X

Era miércoles y no iba a cambiar su rutina. Desdeñó la ofrenda irónica del teniente Santos para acompañarle en un zeta hasta el Poblao. A pesar de la lluvia. A pesar del viento. A pesar del frío. A pesar de los millones de pájaros que ya habían emigrado hacia el sur. A pesar del peligro que suponían las decenas de ejecutivas rubias con un tacón perdido cojeando entre el tráfico a la caza de un taxi.

Garrafas de lluvia destilada desde nubarrones barrileños empapaban al Tirao, y su gabardina negra falso Armani salivaba bilis negra. Dejó la Castellana sin olvidar que un gitano de metro noventa vestido de negro en calles despobladas por un diluvio es más fácil de seguir para un policía que Pulgarcito para una paloma panadera. Se desvió por si acaso. La calle Orense era un ir y venir de anfibios estresados que corrían, veían y decían del despacho de un abogado high standing al despacho de un delincuente high standing. Y viceversa. La cuchilla del aire rasuraba al cero a los arbolillos tísicos de smog que se vencían al otoño de las aceras. Mendigos con goteras en los ojos le preguntaban al cielo algún porqué, y sólo sonreían con dientes precarios cuando algún tipejo demasiado elegante pisaba un charco y se cagaba, rotunda y desagradecidamente, en Dios.

—Me cago en Dios —gritó, rotunda y desagradecidamente, el joven economista colocado por papá en Garrigues Walker, cuando su zapato Salvatore Ferragamo se sumergió en el traidor charco que lo acechaba bajo la portezuela de su BMW blanquísimo, en el aparcamiento al aire libre de El Corte Inglés de Nuevos Ministerios.

Aquél era el predio de don Juan el Palomitas, que se sonrió con dos dientes divorciados antes de acercarse a zancadas cojitrancas hasta donde el joven economista vaciaba de lodo su Ferragamo. El hijo menos listo de papá —cualquiera de los hijos de papá padece natural propensión a ser el menos listo— observó el trote impar de don Juan el Palomitas hacia el BMW mientras, sentado con la portezuela abierta y escurriendo un calcetín aromatizado por Yves Saint-Laurent personalmente, componía, o lo intentaba, un imposible gesto de risa y susto simultáneos. Y no era para menos.

A doscientos metros, bajo la vomitona gris del cielo en guerra, también la cara del Tirao ensayaba gramáticas gestuales imposibles observando el trote rengo de su amigo, que se protegía de la furia de aquel océano vertical con una bolsa de El Corte Inglés despatarrada a dos manos sobre la cabeza. Don Juan el Palomitas detuvo su veloz jota coja frente al BMW del popelín, que borró la risa y dejó sólo susto en sus más que correctas facciones.

—¡Viva El Corte Inglés! —gritó el viejo mendigo sin dejar de sostener con ambas manos la bolsa supermercadera sobre su cabeza.

El Tirao, a lo lejos, se rio solo y, al reírse, un litro de lluvia se le ahogó en la boca.

—Se nota que comulga usted del stablishment y yo vengo a servirle, caballero. Permítame que le ayude.

Ante la mirada bellamente atontolinada del gilipollas, don Juan el Palomitas plegó la bolsa de El Corte Inglés como un paracaídas necesitado de mimos, se dejó mojar y se arrodilló ante el joven ejecutivo, mientras arrebataba cortésmente calcetín y Ferragamo a un descontextualizado hijo de papá, a quien don Joaquín Garrigues Walker iba a echar la bronca por llegar tarde tras haber pedido permiso para una compra veloz y rutinaria.

—Déjeme a mí.

—Estese quieto, hombre —protestó el panoli—. ¿Qué quiere?

El Palomitas escurría el calcetín del pijo cubriéndolo de la galerna con su cuerpo y, sin que el trajeadísimo pudiera hacer nada, se lo colocó en el pie con velocidad preservativa de puta pero, también, con dulzura planchadora de madre. Después, con su pañuelo abanderado de mil flemas, lustró y secó el zapato como pudo, y también se lo calzó al nene.

El Palomitas se irguió con su sonrisa complaciente, una sonrisa en la que sólo cabían un colmillo izquierdo bajo el labio superior y un lejanísimo molar derecho sobre el inferior. Una sonrisa que al panoli no le debió de seducir. Porque cerró la puerta del BMW ante la ruina humana y arrancó el motor con un gesto de desprecio en su boca inexorablemente odontológica.

Una decisión carísima.

Los niños de papá, cuando no está papá, no saben hacer negocios. El Palomitas arrancó los dos limpiaparabrisas delanteros del BMW con un solo movimiento. Después, para asustar al heredero, golpeó varias veces los cristales con determinación de furriel que despierta a la soldada. El niño se puso nervioso. Bajo el tsunami cenital de la tormenta no podía ver nada sin los limpias, pero intentó salir del parking acelerando el BMW marcha atrás. Destrozó un Polo rojo y un Renault 19 en la primera maniobra. Pero el Palomitas continuó con su aquelarre.

El ruido alertó al segurata del parking de El Corte Inglés. Cuando lo vio acercarse, el Palomitas inició una lenta maniobra de retirada, aunque siguió gesticulando. El pijo aceleró en dirección contraria y rasgó las almas a un precioso Audi-3 recién metalizado y a una vieja furgoneta blanca de marca irrecordable. El Palomitas se dio por satisfecho con aquel Waterloo y salió brincando hacia el sur de la Castellana. El Tirao lo alcanzó de una carrera.

—Joder, Palomitas. En vaya consumao has metido al mariposa.

—Coño, joder, hostias, Tirao, pero ¿has visto, mierda puta? La madre que me parió.

—No me hables en verso, Palomo, que me despisto.

—Qu’el pijolas ese no me solivianta si me da medio chavo, Tirao. —Volvía la cabeza a cada cuatro o cinco saltos rengos para comprobar si algún guripa del Corte los seguía.

—Vas a tener que estar unas bazas currando lejos del Inglés.

—Por éstas que mañana me plantifico. —El anciano se agarró la entrepierna olvidando que, desde veinte años atrás, no le servía para otra cosa que para mearse encima—. Si con medio chavo… Eso es lo que le cuesta a él que le corte su peluquera un solo pelo.

—Un solo pelo le cuesta más —calculó el Tirao.

—Pues eso, hostias, la madre, joder. Que con la sonrisita esa que me puso me estaba extorsionando.

—Extorsionar es otra cosa, Palomo.

—Vete a cagar mazorcas de maíz, Tirao. Déjate de tanto diccionario y aprende a junar secretas.

—Por eso he venido a verte. A lo mejor llevo sombra.

El Palomitas se volvió otra vez. Ya habían rebasado la garganta de metro de Nuevos Ministerios. Una galaxia arlequinada de paraguas de todos los colores hacía imposible comprobar si alguien los seguía. El Palomitas giró la cabeza hacia el tráfico detenido y descartó una vigilancia en coche. La anaconda de la Castellana había desayunado fuerte y se moría de indigestión a cinco kilómetros por hora.

—¿Qué has hecho esta vez, Tirao? ¿Por qué dices que te vienen detrás?

—Vengo de Plaza Castilla.

—Hostias, ¿qué…? —Los ojos del viejo tranco reflejaron el terror que le producía la simple mención del edificio de los juzgados.

—Calla. Se han llevado a otra niña del Poblao. Y yo quiero ver a la Charita sin llevar sombra. Por eso he venido a verte.

—¿Otra vez te quieren enfilar?

—No lo sé, Palomo.

—Joder. No se les olvida. ¿Qué tal mi amigo el Calcao?

—Supongo que mal, porque está muerto. El Perro lo mató. Se creyó que había sido el que se había llevado a la niña. Pero el Calcao no fue. Estaba conmigo y con la Muda haciéndose unos cocodrilos en Gran Vía.

—Pobrecito. Con lo bien que te junaba los secretas siendo tardo. Descanse en paz. Era un alma pura —enfatizó el Palomitas elevando un segundo la vista al cielo y olvidándose, enseguida, del Calcao—. ¿Sigues haciendo cocodrilos con la Muda? Qué manos tiene la Muda para las carteras de los tolis. Y para otras cosas, ¿eh, Tirao?

El anciano rengo obligó al Tirao a refugiarse a la sombra de un portal. Gestores Remón, Harguindey y Fuster; Academia de Idiomas la Floridita; Juan Martínez Escolaza, notario; Rexsesa, abogados laboralistas… Un portero, con cara de celoso guardián para que todos aquellos titulados nunca pisaran una sombra de mierda en sus dominios, intentó alejarlos con una mala mirada desde el otro lado de la puerta de forjados. Pero enseguida se dio cuenta de que el hombre alto vestido de negro era Loquillo, el cantante, y cambió su cara de División Azul por una sonrisa.

—¿El Perro está en el tambo? —preguntó el Palomitas.

—Para siempre, supongo.

—La que se va a armar en el Poblao. Me cago en Jesús, me meo en María y me peo en José —recitó el Palomitas mientras del interior de su camisa sin botones, cosida la pechera con hilos desiguales por sus poco hábiles manos, extraía un crucifijo de madera y lo besaba con eucarística devoción.

Dos goterones de lluvia sucia asomaron a los ojos sin pestañas del viejo. Se le habían abrasado de tanto encender colillas robadas al suelo en el parque de Azca y en los ceniceros de las puertas exteriores del Corte.

El cancerbero de los Remón, Fuster, Harguindey, Escolaza, etcétera, esperaba, libreta en mano, a que Loquillo terminara su investigación rocanrolera con el detrito humano para pedirle un autógrafo. El cancerbero comprendía el interés antropológico del cantante por aquel octogenario con la camisa cosida bajo una cazadora aviadora de cuero falso y torerita que, de no ser tan antigua como él, amariconaría su figura pequeña y sin culo; con esos mechones de pelo blanco que se escupían desde la cara derecha de la cabeza como matojos pugnaces pero que dejaban en calvicie casi total la cara izquierda; con la oreja diestra adelantada y la siniestra pegada al cráneo, como si la cojera le hubiera desimetrizado el aerodinamismo… El portero, con la libreta y el papel en la mano, incluso sintió compasión por aquel pobre miserable. Aunque quizá el viejo inope, cosa que a él no le sucedería nunca, iba a ser inminente protagonista de un nostálgico, reivindicativo y callejero rock&roll cantado por Loquillo y acompañado por los Trogloditas.

—¿Quién es la niña? —preguntó el Palomitas.

—La nieta del Perro. La hija del Bellezas y la Fandanga.

—Cristo es el demonio y yo soy su pastor, la virgen puta. —El viejo se limpió las lágrimas sucias con el mismo pañuelo con el que había aseado el zapato del panoli antes de añadir—: No llevas sombra, Tirao. Pero, si quieres, te acompaño a la casa de la Charita para asegurarnos.

—Te pago la carrera. —El Tirao le alargó tres billetes de cincuenta pavos. El cancerbero emergió del portal de los Fuster con la libreta perniabierta a los autógrafos.

—Diculpe, señor. ¿Podría firmarme un autógrafo para mi hija Yésica, que tiene todos sus discos?

Antes de que el portero pudiera reaccionar, el Palomitas arrebató libreta y boli y escribió con letra veloz: «Para Llésica», antes de devolverlos.

—Aquí tiene, caballero. Pero cuídese de no hacer bussisness con mi rúbrica.

Declamó chamberileramente el Palomitas antes de pendulear a saltitos calle abajo, hacia la estela marchadiza del Tirao, que se había adelantado y se encorvaba bajo la lluvia.

—Ciento cincuenta napos es mucho napo —jadeó el viejo.

—Es para que te dejes ver de vez en cuando por la zona. Sobre todo a partir de las siete, que sale de trabajar. Y los miércoles. Los miércoles le dan libre. Pero que la Charita no te vea rondar.

Cruzaron General Varela, Pensamiento, Algodonales, Marqués de Viana, Genciana, Miosotis… A paso marcial y enredándose en laberintos para que el Palomitas pudiera corroborar que no llevaban sombra. A medida que caminaban, la lluvia se iba debilitando, las calles perdiendo apostura, charme y excelencia, y las mujeres que se cruzaban ya no gastaban salvaslips.

Empezaron a aparecer algunas sastrerías sin neón, sólo costuras y cremalleras, chinos, ferreterías de las que no venden cajas fuertes, bares sin pedigrí y con vermú de grifo, pajarerías sin canarios educados por una mezzo, tintorerías en las que se lava ropa realmente sucia, chamarilerías que venden objetos desdeñados por habitantes de barrios más prósperos, agencias de viajes cortos atendidas por ninfas alucheras y no por ex amantes de James Bond. El Tirao echó una última visual a sus espaldas.

—¿Estás seguro, Palomitas?

—Estoy seguro, jefe. ¿Quieres que me quede un rato galgueando por aquí? Hay una tienda de gosolinas a la vuelta y ya es la hora de comer.

—Haz lo que quieras. Yo voy a estar arriba un rato.

—¿Cómo va la Charita? —le preguntó con tristeza.

—Va como siempre.

—¿Se lo vas a contar?

—No.

—Mejor. Cómetelo tú solo. Y, si no puedes, ya sabes tú dónde ando, jefe.

No se dieron la mano ni se dijeron adiós. Bifurcaron andares y al carajo. Jefe. El Palomitas le había llamado jefe. Si el Nenas o el Patxi hubieran escuchado al Palomitas llamarle jefe al Tirao, le hubieran aplaudido con la polla. Pero el Nenas y el Patxi llevaban tantos años muertos que ya eran incapaces de aplaudir ni con la polla ni con nada. En veinte años cambian mucho las cosas. «Ya sabes tú dónde ando, jefe», había dicho el Palomitas.

Noche de cualquier sábado, los ochenta recién estrenados, en el tasco oloroso a meo del Palermino, donde las moscas se quedaban pegadas a las bombillas peladas por culpa del opio ambiente.

—Eh, Largo. —Rodrigo Monge aún no se había merecido el apodo de Tirao—. Me juné aquí en el Carmen un Zequis negro mogollónico, del trinqui —gritaba el Nenas tras la lana acaracolada que le cubría su media cara de tano.

—Si nos lo levantas, te aplaudimos con la polla —invitaba Patxi, el guapo, pasando el brazo por los hombros de una de las chorbas y poniéndole el canuto en los labios.

—Tiene el agujero p’a la casete, y yo me barrunto que es de los que guardan la esterio en el maletero, o ya verás. Venga, tío, sal de naja, que igual el toli se nos pira.

Una lenta calada al canuto. El Tirao, como algunos niños y adolescentes demasiado tranquilos o demasiado grandes, parecía que era el dueño del tempo de las cosas, y de ahí su autoridad. Se levantaron y dejaron a cuenta los litros de calimocho al Palermino. Y el grupo salvaje atravesaba Alcalá hacia el barrio del Carmen cortando el tráfico con su andar seguro de macarras de vaquero tubo, y las tres niñas dibujándole a Madrid banderas pobres con sus minifaldas siempre chillonamente rojas o amarillas. Siempre, todas, rojas o amarillas. El Tirao era un maestro del gancho y desbloqueó la puerta del Zequis en treinta segundos.

—Joder, tío, eres la máquina.

Desactivó la alarma en menos tiempo aún y cortocircuitó el puente bajo el volante del buga en menos de lo que se enciende un porro. Todos arriba. Y el chirlazo a ciento treinta por hora abriendo venas a Madrid y escuchando a toda alma a los Chichos, los Chunguitos, los Calis: «Heroína, el diablo vestido de ángel, / yo busco en ti y sin saberlo lo que tú sólo puedes darme. / Hace tiempo que te conozco. / Tienes penas y alegrías. / Más chutes no, ni cucarachas impregnadas de heroína. / No más jóvenes llorando noche y día, / solamente oír tu nombre causa ruina…».

Luego la putada de tenerle que vender el loro al Palomitas para costearse unos chinos, porque lo de menos eran las letras.

—Venga, jefe. —El jefe, entonces, aún era don Juan el Palomitas—. Danos tres talegos, que es un Pío.

El Palomitas sopesó el Pionneer como si al peso pudiera calibrar la calidad del radiocasete.

—Tirao, no me jodas. —Abría la boca, que ya entonces tenía sólo dos dientes pero mucha más autoridad—. Te doy dos cinco porque eres hijo de tu padre.

Y luego el regateo con el camello para pillar una buena dosis de jaco, eso cosa del Patxi. Y al final los seis en el coche a orillas de una obra cualquiera, ellos con la bragueta abierta y ellas con el sostén y las faldas rojigualdas acumuladas sobre los ombligos, y mucho humo y mucho papel plata arrancado de tabletas de chocolate Dolca que dormían en el salpicadero, y cuya dulzura niña no se comerían nunca.

Un grito enorme y coral emergió de debajo de la tierra, proveniente de las bocas muertas del Patxi, del Nenas y de las tres vanessas rojigualdas. Cinco que protestan desde el infierno: los que no quieren ser recordados hacen mucho ruido cuando se les contradice.

El Tirao despertó de sus evocaciones adolescentes delante del portal de la Charita y miró a su alrededor por si alguien más había escuchado el aullido. Nada. Indiferencia, lluvia y prisas. Madrid, Madriz, Madrí.

Llamó al timbre de Abrojo, 71 y el portal, como siempre, cedió en silencio al abracadabra. Era miércoles, la rutina, él, sin hora fija. Regustos a los primeros cocidos del invierno se filtraban a través de las puertas expugnables de los pisitos, todas adornadas con placas de alpaca intentando prestar relumbrón a los tristes apellidos de un obreraje triste, agrisado, vencido y envejecido, húmedo de rutinas y humores que no han gloriosamente ardido, salva sea su ideología, ni en el franquismo ni después. Y que además, tras tanto acarreo mulero en cualquier verdinegra oficina hasta los sesenta y cinco años, no gozaban de ascensor.

El Tirao subió hasta el quinto goteando sobre las escaleras una tormenta de Brassens sin esperanza de vecina. Adecuando su rostro perfileño de gitano carcelario y duro a los meandros de un gesto de dulzura dedicado a su hembra, a la Charita, a la madre de su no hija. Buscando palabras especiales a sabiendas de que diría lo de siempre. La puerta del piso, ya entreabierta, esperándolo.

—Hola. ¿Hay alguien? —y entrando—, ¿qué tal estás?

—Bien.

La Charita estaba en la cocina, retirando el pisto del fuego para que los huevos se escalfaran lentamente. El Tirao no oyó lo que la mujer había contestado, pero sabía que había respondido que bien, porque la Charita respondía siempre lo mismo.

—¿Qué tal la vida?

—Bien.

—¿Qué tal el trabajo?

—Bien.

—¿Qué tal el tiempo?

—Bien.

—¿Qué tal de salud?

—Bien.

—¿Qué tal la muerte, la putrefacción y el olvido?

—Bien.

Colgó el abrigo en la bañera para que siguiera vomitando su borrachera de tempestades en lugar contenido y se sentó en el salón. Desde allí podía contemplar todo el piso. Cincuenta metros de seguridad pequeñoburguesa subvencionados por un programa de los servicios sociales de la comunidad de Madrid para ex drogadictos. Trescientos euros de hipoteca al mes durante treinta años. Sin derecho a devolución de lo invertido en caso de impago o recaída. Saloncito, habitación, cocina y baño.

—He hecho pisto.

—Ya lo huelo.

—¿Te apetece?

—Mucho.

—¿Dos huevos?

—Tres. Tengo hambre.

—Nadie toma tres huevos.

—Yo sí.

Veía su espalda trajinar entre la cocina y el fregadero. Jersey deformado de lana gorda blanca hasta el bajo culo y pantalones vaqueros ceñidos a unas piernas en el límite de la anorexia. Zapatillas vulgares de felpa. El pelo negro recogido en una coleta insuficiente. El Tirao sintió urgencias de que se volviera para ver otra vez su bonito rostro aceitunado, y sus ojos rasgados sobre unas ojeras pintadas mitad de nacimiento y mitad del abuso de la coca y el jaco (antes) y de trankimazines y somníferos (ahora). Ni siquiera la maternidad y las drogas habían conseguido deformar su cuerpo exacto de belleza fría, casi matemática. Por fin se despojó del mandil y se volvió. Y entró en el salón con una sonrisa de invierno.

—Hola, pequeñaja.

—Hola, grandullón.

—¿Me das un beso?

El Tirao se levantó y abrió los brazos. Ella no lo besó, pero adecuó su cuerpo mínimo al abrazo y dejó que su mejilla parasitara el pecho del hombre durante un buen rato. El gitano, sin querer, lloraba. Se limpió disimuladamente los ojos con el pretexto de levantar un brazo para acariciar el pelo de la chica.

—Estás empapado.

—Vine a patas.

—¿Para hacer hambre y comértelo todo y no tener que decirme lo mal que cocino?

—Para eso.

—Ya me lo imaginaba yo.

Comieron casi en silencio, intercambiando miradas. El Tirao con voracidad, aunque no tenía hambre. Ella jugueteando con el calabacín y el pimiento como una niña en su primer día de comedor escolar.

—Mamá, ¿por qué no le has querido dar un beso a Rodrigo? ¿No ves que hoy está muy triste? —preguntó la niña desde la sombra del cortinaje.

—Estaba muy rico —dijo el Tirao recostándose precariamente en aquella silla mucho menos ruda que su espalda.

—Él a mí siempre me daba besos y me acariciaba —insistió la hija, y las cortinas de cretona alentaron un poco.

—Siempre dices lo mismo —contestó la Charita—. Todo está siempre rico. No te creo.

—Y, cuando tú estabas muy malita por las inyecciones y te dormías sin darme las buenas noches, él venía a mi camita y me daba calor. ¿Por qué no le das un beso, que yo no puedo?

—Tú también la has oído —dijo la Charita levantándose y recogiendo los platos.

—Yo no he oído nada.

—Siempre vuelve los miércoles. Como tú.

—Sólo yo vuelvo los miércoles.

—No, tú nunca vienes solo.

—He conocido a otra niña… —dice la voz infantil.

La Charita dejó los platos en el fregadero y después se encerró en el cuarto de baño, como todos los miércoles. Y como todos los miércoles el Tirao aprovechó para abrir todos los cajones de la casa y buscar. Trankimazines, diazepanes, yurelax, analgilasa, noctamid, neurontín. Nada raro. Lo de siempre. Y el tiempo pasando sin que ella saliera. Y, como cada miércoles, él descolgó la guitarra de su padre de la pared y le arañó algunos punteos, y le arrancó una taranta balbuceada mientras escuchaba cómo la cisterna sonaba dos, tres, cuatro veces. La Charita salió y dijo lo de cada semana.

—¿Por qué no te llevas la guitarra?

—Ahora hay mucha humedad en el chabolo. Se echaría a perder.

Era la explicación de invierno. En otoño el problema para la guitarra del padre muerto son los cambios bruscos de temperatura. En verano, la humedad relativa. En primavera, la alergia del bordón al polen de la amapola o cualquier otra estupidez. Pero la guitarra se queda aquí. La guitarra es mi ancla entre tus pechos, Charita.

—¿Por qué paras? Sigue tocando —como cada miércoles.

—No —igual que cada miércoles.

—Por favor —lo mismo de cada miércoles.

Y el gitano, como siempre, se fue por caleseras, como para invitarla a un viaje guiado sin estribillos.

—No lo parece, pero es muy triste —dijo ella como cada miércoles.

El gitano colgó la guitarra de su padre y obligó a la Charita a sentarse a su lado en el sofá de falso cuero. Y la abrazó como cada miércoles, y como cada miércoles ella parecía un gorrión alquilado en un nido enorme de cigüeñas. Estuvieron así hasta que atardeció.

—No me toques más. Vete —como en los malos miércoles.

El gitano la desabrazó y se levantó. La Charita lo siguió, más pequeña pero más fuerte que él. Antes de cerrarle al Tirao la puerta en la espalda, le dijo con odio:

—Un día voy a romper la guitarra de tu padre —como en los miércoles terribles.