XI

—Deja ya de moquear, que te juro por mis muertos que tu niña está aquí antes de una semana y el que se la ha llevado está comiendo tierra.

Que no te distraigan las voces de papá ni del Manosquietas, hija mía. Que él no tiene ni muertos ni vivos ni mentira ni verdad ni valor ni cobardía. ¿Los oyes, hija? Todo el día metiéndose y hablando y hablando de cómo te van a volver a traer, de cómo van a desentrañar los cimientos de Madrid para encontrarte, amor. Pero nunca se levantan de la mesa, del whisky y del perico, que han echado otros cinco gramos encima de tu libro de Matemáticas que te forró la Ximena, y que es lo único limpio que hay en esta casa y por eso lo usan para el vicio. ¿Sabes?

Esta tarde estaba recogiendo todos los cabellos tuyos que se quedaron en el cepillo del pelo y me los comí para tenerte dentro otra vez, como cuando eras menos que una niña. Mis entrañas querían expulsarte, gritándome por dentro cosas biliosas como cuando a la Raquel le hicieron el exorcismo gitano, tú no habías nacido y no te acuerdas, pero yo sólo escupí bilis y sangre, y te dejé dentro de mí, niña mía, doliéndome más la madre que lo que me dolía el coño aquel día de marzo en que te parí, hijita de la primavera.

Esperé. Aguanté. No quería que fueras hija del invierno, y aguanté los dolores delante de tu padre y del Avivo Perro hasta que dieron las doce, hasta que ya fue 21 de marzo y escuché las campanas de la media noche, las campanas lejanas, que en el Poblao no hay iglesia, y entonces ya era primavera y me dejé desmayar para que las abuelas hicieran el trabajo entre mis piernas y, cuando me desperté, tú estabas lavadita como una estrella de mar y te pusieron en mis brazos, llorona, cómo llorabas, cántaro inagotable de la primavera, que la primavera sin la lluvia no es nada, que las flores no florecen si los charcos no reflejan la cara azul y nublada de barbas del Dios del cielo.

Y lo primero que te dije, mientras llorabas esas lágrimas gordas que parecía que no podían salir de unos ojos tan chicos:

—Esta niña va a aprender a leer y a escribir.

Y todas las abuelas se rieron, con sus risas de sima y a dos dientes por barba, por encima de tu llanto y de mi determinación.

—A leer y a escribir, que esta niña no va a ser como nosotras —protesté, ¿te acuerdas?

Y la Vulpa estiró el bigote como un sargento de la Guardia Civil.

—Por mucho que la leas y la escribas, va a ser como nosotras. Y como tú, Fandanga. Porque, a ser nosotros, ni se aprende ni se desaprende, sólo se nace.

Y yo me quedé callada, porque era una verdad más grande que la tierra, y las otras viejas se volvieron a reír, y yo me empocé en tus ojos y en tu carita mocosa y fea hasta que te dormiste, y entonces entró el Bellezas, con las pupilas más dilatadas que las panderetas que sonaban en la fiesta del Poblao por tu nacimiento, y dijo:

—Quiero ver a mi hija.

—Se ha dormido. Déjala.

—Que la quiero ver.

Y te cogió con manos temblequeras de perico y vino.

—No se parece a mí.

—Un aire tiene. —Le tomé el pelo: al fin y al cabo, aunque él no lo quisiera saber, la niña llevaba su sangre.

La santa compaña agorera de viejas salió del chabolo con una triste letanía de frusfrús refajones y silencios. El Bellezas, mi hombre, ja, te miró chulescamente a los ojos alzando tu cuerpecito. Te miró como si fuera a tirar de faca. Como se mira a los pringaos que no cotizan y a los que hay que dar un consejo de chirla en la mejilla, con cuidado de que la sangre no te salpique el virus.

—¿Dónde me tiene ésta el aire? —preguntó como con asco.

Y tú le soltaste un pedito para responderle con tu primera verdad. «Ahí salió todo el aire tuyo que ella tiene dentro, jodelagranputa». Pero no lo dije. Porque tenía miedo por ti, tan blandita, tan huérfana ya ante tus padres, tan muerta, muerta, muerta como estás ahora, porque yo sé que estás muerta, hija, muerta, muerta, muerta aunque nadie te ha matado, que es mi forma sorda de gritar que te han matado casi todos.