—¿Sabes adónde vamos, novato?
—Sí, al Poblao. Más allá de Valdeternero. Donde los gitanos.
—¿Sabes ir?
—Más o menos. He mirado el mapa.
—Has mirado el mapa.
Lo peor del teniente Santos no es su desprecio o su sarcasmo. Lo peor del teniente Santos es que huele a ajo y a fascismo, como una beata a la que hayan inyectado una sobredosis de testosterona, un palillo entre los dientes y una fusca de matar revoltosos y poetas.
—Métete por aquí, gilipollas, que la M-30 a estas horas está de reventar y he quedado con Marcelo para el vermú.
Hago caso a lo que dice el cabrón, y cinco minutos más tarde estamos atascados en el túnel de Bailén con un charco de cinco centímetros de agua empantanada bajo las ruedas del Toyota. De aquí no nos saca ni el canto de la sirena. No hay por dónde meterse y me alegro. Su vermú se le acaba de meter a Santos por el culo.
—¿De qué te sonríes, paleto?
No puedo evitar que la sonrisa se me abra más aún.
—Al mal tiempo buena cara, mi teniente.
—Tú eres más gilipollas que la madre que me parió. —Y enciende un cigarro, aunque la ordenanza prohíbe fumar en el interior del vehículo.
Caen goterones del techo del túnel, como si la estructura de hormigón se nos fuera a venir encima con la lluvia. El ciempiés del tráfico avanza una decena de metros y se vuelve a detener. Parece que Santos se ha resignado a perderse el vermú y ahora se aburre.
—¿Sabes a quién vamos a buscar? —preguntó su voz pedernal de fumador ansioso. Una voz desagradable, entretejida de flemas.
—Rodrigo Monge, alias el Tirao, el Dedos, el Maca, el Largo, cuarenta y tres años, raza gitana. 1,89 metros. Noventa y dos kilos de peso aproximadamente. Residente en el Poblao, Valdeternero, Madrid, sin número. Sin profesión conocida. Heroinómano. No violento. Antecedentes: robo con escalo en 1984; por tenencia en 1983, 1985, 1989 y 1998; por hurto en 1997. En 2004 fue procesado y absuelto de un delito de proxenetismo.
—Guau, el mocoso recita ya los reyes godos. Los padres escolapios tienen que estar muy empalmados contigo, chaval.
—Laguna dice que es el mejor carterista de Madrid —proseguí mi letanía sabihonda.
—Y se ha documentado entre los veteranos —volvió a esputar mi teniente torciendo la boca con asco de mí—. Pero en esa ficha tan ordenadita que me has recitado falta lo más importante. ¿Tienes hijos?
Me extrañó ese rasgo de humanidad.
—Una niña.
No dijo nada más. Avanzamos una decena de metros. Un volumen inquietante de agua anegaba ya la cárcava del túnel. Algunos conductores empezaban a ponerse nerviosos con la batukada africanera de los goterones sobre los capós.
—¿Sabes nadar, maricón?
—No a estilo mariposa, mi teniente.
Supongo que no lo entendió. Se quedó un buen rato masticando lo que yo había querido decir. Salimos por fin del túnel. La lluvia amainó. Cogí el primer desvío a la M-30, sin consultarle, y Santos no rechistó. La M-30 tampoco estaba para probar ferraris, pero al menos avanzábamos.
—¿Te suena Heredia? —me preguntó el ronco mientras encendía otro pito.
—Antonio Vargas Heredia, rey de la raza calé… El delantero brasileño del Atlético de Madrid de los setenta… Pedro de Heredia, fundador de Cartagena de Indias… No se me ocurren más, mi teniente.
—¿Estás intentando darme por el culo?
—Ah, y Jesús Heredia Migueli, alias el Perro, setenta y seis años, baranda del Poblao y presunto asesino de Leao Mendes, alias el Calcao. ¿Está mejor así?
—Sí que estás intentando darme por el culo.
Llegamos a Valdeternero, pisos baratos oscurecidos de humedades, coches de antepenúltima mano aparcados en las aceras, mujeres con joroba de costurera tirando de carros de la compra con remiendos, pocos niños, muchos talleres y ferrallerías, contenedores de escombro, bolsas de basura destripadas beirutizando las calles, gatos tiñosos, bares cutres atendidos por las abuelas de nuestros antepasados… En Valdeternero las adolescentes te sonríen con una media de dientes menor a la de cualquier otro barrio de Madrid. Valdeternero es tan arrabales que aún no se ha instalado allí ningún chino. Debe de ser el único barrio de Madrid que aún no han penetrado los chinos con su sonrisa de limón insondable y sus bazares de gangas.
Tras los últimos edificios leprosos de Valdeternero, está la Urbanización. La Urbanización tuvo alguna vez un nombre, Urbanización Paraíso, pero nadie lo quiere recordar porque es el paisaje de la única guerra que los gitanos han ganado a los payos en Madrid y en el planeta entero.
A finales de los años ochenta, se empezaron a construir bloques de pisos proletas en el solar enorme que separa Valdeternero del puente de la autopista. Pero los gitanos del Poblao volaban con dinamita los edificios a medio alzar para proteger sus predios de la invasión paya. Se pusieron guripas privados, pero después el Ayuntamiento tuvo que reforzar la vigilancia con los de la Local y con nosotros, los picos. No había manera. Cualquier noche, reventaba un edificio. Lo milagroso es que nunca hubiera muertos. Era un boicot constante, cojonero, muy bien dirigido y sin chotas. El Poblao tuvo entonces mucha popularidad mediática. La izquierda más pitiminí se abanderó, por supuesto, en defensa de los calés. En el otro lado de la trinchera, los constructores ultramontanos azuzaban al Gobierno para desplegar al Ejército por los solares, a ver si sonaba la flauta guerracivilera y podían nombrar generalísimo de las Españas a un Jesús Gil o a un Paco el Pocero. Se detuvo a mucha gente, incluido el Perro, pero las colmenas inacabadas de hormigón seguían reventando de noche con las pirotecnias de aquella fiesta flamenca de guitarras sublevadas.
Yo era casi un niño y, cuando veía las noticias en la televisión del comedor, imaginaba a los saboteadores vestidos con faralaes de camuflaje y burlando, navaja albaceteña en mano, las delaciones lechosas de la luna —gitana apóstata de su raza, largona, chota, traidora—. Los guardias civiles, mientras, fumaban cigarros ciegos, hasta que la bomba estallaba, y un armazón de hormigones se arrodillaba asustándoles la espalda y haciendo volar tricornios como urracas con la onda expansiva.
Pero con los años se pudrieron mis quimeras bandoleras y me metí a guardia civil.
Al final no se construyó nada en el solar y, ahora, la Urbanización Paraíso es un barrizal sin nombre por donde deambulan los yonquis terminales que no se pueden separar del Poblao, los que duermen en las estructuras cojas de hierro y hormigón que permanecen allí como recuerdo goyesco de los desastres de la guerra.
Tras el puente de la autopista está el Poblao. Gitanos y algún rumano o turco de alquiler, que llegan a pagar seis mil euros mensuales al Perro por habitar una de las chabolas y traficar con lo que sea, poner un laboratorio de pirulas o esconderse un rato de una orden de busca. Vale la pena pagar. Es seguro. Ni nosotros ni la Local ni los pitufos ni los secretas entramos allí sin que, veinticuatro horas antes, sepa el Perro adónde vamos y a por quién.
El Toyota brinca en los lodazales en que se han convertido los caminos con la lluvia, y casi se atasca en el barrizal acumulado bajo el puente de la autopista, antes del remonte que sube hasta el Poblao y el páramo, que es una nada bastante extensa donde se diluye Madrid Este.
—Párate al lado de la medicalizada —me ordena Santos.
La caravana con la cruz roja y el afiche azul de Sanitale debe de haber llegado poco antes que nosotros, porque aún están los yonquis haciendo cola para la dosis de metadona y una sopa que a veces les dan de desayuno.
—Señora —le grita Santos desde la ventanilla a una mujer con bata blanca. La mujer se acerca sin importarle el barro.
—Madre, no señora. Soy religiosa, agente. Clarisa. —Sonríe.
—Pues a mí me dice teniente, madre, que agente me suena a poco.
—De acuerdo, teniente.
—Buscamos el chabolo de Rodrigo Monge, si nos puede decir.
—Alias el Tirao —añado yo.
—Ah, ya. ¿Por lo de la niña? ¿Se sabe algo?
—Sí, el Tirao vive en aquella primera casa —la religiosa la señala—, remontando el camino.
—Gracias, madre.
Arrancamos el Toyota. Una chica con una cámara profesional al hombro se acerca a la monja y se nos quedan mirando. Los yonquis también nos observan con los ojos agigantados por el mono y su miedo menestral a nuestros uniformes. El chabolo de Monge parece sólido. No hay basura alrededor. Santos me señala una choza más miserable que se destartala treinta metros más arriba con la lluvia y el viento.
—Allí debe de ser donde el Perro apioló al retrasado.
Monge, alias el Tirao, el Dedos, el Maca, ha oído las puertas de nuestro coche y ha salido a la lluvia a ver quiénes somos. Es un gitano grande y morlaco, con muy buena forma física, sin coágulos en los ojos.
—No parece un yonqui.
—Con los tanos nunca se sabe. Hay algunos que aguantan mucha vena. Es la raza. Son de arteria dura. —Sube la voz para dirigirse a Monge—. Arréglate, Tirao, que te llevamos a dar un garbeo por Madrí.
—¿Puedo entrar un momento?
—Claro —contesta Santos mientras enciende otro pito.
El gitano vuelve a entrar en el chabolo y cierra la puerta en nuestras narices, pero con suavidad.
—¿No entramos con él, mi teniente?
Santos se ríe de mí.
—Eh, Tirao —grita hacia dentro de la casucha—. Que mi amigo el primavera no se fía de que tengas una recortada y quiere entrar —después se vuelve a dirigir a mí—. No abras mucho y cierra rápido la puerta cuando estés dentro.
No entiendo la orden, pero obedezco. En la penumbra del chabolo, tardo en distinguir a Monge acercándose a un canario suelto que hace equilibrios en el reborde de la cabecera de la cama. Todo está limpio y huele bien. Hay un armario grande, una cama de noventa hecha por una santa madre de las de antes, una mesa con una cafetera y libros, más libros por el suelo, la jaula del canario, una sola silla, un generador de gasoil y una estufa de leña. Todo sobre un solado de cemento irregular. Ni televisión ni radio. Pero lo que más me impacta es el aguamanil con espejo y su aljofaina dibujada de flores. Parecen exhumados de otro siglo.
—Ven aquí, bonito. —El gitano se acerca despacio al canario, que acaba volando a su mano. Lo mete muy lentamente en la jaula, llena los depósitos del pienso y del agua, cubre la jaula con un paño sedoso, se pone un abrigo oscuro y de marca, sale sin mirarme y se sube al coche incluso antes que mi teniente.
Volvemos hasta Valdeternero sin hablar. Hasta que Santos enciende otro cigarro ya en la M-30.
—Escucha, Tirao. Mi amigo el primavera no sabe quién eres. ¿No le quieres decir quién eres a mi amigo?
Espío la cara del gitano por el retrovisor. Ni se inmuta. Tiene la mirada clavada en algún lugar de la carretera.
—Venga, explícanos lo importante que eres, Tirao —insiste Santos.
—No tiene usted que explicar nada hasta que lleguemos, señor Monge —digo yo.
—Explícale por qué, cada vez que desaparece una niña, te llevamos y traemos en coche oficial como a las grandes personalidades, Tirao. Con escolta. Si te viera tu padre, te escribía una copla.
Yo no comprendía nada de lo que Santos estaba diciendo.
—¿Por qué te gustan tanto las niñitas, Tirao? ¿Es que es verdad la regla de la ele y la tienes muy pequeña?
Busco la reacción del gitano en el retrovisor. Piedra. Sus ojos siguen clavados en un horizonte que los míos no alcanzan.
—El señor Heredia ha pe…
—El Perro… —esputa Santos.
—El señor Heredia ha pedido como favor personal su comparecencia amistosa ante el juez.
—Me cago en la gramática —lirifica Santos.
—Por supuesto, es voluntario. Hemos creído que no le parecería inconveniente que le acompañáramos. No está acusado de nada. Ni siquiera necesita la presencia de un abogado —recito todo lo que legalmente hubiera tenido mi teniente que decirle al Tirao antes de subirle al coche.
Santos se ríe de mí. Un semáforo interminable nos detiene.
—Que te puedes largar, Tirao —berrea Santos—. Que el primavera te dice que te puedes bajar del coche y volver a tu queli. Todavía no vamos a por ti. Pero san Martín guarda fechas para todos los cerdos.
—Es cierto y, si tiene algún inconveniente en venir, estaríamos dispuestos a acercarle de nuevo a su casa, señor Monge. Insisto en que se trata de un traslado voluntario.
—Pero, aunque te bajes ahora, gitano cabrón, por mis muertos que el marrón de esta niña te lo vas a comer tú. Por mis muertos.
El gitano tampoco se inmuta ahora. Un gitano que se calla, otorga. Santos bufa y me escupe desprecio. Durante el resto del camino, ninguno de los tres vuelve a abrir la boca.
(Por supuesto, nada de esto consta en el expediente de traslado 431/10/2/82/2008 del ciudadano Rodrigo Monge, libre de cargos, a los edificios de la Audiencia en la Plaza de Castilla, Madrid. Mi nombre es Ignacio López Martín, número 130 564; mi pareja el 11-11-08 se llama Francisco Santos Bahamonde, número 201 175, en la actualidad en situación de reserva activa).