XIV

—No tenía ni idea —pensé en voz alta y el loro me miró como si quisiera leerme el pensamiento.

Aparqué delante de tu casa rompiendo la promesa que te hice hace cinco meses:

—No voy a volver a pisar tu casa. Me dais asco tú y tu gente. ¿No puedes entender eso?

Tú llorabas. Estás tan fea cuando lloras que dan ganas de abrazarte como se abrazaría el dolor de un fenómeno de feria. Tan fea te pones, y tan bella, como la mujer barbuda, como el enano sin brazos, como el cíclope humano de ojo impar, como los siameses mal avenidos, como el funambulista atlético al que un mal equilibrio convirtió en un saco de deformidades que los niños crueles pagan por mirar… Tuve ganas de limpiar tus lágrimas con un retal de carpa de ese circo, pero no lo hice y me largué.

Aquel día, cinco meses y una semana después de mandarte a la mierda, aparqué mi coche otra vez ante el portalón de la mansión de tus padres. Dejé al loro en el coche y me bajé dando un portazo. Tus perros sólo ladraron dos veces, hasta que reconocieron mi olor. La cámara de seguridad, alertada por los sensores de movimiento, me echó el aliento encima. Le sonreí y le guiñé un ojo. Pero esta vez no la engañé para que se girara hacia otros paisajes y nos permitiera una despedida como Mesalina manda. Supongo que ahora es el momento de reconocer que todavía te echo de menos, niña pija. El timbre de las puertas de los ricos nunca lo escuchan ni el que llama ni los señores. Es un privilegio de la servidumbre.

—¿Sí? —El acento inconfundible de Raluca, vuestra doméstica rumana.

—Quisiera hablar con la señorita Ximena Jarque Matas.

—La señogita Ximena no está.

—¿Y su madre? —Sabía que tu padre, a esas horas, nunca estaba.

—¿De pagte de quién?

—La policía. —Le enseñé la placa a la cámara de seguridad.

Raluca tardó casi cinco minutos en abrir el portalón. Supuse que la mitad del tiempo lo había dedicado a decirle a tu madre que te buscaba alguien y que ese alguien era la policía, y la otra mitad a reanimar a la dama con el frasco de sales. Raluca y yo nunca nos habíamos visto, pero sí nos habíamos oído mutuamente.

—Ximena, egues una fulana, tjaeg un hombje a casa cuando no están tus padjes.

Ahora estaba allí, frente a mí, con cara asustadiza de haber perdido sus papeles de residencia. Y detrás, pasada la franja de verde y el camino de gravilla que conduce al aparcadero de la trasera, tu señora madre, nerviosa pero señorial, vestida con un trapo de andar por casa que, vendido de segunda mano, debe valer dos veces mi sueldo.

—Mi padre se casó por amor y mi madre por dinero. A él cada día se le nota menos y a ella cada día se le nota más —me dices siempre.

Cuando levanté la vista, tu madre ya no estaba enmarcada en la puerta. Raluca recogió mi gabardina en el recibidor y me indicó que tuviera cuidado con los dos escalones de bajada al salón en los que me caí la primera vez que me colaste en tu casa y en tu cama.

—¿Señora de Jarque?

No se levantó del sillón en el que tú te quedaste llorando aquel día.

—¿Qué pasa con mi hija? —me esputó con sus dientes de oro blanco y la autoridad de quien puede mandar a Raluca al supermercado a comprar para la cena dos kilos de beluga y media docena de policías como yo—. Supongo que no tendrá inconveniente en que llame al abogado de la familia.

—No creo que sea necesario —me apresuré a decir, alegrándome de no haber seguido mi primer impulso de traer al loro al hombro para surrealizar aún más la escena. Saqué la cartera y mostré la placa—. Inspector José Jara.

—Tiene dos minutos para explicarme de qué va esto antes de que llame a nuestro abogado.

—¿Ximena no va a volver hoy? Podría esperarla en el coche.

—Ximena ya no vive aquí.

—Entiendo… ¿Y no habría forma de localizarla? Ella me conoce.

—Ya sé que Ximena le conoce muy bien, inspector Jara. —Frunció coquetamente una boquita de tres millones de pavos.

Perdí la mirada entre las cabezas de ciervos, leones, antílopes y ñus a los que la pulsión cinegética de papá había privado de morir en la cama.

—No estoy aquí para dirimir ningún asunto personal, señora. Digamos que hemos tenido información de que su hija ha entablado…, digamos…, una amistad peligrosa con un personaje de nuestro interés. Pedí encargarme personalmente del asunto…

Imité la expresión de un Bambi al que acaban de colgarle la cabeza de su mamá entre los trofeos cornamentados de tu papá.

—¿Una amistad peligrosa con un personaje del interés de la Policía? ¡Ay, Dios mío! —exclamó sin ninguna efusión—. ¿Y a qué se dedica el presunto amigo de mi hija, inspector?

—Ah, bueno… —Mi mano dibujó el movimiento de una hélice desgarbada frente a sus ojos risueños—. Tráfico de cocaína y heroína, blanqueo de dinero, quizá estupro, proxenetismo, robo de vehículos de lujo… Lo normal. Es uno de esos chicos del Este, muy alto y muy atractivo, que sólo sabe el suficiente español como para quedarse casi todo el tiempo callado y así parecerle interesante y misterioso a una chica demasiado soñadora. ¿Dónde está Ximena?

—No lo sé. Ni tengo su teléfono. Me llama siempre desde locutorios para evitar que la localice.

—Está usted mintiendo.

—¿Cómo se atreve? —Se fingió ofendida y se rio abiertamente de mí—. Mi hija es mayor de edad. Ella lo quiso así. Nos dijo que necesitaba buscarse a sí misma y se marchó.

—¿Y dónde se está buscando a sí misma? ¿En el Ritz? ¿En el Waldorf Astoria? ¿En una clínica de desintoxicación del Chanel 5? Las niñas ricas que se buscan a sí mismas sólo acaban encontrando más dinero de papá.

—Debe ser frustrante para un hombre tan inteligente como usted perseguir a niñas ricas descarriadas y a camellos.

—Me faltó vocación para casarme con un millonario —respondí y volvió a reírse.

—No sé si ponerle una copa o en la calle. Es usted un espectáculo.

—¿Dónde trabaja Ximena? ¿O la mantiene usted?

Doña Emérita, alias Mary en sus five o’clock tea de los viernes con las marquesas, se levantó y salió hacia tu cuarto. Volvió con varios periódicos gratuitos y cinco o seis números de La Farola.

—En este periódico de los pobres es donde más publica. —Me tendió un ejemplar abierto por un reportaje titulado «Y llega el invierno».

Trataba de consejos para protegerse de los fríos de Madrid cuando se duerme a la intemperie, y proporcionaba una guía de túneles, refugios y viviendas vacías dispersos por toda la capital donde podían ampararse los indigentes. El texto y las fotos estaban firmados por Ximena O’Hara. Un nombre artístico realmente cojonudo.

—Ahora váyase. Mi marido va a llegar de un momento a otro y detesta a los hombres inteligentes que me hacen reír.

—¿Quiere que la mantenga informada?

—No me decepcione y no vuelva por aquí. ¡Raluca! —llamó volviendo un culo altamente deseable hacia mí, y perdiendo su caminar por el pasillo entre cabezas disecadas de antílopes, ñus, ciervos y leones. Los compadecí por ser incapaces de torcer el cuello para seguir admirando su vaivén.

La rumana me devolvió la gabardina y me acompañó en silencio hasta el portalón. Esta vez, tus perros sí me ladraron. Cuando metí la mano en el bolsillo para sacar las llaves del Dodge, encontré una factura de supermercado doblada. En el reverso, con caligrafía temblequeante de lacaya traidora, habían escrito una dirección: calle García Arano, nº 16, 4º B; Valdeternero; Madrid.

Gracias, Raluca, doméstica indomesticable.

—Ximena, egues una fulana, tjaeg un hombje a casa cuando no están tus padjes.

Era noche cerrada. El loro se despertó con el portazo y protestó agitando las alas cuando lo desveló definitivamente el ruido del arranque.

—Gilipollas.

—Ya sé dónde se esconde la niña, compañero.

Doblé la primera esquina y pasé junto a los castaños bajo los que te esperaba escondido en nuestras citas secretas, lejos de los ojos y de las cámaras escrutadores de papá y mamá. Me detuve a fumar allí un cigarro escuchando el viento aterciopelado que constipa a los ricos. El loro protestó mi contaminación cagándose en el salpicadero. En tu honor se lo perdoné y no lo arrojé a los gatos.

El tráfico se había diluido y no tardé ni media hora en rodear Madrid por la M-40 y llegar a Valdeternero. Creo que no había estado nunca. Tu calle era la principal del barrio, con socavones beiruteros en el asfalto y ninguna luz comercial ya a esas horas. Valdeternero debe de ser el único barrio de Madrid que aún no han colonizado los chinos con sus tiendas calderilleras y sus dientes de bambú. El portal del número 16 estaba abierto. Subí hasta el cuarto con el loro al hombro por una escalera resbaladiza de mugres y vómitos de niños prematuramente destetados. Ninguna bombilla había sobrevivido a la ratería vecinal en los descansillos. Tuve que encender el mechero para encontrar la letra B sobre una puerta fabricada con un árbol al que tampoco habían alimentado bien en su infancia. Vaya con la nueva mansión de la niña pija. Apreté un timbre mudo y después llamé con los nudillos. Abriste la puerta en pijama y estabas preciosa. El resto, hasta que recuperé el conocimiento, me lo vas a tener que contar tú. Por cierto, mientras caía inconsciente, vi al loro volar desde mi hombro hasta el tuyo, y todo el mundo sabe que este loro no vuela. ¿Fue un delirio? Ya me contarás. Tengo tiempo de esperarte.