que el Tirao se ha vuelto un poco malo desde que mataron al pobre Calcao.
Llaman a la puerta. Yo me levanto a abrir, que nadie me quita a mí este rato de ser la señora de la casa. Tengo que mirar hacia el suelo para ver quiénes son nuestros invitados, con lo que mi pose de anfitriona estirada se ha venido un poco abajo al inclinar el mentón. Tampoco es que la visita sea muy distinguida.
—Hola, Muda. ¿Está el Tirao?
Aunque no fuera muda, no contestaría, porque las señoras de las películas lo que hacen es sonreír y acariciar la cabeza de los arrapiezos haciéndolos entrar a la cocina para darles dulces. Aquí no hay ni cocina ni hay dulces, pero el resto me ha quedado muy aparente.
Gabriel entra con los dos bulgarcitos, si es así como se le dice a los niños búlgaros. A sus padres los detuvieron en la redada del día en que desapareció la niña Alma, pero al Tirao le dijo ayer la Ramona que los sueltan enseguida. Que no tienen papeles pero que no han hecho nada. Es mentira. Son minoristas del hierro. Aunque siempre armas cortas y pocas. Gabriel tiene ocho años y lleva ya tres viviendo con los búlgaros, desde el día en que su madre, la Trajines, se murió de un miserere. El día de la redada, los tres niños se escondieron en el R-12 desvencijado donde a veces van a follar las putas del jaco, casi debajo del túnel de la M-40. Se pasaron allí toda la noche. Ahora Gabriel dice que Hristo y Lubo son sus hijos y, cosa que no entiendo, desde entonces el Tirao le llama Gavroche y no Gabriel. A veces el Tirao dice y hace unas tonterías que no puedes dejar de quererle.
—¿Cómo están tus hijos, Gavroche? Sentaos, por favor.
El Tirao los trata como a personas mayores y habla en voz muy baja, para que nunca nadie se entere de que él habla con una muda, con un canario y con los niños. Cuando los niños dicen que les ha hablado el Tirao, en el Poblao se creen que se lo inventan para darse importancia. Como si dijeran que han hablado con los Reyes Magos, que a este Poblao nunca vienen.
—Trabajando mucho —contesta Gabriel muy serio mientras se pone en cuclillas ante el Tirao; Hristo y Lubo se agachan detrás de él—. ¿Si te digo que he encontrado lo que me pediste, me llevarás a currelar contigo para que sea yo quien te june los secretas?
—Ha sido Hristo —dice tímidamente Lubo.
—Bueno, hemos sido los tres —interrumpe Gabriel.
—¿Qué habéis visto?
—Lo que tú nos dijiste. Ruedas.
—¿Dónde?
—Más allá de los alerces. Hristo era medio novio de Alma.
Hristo se ha puesto colorao como un tomate.
—Se cogían de la mano allí arriba. Fuimos allí arriba y vimos las ruedas, como lo dijiste tú. ¿Nos pagas?
—Primero vamos a verlo.
—Tenemos hambre.
—Los cojones. Os he visto hace menos de una hora jalando los bocatas de jamón de la señora Soledad —susurró el Tirao acercándoles la cara.
—Vete a la mierda, Tirao —contestó el niño.
Se levantaron los cuatro y el Tirao metió a Bogart en la jaula. Yo no podía decir que quería ir también, porque soy muda, así que me puse delante de la puerta con los ojos muy abiertos tapándoles la salida.
—¿Y a ti qué coño te pasa ahora?
Señalo el espejo con la nariz. El cajón. El vaso en el que guarda mi dentadura. Si vamos de paseo donde no nos vea nadie, yo quiero sonreírle al paisaje con la sonrisa entera.
—Venga, Muda, que no vamos al tajo. Que vamos de paseo.
Yo no me muevo.
—Hay que joderse. Ven.
Me siento ante el espejo. El Tirao saca el frasco. Aclara los conservantes con agua destilada y me coloca la dentadura. Sonrío. Este espejo será para canarios, pero en él yo estoy muy bella.
—Ahora os piráis los cuatro hasta el sitio y me esperáis allí. No piséis las ruedas, ni cerca de las ruedas, ni nada. ¿Entendido? Os sentáis en el suelo y me esperáis. Si no, no hay guita, Gavroche.
—A sus órdenes, Tirao. Vamos, hijos. Venga, Muda.
El Tirao se queda. El Tirao no quiere que lo vean con niños por ahí. A mí, a veces, me saca de paseo por la colina hacia los alerces, o hacia el Este, orillita de la poza. Pero nunca me sonríe ni me habla como hace en casa. Aunque no nos vea nadie. O eso crea yo. En la intimidad y en el delito hay dos tipos de hombres: los que se descuidan pensando que no los ve nadie y los que andan con más tiento cuando no ven a nadie alrededor. Mi Tirao es de la segunda especie, y por eso es mi Tirao.
Los niños y yo atravesamos el Poblao. Con las lluvias del otro día se ha creado muy mal rollo. Cada uno le echa la culpa al vecino de la inundación de su chabola. Todos están arreglando chapas y tirando cacharros mientras se insultan en español, en romaní, en griego, en rumano, en búlgaro, en polaco, en turco… Yo creo que ni siquiera saben lo que significa cada insulto, pero estoy segura de que deducen, tan bien o mejor que yo, que no son cortesías de vecino.
Lo único bonito del Poblao esta mañana es el coche nuevo del Bellezas que, para quitarse la pena de la desaparición de su hijita Alma, se ha comprado un A-8 del trinqui. El Perro nunca conducía coches tan molones como el que se ha comprado su hijo. Los llevaba grandes, sí, pero no tan molones. Es el coche más bonito del Poblao, incluso más bonito que el Mercedes blanco del Remí, el del laboratorio de pastillas, que se lo manda lavar a sus ruminés dos veces al día con agua que se traen de la poza, que dice que viene más limpia que la de la fuente de la traída. Los únicos ricos de entre nosotros, los miserables, son los que se saltan las leyes que escriben los ricos de verdad. Eso a mí me ha dado siempre mucho que pensar, pero he de reconocer que ni ahora, ni cuando viva, le he encontrado respuesta a tan jodida paradoja, con perdón. Tendré que esperar a que la tierra centrifugue unos siglos más conmigo dentro, a ver si así el entendimiento se me enciende.
—Venga, Muda, arrea, que mis hijos tienen que comer.
Así que dejo de mirar y de pensar, que los hijos adoptivos de un niño de ocho años tienen que comer, y parece que el Tirao le da a eso de las ruedas muchísima importancia. Subimos la loma hacia el páramo y pasamos por donde los civiles descubrieron el cinturón hortera que yo le había robado al Calcao en El Corte Inglés, y que le costó la vida por habérselo regalado a la niña Alma, que está muerta en algún lugar húmedo y amniótico que ni siquiera ahora puedo precisar.
—Venga, Muda, joder. Es que no se puede con las tías.
Me costaba seguir el paso de los niños, aunque no llevara los tacones. Era como si la tierra aún medio embarrada me fuera tragando antes de tiempo, succionándome los tobillos, subiendo su lengua eterna hacia mi coño. ¿Por qué tenía la tierra esa prisa por tragarme si yo aún estaba viva?
—¡Muuudaaaa!
Escapo entre los alerces. Los niños son tres colores pequeños que desparecen y reaparecen entre los matorrales. A medida que la tierra me traga más y más, me persigue la no sombra que seré páramo arriba. No puedo huir de mi sombra. Nadie puede. Ni siquiera el Tirao puede. Pero el Tirao no le tendría miedo. Se dejaría enterrar por esta tierra con dientes que ya me llega a la cintura. No grito. Las mudas no podemos gritar; por eso nunca salimos en las películas de terror. Pero yo ahora tengo miedo y lloro y tiemblo. La tierra me sigue tragando y ya no puedo correr más. Mi propia sombra se me echa encima. Ya se van a besar sus labios muertos con los míos.
—Muda. Muda, ¿qué te pasa? ¿Qué te pasa? ¡Muda! ¿Por qué estás llorando? ¿Te has caído? Joder, como te vea así el Tirao, la hemos liao parda. Muda. Muda. Venga, levántate. Levántate y ven con nosotros, que es aquí al ladito. Así, ven, cógete a mí, cuidado con esa piedra. Despacito. Ya no corremos más. Venga, Muda, por favor, deja de llorar ya, que tenemos que vigilar las ruedas. Mira, es ahí, donde aquel árbol.
Veo las cosas acrisoladas por la sal de los ojos, pero acabo distinguiendo el lugar que me señala Gabriel. Gavroche. El Tirao nos dijo que no pisáramos. Me siento en una roca y me limpio las lágrimas y los mocos con la manga. La tierra ya no me quiere arrastrar adentro, y es un descanso. Sonrío. Gabriel sonríe. Siempre un metro por detrás, también en cuclillas, Hristo y Lubo sonríen también.
—Desde aquí podemos ver si viene alguien del Poblao, Lubo —dijo Gabriel señalando al Sur—. Y el Tirao vendrá como desde la poza, para que la gente piense que se ha ido a lavar los trajes, Hristo —añadió apuntando al Este—. Si veis algo, me lo decís en voz baja, pero no os levantéis. Si queréis hacer pis, avisadme y no os dé vergüenza.
Estamos aquí, en medio del páramo, dirigidos por un mariscal de ocho años a la espera de un gitano que viene a ver no sé qué ruedas. Si algo así de verdad está ocurriendo, no debo de tener miedo a que me quiera tragar la tierra. Aún estoy viva.
—Muda, ¿te puedo pedir una cosa ahora que no nos ve nadie?
Digo que sí a mi mariscal de ocho años.
—¿Les puedes enseñar las perolas a mis hijos, que sólo han visto las de su madre y las tiene muy pequeñas?
Sonrío enseñando todos los dientes preciosos de mi sonrisa. Pero los seis ojos están clavados en mi pecho, como hipnotizados. Desabrocho la camisa y dejo las tetas al aire. Ojalá me pidiera esto el Tirao algún día. Sólo mirarme. Aunque no me tocara.
—¿Veis qué tetas? ¡No! ¡Espera, Muda! ¡Un ratito más!
Un ratito más.
—Gracias, Muda. Ya puedes taparte. —Me tapo—. Venga, vosotros dos, a vigilar, que después de clase viene el trabajo.
Hristo y Lubo se tumban boca abajo sobre el matojo hiriente con disciplina militar, apoyan los codos en la tierra y apuntan al noroeste cercando los ojos con las manos, como si tuvieran prismáticos. Me dan ganas de enseñarles las tetas otra vez. De darles de mamar. De ser su madre. De que el Tirao y yo los criemos. De que dentro de quince años no estéis los tres en el talego o en el cementerio, reventados de jaco o destripados de chirla, sin recordar que un día os enseñé las tetas, que un día esperasteis el paso firme del Tirao cerrito arriba para hacer justicia a una gitanilla muerta que no le importa a nadie más.
—¿Qué hace la Muda?
—Nada, Hristo. A veces escribe The End en el suelo con la punta del zapato. Es que ve muchas películas.
—Significa final.
—Fin.
—Luego lo borra siempre.
—¿Tú crees que está llorando?
—¡Mira, papá! ¡Creo que es el Tirao! ¡Cerro arriba!
—¿Qué lleva?
—La bolsa de la ropa, para que la gente crea que ha ido a lavarse a la poza.
—¿Cuánto crees que nos va a dar, papá?
—Calla, pirao. Y sigue vigilando. La gente de ley nunca habla de cuentas antes de terminar el curro.
—Yo quiero que siempre sigas siendo nuestro padre, Gabriel.
—Cállate y vigila. Y no digas más chorradas. Y me llamas papá, joder, que ahora soy el cabeza de familia.
El Tirao otea siempre más de cuatro puntos cardinales antes de estar seguro de que no le ven y, sólo después de barrer los horizontes como una rapaz, dirige su mirada hacia Gabriel, que señala hacia un lugar donde la melena de vegetación apenas deja ver nada. El Tirao abandona el saco de la ropa en la hierba, va hacia el lugar que le ha señalado Gabriel, regresa, saca treinta pavos del bolsillo y se los da a los niños.
—Largo.
Gabriel hace un gesto con la cabeza hacia sus hijos y los tres salen correteando colina abajo en dirección al Poblao. ¿Yo me puedo quedar, amor mío?
—Tú quédate si quieres, Muda. Pero pisa siempre detrás de mí.
Está atardeciendo. Ya decía yo que para qué quiere el Tirao unas ruedas. No son ruedas lo que hay aquí. Son marcas de rueda en la hierba, aplastando matorrales, dibujando sobre el barro una huida. El Tirao sigue las huellas y salimos del bosque de alerces al camino de la cañada. Allí las huellas de las ruedas ya se confunden en la rugosidad pedregosa y abstracta de los caminos. El Tirao se queda pensando y después echa a andar cerro abajo hacia el Poblao, sin esperarme. Yo ya no tengo miedo de que me vuelva a beber la tierra. Ahora está él.
Con tanto llorar y tanto enseñar las tetas, me he olvidado de borrar el The End que dibujé en el bosque. Espero que no lo vea ninguna lercha antes de que lo desdibuje la lluvia, no sea que después murmuren que ando presumiendo de saber inglés.