Ser la polla de un tío al que llaman el Relamío tiene sus pros y sus contras. Entre los pros, que tu fama va de boca en boca. Porque al Relamío, mi jefe, no le llaman así porque sea excesivamente atildado y primoroso, sibarita y sofisticado, amariconado o british. Le dicen el Relamío porque sólo le gusta que se la chupen, que me laman, que me mamen, que me liben, que me deglutan. Todo esto la polla de un hombre —disculpen el pleonasmo, pero ustedes también dicen persona humana— lo agradece mucho.
Los contras: también le nombran el Relamío con ironía, porque no es ni atildado ni primoroso ni sibarita ni sofisticado ni amariconado ni british. O sea, que no se lava. Y, como dice el primer mandamiento del credo fálico: polla que huele, duele.
Contrariamente a lo que proclama el saber popular, no son tantos los hombres que viven descontentos con sus pollas. Lo que el vulgo ignora es la cantidad de glandes que recuelgan a disgusto de los hombres que los blanden. No hay nada peor que ser la polla de un capullo…
Pero yo no me quejo, porque sé que tarde o temprano llegará ella. Que dejará el dinero sobre la mesa del chabolo del Relamío antes de quitarse los harapos y descubrir su cuerpo exacto de curvas y vaivenes, sus pezones endrinos sobre las tetas cumbreñas de madre que será y su pubis ajardinado de nenúfares de pelo negro. El Relamío abrirá los ojos cuando ella se vuelva a poner el anillo de casada que dejó en el chabolo antes de irse a trabajar, y él se repantingará más en el sillón, ciego de cocaína y malos sueños, antes de que la Muda se arrodille y con su boca desdentada libe la sal mía del mundo. Y a mí no me importará que ella piense en la polla del Tirao cuando me esté succionando, porque, para la mujer que ama, todas somos la misma polla, la santa polla única, plural y trina, la varita mágica que transforma en príncipe de amores a cualquier sapo ceniciento. Que no otra cosa es mi jefe, el Relamío.